En la sangre/Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXVIII
Quince millones a pesar de las porquerías de su suegro, de los tres que le habían mochado, quince millones como quien no decía nada... suyos... ni por la del Papa habría cambiado su suerte, y, curioso, sin embargo... no acertaba él mismo a darse cuenta, sentía un vacío en el fondo, un hueco, poco a poco había ido dominándolo el fastidio, se aburría atroz, espantosamente, andaba como bola sin manija, no sabía qué hacer a ratos de su bulto...
¿Vivir la vida íntima del hogar, consagrado a su hijo y a su mujer? Bonito entretenimiento... con Máxima, que era un hielo, que parecía no tener más oficio que ponerle cara de palo, y la música del mocosuelo por su lado, berreando noche y día, como un marrano, que ni dormir siquiera lo dejaba...
Con la renta, con menos de la renta de su fortuna, se decía Genaro, habría podido nadar en la opulencia, vivir en un palacio, gastar en palco y en carruaje, dar comidas, reuniones, bailes en su casa convidando a medio Buenos Aires. Y habían de ir, se habían de juntar, de amontonar al ruido de los pesos, como se amontonaban las moscas al olor de la carne... así hubiese tenido el cielo tan seguro... los mismos que lo habían mirado como a un animal sarnoso siendo pobre, ¡cómo era que habían cambiado después, por qué acababan de aceptarlo los muy mandrias, de aceptarlo sin discusión, de abrirle de par en par el Club como a una muchacha bonita... los orgullosos, los de copete alzado, adulándolo y sacándole el sombrero, teniendo a honra ser recibidos por él, en su casa, en casa del tipete de marras, del tipo del gringo tachero!...
Sí, indudablemente, no dejaba de ser halagüeña la cosa, tentadora, de hacerle el negocio como cosquillas en el amor propio. Era el reverso de la medalla, la compensación a los vejámenes sufridos, como si se la pagaran con rédito los otros, era saborear como a tragos el delicioso placer de la venganza, su revancha, como el coronamiento de la obra, como una especie de apoteosis de su triunfo, en fin.
Pero, y... yendo a cuentas, ¿cuánto le habría costado la fiesta, cuántos miles, a ese paso, se le habrían salido del bolsillo, al cabo del año... y todo en suma, a qué y para qué, por vanidad simplemente, en obsequio a un mezquino sentimiento de vanidad? ¡Bah!... los tiempos habían cambiado, no era el mismo hombre de antes, no le hacían mella ya esas cosas, a golpes había aprendido y tenía la epidermis dura, se había vuelto muy filósofo y muy práctico...
¿Por divertir acaso a los demás iría a echar la casa por la ventana? Cómo no... volando... que se costearan, si querían, la diversión con toda su alma... ¡No estaba para mantener zánganos él!
¿Asunto de rodearse él mismo de lujo y comodidades? Bombo, miserias, ostentación. ¿Qué más tenía habitar en casa propia que en casa alquilada?... Lo mismo se dormía en una cuja de fierro que en una cama de caoba y nada había mejor, reflexión hecha, más sano ni más higiénico, que el ejercicio a pie y el bravo puchero del país.
Por eso se había ido a vivir con su mujer a una casita de dos ventanas que le había sido adjudicada a ésta en la herencia. Modestamente; muebles del país, baratitos, comprados en la calle de Artes y cocinera criolla de doscientos pesos.
¿Ocuparse, llenar su tiempo, a ratos solía decirse, aplicar en algo sus facultades, alguno de los ramos, de los mil ramos de la actividad, de la labor o del saber humano, tener un objetivo, un norte que perseguir, ambiciones, la vida pública, la política, por ejemplo?
Sí, le habría quedado ese recurso a falta de algo mejor, dedicarse a la política, embanderarse en cualquier partido, podía, con sus pesos hacerse de influencias en la campaña, venir de diputado por donde tenía la estancia que le había tocado a Máxima en la herencia, ser Ministro y hasta llegar a Gobernador, ¿qué extraño no? Otros más brutos que él lo habían sido...
Pero no le daba por ahí, no entraba en su reino, no era su fuerte la política, polainas, bromas de otra clase, quebraderos inútiles de cabeza ¿con qué necesidad?
¿Por él, por él mismo, porque le naciese aspirar y le sonriese el poder, los públicos honores, las altas dignidades, las posesiones encumbradas, porque hubiese alguna vez ambicionado, acariciado la idea de hacer de su nombre un nombre ilustre, inmortal que, grabado en la historia de su país, pasase a los siglos venideros? Algo más positivo y eficaz que toda esa vana hojarasca de las humanas grandezas, había sido siempre el solo anhelo de su vida; algo mejor y más sustancioso que la gloria: los pesos, el dinero...
¿De patriota entonces, de puro patriota, como quien decía de puro zonzo, iría a andar metido en danzas, arriesgando a que el día menos pensado le agujerearan el cuero de un balazo en los atrios o de una estocada en algún duelo?
Se reía él cuando los oía hablar de patria a los otros, de patria y de patriotismo, decir con orgullo, llenándoseles la boca, que eran argentinos... ¿Qué más tenía ser argentino que cafre, haber nacido en Buenos Aires que en la China? ¡La patria... la patria era uno, lo suyo, su casa, la mejor de las patrias, donde más gorda se pasaba la vida y más feliz!...
Negociar más bien, llegó a ocurrírsele, emprender algo que pudiera producirle, entrar en especulaciones... Estaban de moda las de tierras, a la orden del día, no se oía sino de miles, de fortunas improvisadas comprando y vendiendo lotes, se citaba casos de individuos que habían sacado en horas el vientre de mal año con sólo un traspaso de boleto.
Eso sí, que le hablaran de eso, enhorabuena, era honra y provecho, merecía siquiera la pena...
Sin duda, no tenía gran necesidad él, siendo rico, desde que Máxima lo era, pero nunca había de sobra, lo que abundaba no dañaba. Le probaría así a toda la parentela de su mujer que no estaba atenido a lo que recibiera ésta de sus padres y que era muy capaz él como cualquiera... No, no le desagradaba, lejos de eso, la idea de unos cuantos milloncitos más en la faltriquera... y hasta un deber podía ser reputado de su parte, un deber de padre, aumentar el patrimonio de su hijo, contribuir a dejar, con su trabajo, asegurado el porvenir de su familia.
Vería primero, haría la prueba, con tiento, con prudencia, a no precipitarse, a no irse de bruces, algo como una simple bolada de aficionado, un simple pichuleo para empezar.
Calladito la boca, tenía metido en el Banco lo que le había pispado al viejo en el escondite de su escritorio, la suma que había encontrado y de la que no se decía ni jota en el testamento, ni se había dicho después.
Todo el mundo ignoraba, al parecer, que existiese tal dinero, y no sería él, seguramente, quien desplegara los labios para sacar a la suegra y a la mujer de la ignorancia en que se hallaban.
Justamente, venían bien; para ensayo, con retirar del depósito del Banco un par de miles de duros le bastaba; ni necesidad tenía de hacer uso de su crédito, de pedir a nadie nada.