En la sangre/Capítulo XXXI

Capítulo XXXI

Alcanzaba el oído a percibir de lejos como la sorda crepitación de un horno; abiertas las ventanas, todas, de par en par, como en montones por ellas, caía, derramábase la luz sobre la plaza; ganduleaban los curiosos ocupando las veredas frente a las puertas de reja de la entrada; la chusma de pilluelos, traficantes de contraseñas, pululaba en media calle y, al ir a penetrar, repleto todo de gente hasta el vestíbulo, un tufo se sentía caliente y fétido, salía del teatro en bocanadas como el aliento hediondo de una fiera.

Aumentaba el rumor, crecía el tumulto, subía de diapasón, llegaba a ser algazara, una algazara infernal adentro; no en la sala, no en el vasto desplayado del proscenio y la platea, donde moros y cristianos confundidos, turcos, condes y pastoras en amoroso consorcio, silenciosa y gravemente y zurdamente se zarandeaban, hamacaban el cuerpo al compás de las mazurcas y habaneras. Apenas el falsete atiplado de algún mocito compadre llegaba a arrojar una nota agria en el conjunto, o perturbaba el orden por acaso el momentáneo tropel de alguna riña.

Era arriba el tole-tole, eran en el foyer, en los salones, el barullo, el alboroto, los chillidos, el bullicioso entrevero, el cotorreo enervante, exasperante, de dos mil mujeres criollas disfrazadas, desatadas al amparo del disfraz...

Un grupo de dominós en número de ocho a diez, blancos, pugnaba por abrirse paso, lograba a duras penas penetrar hasta el salón de la esquina.

Juntos todos, paseaban como extrañados la mirada. Si un hombre acertaba de paso a hablarles, bruscamente con un movimiento de muñecos de resorte, volvían la espalda, se estrechaban más aún, sin contestar, soltando algunos la risa bajo el antifaz, una risa nerviosa y sofocada.

Dos, sin embargo, como indecisos y entre ellos consultándose, luego de hablar, de cuchichear al oído un corto instante, desprendiéronse de los otros, aproximándose a Genaro.

Los observaba éste de lejos, fijamente, apoyado a una de las columnas del salón.

-Dame tu brazo -díjole uno.

-Con mucho gusto.

-Gracias querida, y hasta luego entonces.

-Ya ves, he cumplido -prosiguió el dominó -Máxima- tomando el brazo de su novio, ambos alejándose-, y no ha sido sin trabajo, te lo juro. No quería por nada mamá, decía que era un loquero el nuestro, que no tenía pies ni cabeza venir nosotras a Colón; pero tanto hemos rogado, insistido y suplicado, que he conseguido por último que nos acompañe y ahí está, la pobre, con otra señora más sentada en el foyer, esperándonos.

Vamos a dar una vuelta no más, mi viejo, ¿eh? No voy a poder quedarme, no voy a poder estar mucho contigo; nos han traído con esa condición y hemos convenido en reunirnos dentro de un momento con las otras.

-¿Es ésa la manera de probarme tu cariño, llegas apenas y ya te quieres ir?

-¡Ingrato, di que he hecho poco por ti!...

-Lo que digo es que la tengo a usted, señora, y que no la suelto así no más, a dos tirones.

-Es que no puedo, mi hijito, que van a andar buscándome mis compañeras, que va a estar con cuidado mi madre si me tardo...

-Con ir a verla a tu mamá.

-No, no, ¿para qué? Puede caer en cuenta, desconfiar, figurarse que todo mi empeño no ha sido sino por encontrarme contigo; no, que no sepa, mejor que no.

-Pero el tiempo, mi vida, de pasar media hora a tu lado, juntos los dos, de que veas algo por lo menos de este infierno...

No se puede ni caminar, ni respirar acá; hace un calor insoportable y están llenos de gente los balcones; ven, salgamos.

-¿Dónde?

-Donde yo quiera llevarla y cállese la boca y obedezca.

Bajaron la escalera de la plaza, caminaron hasta la esquina, de nuevo entraron por el café, cruzaron el vestíbulo, siguieron a la izquierda, se detuvieron frente a una puerta; había sacado una llave Genaro.

-¿Qué haces?

-Ya lo ves, abrir y entrar. Vamos a estar aquí como unos príncipes, solitos los dos tras de la reja.

-¿Y no verán, no se alcanzará a distinguir?

-¡Cómo quieres que se vea, sin luz adentro!

Uno junto a otro sentáronse en la penumbra, en la oscuridad del fondo del palco; Genaro atrás, hacia adelante Máxima.

-Sacate la careta. -Le pasaba, le deslizaba, al hablarle, el brazo por la cintura-. Un siglo me parece que hace, mi china, que no te miro... y que no te beso.

La atraía, la estrechaba él entretanto; ella quería, se dejaba. Un instante, de cerca, los dos se contemplaron y sus bocas de pronto se juntaron, sus ojos se entrecerraron, largamente, deliciosamente, como quien bebe, seco de sed.

-Bueno, ¿basta no? Estése con juicio ahora, como niñito bien criado y déjeme ver la función.

¡Qué figuras santo Dios, qué cacherío de mujeres éstas... y hasta sucias che!...

Ella continuó charlando, criticando, ocupándose del público, del baile; él teniéndola abrazada; le decía que la quería, le daba besos él, de vez en cuando, en el pescuezo, debajo de la oreja; se estremecía ella toda, se encogía; uno a uno, empezó con suavidad a desprenderle los botones de la bata él; íbasela de nuevo abotonando ella:

-Vava... quieto, estese quietito, quietito, le digo... -en una dulce languidez, perezosamente, como dormitando repetía.

Turbada, embargaba el aire los sentidos; mareaba un olor acre a sudor y a patchouli, podía provocar el asco o el deseo, como repugnan o incitan a comer ciertos manjares. Pasaban entrelazadas como hechas trenzas las parejas. Un hombre y una mujer, cerca, allí, se manoseaban. La orquesta terminaba el vals de Fausto.

Bruscamente se sintió, se vio arrojar, echar de espaldas Máxima a lo ancho del sofá, empujada por Genaro, y él sobre ella:

-¿Qué?... ¡no!... -balbuceó azorada.

-¡Cállate, que si te oyen, que si nos ven, se arma un escándalo!

Crujieron los elásticos, hubo un rumor sordo y confuso, un ruido ahogado de lucha, luego un silencio.

-¡Es un infame usted, es un miserable!... -exclamó Máxima de pie en medio del palco, reparando el desorden de su traje, alzando del suelo su careta. Tenía el aliento afanoso, conmovida la voz, las manos le temblaban.

-Lléveme arriba, donde está mi madre.

-Máxima...

-Lléveme.

-Pero hija...

-Lléveme repito o me voy sola.

Quiso darle su brazo él; retrocedió un paso cruzando los suyos ella.

-Siga, camine.

Y como él, remiso, no se apresurara:

-¿Qué, no me oye? ¡Camine, salga le digo!

Ancho hueco de orgullo, un orgullo brutal de macho satisfecho, iba riéndose en sus propias barbas; pensaba: se le ha de pasar...