En la sangre/Capítulo XXVII
Capítulo XXVII
Moderó su marcha a la distancia; avanzaba al tranco el carruaje, perplejo, irresoluto su dueño.
¿Sujetaría, entraría? Podía hacerlo, le habían dado ese derecho, iba sin duda alguna a recibirlo la familia, no peligraba de seguro que lo echasen a la calle con cajas destempladas... pero... ¿de qué hablaría él, sobre qué conversaría, cómo explicar su presencia allí, sin causa, sin pretexto ahora?
Aproximábase entretanto, iba llegando ya, iba a cruzar frente al portón de entrada. Habríase dicho desierta la quinta, inhabitada; a nadie se distinguía, un gran silencio reinaba. ¡Sí, qué canejo, a Roma por todas partes, de los osados era el mundo!...
Y, como si una mano extraña empuñara las riendas del carruaje, siguió éste andando, sin embargo, continuó Genaro, al trote de su caballo, con dirección a Belgrano.
Tocaba, frente a la estación, una banda de música en momentos en que él llegaba. Bajo la doble fila coposa de las calles de paraísos, numerosa afluencia de personas se notaba, familias que residían durante los meses de verano en el pueblito, otras que salían de la ciudad en sus carruajes, gente que iba a caballo o en el tren.
Acá y allí sobre los bancos de paseo, diseminadas las madres; reunidas las hijas entre sí, yendo y viniendo, estacionando por grupos de amigas en sociedad de jóvenes, de "mozos". Se acariciaban ellas, se tomaban de la cintura, unas sobre otras, mimosamente se recostaban, balanceaban el cuerpo, apretábanse la mano, jugueteaban con flores en los labios. Ellos risueños, animados, decidores, afectando a ratos inclinarse, cambiar con gesto picaresco al oído de sus vecinas alguna palabra breve, alguna frase furtiva.
Y fumaban, hasta tabaco negro fumaban entretanto, y era destemplado y chillón todo aquello, el tono de las voces y de los colores, confundido con el tono de la banda chillón y destemplado.
¿Estaría Máxima allí? Bajó Genaro, buscó, uno a uno observó los grupos, recorrió en todo sentido las calles del paseo; cuando luego de transcurrido largo rato y de haber ya perdido la esperanza de dar con ella, entre lo espeso de la concurrencia, creyó a lo lejos atinar a distinguirla.
Sí, con la madre; venía hacia él, vestida de foulard de la India a cuadro escocés, dominando apenas el azul marino entre las tintas apagadas y sombrías de la estofa, ceñido de relieve el talle; la pollera estrecha, caída simplemente, sin adorno, perdida la pesada masa de su pelo negro bajo el ala de un sombrero de paja oro antiguo y terciopelo. Dejaba ver el pie coquetamente, entrever, presentir más bien, al caminar, el nacimiento de la pierna en la seda violeta de sus medias.
Pasaron. Sonriéndose, con gesto amable, había retribuido el saludo de Genaro la señora. Volvieron a pasar; Máxima y él se miraron... como sabían mirarse.
Y timorato, aprensivo, sin embargo, cobarde, con una cobardía austera de avaro, no quiso dejarse estar.
¿Por qué precipitarse, a qué apresurar la marcha de los sucesos? No, despacio, poco a poco era mejor; con tiento, con prudencia, con cautela... no veía la necesidad de andar llevándose todo por delante...
Ahora, especialmente, que sabía, que seguro estaba de encontrarla los jueves y los domingos a esa hora. Aunque no quisiese la madre, tendría que ir, llevada, arrastrada por la hija... Y no había de faltar ocasión después, una oportunidad cualquiera, alguna coyuntura favorable, que le permitiese acercarse sin violencia, como una cosa natural, como llevado de la mano, como que cayera de su peso hacerlo así.