En la sangre/Capítulo XXV
Capítulo XXV
Veraneaba la familia de Máxima en una quinta de los contornos de Belgrano.
Al caer la tarde de uno de esos días sofocantes de diciembre, bajo el corredor, al este, hallábase reunida la joven con sus padres; respiraban en una tregua del calor barrido por la brisa fresca de la virazón.
Una nube espesa de polvo, al pie de la barranca, tras del cerco de cañas del camino, como si hubiese parado allí el carruaje que la levantaba, empezó poco a poco a disiparse.
Y, momentos después, en efecto, un hombre aparecía, penetraba con paso incierto y cauteloso, como pisando en vedado, tendía el cuello, paseaba la mirada, se detenía, de nuevo volvía a avanzar, subía, se aproximaba, siguiendo las eses de una senda, sugiriendo vagamente en su ademán, en su andar, la idea del andar escurridizo de las culebras.
Notando de pronto la presencia de los habitantes de la casa, ocultos hasta entonces a su vista por las plantas del jardín:
-Perdón, señor -dijo a la distancia en tono suave, con acento tímido y pegajoso, dirigiéndose al padre de Máxima-, acaba de sucederme una pequeña contrariedad, un pequeño accidente en mi carruaje, un tornillo que he perdido, que ha caído de la vara... es poca cosa, casi nada, lo bastante, sin embargo, para que no me sea posible continuar.
Algo, un pedazo cualquiera de cordel, con que asegurar la vara me bastaría y he tenido el atrevimiento, me he tomado la libertad de entrar...
-Ha hecho usted muy bien, señor, inmediatamente le voy a mandar, dígnese sentarse entretanto, sírvase aguardar un instante.
Y llamando a una de las personas de servicio, al cochero de la casa, ordenó que éste bajara y sin pérdida de tiempo se ocupase del arreglo del carruaje.
-Un millón de gracias, señor, pero... temo de veras molestar, ser indiscreto y pido a ustedes, desde luego, mil perdones.
-Absolutamente, señor.
Un cambio de palabras, de frases banales se siguió; el tema obligado de los que hablan entre sí por vez primera y nada quieren o nada tienen que decirse.
Máxima sólo guardó silencio, encendida la mejilla, la vista esquiva, como en un nervioso desasosiego de toda ella.
Diez minutos después, sin embargo, anunciaban hallarse listo el carruaje. Su dueño entonces, sin esperar a más, poniéndose de pie y sacando del bolsillo su tarjeta:
-Reitérole, señor, mi más sincero agradecimiento -dijo-, tiene usted en mí a un humilde servidor.
-Esta es su casa, caballero, estamos aquí a los órdenes de usted.
Y atentamente, desde el borde de la barranca, despidió el viejo a su huésped.
"Genaro Piazza" -leía de vuelta, al dirigirse de nuevo junto a su mujer y su hija- no conozco, no sé quien pueda ser... pero parece muy bien el joven, muy fino, muy decente...
-Magnífico, espléndido, impagable -exclamaba el otro para sí saltando en su asiento de alegría, mientras, suelta la rienda del caballo, alejábase envuelto entre el torbellino de polvo del camino.