En la sangre/Capítulo XVI
Capítulo XVI
¿Qué había sido de Genaro entretanto, cómo acababa su noche, por qué su clandestina salida, su brusca desaparición de entre los otros, por librarse de ellos acaso, de sus bromas majaderas y cargosas de borrachos?
No; creyéndolo dominado por los efectos de la embriaguez habían desistido ya de su empeño de hacerlo hablar, acababan de dejarlo en paz, sin más preocuparse para nada de su persona, de olvidarlo por completo, como olvidan los muchachos el juguete que ya no los divierte.
¿Y entonces?
¡Oh, mal habría podido disimulárselo! era que el espectáculo de aquella franca alegría, de aquella expansión sincera y sin dobleces entre amigos, en medio de un compañerismo exento de mezquindades y miserias, le hacía daño a él que respiraba el odio y la venganza, en cuyo corazón sentía sólo que la envidia, una baja rivalidad, una ruin emulación tenía cabida.
Era que la vista de sus condiscípulos gozosos, satisfechos y felices de la felicidad propia y de la ajena, prodigando, en el impulso generoso de sus almas, el elogio y el aplauso a los demás, mientras hacían ellos mismos gala y como lujo de su ingenio, había concluido por tornársele, a la larga, odiosa, inaguantable.
Por eso había salido, se había escapado, se había escurrido entre las sombras, como un ladrón había fugado de allí; porque era hiel la saliva que tragaba, porque se ahogaba, se sofocaba, porque el aire le faltaba en aquella atmósfera elevada y pura, como falta a los reptiles donde se ciernen las águilas.
Sí, por eso, por eso, nada más que por eso, exclamaba, se lo decía se lo repetía en un alarde de pordiosero que se complace en exhibir las llagas de su cuerpo.
Pero, desde el fondo entonces de su conciencia sublevada, un grito se levantaba de recriminaciones y de protesta, como extraño, como de otro, una voz que lo acusaba, que le enrostraba sus flaquezas, la ausencia en él de todo impulso generoso, de todo móvil desinteresado y digno, su falta de altura y de nobleza, sus procederes rastreros, sus torpes y groseros sentimientos, la perversión profunda, la abyección, en fin, de su corazón y de su espíritu, esa abyección moral en que se veía, en que se sentía caer, mayor y más completa cada vez, a medida que del esbozo del niño, la figura del hombre se desprendía.
Y habría querido él no ser así, sin embargo, había intentado cambiar, modificarse, día a día no se cansaba de hacer los más sinceros, los más serios, los más solemnes propósitos de enmienda y de reforma; sí, a la par que de vergüenza, en el hondo sentimiento de desprecio que a sí mismo se inspirara, con las ansias por vivir de quien siente que se ahoga, no había cesado de agitarse, de debatirse desesperado en esa lucha; sí, a todo el ardor de su voluntad, a todo el contingente de su esfuerzo, mil veces había apelado... inspirarse, retemplarse, redimirse en el ejemplo de lo bueno, de lo puro, de lo noble, que en torno suyo veía, resistir, sobreponerse a esa ingénita tendencia que lo impulsaba al mal.
¡Vana tarea!... Obraba en él con la inmutable fijeza de las eternas leyes, era fatal, inevitable, como la caída de un cuerpo, como el transcurso del tiempo, estaba en su sangre eso, constitucional, inveterado, le venía de casta como el color de la piel, le había sido trasmitido por herencia, de padre a hijo, como de padres a hijos se trasmite el virus venenoso de la sífilis...
¡Miserable... miserable... miserable!... ¡Agarrábase desesperado, llorando, la cabeza, crispaba los dedos entre el pelo, se lo arrancaba a mechones, maldecía, blasfemaba, chocaba con la frente en la pared, rabiosamente, salvajemente y, cegado por el llanto y aturdido por los golpes, vacilaba, tropezaba, a la luz apagadiza de los faroles de aceite, se bamboleaba en las aceras de los lejanos arrabales de su casa, como cayéndose de borracho también él!...