En la sangre/Capítulo XIX
Capítulo XIX
Iba a la ópera en Colón una mujer joven, una niña casi.
Era morena y muy linda; a su vez que llena de formas, delgada y fina; como una luz de esmalte negro, brillaba, se desprendía en hoscos reflejos de la órbita ojerosa de sus ojos y, mientras revelando un intenso poder de sentimiento, su nariz afilada, ancha de fosas, se dilataba, nerviosamente por instantes se contraía bajo la impresión melódica del sonido o la atracción del juego escénico, en su boca de labios gruesos y rojos, todo el calor, todo el ardiente fuego de la sangre criolla se acusaba.
Ocupaba un palco de primera fila, con los suyos, el padre, la madre. Genaro enfrente, desde su tertulia de punta de banco, noche a noche fijaba en ella los anteojos.
Había indagado, había tomado informes, se llamaba Máxima, era hija de un hombre rico, dueño de muchas leguas de campo y de muchos miles de vacas, poseedor de una de esas fortunas de viejo cuño, donación de algún virrey o algún abuelo, confiscada por Rosas, y decuplada de valor después de la caída del tirano.
Sabía Genaro quién era, de nombre, un nombre de todos conocido, mil veces lo había oído pronunciar.
¿Qué propósito entretanto lo animaba, qué fin lo guiaba, por qué miraba a la hija, así, tenaz, obstinadamente; en un exquisito instinto de artista lo atraía, cautivaba sus ojos la sola contemplación de la belleza en la mujer, o hablaba en él acaso un sentimiento, y entonces, qué sentimiento, era un capricho el suyo un simple pasatiempo, puramente un juguete de muchacho irreflexivo, o era serio, era afecto verdadero, era amor lo que sentía, una pasión que en su ser se despertara?
El artista, él capaz de delicados refinamientos, hombre de pasión él... ¡bah!...
Le gustaba, era muy rica la polla, a besos se la comería, ¡quién le diera andar bien con ella, tener su bravo camote del país con una así, de copete, de campanillas... aunque más no hubiese sido, por lo pronto, que de ojito, que se fijara en él, que le hiciese caso... después... quién sabía después, tantas vueltas daba el mundo!... hasta muy bien podía formalizarse, ponerse serio el asunto con el tiempo... ¿por qué no?... Cuando estaba por ser la primera vez tampoco. Todo dependía de la muchacha, de que llegase a quererlo... ¡Y qué bolada para él lograr al fin injertarse en la familia!
Porque eso debía buscar, bien pensado ése era el tiro, dar con una mujer que tuviese el riñón forrado y atraparla, ver de casarse con ella.
Estudiar, trabajar, jorobarse de enero a enero, y todo ¿para qué?, ¿para conseguir patente de embrollón?...
¡Qué estudio, ni qué carrera, ni qué nada! Era ése el mejor de los estudios, la más productiva de las carreras, no había nada más eficaz ni más práctico, negocio más lucrativo para sacar uno el vientre de mal año y hacerse rico de la noche a la mañana, sin trabajo y sin quebraderos de cabeza.
Se había desengañado, la plata era todo en este mundo y a eso iba él...
¡Pero lo malo estaba en que no se adelantaba un diablo, ni pizca que se daba por aludida la muchacha, maldito si ni se había apercibido que existía semejante bicho en el mundo!... y sin embargo, bien a la vista lo tenía, bien al frente; imposible parecía que no hubiese ya coceado, que no hubiese caído en cuenta... ¿Sería zonza?...
La verdad, por otro lado, era que en nadie se fijaba, que no tenía ojos sino para lo que pasaba en la escena: "¡A ver hijita... qué te cuesta... mírame... vaya, pues!" -balbuceaba, repetía entre dientes, clavado el anteojo en ella, ladeado el cuerpo, incómodo, encogido, hecho pelota en su asiento.
¡Oh!, pero no se había de declarar vencido él por tan poco, no era hombre él de dar su brazo a torcer así no más, a dos tirones; pobre porfiado sacaba mendrugo, se le había metido entre ceja y ceja la cosa y tanto y tanto había de hacer, que había de salirse con la suya, que tenía que caer, que hocicar a la larga la muy bellaca.
Una noche, en efecto, en momento de volverse ella sobre su asiento a fin de escuchar de cerca algo que la madre le decía, creyó Genaro notar que se había encontrado de pronto con su anteojo. Hasta le pareció como que se hubiese inmutado, desviando, apartando la mirada bruscamente.
¿Sería cierto, sería verdad, o era un engaño el suyo? -llegó en la duda a preguntarse, no sin sentir él mismo que ligera emoción lo dominaba.
Vería, no tendría mucho que aguardar para saber a que atenerse; ya que no otro sentimiento, la sola curiosidad debía llevarla a dirigir de nuevo los ojos hacia él... o dejaría de ser mujer.
Esperó largo rato, pero en vano; atenta, inmóvil, la escena como de costumbre parecía absorberla.
Se la había pisado... no había más... error de óptica, sin duda... ¡paciencia y barajar!...
Aunque no, no era ilusión, no se equivocaba esa vez, lo miraba, lo había mirado, estaba seguro, segurísimo; al pasear como distraída la vista en torno de la sala, un instante, un instante imperceptible la había detenido en él.
Y si la sombra de una duda hubiese persistido aún en la mente de Genaro, poco habría tardado en disiparse.
Sí, claramente lo daba a conocer, todo en ella lo revelaba, el color encendido de su piel, la nerviosa inquietud de su persona, el movimiento involuntario de sus ojos; sí, comprendía ahora, sabía y, en su ignorancia de niña, en su inocencia de virgen, iba acaso a imaginarse que había en el mundo un hombre que la quería.