En la sangre/Capítulo IV
Capítulo IV
Tenía diez años de edad Genaro, cuando, determinando un cambio profundo en su existencia, un acontecimiento imprevisto se produjo.
Pidiendo a gritos auxilio, una mañana su madre corrió a abrir la puerta de calle. Debía haber muerto el marido, había querido ella despertarlo, lo había llamado, lo había tocado, no contestaba, estaba frío.
Deshecha en llanto y suplicante, pedía que entraran, que viesen, que le dijesen; con palabras entrecortadas, con frases incoherentes, encomendábase al favor de Dios y de la Virgen, oprimiéndose la frente entre ambas manos, erraba como alelada, desatinada iba y venía.
Varios que en ese instante acertaban a pasar, otras personas del barrio se agruparon: el almacenero de enfrente, el colchonero de la acera, el negro vigilante, el changador de la esquina y todos en tropel penetraron a la casa.
Como si hubiese intentado arrastrarse de barriga, la cara de lado, encogido y duro, estaba el napolitano tirado sobre su catre de lona.
Una baba espumosa y negra brotaba de sus labios contraídos por el rictus de la muerte, chorreaba a lo largo de su barba. Había metido el brazo debajo de la almohada, sacaba la mano más allá, tenía, en la crispatura de sus dedos, apretada la llave del cajón del mostrador. Una punta de la sábana enredada entre las piernas del difunto, colgaba por un costado hasta rozar el piso de ladrillos.
En un ángulo del suelo, sobre un colchón, dormía Genaro.
Arrancado al sueño que lo embargaba, a ese sueño sin sueños de la infancia, lentamente desperezándose, restregóse los ojos, se incorporó.
Aturdido, embotado aún su cerebro, paseaba en torno suyo una mirada estúpida de asombro. ¿Qué significaba la presencia de aquella gente, de dónde habían salido, por qué estaban allí, qué hacían en su casa todos esos?
Acababa de desprenderse de los otros un intruso, habíase acercado al muerto y curioso, entrometido, lo palpaba, lo movía:
-¡Al ñudo es que lo sacuda... no, no... no va a comer más pan ese! -meneando la cabeza declaró en tono sentencioso el moreno vigilante.
Dio un grito Genaro entonces, un grito agudo al comprender, y soltó el llanto.
Varios de los presentes, compadecidos, interesándose por él, quisieron llevárselo de allí, suavemente lo alejaron con palabras de consuelo, sacáronlo al patio de la casa, donde cayó desesperado en los brazos de la madre.
Pero, poco a poco, otros agentes acudían, un Comisario llegó, luego un médico.
Examinó éste el cadáver, apenas, de lejos, un instante; pidió pluma y papel e informó que se trataba de un caso de vicio orgánico.
Se hacía, entretanto, necesario proceder a las diligencias y trámites del caso. De entre los vecinos se ofrecieron, llegando a comedirse: el dueño del almacén se encargó de la partida, el colchonero del fúnebre y del cajón, mientras rodeada de sus conocidas, ocupábase en vestir el cuerpo la viuda, silenciosamente, con esa mansa conformidad de la gente que no piensa y en quien el alma, incapaz de encontrar un solo grito de sublevación o de protesta, enmudece en presencia del dolor, como un resorte mohoso.
Al caer la noche, sin embargo, eran enviados los aparatos mortuorios a la casa: un cajón de forro de coco, un manto de merino galoneado, cuatro hachones en cuatro enormes candeleros abollados a golpes, cobrizos, desplateados.
Los amigos del muerto habíanse pasado la voz para el velorio. Poco a poco fueron llegando de a uno, de a dos, en completos de paño negro, con sombreros de panza de burros y botas gruesas recién lustradas. Zurdamente caminaban, iban y se acomodaban en fila a lo largo de la pared, en derredor del catafalco elevado en la trastienda. Uno que otro, cabizbajo, en puntas de pie, aproximábase al muerto y durante un breve instante lo contemplaba. Algunos daban contra el umbral al entrar, levantaban la pierna y volvían la cara.
En la tienda, sobre el mostrador, había pan, vino, queso, salchichón y una caja de cigarros hamburgueses traídos también del almacén. Constantemente una pava de café hervía en el fogón de la cocina.
Sin atinar Genaro a darse cuenta, a hacerse cargo exactamente de todo aquello anormal, extraordinario que veía desde horas antes sucederse, confundido aún y como en sueños, con la curiosidad inconsciente de la infancia, miraba embebido en torno suyo, inmóvil, sobre una silla, en un rincón.
Pasado el primer momento de doloroso estupor, de susto, algo claro y distinto se acusaba sin embargo, en él, surgía netamente de lo íntimo de su corazón y de su alma: una completa indiferencia, una falta, una ausencia absoluta de pesar, de sentimiento en presencia del cadáver de su padre.
No lo volvería a retar el viejo, a castigarlo, a maltratarlo; no habría ya quien lo estuviese jorobando; se había muerto.
¿Y qué era eso, morirse y que lo enterraran a uno... sabían las ánimas andar penando de noche en los huecos, como contaban?... ¿Sería cierto lo que decía el catecismo, que todos resucitaban el día del juicio?
¡Quién sabía si se iría a morir como los otros él, si Dios, tata Dios, no lo guardaba para semilla!...
Las salpicaduras viejas de cera, amarillentas sobre el fondo negro del manto funerario, un momento distrajeron su atención, púsose a contarlas.
El también iba a ir al acompañamiento, en coche, por la calle Florida hasta la Recoleta.
Su mamá le había recomendado que saliera bien temprano, se comprase un traje negro en la ropería de la otra cuadra y se hiciese poner luto en el sombrero.
Tenía la plata que le había entregado en el bolsillo.
¿No se le habría perdido?... Metió la mano y tocó el dinero.
No iba a haber escuela para él en esos días... y hasta después del funeral le irían a dar tal vez asueto... ¡qué suerte!...
La atmósfera, sin embargo, se cargaba; empezaba a sentirse un tufo a muerto, a sudor y a aliento de ajo. En la corriente del aire de las puertas entornadas, humeaba la pavesa de los hachones; se veía turbio como en una noche de niebla.
Las telarañas del techo, enormes, oscilaban lentamente, semejantes a las olas de un mar muerto, mientras confundido con el canto lejano del sereno en las horas, en las medias, susurraba de continuo un zumbido de voces roncas análogo al de un nido de mangangaes.
El vientre del cadáver insensiblemente se elevaba.
Vencido Genaro al fin por el cansancio, apoyado el cuerpo a la pared, arqueada la cintura, colgando del asiento sus dos pies, había fijado los ojos sobre la luz de un hachón. Le ardían, le picaban, le incomodaban; se los restregaba de vez en cuando, hacía una mueca de fastidio; poco a poco los cerró y cabeceando acabó por quedarse profundamente dormido.