En la rueda
En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de duraznos i perales en flor estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres i medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, había dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera i, en derredorde ésta, sentados los de la primera fila i de pié los de la segunda, estrechábanse un centenar de individuos. Muchachos de dieciseis años, mozos imberbes, hombres de edad madura, i viejos encorvados i temblorosos observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafio: el monto de la apuesta, el número de careos, la operacion del peso provocaba alegatos interminables que concluian a veces en vociferaciones i denuestos.
Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo i, miéntras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores, el Cenizo i el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños, fueron objeto de uin último i minucioso exámen. Pico y alas, pies i plumas, todo fue cuidadosamemente rejistrado i escrudriñado. Los espolones requirieron una atencion especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero i raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas quedaron convertidos en agujas sutilísimas.
Terminados los preparativos, el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco mas elevado que los demas. Tenia delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenían, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caidas i los careos.
Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atencion i luego, dirijiéndose a los galleros, hízoles una ademan con la diestra.
Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido i todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente a frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado i la pupila llameante avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.
El furor bélico de que parecian poseidos entusiasmó a los concurrentes, i las apuestas se cruzaron con viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó:
—¡Doi ocho a cuatro en el Clavel!
—¡Vá!
—¡Doblo en el Cenizo!
—¡Vá!
—¡Doi a veinte!
—¡Doi a cuarenta!
—¡Vá!
I estas voces, incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases i vocablos de un tecnicismo especial.
La voz estentórea del juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto.
Entretanto loss campeones, despues de observarse ora de frente, ora de flanco, se habian acercado lente i cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello estendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud de acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso i palpitante cuerpo.
De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve i seco i algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada.
Durante este primer período de la riña el espectáculo era verdaderamente hermoso i fascinador.
La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco i rosa, cubría la arena del combate, trasformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas.
Ni la vista mas penetrante podia percibir las estocadas, los quites i contra-golpes de aquellos diestros esgrimidores.
De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, esclamó:
—¡Clavado el Clavel!
Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caidas, el pico entreabierto, atacábanse con estremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que, en el albo plumaje del Clavel, crecia i se ensanchaba por instantes, a1 espolon derecho de su enemigo, tinto en sangre en toda su lonjitud. Miéntras los técnicos clasificaban el golpe i los partidarios del Cenizo daban muestras inequivocas de alegria, una voz jubilosa partió del bando contrario:
—¡Clavado el Cenizo!
El espolon habia penetrado en la cabeza, encima del ojo, i el gallo, aturdido por la violencia del golpe i cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival.
El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Miéntras el acerado pico desgarraba i arrancaba a pedazos la piel de la cabeza i cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme.
Sus partidarios locos de entusiasmo lo animaban con la voz i con el jesto:
—¡Acábalo, Clavelito!
—¡Apágale los faroles!
—¡Otro cómo ese!
Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caia sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sandro, acribillado de heridas, hacia de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, i muy pronto el brio i la pujanza con que reanudó la batalla, parecieron inclimar decididamente la balanza en su favor.
Este cambio produno otro en torno de la rueda. Miéntras unos rostros s e ensombrecian, los demas se iluminaban. El gallo que se se consideraba vencido, volvia por su fama, haciendo renacer la esperanza de sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victorio cuando álguien advirtió:
Se le apagó una luz al Clavel!
La última etapa de la riña se aproximaba.
El blanco plumaje del Clavel habia tomado un matiz indefinible, la cabeza estaba hinchada i negro i en el sitio del ojo izquierdo veíase un agujero sangriento. Ya la lucha no tenia ese aspecto atrayente i pintoresco de hace poco. Las brillantes armaduras de los paladines, tan lisas i bruñidas al empezar el torneo, estaban ahora rotas i desordenadas, cubiertas de una viscosa capa de lodo i sangre. Mas, el furibundo ardor de que estaban poseidos, no decrecia un instante. Sosteniéndose a duras penas sobre sus patas, i trazando con la estremidad de las alas surcos en la arena, asaeteábanse con sin igual encarnizamiento. Estrellábanse contra la valla enrojeciéndola con sus sangre i rodaban a cada choque en el polvo sin darse un segundo de tregie. Ciegos de coraje buscaban para herir los sitios vulnerables: el ojo i la nuca. I despojada casi de la piel, la cabeza era una llaga vivia, monstruosa, repugnante.
La pelea, indecisa, se eternizaba, cuando de súbito un grito ronco, estraño, brotó de la garganta del Clavel. Su contrario acababa de clavarle el espolon en el cerebro. Dió algunos pasos desatentado i cayo de bruces. Durante un minuto, preso de violentas convulsiones, azotó el aire con las alas, saltando i rebotando dentro de la rueda como una pelota. Poco a poco los movimientos fueron ménos bruscos i cuando todos esperaban quedase inmóvil, muerto en la arena, el caído se enderezó, más, sus patas se negaron a sostenerlo i cayó de nuevo para volver a levantarse un segundo despues.
Aquella increíble vitalidad que iba a ser, talvez, causa de que se prolongase indefinidamente la pelea, produjo manifestaciones de desagrado entre los que aguardaban se desocupase la cancha para concertar nuevas riñas, i uno mas impaciente que los demas dijo en voz alta:
—¡Pobre Clavel, levántenlo, ya ha hecho lo que ha podido!
El dueño del ave aludida saltó de su asiento como un resorte. Era un muchacho delgado i pálido. Con acento tembloroso por la cólera, mostrando los puños al autor de la indicación, dejó escapar un torrente de palabras.
— ¿Cómo, había allí alguien que lo creia capaz de levantar el gallo antes de finalizar la riña? ¡Seguro que no era del oficio! Porque si lo fuese, debía saber que un gallero que se estima, sólo levanta sus gallos cuando están muertos. ¡Vaya con las gallinas que se asustaban de una gota de sangre! Sí no queríab ver lástinas, debian quedarse en sus casas i no venir a avergonzar con sus jeremiadas a los de la profesion.
Varios intervinieron amistosamente para cortar la disputa, la que cesó del todo cuando el juez, en uso de sus atribuciones, viendo que los gallos no se atacaban, pronunció con voz enérjica la palabra reglamentaria:
— ¡Corres!
En el centro de la cancha, separados por cincuenta centimetros escasos, había dos trozos de madera colocados de modo que cada uno de ellos tuviese una de sus caras al nivel del suelo.
Segun el reglamento, dada la señal por el juez, los gallos debian ser parados encima de estos maderos. Si ambos hacian allí ademan de acometerse, se anotaba un careo. Llegados a los veinticinco, la riña era declarada tabla. Mas, si alguno de los contenedores no devolvia el ataque, se marcaba una caída, siendo necesarias cinco para que se le declarase vencido.
Colocados los gallos encima de las tablas, la pelea se reanudó muchas veces. El Cenizo mas descansado llevaba sobre su contenedor una manifiesta ventaja, i todos sus esfuerzos tendían a arrancarle el ojo único que le quedaba. El Clavel, incapaz de mantenerse en pié, sólo contestaba a la furiosa saña de su enemigo con débiles picotazos. I cuando el vencedor se fatigaba cesando de hostigar a su contrario, se oia resonar acto continuo la voz breve e imperiosa del juez:
— ¡Careo!
I la escena de las tablas se repetia siempre la misma, con iguales detalles. De un lado el agotamiento absoluto, la pasividad, la inercia casi; i del otro la agresion encarnizada, sin tregua, ferocisima.
Los partidarios del Cenizo, gozosos, seguros ya del triunfo, no le escatimaban los aplausos, los consejos ni los vitores.
— ¡Apúntale bien!
— ¡Déjalo a oscuras!
— ¡Ciérrale el tragaluz!
— ¡Quiébrale la otra lámpara!
Miéntras los victoriosos daban rienda suelta a su alegría, los derrotados guardaban un silencio sombrío. Lo que mas les mortificaba, no era la pérdida de las apuestas sino las fanfarronadas proferidas al concentrase la riña, fanfarronadas que los contrarios les recordaban comentándolas con dichos i punzantes burlas.
I allá en el fondo de sus almas, lastimadas en su orgullo de profesionales por aquel contraste, sentían un secreto goce, cuando el implacable Cenizo laceraba con una nueva herida el cuerpo exangüe del malhadado favorito. Si alguien en ese momento hubiese propuesto hacer cesar su martirio, de seguro le habrian abofeteado.
Los careos se sucedian unos tras otros, sin que aun se hubiese anotado una caída. El clavel no dejaba una sola vez de contestar en las tablas con un picotazo el ataque de su enemigo; pero, a esto se limitaba su acometividad, pues, sus patas torpes i vacilantes no lo sostenian, i si lograba a veces enderezarse a medias, tumbábase, enseguida, sobre alguno de sus flancos. I, allí en el sucio, en la arena empapada en sangre, sin que pudiese devolverlos, su adversario lo acribillaba a picotazos i golpes hasta que, agotadas las fuerzas, quedábase, a su vez, inmóvil, jadeante, con el sangriento pico apoyado en el roto plumaje del moribundo.
La voz del juez resonaba entónces i los galleros cojiendo a los gladiadores, los ponían de nuevo frente a frente en medio de la cancha. Como si estrujasen una esponja, la sangre se escurria por entre sus dedos i teñía sus manos hasta las muñecas.
Aquella inaudita resistencia empezó a alarmar a los gananciosos. ¿Sería tabla la riña? Tres horas duraba ya el combate, la tarde caia visiblemente i sólo quince careos señalaba el marcador.
¡Maldito gallo, qué duro era de pelar!
Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas i no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno mas i anulaba el triunfo de su rival. Junto con marcar la quinta caída el juez se puso de pié i proclamó con solemnidad su fallo:
—Perdió el gallo Clavel!
Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cojió de las patas i, vivo aun, lo lanzó con fuerza léjos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje i fué a estrellarse contra el tronco de un peral cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos i aterciopelados pétalos.
De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío. Empezaba una nueva riña.