En la paz de los campos/Segunda parte/VI

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI

Aquella mañana corrió la noticia por la aldea, sin que se supiera su origen, de que el castillo de Reteuil y sus tierras estaban vendidos.

El nuevo propietario, un señor de París, un barón, según se decía, debía instalarse allí la semana siguiente, á principios de octubre.

á Formáronse grupos en la plaza de la iglesia, y comentaron el suceso. Los unos negaban sin saber por qué; los otros afirmaban con empeño, sin estar mejor enterados.

—Se hubiera sabido... Hay periódicos que anuncian las ventas.

—¿Los ha leído usted?

_No.

—Entonces...

Pero Regino Garnache se acercó al grupo, se enteró del sentido de la discusión y los sacó de dudas: —Sí—dijo, es verdad; lo sabía.

Los que negaban protestaron ofendidos, y uno de ellos dijo: —¿Y cómo lo sabías?

Se oyeron tantas voces que también pedían explicaciones: —¿Quién te lo había dicho?

—¿Por qué no se lo has contado á nadie?

Garnache se encogió de hombros y respondió desdeñosamente: —Alguien me lo había dicho.

Pero los campesinos, obstinados, no se contentaban con tan poco, y por todas partes contestaban en tono de burla: —¿Quién es ese alguien?

Entonces, para cerrar el pico á todas aquellas comadres y desembarazarse de ellas, el guarda contestó claramente: —Ese alguien, puesto que queréis saberlo, es el vizconde Jacobo de Valroy en persona; creo que él debía saberlo.

Garnache, después de soltar estas palabras, sintió haberlas dicho. ¿Quién le metía á él?... En esas historias más vale callarse... Y siguió su ronda vagamente inquieto.

No se equivocaba. Pasó un criado del castillo, recogió los rumores, preguntó detalles y se fué con gran prisa á llevárselos á su amo, el señor Piscop de Carmesy.

Este, al oirle, se asombró á su vez; ¿cómo no se le había advertido?

La cosa había estado bien hecha; Jacobo no había querido de ningún modo que su última tierra pasase á los Piscop ó á los Grivoize; y lo había logrado...

Gervasio se refa solo, al pensar en la cara que iban á poner su buen hermano Anselmo, sus queridos primos Antonín y Timoteo y, principalmente, el joven Hilario.

Este muchacho de veinte años, vanidoso como un pavo real, había heredado de un hermano de su madre una fortuna particular, y no ocultaba la intención de comprar Reteuil aunque tuviese que aplastar á sus concurrentes pagando aquella finca tres veces más de lo que valía.

Hilario confesaba ingenuamente las causas de esta aparente prodigalidad.

Como Gervasio, se ennoblecería á su vez, pues no habiendo ningún Reteuil, á los tres años de ser dueño de aquella tierra se llamaría Hilario Grivoize de Reteuil.

Al cabo de cinco años suprimiría el Grivoize y sería Hilario de Reteuil, noble si los hay para su gloria y la de su posteridad.

Tal era de ordinario su razonamiento, al que sus primos respondían con burlas y amenazas de no soltar prenda, cualquiera que fuese el precio; pero él sabía que eran demasiado avaros y prudentes para así arriesgarse.

Había, pues, disputa acerca de Reteuil y la buena armonía de aquellas familias, en otro tiempo unidas para su bien y el mal ajeno, estaba rota por nuevas ambiciones y rivalidades.

—Y bien—pensaba Gervasio,—esto lo arregla todo; aparece un tercer ladrón que pone á todo el mundo de acuerdo... Ese Hilario es capaz de coger una enfermedad.

― Después, siguiendo sus reflexiones, frunció las cejas descontento y murmuró: —La verdad es que ese Garnache es más adicto á sus antiguos amos que á los nuevos... Puesto que Jacobo se lo había dicho todo, hubiera podido advertir á mi padre ó á mis tíos cuando acaso era tiempo... Como Berta, Regino tenía demasiada memoria.

El nombre de Berta, por una natural asociación de ideas, le recordó á su mujer, la divina Arabela, y sonrió... Aquello era el cielo... Sin embargo, escamón por naturaleza, pensó que la venta de Reteuil le proporcionaba una prueba que era preciso poner en práctica.

Se dirigió á la habitación de su mujer, llamó y entró con el aspecto de un marido que sabe que se le recibirá bien. Bella se estaba peinando, con los brazos y los hombros desnudos, delante de un espejo muy alto.

—Eres tú, querido? ¿Qué hay?

Gervasio contestó sin transición.

—Hay que el castillo de Reteuil está vendido á un barón parisiense.

En pie, detrás de ella, el marido espiaba su fisonomía en el espejo.

Bella, impasible y rectificando un rizo rebelde, contestó: —Si?

Su tono era de una indiferencia tan glacial, que Gervasio tuvo que contenerse para no abrazarla, y añadió: —De este modo, Jacobo deja el país para no volver más.

Siempre tranquila, Bella dejó caer lentamente de sus labios: —Y bien, buen viaje... que sea feliz en otra parte.

Esta vez, en su alegría, Gervasio no se contuvo...

EN LA PAZ.—19 Aquel matrimonio se iba haciendo ideal; Arabela tenía tres sortijas en cada dedo.

Satisfecho en su casa, el caritativo Gervasio pensó que era tiempo de ir á gozar un poco de la confusión de los demás. Un cuarto de hora después entraba en la inmensa granja donde seguían viviendo, menos dichosos que él, los Piscop y los Grivoize á secas.

Los encontró reunidos en el comedor y en plena excitación. Acababan de saber la notícia, pero por una boca vacilante y mal enterada.

Gervasio tuvo el placer de sacarlos de su incertidumbre.

—Sí, es cosa definitiva; el famoso barón llega dentro de ocho días (Gervasio inventaba para divertirse)... Un gran señor inmensamente rico, muy noble y muy orgulloso de su nobleza, que trae carruajes, caballos y grandes recovas para revolucionar el país...

Hay que resignarse á ocupar el segundo puesto; es un nuevo amo que se nos viene encima.

Anselmo reflexionaba; Antonín gruñía; Timoteo dejaba ver una sonrisa forzada; Hilario echaba espuma por la boca.

Pero los viejos, Piscop padre y los dos Grivoize, sentados en sus bancos, mirando al suelo y con las manos juntas, no manifestaban ni pesar ni despecho.

—Acaso sea mejor así—dijo Grivoize el menor en tono reflexivo.— Dónde íbamos á parar?... ¡Cuánto dinero enterrado !...

—Usted habla bien, padre—exclamó Hilario dando un salto, pero yo no pienso lo mismo. Tengo derecho á hablar, pues mi dinero no le debe nada á nadie.

Quería Reteuil y lo hubiera comprado si hubiera sabido...

—Bah!—dijo Anselmo ;—eso hubiera sido si nosotros queríamos.

—Hubiera sido de todos modos, porque yo podía comprar solo y vosotros con el dinero de vuestro padre.

—So mocoso!—exclamó Anselmo adelantándose con la mano levantada.

Gervasio se interpuso.

—Vamos, nada de tonterías... No vais á pegaros por cosas ilusorias. El que tiene Reteuil es el Barón... y esto debe reconciliaros.

Los dos primos retrocedieron gruñendo todavía.

Gervasio continuó: —Pero hay en este negocio un personaje que ha desempeñado un papel extraño; el guarda Garnache.

—Qué es lo que ha hecho?—preguntó Hilario pronto á desahogar su cólera con alguien á quien juzgaba inferior.

Gervasio siguió diciendo: —Yo no sé dónde se ven, pero Jacobo había advertido á Regino, hace meses, que quería vender sus propiedades...Garnache no ha dicho nada y, sin embargo, sabía bien vuestro deseo...

Hilario le interrumpió, rebosando furor: —Oye usted, padre? ¿Qué le decía yo á usted? Toda esa gente es una canalla. Es preciso que esta misma tarde estén fuera... Ya tomará usted otro guarda..

¿Conque lo sabía y no ha dicho nada?... Espera un poco. Supongo que no va usted á tolerar eso.

Grivoize el menor movió su cabeza calva.

—¿ Tolerar qué?

—Que se nos haga traición—gritó Hilario empleando las grandes palabras.

—Sí—replicó el padre,—puede que tengas razón..pero yo, en este caso, no la tendría.

—No comprendo...

—Pues yo sí—dijo Grivoize el mayor;—lo hace por sentimiento, y con eso se va á la ruina.

Con el apoyo de su tío, Hilario insistió: —¿Qué más quiere usted que hagan?

—Nada—dijo Grivoize el menor sin gran decisión.Pero Regino ha nacido el mismo día que yo; hemos ido juntos á la escuela; después hemos servido siete años en el mismo batallón y hecho la guerra juntos; esos son recuerdos. Habíamos seguido siendo amigos, aunque confieso que hace algún tiempo, para complaceros, había marcado las distancias y echádolas de gran señor... Además, hace doscientos años que los Garnache son guardas en el bosque... y no me atrevo á tocarlos, aunque fuese para bien.

Piscop padre tomó la palabra en medio del silencio general, pues su opinión era respetable.

—Grivoize dijo,—reflexiona un poco; no me gusta dar la razón á los hijos contra sus padres; pero este muchacho, por malos motivos, pide una cosa justa.

Oye la verdad: Garnache tiene cincuenta años y, falto de fuerzas, descuida su servicio; en otro tiempo los antiguos Garnache, al llegar á esa edad, entregaban la escopeta á su hijo. José no la ha querido y esto es cuenta suya. Pero no estando él para reemplazar á su padre, no podemos conservar á éste eternamente. Además, está averiguado que Berta está loca y es causa de disgustos. Y puesto que, por añadidura, Regino nos oculta lo que debiera decirnos, soy de opinión yo también de que, todo bien pensado, debemos renunciar á sus servicios. Por otra parte, no es ningún desgraciado... Tienen bienes.

Y la pensión?—preguntó Grivoize medio convencido.

—Es un pretexto para no dársela—dijo tranquilamente el mayor, siempre práctico y de buen sentido.

—Está bien—dijo por fin el padre de Hilario;—pero tú te encargarás de la comisión, muchacho.

—Con gusto, y ahora mismo—respondió aquel joven de gran corazón; y salió del comedor con aspecto radiante.

Gervasio se marchó también entonces; se había divertido bastante.

Hilario iba casi corriendo por el bosque: tal prisa tenía por llegar al pabellón. Mientras andaba iba dando vueltas en la cabeza al texto del discurso que iba á pronunciar.

Hacía años que detestaba á Regino, recordando que no pocas veces le había levantado de una oreja ó por el fondillo de los calzones, en los tiempos del merodeo, siendo chico, cuando no sospechaba que vendría un día en que podría comprar castillos.

Tampoco José le era simpático; su gravedad y su indiferencia molestaban á aquel señorito que soñaba sencillamente con que todo el Universo tuviese los ojos fijos en él. Sentía bien que por aquel lado no gozaba de ninguna estima y odiaba por eso á aquella familia.

¡Qué voluptuosidad la de humillarles y ponerlos él mismo en la puerta, sin más razón que porque ese era su gusto!

A quinientos pasos del pabellón disminuyó la velocidad; su dignidad le prohibía los movimientos desordenados y las palabras anhelosas.

Cuando recobró el aliento y una apariencia de calma, abrió la valla, atravesó el jardinillo, empujó la puerta, y entró en casa del guarda.

Sofía, que estaba delante del fogón agitando una marmita, le miró con ojos admirados, pero él no se detuvo y entró en el comedor.

Berta, sentada al lado de una ventana, miraba hacia fuera sin ver nada; Regino, en pie al lado de la mesa, estaba limpiando su placa de cobre con un pedazo de franela empapado en greda mojada. Levantó la cabeza, vió á Hilario y pensó: «La cosa no va buena.» Pero no demostró sus aprensiones.

—Buenas tarde, Hi... señor Hilario, es usted amable por venir á vernos...

Le presentó una silla, pero Hilario le detuvo con un ademán.

—No vale la pena... no se moleste usted; me voy en seguida.

Examinó á Berta, que no se había movido; pero, sin embargo, fué por ella por quien empezó: —Regino, mi primo Gervasio se queja de su mujer de usted.

—¿Por qué?

—Dice que se ha ofrecido como intermediaria entre Jacobo de Valroy y Arabela... y supone...

El guarda se encogió de hombros: —Mirela usted—dijo simplemente.—¿De qué es capaz la pobre?

cosa.

Bien dijo Grivoize aceptando;—pero hay otra Garnache movió la cabeza y le interrumpió: —Señor Hilario, creo que viene usted con ideas de querella. Si es así, más vale que empiece usted por el fin y diga lo que quiere.

Hilario se irritó: • —Empiezo como quiero... pero tiene usted razón, no hay que tomar precauciones ni andarse en remilgos con usted. Es usted un mal servidor que hace traición á la confianza de los que le emplean...

—¿Qué? ¿Qué?—exclamó Regino estupefacto.

Pero el otro, una vez lanzado, continuó, sin querer oir nada: —Perfectamente... Ha seguido usted siendo el hombre de confianza del vizconde Jacobo; tiene usted con él citas sospechosas y ocultas en las que le cuenta sus negocios y le hace sus confidencias...

—Todo eso es falso; para una vez que le he encontrado de noche y por casualidad...

—El fué, sin embargo, el que dijo á usted que Reteuil estaba vendido...

—Sí, él fué.

En este momento, Berta, al oir el nombre de Jacobo y de Reteuil, volvió la cabeza y escuchó con los ojos dilatados y tratando de comprender.

Hilario dijo triunfante: —Confiesa usted que lo sabía?... Y nos lo ha ocultado, sabiendo cuánto deseábamos esa tierra...

—El negocio estaba concluido.

—Es usted quien lo dice.

—Porque es verdad.

—No lo creo.

—Como usted quiera.

El guarda se cruzó de brazos y se apoyó en la pared golpeando el suelo con su ancho pie. Hilario volvió á la carga.

—Es una traición. Reteuil vendido, pasa á manos extrañas...

Pero su frase fué cortada por un grito terrible. Berta se había levantado é iba hacia él con ojos locos y un aspecto horroroso.

—¿Qué es lo que dices? Reteuil vendido?

Humillado al ver que le tuteaba é impacientado por el incidente, Hilario rechazó á aquella bruja y le gritó en su cara: —Sí, sí, Reteuil está vendido y Jacobo arruinado, sin un centavo... Va á dejar el país y á dejarnos en paz, de paso. ¿No lo sabía usted? ¿Su marido no le cuenta sus asuntos? Háce mal, porque sería usted de buen consejo...

Hilario bromeaba y se divertía en ver á Berta palidecer á cada palabra que él pronunciaba.

La mujer le escuchaba muy atenta haciendo esfuerzos por comprenderle; de pronto debió de conseguirlo, pues dió otro grito más agudo, levantó los brazos y echó á correr.

La vieron atravesar el jardín y llegar al camino antes de que Sofía hubiera podido contenerla.

—Buen viaje dijo Hilario.

Y añadió, volviéndose hacia Regino: —Acabemos; nos disgusta á mi padre y á mí tener en el pabellón una loca y un guarda adicto á los demás ; todo esto produce escándalo y mala administración.

Hemos decidido pasarnos sin usted, le damos las gracias por sus servicios y deseamos que esta casa esté libre dentro de tres días. En cuanto á lo que se le debe, presente usted su cuenta y se le aprobará.

Esta vez, Regino se quedó anonadado. Había previsto una escena de acusaciones y hasta de palabras duras; pero ser arrojado fuera, como un lacayo que ha robado, él, cuya honrada vida había transcurrido bajo aquel techo; él, cuyos seis antepasados habían habitado aquella morada, en otro tiempo cabaña cubierta de paja y transformada poco á poco, era una idea que le partía el corazón. Bajó la cabeza con el bigote tembloroso y por fin murmuró: —Me extraña, después de todo, en Grivoize el pequeño.

El joven, ofendido por aquellas palabras familiares, aumentó su impertinencia: —Regino mi padre se llama el señor Grivoize. Pero, en realidad, esto no tiene ya importancia, puesto que no es usted de los nuestros. Conque, está dicho; dentro de tres días la casa libre y la llave en la puerta.

Es dinero perdido pagar guardas como usted.

Hubiera acaso desenvuelto más abundantemente sus apreciaciones personales, pero alguien se lo impidió.

José acababa de entrar en casa de su padre y se había detenido un momento á escuchar en el corredor.

De pronto entró, muy pacífico y con aspecto adormilado. Hilario, al verle, retrocedió imperceptiblemente. José se acercó á Regino y dijo con su voz sombría: —Sufre usted esto, á su edad ?... Permite usted á este canalla que le insulte en su casa, pues aquí está usted en su casa, diga él lo que quiera? No tiene usted sangre en las venas...

Hilario palideció y apretó los puños, pero no dijo palabra. Si él era robusto, José, de cinco años más que él, más alto y más ancho de hombros, era realmente temible. El hijo del guarda siguió hablando: — No le ha conocido usted, padre? Es el chico de Grivoize, el mocoso de la granja; no hay más que darle un puntapié, va usted á ver.

— José!—gritó Hilario, cuidado...

—¿De qué?—dijo José acercándose á él.—¿Crees que te tengo miedo? Eres rico, pero yo no dependo de ti y no por eso dejas de ser un campesino; tratas de rasparte la grasa, pero no puedes y se te queda en la cara.

Y, con el revés de la mano, le rozó la mejilla. Hilario dió un sordo rugido y se registró el bolsillo buscando, sin duda, un arma; pero José le cogió por un brazo, le empujó hasta el jardín y allí, con un nuevo impulso, le envió al camino.

—Lo ves? A ti es á quien se arroja fuera... Lárgate y cuidado con el trasero.

El hijo de Grivoize recogió el sombrero, que había rodado por el barro, y se marchó á buen paso; si hubiera tenido su escopeta, José hubiera muerto. Pero lo dejó para otra ocasión.

José volvió hacia su padre, que le dió la mano.

— Gracias... pero no soy ya joven y tengo miedo de los disgustos... Y después, dejar esta casa dentro de tres días...

—¿Cree usted que le hubiera hecho gracia ni de una hora si yo no le hubiera echado?

—No.

—Entonces...

—Entonces, todo se va; la comarca ya no existe.

—¿Dónde está mi madre?—dijo José ;—la he visto pasar corriendo hace un momento, más loca que nunca...

—Sí—dijo Garnache, es también por culpa de ese buen corazón. Le ha contado, á propósito, que Reteuil está vendido y que Jacobo se marcha.

José meditó unos instantes y dijo: —Hay personas que hacen daño por el gusto de hacerlo.

Berta seguía corriendo. Una vez más pasó por los campos cuya hierba habían desgastado sus pies, se metió por aquellas espesuras, en las que estaba marcada la huella de su cuerpo, y recorrió su camino de todos los días, desde que el alma de Valroy habitaba en Reteuil.

Al pasar por el puente, miró al agua. El río estaba amarillento y revuelto; aquel fin de septiembre era húmedo, y, sin embargo, templado todavía. Aquella agua le interesaba.

Pero tenía un fin y siguió su carrera. Entró en el bosquecillo que dominaba á Reteuil, se metió por la enramada en su observatorio, se echó en su montón de hojas secas y miró.

Al principio no vió á Jacobo, pero oyó su voz; el criado le respondía desde el jardín. Estaba, pues, allí, y Berta reflexionó entonces.

No veía ningún preparativo de viaje. La calma de las costumbres no se había alterado y esto la tranquilizó. En todo caso, no era para hoy.

Aquel plazo le pareció de una gran importancia y disminuyó su pena. Para los simples lo que no es inmediato, casi no es real y puede no suceder.

Berta alimentaba así una esperanza, la de tener tiempo de ver á Jacobo, de presentarse á él... Puesto que no debía volver, no podría rehusarle esta suprema entrevista. Aquella perspectiva hubiera debido anonadarla y arrancarle las últimas lágrimas; y, á pesar de eso, hizo proyectos.

Aquel día peinaría sus pobres cabellos y se pondría su traje de los domingos, abandonado desde sabe Dios cuándo. Le estaría un poco ancho, sin duda, pero Sofía le pondría alfileres. Llevaría su gran cruz de oro, regalo del conde Juan, y, así, adornada, le daría menos vergüenza. Además, no era más que su nodriza después de todo.

Y con los dientes apretados, repetía mil veces: —Su nodriza... su nodriza...

Berta manifestaba en su mímica una superior ironía.

El tiempo pasó sin que Berta se diese cuenta. Dos ó tres veces vió á Jacobo, que abrió una ventana, miró al cielo, que estaba nublado, y se retiró, dejando la ventana abierta.

Otra vez salió á la escalinata sin nada en la cabeza, raspó la losa con la punta de la bota y pareció discutir consigo mismo. Pero nada de aquello era para asustarla.

Jacobo se entró, para almorzar, sin duda; Berta oyó un ruido de vajilla, pero no pensó que ella misma podría tener hambre.

A eso de las cuatro, Berta volvió á alarmarse; algo ocurría anormal. Jacobo bajó al jardín con su criado, el cual iba vestido como un caballero, según pensó Berta. Su amo le enviaba, sin duda, lejos para su servicio, acaso á París.

Y Berta repitió: —Sí, á París.

Aquello era nuevo. Desde su observatorio oyó á Jacobo dar las últimas órdenes.

—Tiene usted las cartas?... Las llevará usted esta misma noche; á las seis estará usted en París y tendrá tiempo... Es preciso que así sea, porque son urgentes.

—Sí, señor; y mañana, á las nueve de la mañana, estaré de vuelta.

El amo no pareció hacer caso de esta última afirmación.

Despidió con un ademán al criado y se creyó solo.

Entonces se frotó las manos mirando alrededor de él.

Los campos, á lo lejos, se borraban en las flotantes brumas impulsadas por un blando viento de otoño; los bosques se afirmaban sin detalles por su masa violada; pero el aire era suave y la vida resultaba todavía soportable.

Por el camino circular, del lado de Taillefontaine, avanzaban grandes carretas cargadas de hierbas y lentamente tiradas por bueyes blancos ayuntados de dos en dos; se veía salir humo de los tejados de la aldea; el gallo de la iglesia presentaba un punto brillante.

Todo aquello era amistoso y pacífico.

Pero él veía aquella naturaleza y aquel paisaje huraños, hostiles y amenazadores; había galopadas de espectros á través de los prados, recuerdos amenazadores colgados de cada rama, una orden de destierro y una sentencia de muerte en cada poste del camino y en cada tapia blanca.

Jacobo los miraba todavía para recoger mejor la extraña impresión que creía obtener de ellos. El no era ya nada en el mundo, estaba borrado y olvidado. Los seres y las cosas rechazaban su memoria, había pasado.

Su boca se crispó é hizo un gesto como si hubiera probado alguna cosa amarga.

— Puah!—dijo.

Todas las decepciones, todas las mentiras y todas las traiciones que componían la historia de su vida le acudían á la garganta y le producían aquella náusea.

Le quedaba, sin embargo, algo que hacer.

Entró en la casa y, en la chimenea de una sala del piso bajo, encendió un gran fuego, que ardió en seguida chisporroteando; las paredes se tiñeron de rosa, y por los vidrios, incendiados á su vez, Berta vió aquel resplandor que la llenó de curiosidad.

Jacobo puso en medio de la pieza un cofre en el que hacía tres días estaba amontonando papeles y objetos sin fin determinado.

Primero fueron arrojados á las llamas los pergaminos de las dos antiguas familias cuyo último heredero iba á desaparecer; Valroy, Reteuil, los títulos, los contratos, los privilegios, se abarquillaban, se ennegrecieron y se redujeron á polvo rojo.

Su último propietario los vió desaparecer con la vista fija y sin emoción; después vinieron los papeles íntimos, las cartas, los testimonios de los antepasados, del coronel de Bonaparte, de los suyos, del gran melancólico del segundo Imperio, de su mujer; y todo esto subsistía en el fuego un segundo para volar en humo. Pasado destruido.

En un rincón del cofre y envueltos en un pedazo de seda gris, había aún unos papeles que Jacobo sacó con precaución; esta vez, su mano tembló; era su vida lo que estaba allí dentro: cartas de sus padres, recibidas en el curso de sus viajes; cartas de Arabela, conservadas piadosamente.

Antes de desdoblar aquellos papeles por última vez, dudó si sumirse de nuevo en la horrible novela de perpetua mentira.

Pero su voluntad triunfó de esta última tentación, y las cartas de Arabela fueron á las llamas; en el momento se avivaron, danzaron alegres y la pieza entera se iluminó magníficamente.

—¿Está todo?—preguntó con voz sorda.

Movió la cabeza y se respondió: _No.

Lentamente, y esta vez como á pesar suyo, buscó en su bolsillo una carterita usada, sacó tres fotografías: una de niña con las piernas desnudas. otra de una joven más grave y un grupo: Ella y El apoyados en la tapia del terrado.

Las contempló un momento con los ojos turbados y murmuró: —¿Para qué?

Aquella interrogación lanzada al vacío tenía muchos sentidos, pero podía resumirse en una fórmula única: —¿Para qué he existido?

¡Ay! ¿Qué hubiera añadido si hubiera sabido la verdad?

Impaciente por acabar, arrojó bruscamente las tres fotografías á reunirse en las cenizas calientes con las cartas de la que le mataba, porque era ella y no otra cosa.

Los cartones se retorcieron, y Jacobo vió subsistir — 303un momento unas caras siniestramente alteradas que se resquebrajaron y desaparecieron también aniquiladas.

En un último impulso, arrojó á la chimenea una porción de objetos distintos: cruces militares, flores secas, cintas descoloridas: estaba liquidando el pasado y el presente, su alma orgullosa y su corazón despedazado. Y todo aquello no fué más que polvo ó restos informes.

Miró alrededor de él en un supremo inventario.

Nada había escapado de lo que tenía condenado.

Entonces respiró. Lo más duro estaba hecho.

Le pareció que estaba más solo, más desprendido y más alejado. En aquel retroceso juzgó al mundo con una gran dulzura.

Se dejó caer en una silla y reflexionó; el fuego seguía ardiendo y devorando los leños. Jacobo recapituló sus faltas, con gran pesar de haber herido corazones; su infancia había sido arrogante, imperiosa y sin caridad; su juventud egoísta y poseída de un solo deseo Arabela. Fuera de ella nada había existido.

Su indiferencia por el resto de los seres había sido prodigiosa; lo reconocía. Hubiera visto morir sin pena real á todos los que le rodeaban con tal de que quedase Arabela.

Aquella era la venganza de la suerte, la justicia inmanente. Su amada le había abandonado, pero él no tenía ya valor, ni fuerza, ni siquiera deseo de maldecirla. Como á todos los humanos, la perdonaba. Aquella mujer era, acaso, inconsciente é irresponsable, y, desde luego, de una mentalidad dudosa...

A sí mismo no se perdonaba. ¡Qué camino tan seco el suyo! No recordaba en sus primeros años ni un movimiento de efusión, ni una impresión de sensibilidad.

Su recuerdo se detuvo en Berta. ¡ Pobre nodriza !

Adicta hasta lo extraordinario, su ternura le molestaba en otro tiempo y la encontraba humillante por venir de tan bajo... La había apartado de su camino y rechazado duramente, hasta el punto de que había desaparecido y héchose invisible para seguirle con los ojos.

¿Por qué no habría venido como se lo pidió á Garnache? No se había atrevido, sin duda, temiendo todavía algún sofión del orgulloso señor... Había hecho mal. La hubiera acogido dulcemente y le hubiera dado las gracias por sus constantes afecciones y por su fidelidad, pagada con ingratitudes.

Remontó hasta su infancia y recordó el pabellón del guarda y, después, su enfermedad... Ya en aquella epoca, Berta...

En este momento se creyó juguete de una alucinación, sin poder conocer si era evocación del pasado ó visión real lo que tenía ante él...

Maquinalmente, sus miradas se habían dirigido á la ventana, cuyos vidrios ensombrecía ya el crepúsculo.

En aquella pieza, desocupada hacía años, no había visillos ni cortinas. De pronto, vió detrás de los vidrios, como en los días febriles de su enfermedad, una cara siniestra y lívida, cuyos ojos ardientes y locos estaban fijos en él y le devoraban á distancia.

Corrió entonces á la puerta, la abrió y salió gritando: —¡ Berta!

La mujer trató de huir, pero él la volvió á llamar: —¡ Berta!

La loca se detuvo indecisa, y, después, volvió pies atrás, como un niño cogido en falta que teme que le regañen, y se quedó temblando á dos pasos.

Jacobo la miró.

—305Tenía cien años; era una salvaje ó una depravada, dominada por la idea fija. Su persona contaba su historia.Ante aquel desarreglo y aquella decrepitud, Jacobo se conmovió á su vez, y la vaga lástima que sentía por aquella mujer, se agrandó y se coloreó.

—¿Qué hacías ahí?

Como su voz era dulce y sin cólera, Berta sonrió, y aquella sonrisa fué horrible; quiso responder, y no encontró las palabras: —El fuego... las llamas... he tenido miedo... y he venido.

Jacobo comprendió que los resplandores del incendio la habían atraído é infundido temor; y aquel miedo era una de las formas de su amor.

Estaba asombrado.

Ella, mientras tanto, le contemplaba en aquel crepúsculo, le detallaba de alto á bajo y se llenaba de él los ojos.

Aquel examen le hubiera irritado profundamente en otro tiempo; pero, curado de las vanidades terrenales, se prestó á él con tristeza. Berta murmuró: —¡ Jacobo!

Y él respondió: —¿Por qué no has venido?

La mujer le miró con sorpresa, sin comprenderle.

El siguió diciendo con paciencia: —Sí, había encargado á Regino que te dijese que vinieras.

Berta dijo: ¡Ah!» y abrió las manos para manifestar su ignorancia.

—No te lo ha dicho?

_No.

En aquella negación había gran energía.

Después de un momento de silencio, Berta añadió: EN LA PAZ.—20 —Hubiera venido, pero más maja que ahora... con mi traje azul.

Y con dos dedos desdeñosos se cogía los harapos, sintiendo seguramente haber sido sorprendida con tan mala ropa. Aquellas preocupaciones infantiles denunciaban una vez más la pobreza de su alma.

De pronto se aproximó.

—¿Es verdad?—dijo tímidamente.

—¿Qué?

—Que Reteuil está vendido, que se va usted á marchar, que ya no le veré más.

Aquellas frases, largo tiempo comprimidas, se le escapaban. Jacobo vaciló... Lo diría todo? ¿No valía más despedirla con buenas palabras que serían otras tantas mentiras? Peso hacía años que Jacobo tenía horror á la mentira ; y, además, á medida que hablaba olvidaba aquella presencia y hablaba una vez más consigo mismo.

—Sí—respondió, es verdad... ¿Qué quieres?... Es preciso. Había que pagar las deudas de mi padre y no dejar una mancha en un nombre hasta hoy intacto... y que va á acabar.

Berta comprendía confusamente, pues estaba poco al corriente de las historias financieras; pero se sublevó ante la idea de que Jacobo pagase las deudas de un Valroy y se privase de todo por el honor de aquella familia. Aquello le parecía injusto, grotesco y desesperante.

Sin pensar más en ella, Jacobo continuó diciendo con las pupilas en la línea del horizonte: —Vendido Reteuil, no queda nada... adiós todo...

¿Se puede vivir después de lo que he sufrido y cuando allá, al otro lado de la vega, vive en la casa que fué mía la mujer á quien he amado, casada con uno de mis verdugos? No tengo ya más que recuerdos que hacen gritar... Estoy solo, pobre y maldito... Agarrarme á la existencia sería una cobardía... Nodriza, tú, que has vivido en estos muros y formado parte de esta familia, debes saber que fué en esa escalinata donde mi bisabuelo se pegó un tiro antes que rendirse; debes saber que fué por aquella ventana por la que mi abuelo se arrojó, por repugnancia de una vida demasiado monótona... Lo que no sabes es que mi misma madre se mató; he adquirido la certeza... Ya ves que es un mal hereditario y contagioso; es el consejo de los que se han marchado á los que quedan, el consejo de seguirles... Oigo sus voces y voy hacia ellos...

Y más vale que sea así.

Tantas palabras apresuradas y sonoras, aturdían á Berta, que no lograba comprenderlas á pesar de su atención apasionada. Hacía tanto tiempo que no escuchaba las palabras humanas, que era ya un esfuerzo y casi un sufrimiento el distinguirlas.

Y, además, Jacobo hablaba esta vez lo mismo al viento, á los árboles, á los muros y á sí mismo que á la mujer ansiosa que tenía delante. El joven concluyó: —Celebro que hayas venido para verte por última vez y decirte que si he sido duro é ingrato contigo en mi infancia, ahora lo siento; que habrás tenido en el último momento un buen puesto en mi corazón... y que, si no hubiese más que buenas personas como tú, tu marido y tu hijo, me costaría más trabajo morir.

Esta última palabra se le quedó á Berta en el oído, y, ya alterada, exclamó: —Morir? ¿Quieres morir?

Jacobo cometió el error de no fingir; pero no sabía...

—Ya te lo he dicho; es el único partido que me queda... y el que más me gusta.

Esta respuesta confundió todavía á Berta, que repitió: —¿Quieres morir?

Esta vez, Jacobo se contentó con hacer una grande y melancólica afirmación con la cabeza, y Berta, que comprendió ese lenguaje, exclamó desesperada: —No quiero... júrame que no es verdad... no quiero... no tienes derecho... ¿Y yo? ¿Y yo?

Cayó de rodillas y abrazó su cintura con frenéticos brazos, levantando hacia él sus ojos espantados y llenos de lágrimas. Y su negra boca seguía vociferando y tuteándole como en otro tiempo: ¿Qué es lo que dices?... Tu padre, tu abuelo y los otros... ¿Qué puede importarte todo eso?... Déjalos donde están. Tú eres joven y hermoso... tú eres tú...

¿Acaso se muere á tu edad y voluntariamente? ¡ Jacobo, Jacobo! yo te lo prohibo.

A pesar de su complacencia, el Vizconde se iba cansando y trató de desprenderse, pero no pudo; hubiera tenido que emplear la fuerza. Entonces trató de convencer á aquella demente: —Tú me olvidarás, Berta. Pero en nuestras familias somos solidarios, es decir, que los hijos pagan por los padres... La nobleza conserva todavía...

Berta le soltó, se levantó de un salto y se echó á reir. En seguida, separando los cabellos grises que le caían por la cara, dijo con fuego: —La nobleza, tu padre, el contagio... basta, todo eso es estúpido. ¿Es por eso por lo que quieres morir?

Pues bien, no morirás; volverás á nuestra casa á ocupar tu puesto. Escúchame, escucha lo que te digo; es claro porque es verdad; Jacobo: tú crees entonces que una nodriza podría quererte como yo te quiero... Tú, que todo lo sabes, no conoces nuestros corazones. Te he querido como una madre, Jacobo, porque soy tu madre... ¡Ah! Ah! Todavía me cree loca... Jacobo, tú te llamas José y José se llama Jacobo. Sí; yo lo he hecho todo... Te puse en lugar del otro para que tuvieses dinero, nobleza y todos los bienes de la tierra. Pero puesto que la nobleza te dice que te mates, puesto que no tienes más que desdichas, puesto que me he engañado en mi esperanza, vengo á decirte la verdad.

¡Eres mi hijo! Ahora vas á vivir...

Ninguna estupefacción, ninguna confusión son comparables á las del joven ante aquellos clamores reveladores.

Por un instante, midió el horizonte que se le ofrecía y lo admitió; Berta decía la verdad: él era su hijo y el de Regino... Entonces el conde Juan... la condesa Antonieta... la señora de Reteuil... Debía arrojarlos de su corazón? No solamente eso; él mismo...

Se encogió de hombros; no era posible. Después creyó comprender que aquella supuesta revelación era una abnegación sublime de su nodriza para salvarle rompiendo la línea de nobles trágicos. Admiró la sublime invención de aquella alma inferior y respondió: —Pobre Berta, gracias, te comprendo; tu pobre y sincero corazón te ha inspirado eso... pero es inútil.

No llores; tienes á José que vale más que yo; tienes á Regino y á todos los tuyos...

Berta sollozaba, envejecida y lastimosa.

— No me cree! ¡ no me cree! ¿Por qué quieres que te lo jure?... Es asombroso que una madre cometa un crimen por la dicha de su hijo?

Jacobo cerró los ojos y palideció un poco. ¿Si fuese verdad, sin embargo? El, hijo de aquella mujer... y de Regino... y lo demás robado... Su repugnancia por la tierra creció todavía. Una mentira más; todo era mentira.

Después, sondando su corazón y consultándose en un último movimiento de orgullo, se negó ese origen.

Se sentía Valroy y Reteuil de pies á cabeza, con sus virtudes y sus vicios, sus glorias y sus tachas. El joven saludó á los antepasados que se trataba de hacerle renegar.

Y para no matar á aquella herida en el corazón, no la desmintió y respondió simplemente: —Si es verdad, es una razón más para acabar... pues soy el personaje más inconsistente y con menos razón de ser del mundo; soy una mentira viviente.

Berta volvió á caer de rodillas en la arena mojada, murmurando: Esto es lo que he hecho!

Jacobo añadió: — Aunque así fuera, quién lo creería?

Y dijo todavía más bajo: —Además, ¿qué ventaja ?...

Y por fin: —¡Adiós, Berta!

— Soy tu madre!

rir.

Jacobo consintió por caridad, puesto que iba á mo—¡Adiós, madre!

Berta dió un grito que era á la vez de desesperación y de entusiasmo y le tendió los brazos.

Pero el joven se había ya metido en el castillo y Berta le oyó echar la llave y los cerrojos.

La noche había cerrado.

Berta atacó las puertas y las ventanas á puñetazos, llamando: — Jacobo! ¡ Jacobo!

i Nadie respondió.

Entonces, al pensar lo que pasaba detrás de aquellos muros, en aquella casa cerrada, agotada de emociones, de fatiga y, acaso, de inanición, Berta perdió el conocimiento y se desplomó con la cara en la hierba.

Cuando cesó todo ruido, se abrió una ventana del primer piso. Jacobo asomó la cabeza é investigó con una mirada las sombras del jardín y del camino. No vió nada y dijo en voz alta: —Se ha marchado.

La ventana se cerró silenciosamente como se había abierto. Dos minutos después sonó un tiro. El último de los Valroy—Reteuil se había alojado una bala en el pecho y no se había errado.

La detonación despertó á Berta de su desmayo; la mujer se puso en pie de un salto, levantó los brazos al cielo, aulló la muerte y la locura y echó á correr hacia las casas de los hombres para buscar socorros.

En su habitación de la infancia, Jacobo yacía en el suelo, trazando un ademán sin esperanza; la lámpara ardía en la mesa; por la puerta abierta se veía el corredor donde, treinta años antes, el conde Juan besó á Berta al pasar.

Aquella existencia estaba terminada; ninguna había sido jamás tan falsa y tan ficticia; nunca actor de comedia ó de drama había tenido que desempeñar un papel más complejo y más vacío bajo las apariencias.

Hacia las tres de la mañana, la lámpara se apagó.

La noticia de aquella muerte trágica fué acogida diversamente.

En Valroy, Gervasio fué el encargado de advertir á Arabela. El marido no cabía en sí de gozo; la muerte de un enemigo es siempre una fiesta.

Quería juzgar así una vez más los verdaderos sentimientos de aquella esposa enigmática á la que miraba á veces con desconfianza. La encontró cerca de las cocinas, en un corredor muy claro y le soltó la noticia: —Jacobo se ha matado ayer noche.

Bella se apoyó en la pared, palideció ligeramente y sus narices se dilataron; pero se repuso y dijo con voz tranquila esta breve oración fúnebre: —En el punto á que había llegado, era lo mejor que podía hacer.

Gervasio conoció la dicha sin mezcla. Desde ese día Arabela fué colmada de atenciones, tuvo la llave de la caja y dirigió la casa á su voluntad.

Cuando se conoció la noticia en la granja, al acabar de almorzar, padres é hijos, amos y criados, bebieron alegremente á la extinción de las aristocracias.

—La cosa sería completa—dijo Hilario,—si nos hubiera quedado Reteuil.

En el pabellón, Berta, la loca, fué la que advirtió á Garnache y á Sofía por retazos de frase y palabras—incoherentes. Los dos enjugaron una lágrima y evocaron los desaparecidos; pero se ocuparon en acostar á la infeliz, que deliraba, y cuyos miembros temblaban de fiebre.

—¿Qué vamos á hacer?—dijo Regino á Sofía ;—ahora cae mala y tenemos que mudarnos dentro de cuarenta y ocho horas....—Nos la llevaremos, si no es lejos.

No lo era, en efecto, pues Balvet había ofrecido á los desterrados un rincón libre de su cabaña, y éstos habían aceptado, pues José les instaba, y era, además, su deseo. Estarían todos juntos; en invierno tendrían más calor; en verano abrirían las ventanas; en todo tiempo su vida sería buena.

La muerte de Jacobo conmovió á José, á causa de los recuerdos de su infancia; pero pronto se distrajo trabajando.

Jacobo fué enterrado en el cementerio de la aldea.

De toda su persona, una sola cosa era cierta y auténtica; que había nacido en aquella comarca.

El marqués Godofredo, llegado expresamente de la ciudad, siguió con la cabeza descubierta el ataúd, llevado á hombros, en medio de la lluvia ; estaba casi solo, con Balvet, Regino y José, y unas cuantas mujeres curiosas. El cura no fué por tratarse de un suicidio.

Pasó una semana. Regino se había llevado su mujer, sus muebles y sus efectos á casa de Balvet; todos vivían juntos ahora, lo que era para ellos un consuelo.

Berta deliró durante tres días, y gritó frases absurdas, que hacían encogerse de hombros hasta á los que la querían. Era, en verdad, demasiado amor al Vizconde; se veía que ella, á su vez, iba á morir.

En el tercer día la fiebre desapareció, y Berta, lúcida, reconoció á los que la rodeaban, pero se quedó muy postrada. Rehusó todo alimento y toda bebida, y el médico sospechó que había formado en su mente alguna resolución funesta.

—Hacedla comer y beber... si no...

No acabó la frase, pero su gesto dijo bastante. La suplicaron, y ella fingía dormir para no ser importunada. Cuando la dejaban sola un minuto, abría los ojos, que brillaban como faros en aquella cara cada vez más demacrada.

No pedía ninguna noticia; le habían dicho que Jacobo reposaba al fin en el cementerio; y tenía, sin duda, prisa por ir á reunirse con él.

Regino, en pie junto á la cama, se estaba mirándola horas enteras; Sofía la cuidaba, pero ninguno de ellos tenía influencia sobre ella.

José dejaba con frecuencia su trabajo para ir á verla; pero creyó notar que el verle le causaba una especie de terror que aumentaba su fiebre. Entonces disminuyó sus visitas, lamentando que su madre permaneciese sin cariño hacia él hasta en los últimos instantes.

Berta se debilitaba sensiblemente.

Una noche, José, sentado en un sillón viejo al lado de la cama de la enferma, luchaba con el sueño; de vez en cuando su cuerpo se erguía de pronto y echaba una mirada aguda, aunque vaga todavía, al cuerpo acostado que distinguía en la sombra. La enferma estaba tranquila.

En la chimenea ardía una lamparilla de campo en un vaso de aceite; un reloj de pared cortaba el silencio con su ruido acompasado; en el exterior ningún ruido, ningún murmullo, ningún aliento turbaba la inmensa noche que arrastraba su manto negro en la paz de los campos. La muerte no es más muda.

Después de asegurarse de que su madre descansaba tranquila, José resistió todavía desesperadamente el asalto del sueño, pero acabó por sucumbir. Al cabo de un rato se despertó sobresaltado. Una voz decía: —Señor Vizconde.

José, despierto en seguida, se aproximó á la cama: —Está soñando con él—pensó.

Pero Berta repitió: —Señor Vizconde.

Y, al hablar, se dirigía á él y le ntiraba con ojos extraños; era evidente que hablaba con él.

—Vamos, madre, cálmese usted y trate de dormir...

No soy el Vizconde; soy José.

Al decir esto le cogió la mano, pensando en el delirio ó que una fiebre intensa se había apoderado de ella... Con gran asombro suyo, aquella mano ruda y seca, estaba fría y el pulso era apenas perceptible.

Berta, al verle en pie delante de ella, se estremeció y dijo, con voz débil, pero todavía perceptible: —Perdón, señor Vizconde.

José empezaba á asustarse.

—Vamos á ver, madre, ¿qué hay? No me conoce usted; soy José.

La enferma designó con un dedo un vaso de agua y alcohol que había en la mesa, y dijo: —Démelo usted...

José le dió el vaso y la sostuvo para que bebiera. Berta, que de ordinario rehusaba una cucharada, se lo bebió de un trago, en seguida se puso menos pálida y su voz se afirmó.

—Siéntese usted ahí, en la butaca, y, diga yo lo que quiera, déjeme hablar sin interrumpirme. No estoy loca ni deliro. Mañana estaré muerta... pero antes debo confesar... y decir á usted... Siéntese...

José, confundido, obedeció maquinalmente; tenía el presentimiento de que la hora era grave y de que iba á oir algo inaudito. Con la cabeza baja, se quedó inmóvil y dijo: —Ya escucho.

Berta siguió diciendo: —José, no se llama usted José Garnache, sino Jacobo de Valroy; el que ha muerto era mi hijo.

Ante aquella afirmación brutal, José dudó una vez más de la razón de aquella á quien todavía llamaba madre; pero ella le explicó sus palabras de un modo que no por ser extraño dejaba de ser razonable. Berta le dijo: —La historia es sencilla; bastó un minuto para que mi hijo le reemplazase á usted en la vida como en la cuna Por esto no le quería á usted y le amaba tanto á él. Todo lo hice para que fuera feliz, y ya sabe us—ted si lo he logrado... Pero existe usted, que tenía todos los derechos á la fortuna, á la nobleza y á los goces de la existencia... En vez de eso, ha sido usted un campesino pobre, mal vestido, mal peinado, corriendo por los caminos en todos los tiempos; ha sido usted el hijo de Berta y de Garnache y ha encontrado, á veces dura la vida. ¡ Ese es mi crimen! Le he robado á usted su destino para dárselo á mi hijo. Por esto le digo ahora perdón, señor Vizconde...

A medida que Berta hablaba, las nubes se amontonaban y se disipaban en el cerebro del que seguía siendo, á pesar de todo, José Garnache. El joven no dudaba. Aquella moribunda no divagaba ni mentía.

Ciertos recuerdos personales, ciertas observaciones antiguas, y, sobre todo, el cariño de Berta por el hijo del castillo y su indiferencia para él, constituían un conjunto de pruebas que acababan por convencerle.

Con aquella explicación, la vida entera de Berta se iluminaba y se aclaraba; sin ella, era incoherente y absurda.

El pobre muchacho, tentado un momento por el orgullo, buscó en el fondo de su ser la huella de algún noble sentimiento que revelase su origen.

Pero no encontró nada más que un poco de justicia y una gran bondad que le venían más bien de su amor á los seres de los consejos panteístas de la selva.

Tuvo que reconocer que la inteligencia superior de una raza no se transmite fatalmente con la sangre, y que hacen falta además circunstancias y medios para desarrollar el alma de los hombres como la naturaleza de las plantas.

Sintió después un poco de cólera al pensar en lo que hubiera podido ser; pero su buen sentido le inspiró que si sus comienzos en la vida hubieran sido semejantes á los del Vizconde imaginario, también lo hubieran sido las consecuencias, y él sería ahora quien, después de mil sufrimientos y vergüenzas, estaría en un agujero de la tierra con el pecho ensangrentado.

Esta idea le hizo estremecerse; no tenía nada que sentir en la comparación; se felicitó de vivir y prefirió cándidamente su suerte.

Entonces, extendiendo la mano, un poco alterado á pesar de todo, y más solemne que de costumbre, dijo como una absolución: —Si dice usted la verdad, vaya en paz; la perdono.

Berta dió un ligero grito, que era su última alegría, y se quedó callada. José continuó: —Pero que esto quede entre los dos; no hablemos de ello á nadie, porque mi padre y mi tía se morirían de pena. Seguiré para todo el mundo lo que usted me ha hecho; y, por otra parte, ¿quién querría creer?...

Cuanto más reflexiono más creo que me ha ahorrado usted no pocas penas, sin quererlo, es posible, pero ciertamente. Si en realidad, hubiera yo sido el vizconde de Valroy, ¿dónde estaría hoy? Donde él...

Berta, al oir esta evocación, lloró silenciosamente.

Su corazón entero seguía siendo del otro. José continuó: —No sé si debería dar á usted las gracias. Tengo una mujer y unos hijos...

Berta le interrumpió con un gesto de dolor.

—¡Oh! sí, él tendría todo eso y viviría como usted...

Yo no lo he querido.

José vió en esa frase una reticencia y un pesar que le entristeció.

Aquella mujer sentía visiblemente que no fuese él el muerto y el otro el que sobreviviera. Esto le hizo endurecerse contra su emoción.

Pero Berta tenía todavía que hablar y el tiempo pasaba una campesina no se va sin recomendar su dinero.

—Después de mi muerte encontrará usted en mi saco dos ó tres mil pesos. Tómelos usted sin escrúpulo, Jacobo, porque vienen de su padre el conde Juan...

Pero esto está tan lejos que se ha borrado.

El joven hizo un gesto vago, no queriendo profundizar; aquella mujer seguía siendo para él su madre, á pesar de sus convicciones.

Le daba un vértigo el pensar en aquel pasado tan lleno de hechos que él no había comprendido.

Su nuevo personaje le espantaba; y, como conclusión, sintió haber sabido.

Por fin, la moribunda dijo aún: —Esto hay, señor Vizconde. Cuando piense usted en mí, no me maldiga; he sufrido tanto, que merezco lástima...

Era tan desgraciada, que el corazón del joven estalló en un sollozo.

Madre! ¡Madre!

Berta sonrió.

— Todavía? Gracias.

— Para mí, siempre!

La mujer cerró los ojos y se extendió por sus facciones una gran serenidad. Estaba absuelta.

Desde entonces, no dijo una palabra más.

Al día siguiente, á las doce, Berta Minou, mujer de Garnache, murió sin sufrimiento. En el último momento vagó un nombre por sus labios blancos, como un suspiro: —¡ José!

Regino, mucho después, repetía con frecuencia:

—f — 319 —Decían que no quería á su hijo... pues lo último que dijo fué su nombre...

Pero el hijo seguía dudando, pues había, para Berta, dos que llevaban ese nombre. Confesada su falta en el umbral de lo desconocido, acaso llamaba á aquel hijo tan trágicamente querido y con el que iba á reunirse, con su nombre verdadero, con ese nombre que no había llevado en vida.

Durante algunos años, José guardó en el corazón su pesado secreto. Sin embargo, después de morir Regino, el joven hizo algunas veces esa tímida confidencia, y todavía terminaba siempre su fantástica historia confesando que, después de todo, no sabía bien cuál era en eso la verdad exacta.

FIN