En la paz de los campos/Primera parte/III

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III

Jacobo dijo un día á miss Arabela:

—Oiga usted; la carretela no está mal... Pero yo tengo mi acharrette...» donde no hay sitio más que para dos, usted y yo... ¿No estaríamos mejor en ella?

La joven respondió sin ambajes: —Incontestablemente.

Aquel día fué abandonada la señora de Reteuil y lo mismo ocurrió en los siguientes.

Los dos muchachos estaban libres; ella, abandonada en la vida, sin vigilancia, á la americana ó á la australiana; él, ya bastante mozuelo para no tener que pedir permisos. ¿A quién, por otra parte? Su madre estaba demente y moribunda hacía quince años.

Su padre, ausente sin cesar, pues no pasaba tres días al mes en el castillo.

Su hijo grande no le atraía tanto como su hijo niño. Había habido ya entre ellos ciertos rozamientos ligeros y sin consecuencias, pero cuya vibración se prolongaba en vagos ecos.

Jacobo no bastaba ya para contener á Juan, y el muchacho, único dueño de todo, hacía la vida á su gusto.

—¿Eh? esto vale más que los jamelgos de la abuela = —decía Jacobo, mientras miss Bella, mordiéndose los labios y las cejas fruncidas, contenía con las dos manos á una robusta jaca para la cual la «charrette» y los dos niños pesaban como una pluma.

Porque era ella la que guiaba; Jacobo, desposeído, la dejaba hacer sin una observación. Con gran asombro suyo, hacía tiempo que había renunciado á defender su privilegio contra aquella invasión.

Ella guiaba, y lo hacía tan bien como él; se había acostumbrado en otro tiempo en los alrededores de Melbourne, como no hubiera sido en los de Chicago.

La velocidad la embriagaba; bajo las arboledas, en el obscuro silencio de los bosques, aflojaba las riendas y excitaba al caballo con un chasquido de los labios; y en el gran trote se fijaba en su boca una sonrisa.

Jacobo, ocioso á su lado, estaba tentado por cruzarse de brazos como un lacayo bien enseñado, y jugaba con el bastón para ocupar las manos.

A veces, una ráfaga de viento echaba hacia él la cabellera de la muchacha y le anegaba la cara en una oleada de oro pálido. Era aquello muy dulce y él no se apresuraba á apartar aquel velo viviente y tibio; pero ella, irritada y nerviosa, le decía: —¿Cuándo va usted á acabar de lavarse la cara con mis cabellos? Eso es improper, querido.

Tenía pudores feroces y quería ser tratada como un muchacho y como un compañero.; un instante después envolvía á su víctima con tal radiación magnética de las pupilas, desplegaba en su actitud tales recursos de coquetería y de arte encantador, que hacía olvidar su edad y pensar en los lazos fabulosos tendidos por las magas para realizar metamorfosis.

Era compleja, doble, triple y más aún.

Según los días, las horas, el sol, la lluvia ó los sueños de la noche precedente, estaba triste ó alegre, buena ó mala, casta ó desvergonzada; y con ella no había término medio; era lo uno ó lo otro, y se hubiera perdido el tiempo queriéndola exorcizar cuando la dominaba su demonio. Ella lo confesaba al día siguiente, cuando había cambiado el viento: —Ayer estuve insoportable.

Jacobo vacilaba en los primeros tiempos.

—Nada de eso; estaba usted nerviosa.

Pero ella se enfadaba.

—Es usted un embustero y un cobarde; se debe decir la verdad á todo el mundo; estuve insoportable.

Y se reía sin pesar y sin remordimientos. Ella no iba á buscar á nadie y había que tomarla como era ó dejarla. Con el tiempo, Jacobo se acostumbró y respondía con franqueza: —¡Oh! sí, completamente insoportable.

La muchacha le llamaba Djeck, y él lo encontr..ba delicioso; en cambio él la llamaba, en vez de Bella, Bellísima, y ella lo encontraba tonto.

Los campesinos se admiraban á su paso, extrañados, á pesar de su rudeza, de tanta intimidad entre un joven y una señorita.

Sin embargo, cuando llegaban á la quinta Grivoize se les recibía con palmas. Esta quinta y sus dependencias eran importantes; suelo robado cuando los acontecimientos de 1793.

Los Grivoize de la primera República tenían ya los dientes largos, ambición y sagacidad. Se habían adjudicado en el reparto, contra asignados de bienes nacionales, los confiscados á una familia guillotinada.

Desde entonces venían prosperando de padres á hijos. Los Grivoize actuales continuaban agrandándose sordamente, hectárea por hectárea.

Eran dos hermanos y su cuñado Piscop, el más hábil, acaso, y el más duro, á pesar de ser el más joven y el que había llegado el último.

Cuando los herederos de Carmesy y de Valroy entraban en coche en la quinta, todos corrían solícitos á su alrededor.

«La mejor leche y la mejor manteca para don Jacobo... La mejor crema y el pan más blanco para la señorita Bella. » Ellos daban las gracias desdeñosamente, como personas acostumbradas al homenaje, y se paseaban por el patio, las cuadras y el establo, envueltos por la admiración salvaje y envidiosa de cinco chicos y tres chicas, Piscop ó Grivoize, que se metían los dedos en la nariz olfateando, y de obsequiosas criadas, que descubrían para ellos negras encías en horribles sonrisas.

Los tres hombres y los criados seguían en sus tareas después de excusarse. Pero, de vez en cuando, echaban de reojo una mirada á los nobles forasteros y esa mirada carecía de ternura.

La casa Grivoize y Piscop era un rincón temible, una amenaza en el corazón del país; aquellas honradas personas llenas de religión, de buen sentido y de moderación, soñaban por la noche que se comían la tierra y que el espacio les pertenecía. Eran capaces de todo por aumentar su haber. Piscop, particularmente, tenía un alma de bandido.

Djeck y Bellísima salían de allí arrojando una moneda de plata, pronto escamoteada por la más vieja de los Grivoize. No hay provechos pequeños.

Y mientras la acharrette» inglesa rodaba á lo lejos entre el polvo de los caminos, los dos hermanos y Piscop, dejando las herramientas, los seguían con los ojos y murmuraban vagas amenazas, ó, quién sabe, feroces maldiciones.

Una vez dijo Piscop:

—Trotad, reíd, decid ternezas... Eso durará lo que dure...

Movió la cabeza y siguió diciendo: —El señor Conde hace locuras en París... Todo se sabe.

Los demás aprobaron en silencio, inclinados, encorvados, partidos en dos sobre su tarea.

Jacobo conoció al marqués Godofredo, pero no sin trabajo, pues este último se hizo rogar mucho tiempo antes de aceptar esa presentación; y como el joven, por su parte, fiel á sus antiguos prejuicios para todo lo que no fuera miss Bella en persona, no ponía en ello más que un empeño relativo, el suceso se hizo esperar.

Pero la Marquesa, instigada por la de Reteuil, intervino y preparó las cosas; no había medio de retroceder y se arregló una cita, en la que se encontraron las dos partes.

El anciano noble no se dignó cambiar de postura; pero, sin embargo, acogió al recién llegado con una inclinación amistosa de cabeza. Este, herido en su amor propio, estuvo parco en cumplimientos, lo que hizo que Carmesy le cobrara de repente estimación y rompiera á hablar.

—Señor de Valroy—dijo con voz seca y metálica,celebro mucho ver á usted. Pertenece usted á una antigua familia del país; yo á una familia antiquísima.

Nosotros ya no existíamos cuando ustedes empezaban.

Es el destino de las razas; ustedes subían y nosotros bajábamos. He vuelto á esta comarca porque todo me atrae á ella, el recuerdo, la tradición, las ruinas..esas piedras esparcidas que fueron una orgullosa ciudadela donde mis abuelos, encaramados como águilas, desafiaban el odio de sus vecinos y la invasión del extranjero. Señor de Valroy, lo que hace la fuerza de un pueblo es la religión del recuerdo; la patria no es más que la tierra de las tumbas donde duermen los antepasados y el que las guarda bien es bien guardado... Es usted demasiado joven todavía para comprender estas gravedades morales, pero ya vendrá su día.

Puesto que place á usted, sin tener en cuenta las injusticias de la fortuna, contarse en el número de nuestros amigos, sea bien venido entre nosotros.

Después de esta peroración, Godofredo de Carmesy ofreció la mano al joven, el cual, animado á su vez, la estrechó con perfecta cortesía.

Bueno es decir que el Marqués estaba desde por la mañana pescando en el río y que durante esta escena tenía la caña en la mano y la vista en las aguas.

Se quedaron en silencio porque un pez andaba en derredor del anzuelo, y el Marqués, con los dientes apretados, concentraba en él toda su atención. De repente levantó la caña y, en el extremo del hilo, como un relámpago de plata, se retorció convulsivamente en el aire un pececillo y fué metido en la red.

Después de esta hazaña, el hijo de los héroes respiró anchamente.

Como el sol traspasaba las ramas y hacía ya calor en aquella mañana de verano, Carmesy se quitó el ancho sombrero de paja y se enjugó la frente con el pañuelo. Aquella frente estaba desnuda; no tenía ni un cabello. Con el sombrero puesto, Godofredo representaba cincuenta años; con la cabeza desnuda parecía tener sesenta; hay detalles de nada que lo son todo.

Jacobo le contempló; nunca le había visto tan de cerca. ¿Qué edad tenía realmente? Problema difícil de resolver. Sus facciones cansadas y caídas, sus hinchadas orejas, las tres grandes arrugas entre las cejas, acusaban más bien una vida de disipación, de inquietud y de aventuras que el peso de los años; el cutis, curtido y quemado por la acción de todos los climas, tenía durezas de bronce claro; en aquella cara morena y envilecida, pero enérgica todavía, los ojos, muy pálidos, ralucían casi crueles y alarmantes; un bigote rojizo, sin una cana, ocultaba la boca de delgados labios y subrayaba una nariz en forma de pico.

El cuerpo se conservaba delgado y esbelto, á pesar de sus ropas destrozadas, y tenía cierta elegancia y nobleza de líneas; sus manos, sucias por el contacto viscoso de los peces moribundos, eran finas; y se adivinaba que sus pies, en los zuecos de campesinos, eran pequeños y de raza,» como decía el mismo Marqués.

Extraño hombre, en verdad, que debía haberlas visto de todos los colores; para quien la palabra escrúpulo ó prejuicio debía sonar sin evocar un sentido ; aventurero que había corrido todo el mundo; bandido, acaso, y estafador sin duda; arruinado y decaído como su raza; enigmático, sospechoso, equívoco, y, sin embargo, seduciendo á veces al modo de las fieras, encantador y simpático por su gracia altanera y por el atractivo del misterio. Un tipo.

De todo lo que decía se exhalaba un perfume de honradez; no hubiera cedido en honor á don Diego ni en caballerosidad á Bayardo. Nadie rindió homenaje á la virtud como él en sus palabras; en cuanto á sus actos, esto era negocio suyo.

Era evidente que con tal exterior y tal modo de hablar había debido engañar sin gran trabajo á las almas sencillas.

Tal como era, no desagradó al Vizconde, menos acostumbrado al mundo que la mayor parte de los muchachos de su edad educados en las ciudades. Su experiencia era nula y sus juicios no eran más que caprichos.

Una persona le gustaba ó no le gustaba, sin más raEN LA PAZ.—7 zón; y además no era, acaso, muy inteligente, es posible que á causa de su origen, y de aquí una cortedad inconsciente, pero real.

El Marqués, pues, tuvo la dicha de ser aceptado desde el principio. Su fácil victoria no le extrañó, pues contaba con ella como cuestión de amor propio. Todos sus enemigos, al aproximarse á él, se convertían en amigos; eso sí, ellos sabían lo que tal amistad les costaba.

La sesión se prolongó bajo los sauces, y fué un curso detallado y minucioso sobre las diversas maneras de pescar en un río. Jacobo le escuchaba religiosamente, aunque esta lección le hubiera hecho bostezar viniendo de otro cualquier personaje, pero en la boca del Marqués todas las palabras tenían valor.

A pesar de toda esta ciencia, aquella mañana la pesca fué mala; hacía demasiado calor, el aire era tempestuoso y los peces, nerviosos, saltaban y no mordían. El noble, cansado, recogió sus bártulos y renunció.

Se volvieron juntos hacia la villa rústica de los Carmesy y tuvieron que pasar por la parte oeste de la ruina; el heredero de los cruzados se exaltó de repente: —Usted, que es hijo de esta tierra, ¿conoce usted lo que queda de nuestro antiguo castillo?

Jacobo respondió sin ambajes: —Muy poco; sin embargo, cuando era niño cazaba lagartos en las grietas de los muros.

—Esos muros interrumpió Carmesy—son los últimos testigos de una gran historia... Vea usted, allí estaba la poterna, de la que salían por la noche, para las sorpresas, los grupos silenciosos de nuestros hombres de armas; esas piedras desunidas eran el baluarte, con dos pisos de defensas provistos de parapetos.

Allí había un puente de madera por el que se llegaba al puente levadizo de la segunda poterna y después al patio de honor, entre la torre principal y la capilla...

Vea usted más lejos; ese cuadrilátero, todavía vagamente dibujado entre los musgos y las hierbas, era el de las grandes lizas, y más lejos la gran torre, con su triple fila de troneras, sus barbacanas y sus almenas. Después la torre del vigía con la sala de guardias. El conjunto pasaba de tres mil toesas y podía alojar cuatrocientos habitantes, señores, escuderos, soldados y lacayos, con sus mujeres y sus proles. En las cuadras había sitio para cien caballos cómodamente, y los ganados pastaban en libertad la hierba de los fosos en las buenas estaciones. En la más alta torrecilla flotaba el estandarte rojo, el carmesí de los árabes, protección ó amenaza, manifestación de fuerza, símbolo y recuerdo... A su caída, el feudalismo que representaba sobrevivió mal para extinguirse muy pronto.

El anciano Marqués pronunció melancólicamente estas tristes palabras; dejó caer los brazos, que parecían envolver y abrazar aquella tierra, y volvió á echar á andar con la cabeza baja.

Djeck y Bellísima se miraban por detrás de él y se sonreían, con un completo olvido de los guerreros muertos, de los castillos derrumbados y de los tiempos desaparecidos.

Al llegar á la casa Jacobo quiso despedirse, pero Carmesy le cogió de un brazo.

—Entre usted, beberemos un grog para abrirnos el apetito.

El joven no dijo que no; aquella atmósfera le gustaba; saludó á la marquesa Adelaida y fué acogido cordialmente con un franco apretón de manos. La extraña característica de aquella mujer, joven todavía y todavía guapa, era prestarse á las peores farsas inventadas ó exigidas por su ingenioso esposo y participar de los provechos, sin prescindir de su aspecto leal y de su alma honrada.

Miraba á la gente á los ojos con claras é intrépidas pupilas, detrás de las cuales el más suspicaz inquisidor no hubiera jamás pensado en descubrir vergonzosos misterios ni feos secretos.

Y, sin embargo, aquella mujer no era inconsciente; era particular, particular en todo.

Desde su infancia tenía la idea, inculcada por unos padres maniáticos de nobleza y rabiosos de miseria, de que ciertos nombres y ciertas familias gozaban de todas las inmunidades.

Según ella, lo que era criminal para un Benoit ó un Morin, no tenía importancia en un O'Brien ó en un Carmesy. Lo que éstos hacían no era robar, sino rectificar la suerte.

Las personas bien nacidas, también según ella, tenían derecho á decirlo y á hacerlo todo... y se puede añadir á cogerlo todo. Era la última consecuencia de la antigua fórmula: «El Rey está en todas partes en su casa. Como sus abuelos habían sido reyes, ella seguía estando en su casa.

Entretanto, el Marqués estaba arreglando en un rincón sus cañas, su red y sus diversos botes; después sacó un frasco del bolsillo y le dejó en la mesa medio vacío.

Viendo la mirada interrogadora del joven, dijo alegremente: —Es «whisky», Vizconde; excelente para combatir las nieblas al lado del agua, al amanecer...

El Marqués canturreaba de buen humor, á pesar de su mala pesca; por el momento tenía á la vista un pez más gordo y le veía dar vueltas alrededor del anzuelo.

—Por cambiar—dijo,—vamos á tomar una copita de ― aguardiente... del viejo, del fuerte. En un poco de agua fresca es muy tónico.

Jacobo aceptó. Libre desde los doce años, no temía entrar en una taberna cuando tenía sed en el camino, y, ciertos días de condescendencia, brindar con los guardas del bosque ó con algún campesino acomodado.

El Marqués acercó una silla y cogió otra mientras la bíblica Adelaida iba á buscar el agua fresca anunciada, y Bella, sentada encima de la mesa, movía las piernas en todos sentidos con gran vivacidad.

Hubo un silencio que parecía sueño, pero la Marquesa reapareció trayendo en sus blancas manos una pesada botella de cristal.

La puso delante de los hombres y fué á recostarse en una de las grandes butacas de mimbre, abanicándose con el pañuelo.

Eran cerca de las doce. Fuera, las hojas se retorcían bajo un ardiente sol; sobre todos los seres pesaba un mudo sopor; era la canícula en su gloria excesiva.

Por esto, sin duda, el Marqués se bebió tres copas seguidas, castañeteando cada vez la lengua con satisfacción.

Jacobo no le siguió en sus reincidencias, pero tuvo que defenderse y que refutar el argumento pérfido con frecuencia empleado de que las cosas buenas no hacen nunca daño. » El joven salió de allí un poco aturdido y con el ánimo incierto; satisfecho de un lado y descontento del otro, y mientras detrás de él Adelaida, repentinamente activa, instalaba el almuerzo, es decir, tres tazas de té, un plato de jamón, pan, manteca, y las seis botellas de alcohol, el rico castellano recorría el camino buscando la sombra de la línea de árboles y sonreía ó fruncía las cejas al recordar los actos y las palabras de aquella mañana.

Ciertamente, la intensa pasión que creía alimentar en el fondo del alma por su amada Arabela le hacía complacerse en la sociedad de los Carmesy, hacia los cuales le atraía además un sentimiento de curiosidad; pero tenía que confesarse que, por primera vez en su vida y entre aquella gente, no era ya el principal personaje objeto de respeto y admiración.

Se había convertido en persona secundaria y satélite; era verdad que su astro se llamaba Arabela; pero ello era que Jacobo no se lanzaba ya libre y orgulloso en una carrera independiente y á su sola fantasía.

El Marqués le aplastaba también con la antigüedad de sus antepasados, perdidos en la noche de los tiempos.

No lo decía, pero se adivinaba al oirle qué poco pesaban los Valroy ante su alta nobleza. No parecía considerarlos mucho más que á los Piscop, á los Grivoize y á los mismos Garnache; Reteuil le merecía el mismo juicio.

Aquel antiguo feudal, extraviado en los siglos nuevos, se pasaba por debajo de la pierna á toda aquella gente.

Jacobo se sentía como disminuido, pero se consolaba pensando en la potencia del único agente moderno que gobierna el mundo: el oro y la fortuna, de la que él estaba colmado.

Los Carmesy podían decir lo que quisieran; la nobleza sin dinero es un soldado sin armas; y el joven, para apaciguar el escozor de los arañazos hechos á su amor propio, recapitulaba sus castillos, sus quintas, sus tierras y sus bosques.

Tranquilo entonces levantaba la cabeza y su movible pensamiento gozaba con la aventura; soñaba con el día en que ofrecería todos aquellos bienes y aquellas riquezas á la última heredera de dos razas decaídas, con un nombre, aunque fuera menos sonoro.

Esto sucedería dentro de unos cuantos años, pero sucedería, de seguro, y tal perspectiva le embriagaba.

Iba cantando por el camino, pero una idea repentina cortó de repente su alegría. ¿Y si los Carmesy rechazaban su petición y no querían un Valroy descendiente del amigo de Law y de Ponchartrain ?... ¿Y si, encastillados en su orgullo, oponían á sus deseos una negativa desdeñosa ?

Jacobo se sintió angustiado, pero se encogió de hombros y murmuró: —No hay más que el dinero. Bella debe ser rica, porque, si no, sería desgraciada, y sus padres lo sabían bien.

Así tranquilizado una vez más, cortó por el bosque, subió un escarpado sendero y se encontró detrás del castillo, en el que penetró por una puerta que daba entrada á los jardines.

Poco tiempo después su padre fué informado de aquellas nuevas relaciones cuya intimidad aumentaba todos los días.

—Tú también te pasas al enemigo—le dijo;—ya sé que te acompañas con la gente roja.

Jacobo hizo un gesto nervioso. A cualquiera otro que á su padre le hubiera respondido de un modo brutal; con él se contuvo, pero no pudo menos de replicar con una frase, justa en principio: —Papá, conócelos antes de juzgarlos.

Juan de Valroy movió la cabeza: «No, no quería conocer ni juzgar, y le importaba poco aquel juego de niños. » Aquel día Jacobo quiso menos á su padre.

Juan, por otra parte, cambiaba también y de todas maneras. Si no se notaba alrededor de él, era porque su mujer, la doliente Antonieta, seguía indiferente, y su hijo, el egoísta Vizconde, no se ocupaba más que de sí mismo. Pero el hecho no dejaba de ser cierto.

Graves preocupaciones alteraban aquella cara en otro tiempo tranquila, y una perpetua inquietud ahondaba una profunda arruga entre las dos cejas del Conde.

Su boca tenía una expresión amarga y desanimada y sus cuarenta años parecían cincuenta.

Estaba Juan demasiado acostumbrado á la hostilidad reinante en su casa y vivía en ella demasiado poco para que se pudieran buscar por ahí las causas de aquel nuevo estado de decadencia y de angustia que parecía acentuarse de año en año, de mes en mes, y de día en día. Había, pues, otra cosa. ¿Cuál ?

El vizconde Jacobo se engañaba, acaso, cuando se creía poderosamente rico. Hacía algún tiempo, Valroy estaba amenazado. Nadie lo había sospechado al principio en el país, pero en París, entre los hombres de negocios, era cosa corriente.

El conde Juan llevaba años viviendo como un loeo lúcido, gastando cuatro veces sus rentas y pidiendo á la Bolsa, al círculo ó á las carreras el medio de rehacerse; pero se hundía más cada vez y siempre soñaba con la gran combinación que debía arreglarlo todo de un golpe y poner á flote su barca.

¡Ah! eso sí, una vez reconstituida su fortuna, volvería prontamente á plantar sus repollos, á ocuparse un poco de su hijo, que parecía tomar malos vientos, y hasta á soportar á la pobre Antonieta, por la cual, á lo lejos y á medida que se sentía más culpable, se iba volviendo menos severo.

En sus horas de fiebre y en medio de la agitación de París, pensaba con enternecimiento en Valroy, en los bosques augustos llenos de silencio, en el inmenso descubrimiento de los prados después de los campos y de los campos después de los prados, por los que pasaba la caricia murmuradora de las brisas que levanta la tarde.

¡Ah! cómo hablaba á su corazón aquel rincón de tierra del que conocía todos los árboles y todas las piedras...

Toda su vida estaba allí... el resto era mentira, disipación y demencia.

Pero después, de un empujón, echaba por tierra el fardo demasiado pesado de sus penas, que parecían remordimientos, y volvía á lanzarse en las diversiones y en los negocios.

Arrastrado por ese engranaje, no sabía cómo salir... y, además, era preciso á toda costa recobrar su dinero, mala gimnasia que conduce á la voltereta.

Había tenido aventuras. La triste Condesa no se engañaba por completo cuando lo suponía presidiendo orgías con una rubia á la derecha y una morena á la izquierda. Sin incurrir tanto en la decadencia latina, ello era que cultivaba diversas relaciones mujeriles en distintas clases sociales, y que por una rara mala suerte, que ciertamente no ocurre á nadie más que á él, ni una sola de ellas fué desinteresada.

Juan fué despojado por muy lindas manos y recogió ciertos provechos y pequeñas ventajas, pero siempre, cuando la ilusión se había pasado, encontró la cuenta exagerada.

El Conde no decía nada y su reputación de hombre galante seguía siendo legendaria, lo que hacía que, apenas acababa una aventura, era solicitado para otra.

¡Pobre Conde !... Provinciano recién llegado, sin haber estado en París más que con largos intervalos y cortas temporadas, al principio fué cándido; después, bueno es decirlo en su elogio, era realmente de naturaleza generosa, no sabía rehusar un servicio y tenía el billete de banco fácil.

Súpose aquello rápidamente y Juan fué muy buscado para aprovechar su candor y su prodigalidad.

Cuando la vida le instruyó, siguió siendo débil y vanidoso, que son dos brechas abiertas á la explotación.

Todos los días se acusaba á sí mismo y se juraba reformar su vida y separarse de los falsos amigos ; pero siempre volvía á sus errores, buscaba á sus compañeros habituales, abría las manos y vaciaba los bolsillos.

Un rico americano de los que cuentan los millones por miles, hubiera, acaso, resistido este género de sport, pero Juan de Valroy era sencillamente millonario, contando con sus bienes raíces, se vió pronto reducido á las combinaciones.

Empezó entonces una defensa desesperada, que pronto se convirtió en derrota, y, de especulación en especulación, Valroy precipitó su ruina.

Al cabo de diez años, sin que se supiera en su provincia, y menos aún en el castillo, el dominio hereditario estaba hipotecado y comprometido de todos modos. El desgraciado Conde, que seguía la lucha por fuerza para que no se viniera todo abajo, no conoció ya una noche de sueño ni un instante de reposo.

Orgulloso en la derrota, no confiaba á nadie su secreto y lo llevaba consigo, haciéndolo así más punzante. A quién se le había de confiar? Bajo el punto de vista de esposo y padre de familia, estaba solo en el mundo.

Durante dos años más,, tapando un agujero y destapando otro, y gracias á los mil recursos de una mente en el último extremo, sostuvo tal cual las apariencias y fué salvando la situación.

Sin embargo, poco a poco, fueron llegando rumores á los alrededores del castillo. Los Piscop y los Grivoize apercibían el oído y abrían la nariz, oliendo la ocasión y la ganga. No se sabía aún nada preciso y sólo había insinuaciones demasiado repetidas para que no tuvieran algún fundamento.

El Conde había paseado varias veces por sus campos y sus arboledas á personas sospechosas que no se parecían á sus antiguos amigos y que miraban, apre ciaban, parecían inventariar, tomaban notas y, á veces, disputaban entre sí duramente.

Era indudable que el Conde los sufría por necesidad. En fin, los Grivoize tenían el mismo notario que el Conde, y los pasantes, uno de ellos de doce años, no eran bastante discretos ni, acaso, incorruptibles.

En una palabra; se empezó á decir entre los bien enterados que las cosas iban mal del lado del castillo. » Curiosamente, y sabiendo bien lo que hacían, ciertos campesinos de repleta bolsa esperaban pacientemente disponiendo las mandíbulas.

Pero los que sabían se guardaban bien de advertir á los demás, lo que permitió á Juan sobrevivir á su fortuna y sostener mucho tiempo su lujo en la provincia. Pero tenía que llegar un día en que todo faltase, y entonces...

Ciertamente, la condesa Antonieta tenía bienes personales y un dote que estaba todavía intacto; pero todo eso hubiera sido un puñado de tierra para llenar una fosa, y, además, į consentiría la Condesa? Y su marido ante todo, tendría valor para confesarlo todo y pedirle socorro ?

Lo había pensado algunas veces y siempre había rechazado esa solución—la única práctica, sin embargo, con cólera y repugnancia. ¡ Jamás! ¡ Jamás!

Preveía la escena y las humillaciones... ¡No!

Pero cuando se encontraba á su lado, en su atmósfera de silencio y de éter y en su eterna penumbra, pensaba tristemente que allí estaba acaso, la salvación... allí delante de él, en aquella mujer que llevaba su nombre y que le había amado... Y bien, no; la esperanza más lejana y más loca era más próxima y más razonable que aquella.

A todo esto, á pesar de su decadencia consumada, Valroy se negaba todavía á aceptar á Carmesy. Había conocido en París muchos de esos nobles desbancados, sin oficio y llenos de industria; y le parecía demasiado encontrarlos en su provincia y en su casa.

A Jacobo le contrarió esa actitud, y más aún porque el Conde, ya fuese en un momento de descanso, ya por desanimación, no se movía en aquella época del castillo.

Llegábanle, sin embargo, cartas que le hacían palidecer, y entonces se iba solo por los bosques, hablando en voz alta y haciendo gestos.

En una de estas escapatorias, se encontró á su hijo con miss Bella, y, á pesar de sus prevenciones, la gracia y la armonía de aquella pareja le conmovió y no pudo menos de sonreir, él, que sonreía tan penosamente.

Los muchachos venían á su encuentro, preocupados los dos por el efecto que iban á producir; ella, la niña seductora, sin admitir la posibilidad de una acogida que no fuese entusiasta; y él, el joven acostumbrado á disponer á su alrededor la lluvia y el buen tiempo y á imponer la ley, temiendo en aquel encuentro al único personaje cuya voluntad pudiera todavía vencer á la suya.

Jacobo hizo la presentación sin aparente embarazo, pero un poco pálido. El Conde saludó gravemente y hasta con tristeza á aquella heroína de trece años que le miraba con ojos maliciosos, pues al clavar la mirada en la suya, entrevió abismos y previó claramente las nuevas ruinas que aquella descendiente de las ruinas antiguas iba á sembrar en la comarca.

Tuvo el instinto profético de que era aquella adorable y fantástica niña la que, con sus manos de mujer apenas formadas, acabaría el desastre de Valroy y amenazaría Reteuil para llevárselo después.

Dominado por estos pensamientos y prescindiendo de insignificantes historias, Juan se mostró benévolo con la hija de los rojos; y ella redobló sus lindas monadas, prodigó sus efluvios y envolvió en su encanto á aquel hombre casi joven todavía, gran aficionado á mujeres y que, poco a poco, sin darse cuenta de ello, sufrió su seducción.

Una vez más la encantadora había ganado su causa. Juan como Jacobo, el padre como el hijo, la admiraban ya y la escuchaban con la misma expresión y la misma atención embelesada, mientras ella, que lo veía muy bien, caminaba ligeramente entre los dos.

Se hubiera dicho que se los llevaba cautivos.

Fué aquél uno de sus más hermosos éxitos; la conquista de un señor de París, de un hombre de círculo, de un sportman, amigo de los actores, amante de las actrices y que representaba para ella el colmo de la dificultad en la empresa, pero también un ideal de gloria si triunfaba. Bella se acordó siempre de aquel día.

Por la noche, cuando estuvieron solos, Jacobo dijo al Conde: —Celebro mucho, papá, que hayas prescindido de tus prejuicios respecto de los Carmesy, que son...

Valroy, ofendido por el tono de la frase, le interrumpió:

—¿Quién te ha dicho que he prescindido?

El joven se encabritó.

—La acogida que has hecho á miss Arabela no ha sido de un enemigo... me parece; parecía que la encontrabas á tu gusto...

El Conde se enfadó por completo. Acaso se reprochaba secretamente de haberse dejado coger, en efecto, por las monadas de aquella diminuta encantadora... Tenía él, pues, todavía tales extravíos de juventud?... Un niño, su hijo, los había notado... ¡ Un niño!... Sí, eran dos niños, esta palabra cantaba en su cerebro, y el Conde se sirvió de ella para replicar con desdén: —Yo no soy enemigo de una criatura y he podido encontrar graciosa á esa niña, sin que esto me comprometa á nada. Tampoco es ella responsable de las fechorías de su padre.

Jacobo se estremeció... «¡ Criatura... niña!» términos injuriosos según él... Y, disipado su sueño de aproximación de las dos familias, le dominó la cólera y se atrevió á decir, olvidando quién estaba delante de él: —Papá, por última vez, te ruego que hables de Arabela y de los suyos con el respeto que merecen, pues, de otro modo, tendré el dolor de evitar tu presencia.

Elige.

Juan se esforzó por sonreir.

— De modo que es la paz ó la guerra lo que me traes en los pliegues de tu manto?

—Justamente.

—Pues bien, escucha eres mi hijo; te he querido de niño, te he velado estando enfermo, te he cuidado y rodeado de cariño y no he vivido más que para ti, porque eras el único ser que me atraía en esta casa; empiezas á crecer y tratas de morderme... ¡ Cállate y sigue escuchando! El haber adorado á un niño no es una razón para que se adore también al hombre que debe salir de él. Me hablas de un modo odioso y yo debiera coger un látigo y responderte con ese argumento, para probarte que, á falta de otros derechos, tengo el de la fuerza... Pero no; acabo de echar de ver, en mi poca cólera, que tus ultrajes no hacen efecto...

Prefiero esto... Ten cuidado... Eres todo orgullo y te crees muy fuerte en la vida, pero, te lo repito; ten cuidado... Puede que un día—muy próximo—te encuentres solo y desnudo en el camino... Veremos, entonces, si el señor de Carmesy—Ollencourt te abre su puerta. En cuanto á mí, un poco más desencantado de esta casa, en la que, decididamente, sólo el odio prospera, me vuelvo á París, á mis negocios, á mis hermosos negocios...

Se calló un momento, y añadió, dando un profundo suspiro: —Acabas de librarme de un gran peso... Tú no puedes comprender... Sí, de un gran peso... Después de mí, el fin del mundo....

Y, después de estas palabras sibilíticas, el Conde se alejó, dejando á Jacobo entregado á sus reflexiones.

El joven estaba más que asombrado, enteramente desconcertado.

—¡ Bah!—pensó ;—mañana lo habrá olvidado.

Al día siguiente, el Conde se marchó.

—Ya volverá—se dijo Jacobo, no queriendo cargarse con un remordimiento; y siguió su existencia sin cambiarla en nada.

La tal existencia era fácil; los estudios no le fatigaban. Salía de Valroy, donde los Carmesy no entraban todavía, para ir á Reteuil, donde empezaban á instalarse. Era una gran alegría para la castellana el ver llegar, uno tras otro ó todos juntos, á sus buenos amigos de la Villa Rústica.

El mismo marqués Godofredo se dejaba domar, sin prescindir por eso de hacer sentir, de vez en cuando, el precio de su condescendencia. Hacía poco había tomado la costumbre de pedir prestado un caballo en la cuadra de Reteuil, tres veces á la semana, para recorrer montado los alrededores, lo que le permitía ver el país.

Acaso sus expediciones, que sólo parecían guiadas por la aventura, tenían un fin más práctico y más interesado. Se le veía con frecuencia hacia la granja de los Grivoize, donde los dos hermanos y Piscop le mostraban ahora gran consideración.

Era aquel un buen cambio, pues un año antes, eran los primeros en calificarle de marqués del Pan Seco y conde de la Miseria. Pero todo varía, y, sin duda, aquellos tres compañeros, cuyas almas eran astutas, tenían sus razones para ello.

A veces se les veía pasear los cuatro delante de la granja ó sentarse en el interior ante una mesa con vasos y una botella de aguardiente, juego en el que Carmesy se sabe que no tenía rival.

La marquesa Adelaida, con gran descontento de las señoras de la vecindad, acompañaba casi todos los días á la señora de Reteuil en sus paseos en coche por el bosque.

Estaban en la más tierna intimidad, aunque había entre sus edades la diferencia de un cuarto de siglo ; pero esas barreras no existen para los espíritus elevados.

Adelaida, con su aspecto de franqueza, contaba de buen grado su vida y sus desgracias, por lo menos las que podían contarse, y su amiga se indignaba al oir el relato de aquellos infortunios tan poco merecidos ; acusaba á la suerte de injusticia y repetía con frecuencia:

Es para dudar de Dios!...

La madre de Arabela, entonces, con una de esas míradas envolventes y encantadoras que había transmitido con la vida á su querida hija, murmuraba con su voz singular acentuada de exotismo: —No, querida amiga... puesto que hemos encontrado á usted...

Y la querida amiga, conmovida hasta llorar, pensaba en los medios de sacar de su inicua miseria á unas personas tan distinguidas y tan delicadas.

Y debió de encontrarlos, pues es de notar que, en aquella época, la existencia se mejoró en casa de aquellos replantados en el suelo de sus antepasados.

Arabela no variaba; con Jacobo cosido á sus faldillas cortas, perseveraba, para divertirse, en su idilio romántico y todos los días ensayaba un nuevo papel; tan pronto loca sentimental como camarada casi masculino y tan atrevido como otro cualquiera; ya reina de leyenda gobernando á su antojo; ya domadora de circo, haciendo pasar, á imaginarios latigazos, por los aros de su fantasía, á su único partidario adicto hasta la muerte, como él decía.

Era imposible saber lo que pensaba aquella extraña muchacha, que acaso no pensaba nada más que en reir y en respirar; es posible que aquellos ojos inmensos, de mil expresiones, no contuvieran más que el vacío; acaso en aquella cabeza de santa ó de gitana, según los días, no hubiera alma alguna. Con ella, todas las suposiciones eran permitidas. Pero Bella seguía misteriosa.

Su vanidad, sin embargo, no se desarmaba y se hacía ver en todas las ocasiones. Berta fué la primera en sufrir sus temibles efectos, á pesar de que se hubiera ofrecido á ella con los puños atados, como esclava, por haberla elegido Jacobo.

EN LA PAZ.—8 Los días eran desdichados hacía mucho tiempo para la mujer de Regino, y mucho más por lo mismo que, en apariencia, no tenía derecho á quejarse.

Todo parecía prosperar en el pabellón del guarda.

Garnache seguía sus rondas metódicas por los bosques.

Berta, con Sofía, se ocupaba en la casa sin cansancio. José, que se había quedado algo delicado después de su enfermedad, la gran fecha de su existencia, no inspiraba cuidado alguno y era dulce é iba con regularidad á la escuela, aunque sin gran curiosidad.

En aquella familia reinaba un ancho bienestar, pues el conde de Valroy, en otro tiempo, había colmado de bienes á la nodriza de su hijo, por agradecimientonadie veía otras razones para tal generosidad—y Berta había sido además dotada, al casarse, por la de Reteuil y por la nueva Condesa.

La vida hubiera debido ser apacible para ella, pero era en realidad un perpetuo suplicio.

Hacía años que Jacobo se había apartado de ella, fastidiado por sus demostraciones demasiado ruidosas.

Cuando la veía, volvía la cabeza ó, cuando más, le hacía un ligero saludo con la mano. No le dejaba acercarse más que en el último extremo y, desde que tuvo diez años, se escapaba de sus caricias con aparente repugnancia.

Berta no le tocaba ya y le miraba de lejos, sobre todo desde que renunció á ser bella y se dejó llevar á los descuidos campesinos.

Tenía conciencia de que una paleta como ella, sin cuidados y hasta sin limpieza, invadida por la mugre en sus ropas y en su persona, no podía menos de repugnar al señor Vizconde, siempre exageradamente pulido y perfumado.

Se resignaba, puesto que el sacrificio había sido consentido de antemano, pero padecía horriblemente, aunque trataba de consolarse pensando que su fin estaba conseguido, que sucedía lo que ella había deseado y que todo aquello estaba previsto.

Pero lo conseguía mal. Las previsiones, por fúnebres que sean, resultan insignificantes en presencia de las realidades. Prever que se sufrirá no es sufrir, y así lo veía Berta. Pero tenía que disimular, puesto que no podía ser comprendida, y lo lograba á veces, para caer en seguida en sus tristes anonadamientos.

Entonces se estableció la leyenda de que estaba enferma, como su antigua señora Antonieta, de una de esas dolencias nuevas inventadas por los ociosos de las ciudades y perdidas, por azar, hasta el fondo de los campos. Un médico pronunció una palabra rara: neurastenia. ¿Por qué? ¿Qué era eso?... El médico movió la cabeza con aire de importancia. Nada de causa; nada de definición; un estado general morboso porque no era de otro modo. Con esto se podía ya saber á qué atenerse...

Los campesinos, fácilmente crédulos, se conformaron con esta explicación que no lo era. Berta tenía malos los nervios, y la compadecían aunque burlándose un poco. Esto era lo que se ganaba viviendo al lado de los ricos.

¡Bah! Todo lo que decían de ella le era indiferente.

Su único cuidado era no faltar al paso del Vizconde ; llenarse los ojos furtivamente con su vista y llevársela con ella para soñar por la noche.

Le espiaba oculta en las malezas sin dejar ver jamás su presencia, y le seguía por los bosques con precauciones de indio siguiendo una pista. Sabía que le desagradaba verla y quería evitarle esa contrariedad.

Pero cada día era mayor en ella aquel amor desmesurado por el hijo perdido, que era noble, rico y dichoso por la sola voluntad de su madre, pero que no le pertenecía ya y para el cual no era nada.

Cuando volvía á su casa y encontraba á José, se esforzaba por sonreirle, pero había llegado á temerle como á un remordimiento vivo.

El era el que hubiera debido ser legítimamente Vizconde, afortunado y lleno de orgullo y de alegría... y no era más que su hijo y el de Garnache. Y aquel niño, á quien había robado, desheredado y apartado de su sangre y de su raza, la quería, mientras que el otro...

La quería á pesar de su dureza y de su indiferencia, y todo se lo perdonaba creyéndola desgraciada por falta de salud.

Tampoco José se aproximaba á ella, pero al revés que el otro, era por temor de ser rechazado; la quería de lejos, él también, como ella al otro...

Algunas veces le daba lástima José é intentaba ser tierna, ser madre con él... Pero, al verle de cerca, al oir su voz, se estremecía de repente y retrocedía con el espanto de un aprendiz de verdugo ante su primera víctima.

Y José, que no comprendía y se había acostumbrado con el tiempo, se refugiaba entre las piernas de su padre ó las faldas de Sofía.

Cuando creció, aumentó su compasión por aquella desequilibrada en la que veía á su madre. Por ella aprendió la dulzura, pues, para hablarla, atenuaba su voz, más bien dura, y dulcificaba su ademán, más bien breve. Berta no se lo agradeció, ni lo notó siquiera, pues no le veía más que á través de un velo de contrición.

Doble dolor el uno siempre lejos y el otro demasiado cerca.

Hacía mucho tiempo que había cesado todo trato entre José y Jacobo. Se decía en el país que éste no se parecía á su padre, el conde Juan, el cual no había sido nunca orgulloso ni duro con nadie.

El Vizconde sí lo era. José, de niño, no había recibido de él más que malos procederes y le evitó resueltamente. Jacobo tampoco le buscaba, y de este modo llegaron á ser totalmente extraños el uno al otro.

Apenas si, en el tumulto de los niños al salir de la escuela, el señor Vizconde, que pasaba por casualidad á caballo ó en coche, distinguía una cara que le parecía conocida. Jacobo no profundizaba el conocimiento y, de un latigazo, se iba lejos, pues no tenía nada común con aquella gentuza, con aquella simiente de labradores.

Por una irrisión mental, enteramente extraordinaria, Berta tenía rencor á José porque no admiraba y no quería á Jacobo. Era un sentimiento loco, pero exacto.

Su depravación rayaba en la demencia.

En una mañana de julio, el cielo estaba salpicado de nubecillas de color de rosa, la Naturaleza parecía de buen humor y el viento era alegre. Jacobo y Bella atravesaban uno tras otro, el estrecho surco que dividía un campo de trigo alto y dorado.

Los jóvenes se perdían allí como en un mar y sólo veían á su alrededor una inmensa ondulación de espigas, en el extremo de la cual se distinguía en lontananza el campanario de una iglesia.

El Vizconde y la hija de Carmesy, contagiados por el alegre ambiente, andaban ligeramente y dichosos de vivir.

Hacía algún tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo, que habían crecido simultáneamente. Los dieciséis años del joven representaban bien dieciocho, y los catorce de la muchacha parecían dieciséis. Se habían formado; ella había tomado anchura de cuerpo y él de hombros.

No eran ya niños, y con la mejor voluntad del mundo no era posible descuidarlos; se habían vuelto «personas», como decía la misma miss Bella, la cual, por fin, ilevaba falda larga.

¿Habían las almas imitado á los cuerpos en aquella metamorfosis? Puede ser, pero en esa mañana no lo parecía; pues, en aquel campo de oro, los dos se divertían en coger amapolas entre los trigos, como dos muchachos despreocupados...

Iban lentamente, sin cuidarse de la hora, como quien no tiene más regla que su capricho. La masa de los trigos los aisló, y los dos sintieron á la vez una cortedad repentina... Ambos suspiraron, un poco encarnados y sin decir nada, mientras una vaga sonrisa les descubría los dientes.

Desde que era más alta, Bella se había hecho menos atrevida y menos hombruna, y tenía algunas veces ciertas veleidades de azoramiento. Y así le ocurrió en aquel instante.

Jacobo, también turbado, sin saber por qué, le tendió las manos en un ademán implorador, y la muchacha puso en ellas las suyas, pues, esta vez, era aquella muchacha enigmática la que estaba sugestionada.

Así permanecieron sin hablar, en una postura simbólica, y su acto irreflexivo tomó de la esplendidez de la decoración, de la grandeza de los horizontes y de la joven belleza de los personajes, gravedades y solemnidades de esponsales bíblicos...

De repente, se oyó detrás de ellos una respiración entrecortada y unos pesados pasos en los haces, y como un paquidermo que surge de los cañaverales, apareció Berta, triste, sudorosa, repugnante, sin verlos todavía.

Cuando echó de ver á aquellos dos amigos extraordinarios estorbados en su éxtasis y que la estaban ya maldiciendo con terrible fruncimiento de cejas, la vieja—sí, vieja ya á los treinta y cinco años,—se quedó encantada y de su cara se escapó un reflejo de entusiasmo y de pasión ardiente.

Berta juntó las manos maravillada.

Estaba á dos pasos de la pareja, y los contemplaba radiante, enternecida, grotesca, sobre todo, y decididamente horrible.

—¿Qué hay, Berta?—dijo Jacobo muy seco.

La mujer rompió á llorar acentuando su actitud de adoración.

Jacobo Jacobo! qué guapo eres... estás hecho un hombre... Hace tanto tiempo que no te he visto..de cerca, al menos, así, delante de mí... Sí, eres hermoso como el arcángel de los vidrios de la iglesia...

Hermoso... hermoso... como... no sé de nada que lo sea tanto como tú... ¡ Y la señorita! Tan bella, con esos ojos tan grandes... Estáis bien juntos... Sois la gloria de Dios.

La infeliz deliraba, loca de amor y de alegría. Pero su discurso disgustaba á Arabela, y Jacobo, que lo notó, le puso término.

—Sí, sí, nodriza, está convenido, somos dos maravillas; pero, sigue tu camino, y buen viaje... ¡Basta por hoy!

Berta bajó la cabeza y obedeció. No quería molestar á aquellos muchachos, que querían estar solos y tenían razón para despedirla.

Se alejaba, pues, pesada y palurda, volviendo la cabeza para verlos aún, cuando Bella dijo secamente al Vizconde: —Djeck, no me gusta ver que esa mujer le tutee á usted... ¿Cómo es que usted lo permite? Es incorrecto y vulgar... Una campesina, y tan sucia!... ¡Ah! no, evite usted esto...

Bella manifestaba una grande repugnancia, arrugaba la nariz y alargaba los labios. Jacobo se ruborizó como si recibiera un bofetón...

—Tiene usted razón, Bella.

Y llamó: — Berta!...

Estaba la nodriza á treinta pasos y se paró en seguida al oir aquella voz que la hubiera hecho arrojarse al fuego. El Vizconde dió unos pasos y dijo secamente: —Berta, me harás el favor de no tutearme... Soy ya grande, y eso me fastidia.

La mujer no comprendió al principio el sentido de aquellas palabras. Cuando se dió cuenta de él, bajó la cabeza y de sus ojos se desprendieron dos lágrimas; pero dominó su pena y balbució: —Bien, como tú... como usted... como el señor quiera.

Le hablaba como una criada. ¿Qué otra cosa era para él? Jacobo acogió sus palabras con un signo de satisfacción, y la misma Bella pareció apaciguada...

Berta Garnache se fué por los trigos, con la cabeza más baja y el cuerpo más doblado que hacía un momento... Y aquel esqueleto era sacudido á cada paso por un sollozo: —¡ Jacobo !