En la paz de los campos/Primera parte/I

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EN LA PAZ DE LOS CAMPOS


«La idea es más real que el hecho.»
AMIEL.

I

El día en que el conde Juan de Valroy se casó con Antonieta de Reteuil, su guarda de monte, Regino Garnache, se casaba también con Berta Minou.

Ambas bodas se celebraron juntas, aunque á cierta distancia, como conviene entre amos y criados.

Pero, por la noche, Berta y Regino fueron admitidos á un extremo de la mesa del castillo, pues era Berta hermana de leche y doncella de Antonieta, y Regino el último descendiente de una raza fiel y que había padecido por sus amos. Juan de Valroy, por otra parte, tenía el corazón en la mano, no tenía pizca de orgullo y prefería ser amado á ser temido.

A eso de las doce de la noche, el conde Juan dió un golpecito en el hombro á Regino:

—Ahora, amigo, es preciso que dentro de nueve meses tengamos cada uno un heredero. Berta será la nodriza de los dos, como está convenido; es bastante robusta para ello.

Regino aprobó con una risa ruidosa.

Reteuil y Valroy, encaramados el uno y el otro en una altura, pero separados por el valle, los bosques y un mar de árboles, eran dos castillos sin leyenda, edificados en la misma época y con el mismo estilo en el siglo XVIII, principio de Luis XV, por la fantasía de un propietario á quien gustaba, sin duda, ver apuntar la aurora, sin desdeñar las puestas de sol en el confín del horizonte; un Valroy que era hombre de negocios y de agio, amigo de Law y bastante hábil para separarse de él á tiempo, quedándose enormemente rico. Era el grande hombre de la familia.

A vuelo de pájaro estaban los dos castillos bastante próximos para que fuera fácil llamarse y responderse con los sonidos de la trompa, melancólicos en los grandes crepúsculos. Pero para ir del uno al otro había que recorrer un buen trozo de camino. Era preciso atravesar la selva y el río, pasar de un departamento á otro, del Oise al Aisne, y pasar á mitad de camino por Caille, florido caserío; todo lo cual exigía una hora de viaje.

Alrededor de Valroy había quince ó veinte chozas diseminadas, ocupadas la mayor parte por domésticos y obreros del castillo, jardineros, cocheros y palafreneros, y otras albergaban á vagos proveedores: el panadero, el carnicero y el tendero de comestibles, que tenía también taberna; pero sólo el pabellón del guarda, en la linde del bosque, tenía alguna apariencia.

Los Garnache vivían allí de padres á hijos, no sabían ellos mismos desde cuántas generaciones; y esta herencia de la función hacía el elogio de aquella gente. También de padres á hijos, se habían continuado parecidos física y moralmente. Plácidamente resueltos, teniendo todo el bosque á la vista y sin ver nada fuera del dominio, aquellos mocetones de anchos hombros paseaban todo el día, y á veces por la noche, su activa vigilancia por las espesuras y las malezas; y si algún cazador furtivo hubiera resucitado después de siglo y medio y hubiera tenido la mala suerte de caer en poder del guarda actual, no hubiera dejado de exclamar con gran sorpresa y no menos terror: — Calla!... ¡ Garnache sigue ahí!

El Garnache de aquel rincón de tierra era un personaje eterno. Así, pues, sus relaciones con los habitantes eran pacíficas, pero los forasteros que caían en falta no obtenían gracia.

Los Garnache eran inflexibles, intrépidos, leales y sin mala intención. Encima de la gran chimenea de su sala había tres reliquias: un mosquete, un fusil de chispa y otro de pistón, armas temibles en otro tiempo, que se habían paseado al hombro de los viejos en épocas sucesivas; y alguna encina torcida y resquebrajada de la espesura hubiera podido reconocerlas por haberlas visto relucir al sol de nuevas en los días remotos en que ella salía de la tierra. Era toda la historía de aquella raza pegada al suelo, que no cultivaba; de aquellos desinteresados guardianes del bien ajeno, del que eran más celosos que de su propia piel, arriesgada en mil encuentros.

Entre el último Valroy y el último Garnache, entre Juan y Regino, existía, además, un sentimiento más estrecho. Aquellos dos hombres criados juntos, en el mismo aire libre, de la misma edad é hijos de la misma tierra, se estimaban y se querían cada uno en su puesto y á su modo.

Por otra parte, se parecían. Silbaban á los perros de la misma manera y algunas veces los animales se engañaban. Tenían bigotes largos y bermejos casi iguales, y ojos azules muy parecidos, tranquilos y de una fijeza acariciadora. Y, como eran de igual estatura, los campesinos los tomaban de lejos el uno por el otro.

El conde Juan se reía.

—Si alguna vez vuelve el Terror, subirás al cadalso en mi lugar, Regino.

—Con gusto, señor Conde—respondía invariablemente el guarda, y los más listos no verán el cambio.

Entre Antonieta y Berta, las afinidades eran menores y los sentimientos más complicados. Ciertamente, Antonieta era linda con su delicadeza casi enfermiza, su tez rubia pálida y su gracia atávica; pero Berta era hermosa, morena, esbelta y fuerte, con unos ojos negros voluntariosos en ciertas ocasiones y fugitivos en otras. Había vivido siempre en Reteuil, como criadita privilegiada, muy poco sirvienta, muy querida por todos, muy libre y muy familiar.

Acompañaba con frecuencia á su señorita en sus visitas á los castillos próximos, donde era acogida sin desdén á causa de su linda cara y de su alegre juventud que parecía tan franca. Aquella existencia en una sociedad que no era la suya habíale hecho bastante daño, pues, sin ser real y conscientemente envidiosa, había pensado á veces mirando á Antonieta: Valgo, por lo menos, tanto como ella, ¿por qué ella lo tiene todo y yo nada?» Pero después se arrepentía y se dejaba llevar á locuras de ternura y de adhesión. Y en todas partes se decía: ¡Qué buena muchacha!

Su matrimonio separó á las dos jóvenes por primera vez en su vida y de una manera absoluta. Las dos salieron de Reteuil; la una para ir á Valroy y la otra para ir al pabellón del guarda de monte. Ni la una ni la otra manifestaron, en verdad, una alegría exuberante en su nueva condición. Berta permaneció grave y Antonieta melancólica.

En aquellas dos almas había un secreto, únicamente personal en la sirvienta y familiar en la noble dama.

Y si alguien hubiera sabido la única razón que tuvo Berta para casarse con Regino, se hubiera explicado la tristeza de su corazón; le había aceptado por desesperación, porque se parecía á Juan de Valroy. Así era.

Hacía años, casi desde la infancia, en el silencio, en el misterio, había consagrado al joven Conde una admiración fanática, que pronto se cambiaba fatalmente en ternura, y esta ternura, oculta, comprimida y exasperada por la misma violencia, se convirtió en pasión en cuanto Berta fué mujer.

Tenía un recuerdo que le quemaba la boca. Un día, cuando ella tenía quince años y el conde Juan apenas veinte, éste la encontró en un corredor obscuro del castillo de Reteuil, y, bruscamente, la cogió por el talle y la besó. Juego de señor y vasalla, sin duda, y nada más. ¿Quién sabe?

Juan se echó á correr riéndose; pero ella se quedó pálida, confusa, furiosa y encantada.

Después la trató siempre con ruda amabilidad; pero ligeramente, sin pasar adelante. Por otra parte, en aquella época se hizo Juan novio oficial de la señorita Antonieta y había pasado la hora de bromear con las muchachas en los pasillos.

Pero Berta no había olvidado. Aquel beso en la sombra era el punto luminoso de su vida. Acaso lamentaba que aquella comunión hubiera sido incompleta, dejándola á la vez animada descontentay Cuando el conde Juan hizo la corte á su señorita, Berta los detestó en seguida á los dos, y á ese odio equívoco fué adonde vinieron á parar una amistad y un amor de la infancia.

A pesar de todo, poco lógica y contradictoria como todas las mujeres, Berta escogió á Garnache á causa de su alta estatura, de sus ojos azules y de sus bigotes bermejos, que recordaban la estatura, los ojos y el bigote del héroe de sus sueños; pero su consentimiento no fué más que condescendencia; se concedió, se dió como una gracia, y pensó de seguro que hacía un casamiento desigual.

La preocupación que la noble Antonieta llevaba en el corazón tenía un origen más personal y causas más trágicas. Hacía dos generaciones que los Reteuil varones acababan mal; el abuelo y el padre de Antonieta, por causas diversas, se habían suicidado á los cuarenta años.

El primero resueltamente, como soldado que era.

Complicado en una conspiración bonapartista, hacia, bajo el terror blanco, el coronel de reemplazo se saltó la tapa de los sesos delante de los gendarmes que iban á prenderle. En la familia se supuso, por varias razones, y la cosa no dejaba de ser verosímil, que los gendarmes le habían matado porque se defendía. Pero era falso.

El segundo, treinta y cinco años después, bajo el segundo Imperio. Aunque el recuerdo de su padre, asesinado por los Borbones, le había valido el favor del sobrino de su tío, y era rico, considerado y no tenía nada que desear, á causa de esto mismo se le ocurrió una mañana que la vida era estúpida é insoportable, cayó en la melancolía y, en un acceso de locura, según se dijo, se tiró por la ventana más alta de su castillo.

Se mató en el acto y dejó una mujer de alma ligera, que se consoló muy pronto, y una hija, Antonieta, que sólo tenía tres años y, como apenas le conocía, no tardó en olvidarle.

Más adelante se volvió á acordar de él, cuando hubiera hecho mejor en permanecer extraña á aquel pasado doloroso.

Hacia los dieciséis años resolvió tontamente estudiar la histora de sus ascendientes, que se le tenía oculta, y pronto descubrió aquella lúgubre repetición de suicidios de sus parientes más próximos.

Como era Antonieta, por su naturaleza, nerviosa, preocupada y mal sentada en la existencia, resultó aterrada. La sangre vertida por dos veces en las losas de Reteuil era la que corría por sus venas; le pareció que pesaba sobre su raza un destino ineluctable y que, si ella escapaba á él por ser mujer, los hijos que nacieran de ella estarían fatalmente condenados. Juró entonces permanecer soltera; pero, desconfiando de su madre, que seguía haciendo alegre vida, ocultó sus pensamientos y sus decisiones y guardó el secreto de su espanto.

Pero era tal secreto muy pesado para tan débil criatura y su salud se alteró... Es el crecimiento,» se dijo. Es que se hace mujer,» afirmaron otros.

Se hacía mujer, sí, pero una mujer triste: Crecía, es posible, pero era en desolación y en amargura.

Berta, que crecía en plena salud, la despreciaba y se indignaba, al verla tan pálida, de que aquella joven colmada de bienes no pareciese ser feliz. Antonieta no juzgó conveniente hacerle confidencias que ella, por otra parte, no hubiera comprendido.

Ahora bien, Berta pensaba: «No es una lástima tener semejante cara cuando se es noble y rico y no hay más que querer para ser obedecido ?...» No sabía Berta que si hay, por casualidad, algún mortal exento de preocupaciones, su primer cuidado es creárselas ficticias para suplir á las verdaderas, sin lo cual el tiempo resultaría vacío.

Pero cuando, para colmo de dicha para la una, y de despecho para la otra, á Juan de Valroy se le ocurrió hacer el amor á la heredera de Reteuil, Berta se quedó escandalizada hasta la cólera al ver que no se iluminaba la cara de aquella feliz elegida. Lejos de eso, Antonieta se puso más triste todavía.

Aquella era la prueba esperada y temida. Había que rehusar. Pero el solicitante no era de desdeñar y tenía todas las ventajas deseadas en la tierra; ¿qué motivo dar á la negativa?

Antonieta ganó tiempo, alegó su excesiva juventud y no dijo que sí ni que no; pero su madre aceptó por ella, y Juan tuvo entrada diaria en el castillo.

Por otra parte, los dos se habían conocido siempre, aunque sin intimidad, pero sus relaciones, aun siendo ceremoniosas, no habían dejado de ser frecuentes. No había, pues, que estudiar el personaje, que era conocido antes de entrar en su nuevo papel.

Juan se prestó á todos los aplazamientos y á todos los retrasos de aquella fantasía adorada, que le parecieron escrúpulos de un alma delicada, terrores naturales ante lo desconocido y pudores obligatorios en toda joven castamente educada. No podía adivinar qué horribles y tenebrosos problemas ocultaba Antonieta bajo su estrecha frente y entre aquellas dos cejas ligeramente arqueadas.

Siguió haciéndole la corte, sin dudar del éxito, y se mostró tal cual era, alegre, despreocupado, tierno en ciertos momentos y espiritual en otros; siempre correcto y elegante; inteligencia, acaso, un poco superficial; actitud un poco rebuscada; pero ¿quién es perfecto?

A pesar de todo, pasaron meses y hasta un año sin que Juan obtuviese un sí definitivo para la unión que deseaba; y entonces, á su vez, se ensombreció y no ocultó su mal humor; se marchó, volvió á aparecer, tocó á todas las puertas, quiso saber...

Y la pobre Antonieta, ya sin resistencia y cansada de luchar contra su corazón, pues creía amar á aquel robusto buen mozo, se vió reducida una tarde á confesarle la verdad.

Juan la escuchó gravemente, porque ella hablaba llorando. Delante de ellos se levantaba la lívida luna sobre las profundas arboledas. Y Antonieta habló de sus miedos de atavismo, de un porvenir idéntico al pasado y de hijos malditos antes de nacer. En su confesión, se oprimía instintivamente las caderas con las blancas y frágiles manos, como si sintiera ya agitarse y germinar una raza de maníacos desesperados. Su voz vacilante se ahogó en un sollozo: —Lo he dicho todo; tenga usted piedad de mí.

Juan bajó la cabeza y reflexionó. El silencio era pesado para ellos, sobre todo para Antonieta, que no tenía ya fuerza ni voluntad.

Juan, lentamente, la tranquilizó.

—Sí, he oído hablar de esas historias... Se me ha prevenido varias veces... y no hace aún mucho tiempo...

—Lo ve usted?...

—Pero no he hecho caso alguno de esos avisos caritativos... Quiero á usted demasiado... Pero, ante todo, su abuelo de usted... Hay dos versiones: suicidio ó asesinato. Usted elige la primera y yo me atengo á la segunda.

—La segunda es falsa.

—No está probado... Su padre de usted era un enfermo; todo el mundo tiene un enfermo en su familia.

En fin, hay otra cosa. Nuestros hijos—palabras dulces de pronunciar—serán Valroy y no Reteuil; y puesto que el atavismo, según usted, sólo afecta á los varones, no hay razón para que le continúe una mujer.

Estando usted indemne, ¿cómo quiere prolongar y propagar el mal?... No veo el peligro.

—En conciencia?

—En conciencia. La prueba es que, por centésima vez, le doy á usted la mano... Deme usted la suya; pero, esta vez, es para toda la vida.

Antonieta se la dió.

Al día siguiente se apoderaron de ella otra vez todas sus aprensiones y le pesaba haberse comprometido; pero era tarde para desdecirse y, por otra parte, no se atrevía. No era enérgica más que para sufrir, pero retrocedía ante un acto.

Transcurrieron aún los días mientras se preparaba la boda. Y, mientras tanto, Berta, en un momento de mal humor, «se concedió» á Garnache, deslumbrado por el honor y loco de alegría.

Cuando llegó el gran día, las dos recién casadas aparecieron ante todos los que veían claro, la una pasiva y la otra resignada.

Los maridos fueron los últimos en echarlo de ver.

El conde Juan tenía demasiado buena opinión de sí mismo para no creer á la que llegaba á ser su mujer como una criatura superlativamente dichosa; creía haber destruido sus quiméricos terrores y creía que su felicidad debía de ser completa.

Regino era tan esbelto de cuerpo como amazacotado de alma y entendía más de jabalíes que de mujeres.

Puesto que Berta le aceptaba por marido era que le gustaba; y desde el momento en que tenía lo que le gustaba, debía de estar contenta y lo estaba seguramente... Y vamos andando!

Nueve meses después, con tres días de intervalo, nació un hijo en el castillo y otro en el pabellón del guarda. El primero por poco mata á su madre; el segundo vino fácilmente. Hubo gran fiesta en la aldea. Se tiraron petardos y se bebió vino en honor del joven vizconde Jacobo y, un poco también, en el del pequeño José Garnache. Los dos padres brindaron juntos con lágrimas en los ojos y, en aquel momento, perfectamente iguales.

Las madres, cada una por su lado y en su lecho de dolor, pensaban en cosas lejanas, la una hacia adelante y la otra hacia atrás.

Cuando Juan exclamó muy alegre: ¡Un hijo!» Antonieta, desolada, estuvo para responder: «¡Ay!» Sus temores se precisaban ya y se condensaban en aquel ser que lloraba en su cuna dorada.

La madre pasaba de un salto por encima de los años y le veía joven extraño, equívoco, preocupado por lo desconocido, visionario. Después, ya hombre, le veía huraño, huyendo de la gente, dominado por ideas de muerte; monómano del suicidio, le preparaba con gran anticipación, sin tratar de librarse, sabiendo que está condenado y poseído; sintiéndose presa de una voluntad soberana y de un implacable destino; yendo á la muerte como al deber, como empujado.

Y ese impulso era ella la que se le había transmitido; aquella loca carrera hacia la nada formaba parte de las obligaciones de su herencia, y el acto que lo terminaría todo (el acto de los abuelos) le habría sido inspirado en sus entrañas como un movimiento instintivo.

Aquella mujer, enferma de cuerpo y de espíritu, lamentó ser mujer y se arrepintió de ser madre. Fué preciso que el padre, radiante y sin una sombra, le llevase el niño, porque ella no le pedía.

Después se apoderó de ella la fiebre y Antonieta deliró tristes incoherencias.

El conde Juan sintió aquella indiferencia casi repulsiva, pero se ofendió más todavía. Aquellos nueve meses de matrimonio habían sido ya bastante melancólicos y sin las fervorosas intimidades que él esperaba de aquella esposa distraída, poco atenta y menos tierna.

Juan llegó á desencantarse y casi á desinteresarse de ella.

Pero la paternidad despertaba en él profundas emociones, y aquella mujer, aquella madre, se negaba á compartir su entusiasmo al ver su raza renovada y permanecía tan fría ante el niño como ante su esposo.

Aquél fué el punto de partida de todos los dramas que siguieron. Con otra mujer, con una mujer vehemente y enamorada que hubiera dividido su ternura, entre el padre y el hijo, Juan hubiera sido, sin duda, el hombre fácilmente satisfecho que él era por naturaleza y se hubiera complacido con la vida, puesto que era buena.

Chasqueado en sus esperanzas, se apartó primero mentalmente.

Berta Garnache, en su cama de parida, cultivaba ideas más precisas, pero igualmente violentas. Había tenido tiempo de reflexionar y tenía la cabeza llena de las antiguas historias.

Pensaba que la vida estaba mal arreglada; que en vez de un Juan nervioso ante una Antonieta indiferente ó timorata, y de una Berta bostezando desesperadamente ante un Regino indeciso y palurdo, hubiera sido mejor, dejando á un lado á los otros, una Berta y un Juan de la misma raza y de la misma condición unidos ardientemente por el goce del amor.

Desde que sabía por los rumores de antecámara que los nobles habitantes del castillo de Valroy vivían sin armonía, había vuelto á ceder á su antigua ternura por Juan y la quemadura del beso salía de nuevo á sus labios.

Pero, por el contrario y por un efecto lógico, detestaba un poco más á su antigua señorita, la doliente Antonieta, la dama de pálidos colores que no tenía más que nervios en vez de sangre debajo de la piel.

¡Ah! ¡Qué hermosa pareja hubiera hecho con Juan, ella, la hermosa muchacha de anchos hombros, atrevido seno y talle fino y esbelto sobre caderas vigorosas! Juntos, no hubieran tenido miedo á la vida y la hubieran mirado de frente, ella, la morena de labios rojos, y él, el rubio de ojos de acero templado por el Bol. ¡Ay! Todo aquello era quimérico é imposible. Y Berta concluía pensando que sólo una aristocracia debía ser reconocida ; la belleza en la mujer y la fuerza inteligente en el hombre.

Después de todo, no razonaba tan mal para ser una hija de campesinos, una antigua criada, aunque educada en el castillo en condiciones particulares, de lo que estaba agradecida á su modo.

En esto también tenía, acaso, razón. Su caso no era único ni excepcional, sino muy común. Para hacer compañía á un niño rico se coge uno pobre, hijo de criados ó de lo que en otro tiempo se llamaba un vasallo, y se ayuntan esas dos existencias; pero el uno es el caballo y el otro el cochero.

Todos los derechos de un lado y todos los deberes del otro. Aquí, todos los caprichos; allí, todas las sumisiones. Si el niño pobre está triste y echa de menos el bosque y el horizonte, sus padres le reprochan aquella tristeza como una ingratitud. Lo que se hace por él es por caridad, por su bien, por su interés.

Ese niño recogerá todas las migajas que caigan de la mesa en que se sienta su dueño; migajas de pan ó migajas de saber; con las cuales alimentará con abundancia su cuerpo lo mismo que su alma.

¡Qué error! Aquel niño pobre aprende la bajeza; la ciencia, la falsa ciencia que sorprende al vuelo y á retazos, sin hilación y sin criterio, no servirá más que para depravar su pobre inteligencia. Pervertido de este modo, si es débil, se someterá, al menos en apariencia, y pedirá su fortuna á la hipocresía, á la mentira y al fraude; si es fuerte, el mejor día aullará su odio y se erguirá, ingrato, sublevado y libre, con gran estupefacción de sus bienhechores, aterrados ante semejante monstruo.

Si es una muchacha, será peor todavía, porque en una sociedad que no es la suya, poniéndose vestidos de desecho é imitando peinados, habrá aprendido todas las coqueterías y todos los gestos habituales de las mujeres que han nacido ricas, y sufrirá más difícilmente las diferencias y las desigualdades, sobre todo si sabe que es guapa. Acaso, entonces, le ocurra la aventura del corredor. Envidiosa y celosa, no se escapará como el hombre, pues no sabría qué hacerse fuera de su servidumbre, después de haber crecido en la pereza y sin tener por tarea más que perfumar el cabello de la señorita ó recoser sus encajes...

Habrá también leído las novelas de la señora...

Berta las había leído.

Y la señora de Reteuil daba prueba de un gusto muy singular en su literatura preferida, pues se complacía con pasión en leer esos folletines tenebrosos en los que no hay más que muertes, asesinatos, robos, raptos, violaciones, duelos y sustituciones de niños; siempre lágrimas y sangre, truenos y alaridos. La joven Berta instruyó su alma en esa escuela; pero no fué de allí de donde sacó la parte de buen sentido que poseía.

En una mañana de mayo, el señor vizconde Jacobo de Valroy fué llevado con gran pompa á casa del guarda y confiado á la nodriza por el Conde mismo, que prodigó los consejos y las recomendaciones.

Berta escuchó á Juan con la cabeza baja y evitando el mirarle de frente. Por fin, se decidió á decirle que podía estar. tranquilo y que el niño estaría tan bien cuidado, ó mejor, que el suyo propio.

—No lo dudo—respondió el Conde muy grave, aceptando aquellas vagas palabras como un compromiso solemne.

Regino apoyó á su mujer y se deshizo en protestas, que en él eran sinceras.

Cuando fué entregado á Berta, el vizconde Jacobo llevaba al cuello y en los brazos antiguos amuletos de los que, según dicen, preservan de todos los males conocidos... Berta miró á su hijo y pensó: —¿Qué será lo que te preserve á ti, pobrete?

Y reapareció un instante su antigua sonrisa sarcástica de los malos días.

Los dos rorros eran robustos y hechos para vivir.

Sin cuidarse de las castas, estaban tan relucientes el uno como el otro. Jacobo no tenía nada de su madre, lo que era una dicha para él. Pronto debía influir aquello considerablemente en su destino.

Berta se repuso rápidamente de su parto, pero Antonieta estuvo enfermiza, herida y extenuada largos días, semanas y meses. Cuando llegó el invierno, los médicos, alarmados por su delgadez, su postración y su palidez progresivas, le ordenaron el Mediodía de Francia, el sol y el aire del Mediterráneo.

¿Y el niño?... Se quedaría con su nodriza. ¿Qué había que temer con los Garnache?... La madre consintió sin discusión y el padre con un poco más de dificultad, pero, sin embargo, sin resistencia. Seguramente, quería á su hijo, pero era de esos espíritus ligeros que no prevén jamás el mal ni el peligro y que hacen de la indolencia la regla de su vida.

Los Condes, pues, se marcharon, con la fugitiva tristeza de las separaciones, pero sin temor, y seguros de lo que dejaban atrás. Jacobo estaba bien guardado.

Habían ofrecido á Berta que se quedase en el castillo, pero ella había rehusado por su hombre, según dijo. La casa del guarda fué arreglada para el uso del Vizconde y transformada en un invernadero, de todo lo cual se aprovechó el matrimonio, que era con lo que Berta contaba.

La mujer de Garnache, que siempre había sido interesada, se había vuelto avara. Quería aglomerar el bienestar para su hijo, á fin de que no fuese un día ni guarda de monte ni doméstico, sino un señor independiente que ejerciese un oficio honroso en la ciudad.

En una tarde de invierno, negra de bruma como todos los días de la vida, estaba Berta sola en su casa y los dos niños dormían en sus cunas.

Berta había estado mirando mucho tiempo, por los cristales, caer la nieve á lentos copos que parecían eternos. En la chimenea chisporroteaba la leña, y un perro, ya viejo, para seguir á su dueño, se calentaba resignado y soñando con antiguas cacerías; de vez en cuando suspiraba.

La buena mujer pensaba en su marido, siempre de ronda y en todos los tiempos, pues los cazadores furtivos y los merodeadores no tienen miedo á los sabañones... ¡Duro oficio el de Regino, y con poco provecho!

De repente, se aproximó á las dos cunas. En una de ellas, llena de filigranas de oro, cuajada de encajes y entre finas batistas bordadas, dormía á pierna suelta el señor Vizconde, con su cadena de oro al cuello, como el Toisón de Oro.

Pero no era esa cuna la que Berta contemplaba, sino la otra, muy sencilla, hecha de mimbres, de cortinas de algodón y de lienzos crudos. Y, sin embargo, José dormía tan bien como Jacobo, pero la madre no lo veía así.

De modo que tú también, si yo no pongo remedio, correrás por la nieve y velarás las noches de invierno, después de las de verano, buscando á los malhechores á riesgo de recibir un tiro, para que no se robe ni un faisán en los bosques que van de Valroy á Reteuil... Tú también trabajarás sin tregua para conservar intactos unos bienes que no te pertenecen, mientras el propietario dormirá en su cama, quejándose del frío...

Miró de reojo á la cuna rica y añadió: —Este será el que lo tenga todo; tú no tendrás nada, ni siquiera las migajas de su mesa como yo en casa de Antonieta. Se creerá buen amo dándote un vaso de vino á los postres, cuando hayas andado leguas con el vientre vacío. ¿Por qué?... ¿Por qué?...

Eres tan guapo como él. Tienes, como él, grandes ojos azules, tan puros, que nunca debieran llorar. ¿Qué es lo que os separa? La injusticia. ¿Qué es lo que ha creado entre vosotros una diferencia? La forma de vuestra cuna, la finura de vuestras ropas, tres pedazos de encaje y una cadena al cuello. Pero vuestros cuerpos son iguales y vuestras almas están para nacer... Mi pobre José, si te pongo en lugar del señor Vizconde, ¿quién lo sabrá jamás, excepto yo?...

Al decir estas palabras, su sonrisa se hizo perversa, sus ojos vacilaron y su altiva cara hizo por un segundo un gesto de astucia. Ante la ruda llama del hogar, desnudó uno tras otro á los dos niños, que se despertaron y se estiraron, alegrados por el fuego.

Durante un momento, Berta contempló á aquellas carnes tan iguales.

Sin embargo y esto sólo ella lo había notado,—los ojos de José eran de un azul más obscuro. Después los volvió á vestir apresuradamente, pero equivocándose adrede.

Y el vizconde Jacobo de Valroy—Reteuil se volvió á dormir pacíficamente en la cuna de mimbre, mientras que el pequeño José Garnache gritaba desaforadamente, acaso para protestar, en sus pañales de corona condal, con su cadena de oro al cuello y bajo los encajes seculares.

Estaba hecho; Berta se quedó temblando. El acto ` no había sido premeditado, sino el resultado imprevisto de un pensamiento casual que tenía su origen en mil cosas; en sus recuerdos, en sus locas lecturas, en sus largas meditaciones sobre la iniquidad de los repartos humanos, en sus eternos sentimientos de envidia, en sus rebeldías de muchacha pobre criada en el lujo ajeno....

Berta contemplaba su obra casi con estupor. Aquel hecho tan sencillo se convertía en crimen si duraba...

¡Bah! Si su marido lo echaba de ver, le diría que era una broma, para ver si conocía bien á su hijo... Pero y si Regino no notaba nada? ¿Quién, entonces?...

—Entonces serás rico, noble y dichoso, hijo mío!

No te veré más, acaso; pero, ¿qué importa? Te lo habré dado todo.

Berta se complacía en esta idea y deducía sus consecuencias lejanas. No era tan simple que pudiese creer que, más adelante, se revelase el origen del niño por alguna ineptitud ó alguna ordinariez de cuerpo ó de pensamiento. Sabía bien que el medio hace al hombre y que sólo la educación modela los cerebros; que la finura y la blancura de las manos provienen de la pereza y de la inactividad físicas; que todo hijo de marqués, obligado por la miseria á vivir de sus brazos desde los primeros años, tiene, á los treinta, hombros de mozo de carga, y que la recíproca es igualmente cierta.

Y, después, tá quién se le ocurriría buscar tan lejos?

Pasando por auténtico el falso Jacobo de Valroy, todo el mundo, propios y extraños, estarían de acuerdo para encontrarle elegante, aristocrático, verdaderamente noble de aptitud y un alma atávicamente refinada.

Simplezas, prejuicios, etiquetas y convenciones que un pequeño fraude ponía en ridículo y reducía á la nada.

Berta veía á su hijo á los diez años moviendo con gesto imperioso sus largos cabellos rizados en torno de la altiva frente, imponer la ley en Reteuil y en Valroy, siempre servido á su capricho y arreglándolo todo á su antojo; su familia, que no era suya, sus lacayos, sus caballos y sus perros.

¡Cosa curiosa! Aquella mujer salida del pueblo, al colocar á su hijo en esferas elevadas, le atribuía un alma orgullosa y aficionada al mando. Los Valroy, sin embargo, en todo el tiempo que alcanzaba la memoria de los hombres, habían sido siempre gente tratable, pero la mente campesina imagina mal un señor sin ceño y un rico sin insolencia.

Veía aún á su José, convertido en su Jacobo, á los dieciocho años, joven que hacía ponerse pensativas á las muchachas. Pasaba á caballo, á lo lejos, espoleando al ardiente corcel, detrás del ciervo ó del jabalí y entre el estrépito de las trompas... ó bien al lado de una dama joven y misteriosa, cuya cara no podía distinguir Berta, paseaba lentamente por los bosques, pisando los musgos y diciendo graves palabras...

Pero en todas las posturas que le prestaba, en todas las visiones que le evocaba, no distinguía á aquel héroe de su corazón más que entre brumas y á largas distancias. No podía atraerle hacia ella, verle de cerca ni escuchar su voz para ella sola.

Berta bajó la cabeza. Aquella era la advertencia simbólica de que, por su voluntad, aquella carne de su carne estaba perdida para ella; de que abdicaba de pronto todos sus derechos, rebajaba su ternura y consentía sin remisión en no ser nunca más que una vaga espectadora al lado de aquel niño del que hacía un extraño.

Le vería pasar, y nada más, pero pasaría alegre y triunfante y también ella lo estaría.

Después le imaginaba más adelante todavía, á los treinta años, grueso y fuerte, siempre breve en su modo de hablar y queriendo ser oído. ¿Qué sería entonces?... Soldado? ¿Viajero, regresado de los confines del mundo? ¿Sencillamente un noble ocioso que ha triplicado sus tierras por una buena boda y por contratos hábiles? Berta se atenía más fácilmente á este último personaje, pues así no se alejaría de la comarca y podría encontrarle todos los días en su camino...

Pero, por más que hacía, no lograba representarse á Jacobo después de los treinta años. Al llegar á ese punto todo se obscurecía y se nublaba ante sus ojos y esto la inquietaba como un triste presagio.

Entonces evitaba ceder á las aprensiones y se refugiaba en la realidad. ¡Qué fácil y rápido era convertir un campesino en vizconde y un vizconde en campesino! En las novelas que habían encantado su primera juventud, esas aventuras iban siempre acompañadas de tinieblas, de lívida luna, de misterio y de silencio, en decoraciones de soledad y de precaución...

Siempre era una mano furtiva la que subsistía en la sombra al bohemio por el príncipe; en el camino aparecía un coche de sordo rodar... y, á poco, huían unos espectros... ¿Para qué todo aquel aparato de dramas » románticos?... Ella, en su casa y en pleno día, al lado del fuego, sin dejar de cantar su canción dormilona, había realizado sonriendo y pacíficamente el mismo crimen legendario.

Berta criticó la extravagante imaginación de los poetas, que les hace agrandar y deformar los sucesos que son en sí tan felices.

Sin embargo, no estaba tranquila viendo dar vueltas á la aguja en la esfera del largo reloj de madera pegado á la pared; la vuelta de Regino la atormentaba, á pesar de todo.

No era que de ordinario temiese en modo alguno al guarda de monte. Al contrario, le hacía andar de cabeza y seguía siendo, respecto de él, una gran señora y una princesa rebajada. Regino la escuchaba devotamente, la admiraba y creía en ella; la tenía tanto respeto como amor y la servía dócilmente como un buen criado. Para que se hubiera atrevido á criticarla solamente, hubieran sido precisas circunstancias verdaderamente extraordinarias... pero, pensándolo bien, ésta no estaba acaso del todo dentro de lo normal.

Además, las malas conciencias se extravían y temen hasta la sombra del peligro.

Por estas dos razones, Berta, poco segura, esperaba á su amante esposo con alguna inquietud. Para ella, el hecho no debía estar irremisiblemente realizado hasta que el guarda de monte lo hubiera sancionado con su falta de perspicacia.

Los minutos corrían con lentitud; el perro roncaba delante del fuego; la nieve seguía cayendo en rayas regulares y apretados copos.

Berta tenía los ojos fijos en la llama y abrazando de una vez su vida entera, buscaba todavía excusa en sus sufrimientos pasados. No reconocía que tales sufrimientos no habían sido nunca más que vanidad herida, loco orgullo, dureza de corazón y, á pesar de todo, ingratitud; una vez más los consideró como serios, reales é inmerecidos, y dedujo que por tales caminos era indispensable llegar á tales abismos.

Los niños seguían durmiendo en sus cunas cambiadas.

Por fin entró Regino mojado hasta los huesos y golpeando el suelo con el pie para sacudirse la nieve. El guarda dejó la escopeta en un rincón y dió un beso á Berta, que le dejó hacer más dócilmente que de costumbre. Después, inclinado sobre las cunas de aquellos dos niños á quienes quería casi lo mismo, exclamó delante de Jacobo sin una sospecha: —Buenos días, muchacho; buenos días, compañero...

Y añadió delante de José, llevándose la mano al kepis: —Salud, señor Vizconde.

Berta se echó á reir y sirvió la sopa... Ya estaba resuelta y tranquila.

Se habían cambiado dos destinos.

Después pasaron los años y agravaron y sancionaron el fraude, haciéndolo irreparable. La madre, muda, dejaba marchar los sucesos; no tenía más que cruzarse de brazos; había dado un impulso y el movimiento y sus consecuencias se propagaban á lo lejos.

Los dos niños crecieron cada uno por su parte, llevando en ellos, desde el origen, toda la injusticia humana; el uno para su bien, acaso; el otro para su mal, probablemente.

Los dos crecieron, cándidos é inocentes, aún tan cerca de la tierra, tan jóvenes de alma, tan poco alejados de la bestia, que todavía, á veces, se ponían á andar á cuatro patas.

Después se levantaron, se tuvieron derechos, miraron al cielo, balbucieron palabras, comprendieron gestos, tuvieron sensaciones y fueron aprendices de hombres.

Los caracteres se dibujaron al mismo tiempo que los temperamentos.

El que se había vuelto José parecía más bien pacífico y benévolo para la gente. El nuevo Jacobo parecía dispuesto á furiosas rebeldías. Los primeros mimos, sin duda, le habían ya pervertido. Era el más comprensivo, pero no el mejor.

Un día, entre otros muchos, Jacobo se reía á carcajadas.

Tenía seis años en aquella época y era el muchacho más alegre del mundo. ¿Cómo no serlo? Tenía dos castillos á sus órdenes, dos familias á sus pies, el país era suyo y su salud era perfecta. Tenía que encontrar la vida buena.

Por el instante, pues, en pie en el terrado de Valroy, en un delirio de alegría, se reía de buena gana porque abajo, en el camino, el viento acababa de llevarse el sombrero de un pobre viejo, y éste, impotente y enfermo, corría penosamente detrás y se esforzaba en vano por alcanzarle.

El sombrero iba más de prisa que el hombre y aquello divertía enormemente á Jacobo.

En el recodo del camino, otro niño mal vestido, recogió el sombrero y se lo entregó al viejo. Jacobo se irritó como si le robasen su juego. Detrás del segundo niño venía con paso rápido una mujer tiesa y esbelta.

Eran José y Berta, que vió de lejos al señor Vizconde y apretó el paso. Al llegar á la terraza le tendió involuntariamente los brazos.

—Buenos días, Jacobo.

Este, incomodado, respondió: —Buenos días.

—¿No bajas?

—No, estoy bien aquí.

Al lado del joven amo y muy dispuestos á defenderle, había dos perrazos que ladraban al intruso.

Berta no insistió, pero se le comía con sus grandes ojos levantados hacia él, y se llenaba las pupilas de aquella visión que siempre la encantaba.

José Garnache estaba á su lado indeciso; nadie le hacía caso.

Estaba vestido, sin duda adrede, con un traje viejo achicado de su padre. Era preciso que no tuviese un aspecto superior á su condición, y, sobre todo, que no se notase la finura de sus facciones, que valían tanto como las del heredero de los Reteuil y de los Valroy.

Todas las precauciones estaban tomadas. Negro del sol, enrojecido por el viento, con el cabello mal cortado por un barbero del pueblo, con el cuerpo perdido en una blusa y unos calzones demasiado grandes, los pies en unos zuecos y el moco en la nariz, no inspiraba, seguramente, ninguna idea de elegancia ni parecía otra cosa que un pilluelo de la carretera. Si hubiera pedido un centavo, se lo hubieran dado.

Berta, por el contrario, después de seis años de matrimonio, continuaba en su persona los cuidados de doncellita de cámara. Si su traje era de tela ordinaria, le sentaba bien; una pañoleta de seda realzaba su cabeza enérgica y bella; su falda, muy corta, descubría unas medias negras en un tobillo nervioso y unos pies delicados calzados de finos zapatos.

Al primer golpe de vista producía una impresión de un cuerpo lavado, sano y tentador. Sus manos seguían blancas, lo que se explicaba, pues no hacía ningún trabajo rudo. A la muerte de su madre había recogido en el pabellón á una de sus hermanas que tenía cinco años menos que ella, alta y fuerte y verdaderamente fea. Berta hizo de ella su criada y todo el mundo lo encontró muy bien en el país.

Se llamaba Sofía y tenía todas las cualidades; trabajaba sin descanso, era limpia, oía, acaso, pero no repetía lo que había oído, y, además, era brutal para los mendigos y guardaba la casa como un dogo. En fin, comía poco, bebía agua y no se cuidaba de los hombres. Su fealdad, por otra parte, la preservaba de ello. Sí. Sofía era perfecta y no tenía más que una debilidad á los ojos de Berta, la de adorar á José, su sobrino. Berta no quería á José, que era para ella una especie de remordimiento viviente, siempre delante de los ojos; si hubiera muerto de enfermedad, hubiera sido para ella un descanso.

El niño, por intuición, prefería su tía á su madre, aunque ésta, por prudencia, disimulaba cuidadosamente sus sentimientos. Pero á cada instante un gesto brusco ó una entonación ruda le hacían traición. Aquellas miradas que dirigía en aquel momento á Jacobo, húmedas de ternura, las ignoraba José. Pero Berta perdía el tiempo. La mujer volvió á decir tímida y dulcemente: —Entonces, ¿no bajas?

—No—respondió el joven Vizconde, sacudiendo sobre su frente voluntariosa las largas guedejas rubias, que se repartieron como una lluvia de oro.

Berta se quedó deslumbrada, pero con el corazón en un puño.

Siguió entonces su camino con la cabeza baja y á grandes pasos; el pobre José tuvo que correr para seguirla, pero ella no se ocupaba del pobre niño.

El joven Vizconde desembarazado de importunos, volvió á su puesto de observación, esperando que el viento, para darle gusto á él, se llevaría el sombrero de algún otro viejo aldeano.

Si la mujer de Regino Garnache seguía siendo coqueta y deseosa de agradar á los seis años de matrimonio, tenía sus razones, que ella y Juan de Valroy conocían...

En otro tiempo, cuando volvieron de su viaje al Mediodía de Francia, el Conde y la Condesa estaban melancólicos. Si Juan manifestó una alegría sincera al ver á su hijo, Antonieta permaneció más bien enigmática y le miró con una especie de repulsión desconfiada de todo su ser, asombrada, á pesar de todo, de no sentirse más conmovida al contacto de aquella carne que era la suya.

Era Antonieta una desgraciada criatura; de resultas del parto, se había quedado estropeada y enferma para toda la vida, y consideraba aquella impotencia como un castigo, por haberse casado á pesar de las manchas de su familia y de las trágicas herencias que llevaba con ella. Antonieta era incapaz en adelante de ser esposa y madre y resultaba un personaje fuera de la vida, sin papel, sin deber y sin derecho.

He aquí lo que su hijo le había traído ya... En cuanto al porvenir, sabido es cuáles eran sus temores, quiméricos, sin duda, pero artículos de fe para ella.

Aquel matrimonio, dislocado al año, debía ser era lamentable.

Con un hermoso nombre, una gran fortuna, y un exterior de elegancia y de distinción, aquellos esposos envidiaban á los aldeanos que pasaban del brazo con las aldeanas, en buen camino de continuar la raza.

Al lado de aquella eterna mujer herida, más herida que cualquiera otra, el conde Juan, á pesar de su buen humor, de su bondad natural, se ensombrecía y se agriaba. Era joven y robusto y se veía reducido á vivir, so pena de ser odiosamente acusado de indiferencia, en cuartos cerrados, caldeados en todas las épocas, en medio de olores de opio y de vapores de éter, al lado de una mujer extenuada, siempre echada y doliente, exagerando para desagradarle su aspecto de moribunda y sus actitudes de mártir.

En los primeros tiempos, recordando su antiguo amor, fué un enfermero suficientemente solícito; pero después vino el cansancio, el desaliento, y, por fin, la exasperación. Su vida estaba perdida estúpidamente, sin que nadie tuviese la culpa.

Vuelto á Valroy, se refugió en su hijo y quiso que fuera su consuelo; pero para un hombre de veintiocho años no era aquello suficiente. Durante dos años vivió rabiosamente, todo el día fuera, corriendo los bosques á caballo ó á pie, cazando, pescando en los estanques ó en el río, gastando sus fuerzas en todas las gimnasias y quebrantándose de cansancio para dormir rendido en su cama. De vez en cuando iba á la ciudad y algunas veces á París.

A todo esto los dos niños, Jacobo y José, habían crecido, estaban destetados, y mostraban tres dientes cuando bostezaban. El primero había vuelto á su castillo y el segundo hacía la dicha de Garnache «en su humilde albergue.» En aquella época, Berta iba al castillo á todas horas para que el niño se fuese acostumbrando progresivamente y sintiese menos la separación. Antonieta, entonces, acogía á Berta con lánguida benevolencia y sin manifestar disgusto, pues si tenía derecho á envidiarla por su salud robusta, no tenía nada que reprocharle y encontraba en ella una compañera de los tiempos en que eran muchachas é ignoraban los verdaderos y los falsos dolores.

Y el diablo, que siempre vela, hizo lo demás...

A todo esto, y antes de tener sobradas razones de quejarse, Regino no estaba contento de su suerte. También él paseaba por debajo de los árboles tristezas confusas. Si alguien le hubiera interrogado directamente, sin duda él hubiera vacilado para responder y no hubiera sabido qué decir; pero, sin embargo, no, no estaba contento.

Su mujer nunca había sido ni era su igual. Era una princesa y no una mujer de su casa; lo que había deslumbrado á Regino al principio de su aventura, le dejaba ya la vista clara. Comprendía que había hecho mal de aspirar á semejante gran dama; y que el hombre prudente se esfuerza ante todo por permanecer en su condición.

En verdad, Berta representaba con él un papel de estatua. Regino no se atrevía á enfadarse por respeto á ella.

Pero se quejaba á los árboles; á las rocas, á las malezas y á toda la Naturaleza. Delante de ella, su reina, su diosa, se hacía el amable y lo aprobaba todo. Había momentos, sin embargo, en que pensaba que mejor hubiera hecho en casarse con alguna palurda de gruesas manos, como Sofía, por ejemplo, que, muy dichosa por el honor, no le hubiera regateado sus ternuras.

El cuarto otoño que siguió al doble matrimonio, el mal indefinido, la neurosis, la neurastenia, los cólicos de alma de Antonieta empeoraron. Y por segunda vez, ante los fríos precoces, los médicos, que no sabían qué decir, ordenaron un viaje á climas más dulces.

Esta vez, la de Valroy, no se conformó con esta opinión; creía su muerte próxima y se negaba á alejarse de su país, donde quería morir. Alegaba también que Jacobo era muy pequeño para tan largo viaje y que no se podía abandonarle en manos de los domésticos, por adictos que fuesen. Estaban vacilando cuando una mañana, la señora de Reteuil, que tenía gana de ver mundo, propuso acompañar á su hija. Aquel era un buen arreglo. La buena señora sabía perfectamente que la separación de los dos esposos no tendría nada de desgarradora. Esperaba, por el contrario, que con la ausencia llegarían el uno y el otro á recobrar su afección. Antonieta se hizo de rogar mucho tiempo, pero, por fin, se marchó con su madre.

Como estaba convenido, Berta fué todos los días á vigilar á Jacobo, que en aquel tiempo la prefería aún á todo el mundo y chillaba cuando se iba.

Durante los largos días de invierno, fueron frecuentes las conferencias entre el amo y aquella singular criada. Después, una mañana, se le ocurrió á Jacobo toser y tener fiebre, y Berta, extremadamente alarmada, declaró que no se separaría de él ni de día ni de noche. Dejó su casa, su hijo y su marido al cuidado de Sofía, á quien acababa de recoger, y se instaló en el castillo.

El niño se curó en pocas horas, pero Berta se quedó...

Hubo, es cierto, algunas murmuraciones de criados, pero nadie pudo afirmar nada positivo.

A los quince días, Berta se fué de nuevo al pabellón del guarda.

Cuando volvió Antonieta, con la salud milagrosamente mejorada, supo por bocas indiferentes la larga estancia de su antigua criada en el castillo, y le puso mala cara en su primera visita y todavía peor en la segunda.

Berta no volvió en unos días, pero pronto se tranquilizó, y, con su natural audacia, interrogó á su ama diciéndole que parecía que olvidaba su infancia, que en otro tiempo era buena con ella y que no creía haber hecho nada para desmerecer á sus ojos. ¿Por qué ese cambio de cara y de actitud?

La respuesta de Antonieta fué tan seca, que Berta se lo tuvo por dicho y se marchó desolada con la idea de que estando el castillo cerrado para ella, no vería.

á Jacobo más que en encuentros casualesya Juan, por su parte, no se ocupaba de ella y la miraba con profundo desprecio.

Cuando Antonieta lo observó así, dejó volver poco á poco aquella desterrada que sufría también.

Un día en que Berta le llevaba tímidamente unas flores en la mañana de su santo, llevada por el deseo irresistible de acercarse á Jacobo, la Condesa le dijo: —Ahora puedes volver... Has amamantado este niño y es natural que le quieras; no hay para qué privarte de ese cariño.

Berta le dió las gracias con lágrimas en los ojos.

Cuando se le hablaba de Jacobo, toda su carne temblaba. Volvió, pues, pero cada cuatro días y sin tener en aquella casa, que había sido la suya, la libertad de otras épocas.

Por eso, al ver á Jacobo en el terrado, no se atrevió á subir la escalera del castillo, donde siempre temía ser importuna.

Otro sentimiento la apartaba también de aquellos lugares; había notado, como todo el mundo, el extraño despego de Antonieta para con su hijo, y al principio se indignó, pero después tuvo miedo. Su inteligencia, grosera á pesar de todo, se alarmaba fácilmente.

Ella, que no sabía nada ni hubiera comprendido ni jota de las cuestiones hereditarias, creyó en un instinto, en una especie de revelación, en una advertencia del cielo. Tuvo fe en la voz de la sangre, como toda campesina, y se figuró que la Condesa presentía un extraño en aquel niño... ¡ Y entonces !...

Pero ella misma se respondió en seguida: Y entonces, ¿qué? ¿Cómo probar nada?... Lo hecho, hecho está... Nadie sabrá jamás nada; me llevaré este secreto á la tumba.

Pero era aquél un cuidado más.

Al volver á su casa, encontró á Regino, que estaba haciendo por aquel lado su ronda forestal. En pie, estaba comiendo un pedazo de pan y bebiendo un vaso de vino que le daba Sofía. José se abrazó á las piernas de su padre, con el que se encontraba á sus anchas, sabiendo que no sería rechazado.

El guarda, entonces, pasando la ruda mano por la cabeza del chiquillo, le dijo que le llevaría con él hasta la hora de cenar, dos horas, para dar la vuelta á los estanques.

El muchacho saltó de alegría.

—Andad—dijo Berta con voz dura,—y sobre todo no volváis tarde.

Los dos se alejaron, el uno muy grande, el otro muy pequeñito; el uno bajando la cabeza y el otro levantando las narices para hablar, riéndose como verdaderos amigos. El niño empezó á hacer preguntas á su padre: —Cuántas veces es más grande un árbol que un hombre?—le dijo.

La pregunta embarazó al guarda.

—Eso depende de los árboles.

—¿Y esos?

El muchacho señalaba unos álamos gigantescos.

—Esos? ¡Diablo!... Diez veces, quince y, acaso, más...

Delante de un retoño, Regino añadió: —Esos pequeños serán ya grandes cuando tú tengas treinta años.

—Entonces los árboles crecen más de prisa que los hombres—dijo José con reflexión.

—Sí, y sobre todo mucho más tiempo; años y años...

y cuando han acabado de crecer, engruesan, se extienden, echan ramas en el aire y raíces en el suelo...

Tienen una vida suya, llena de fuerza magnífica.

—¡Ah!

El niño reflexionaba, y Regino, simple y sin malicia, sentía un secreto orgullo. Aquel. niño, tímido y mudo con su madre, descubría con él sin miedo su alma naciente. Los dos estaban de acuerdo; Regino lo veía y sabía bien que aquel muchacho le prefería á todo el mundo.

José, sin embargo, tenía otros cariños: Sofía, que le mimaba escandalosamente, y los dos perros de la casa, que jugaban con él... Pero su padre era el primero de su corazón, porque era alto y fuerte, no tenía, ciertamente, miedo de nada... y, además, tenía un fusil. Esto era un título á su cariño... ¡Cuántas ternuras humanas no están fundadas en causas más serias!

El niño corría al lado del guarda de largas y rápidas piernas y perdía el aliento; el padre lo echó de ver de pronto y se maldijo á sí mismo.

—Soy un idiota y no pienso... Cuando vaya demasiado de prisa, tírame de la chaqueta.

Pero á José le humilló el confesar su debilidad y no respondió.

Era la hora en que se acortan las sombras. Aquel campo del corazón de la antigua Galia se exhibía opulento y hermoso hasta la insolencia. Bajo el sol poniente de aquel fin de abril, entre reflejos de oro y púrpura, la tierra, fértil y todavía desnuda, humeaba ligeramente al aproximarse la noche. Los bosques, que limitaban el horizonte en vasto anfiteatro, se llenaban de venerable misterio. Por los caminos avanzaban lentamente hacia las poblaciones próximas, pesadas carretas tiradas por grandes bueyes blancos unidos bajo el yugo, y los últimos pájaros apresuraban sus canciones.

Pasaron por una aldea, y en las puertas de las casas, escaladas por las parras, las mujeres sonreían al niño y saludaban al guarda. Por allí eran conocidos..y bien.

Ciertamente, el oficio era duro, pero tenía sus buenos momentos. Y Regino se esforzaba por explicárselo á José.

—Por mucho que digan, es ésta una buena vida...

Estar siempre fuera respirando el aire libre, que huele bien, viendo á lo lejos montones de cosas, mirando crecer el trigo y las avenas; y, después, los grandes paseos por los bosques, hablando consigo mismo, también son buenos. Más vale eso que estar con el trasero pegado á un almohadón de cuero, como los empleados de la alcaldía... Al menos es uno un hombre, que circula y se siente vivir... Un trago sabe mejor después de andar cinco leguas... ¡Que hay riesgos!...

¡Bah! No son grandes, sobre todo por aquí... Hay más ventajas que inconvenientes.

El pequeño aprobaba y no concebía más género de vida que el de su padre... Tenía impaciencia por crecer para tener él también el kepis en la cabeza, un saco en bandolera, una escopeta al hombro y polainas en las piernas, sin contar la placa de cobre en el pecho, insignia respetada y que da consideración. Sí, sí, quería ser guarda.

Pero aquel sueño le parecía demasiado alto é inaccesible, y así lo confesaba.

— Verdad? ¿Podré ser como tú cuando sea grande?

—Seguramente... Todos los Garnaches somos lo mismo; mi padre, mi abuelo... Hombres rudos; y tú, pequeño, harás lo que nosotros.

José abría unos ojos enormes y encantados ante esas perspectivas... El también tendría una escopeta y unas polainas... Pero movió la cabeza... no, era aquello demasiado hermoso y no podía creerlo... Y así lo confesó.

—¿Por qué?—dijo el padre;—eso es lo natural y lo que te espera ciertamente.

El chico dudó de nuevo.

—No es seguro.

—¿Por qué no es seguro? Cuando yo te lo digo...

—No sabe uno si se va á morir.

Era aquella una frase habitual de Sofía, que el niño decía á tontas y á locas, pero hizo un efecto terrible.

— Cállate!—gritó Garnache.—¿Dónde diablos vas á buscar esas ideas? Eso no es de tu edad y te prohibo decirlo... ¡Me das pena, desgraciado !

Regino le cogió en sus temibles brazos, que temblaban en aquel instante, y le contempló con espanto.

Los pequeños que hablan como los viejos, en efecto, no están hechos para vivir. Después le estrechó contra él ferozmente, como si quisiera decir: «Venid á cogérmele,» y le volvió á poner en el suelo con precaución.

El niño sonreía; aquellos efluvios de ternura le habían penetrado, y quería más que nunca á su padre...

Su padre... ¡Ay!

En los mismos momentos, una escena similar, á pesar de las diferencias sociales, ocurría un poco más lejos, en el camino, al lado del castillo. Jacobo no había dejado el terrado, que era su dominio particular; allí era donde, libre de toda vigilancia, pues el sitio era seguro, jugaba sin temor de la mañana á la noche; allí tenía su jardín reservado, que él embellecía con monumentos de piedras, pues tenía ya gustos de artista, ó defendía con reductos de arena, pues también tenía inclinaciones militares.

Además, aquel día estaba esperando á alguien, y ya se sabe que el terrado daba al camino. ¿A quién? Al conde Juan; también Jacobo quería y admiraba á su padre, y no veía á nadie en el mundo que fuera superior á él en ningún punto. El niño le imitaba en todo, y arreglaba su aspecto y sus gestos á los suyos.

A él sólo se dignaba obedecer, pero con una gracia condescendiente y no por temor. Le parecía que eran iguales, pero como, á pesar de todo, había uno mayor que el otro, era natural que éste fuese escuchado. Más adelante ya hablarían.

Juan estaba ausente hacía una semana; en París, sin duda; el niño lo sabía. Pero iba á volver aquel día.

Hacía media hora que había salido un criado á caballo y con otro del diestro, pues la estación más próxima distaba seis kilómetros.

Jacobo acechaba el recodo del camino y trataba de oir el trote del caballo en el suelo seco; pero no oía nada y se impacientaba.

Juan de Valroy, cansado de su triste casa, hacía un año que vivía en ella lo menos posible y puede que, sin Jacobo, la hubiera abandonado. La falta de armonía entre la mujer y el marido había aumentado.

Antonieta se encerraba más y más en la soledad y en el silencio, y quien le turbaba, no hacía más que desagradarla, aun Juan, Juan sobre todo. Le guardaba rencor por ser tan sólido y tan ágil, cuando ella se arrastraba de butaca en butaca; de estar tan vivo cuando ella se juzgaba muerta. Algunas veces, al oirle reir á lo lejos y á través de las paredes, con su hijo, al que ella también apartaba, se estremecía de cólera.

Su eterna dolencia, real por un lado é imaginaria por otro, le hacía ser egoísta y hostil á los que no sufrían. Su idea fija era que si no se hubiese casado, estaría ahora sana de cuerpo y sin temor. Tenía la culpa Juan de que ella hubiera acabado por consentir, y Jacobo de que viviese ahora doblemente aniquilada.

No comprendía que estas faltas no eran voluntarias. Si lo hubiera comprendido, hubiera estado curada, al menos de su crisis moral.

Una nueva idea le preocupaba también. Algunas veces pensaba en el suicidio y se decía que, acaso la trágica herencia no amenazaba sólo á los varones... Temblaba por ella, y deducía que éste era un motivo más para que Jacobo fuese atacado á su vez un día.

Delante de su marido, cuando éste la visitaba una hora por la mañana y otra por la noche, permanecía muda y con los ojos cerrados, ó gimiendo y llamando á la muerte.

Juan se retiraba cerrando los puños y tratando todo aquello de comedia y de farsa. Aun cuando aquella queja eterna no hubiera sido simulada, pensaba Juan, esas enfermedades de nervios no persisten más que en las naturalezas complacientes, que no quieren desembarazarse de ellas con un poco de energía y de voluntad.

Cuando estaba fuera, respiraba á sus anchas.

Después, poco á poco, fué tomando costumbres, instaló un apeadero en París y vivió como soltero, lejos de las tristezas de su provincia.

Antonieta le detestó entonces más y dijo que no tenía corazón. Además, presentía que á su edad, con su nombre, su fortuna y su buen aspecto, debía de tener aventuras, todo lo cual la exasperaba.

Aquella singular mujer, enamorada de sus preocupaciones, padecía al pensar que los demás pudieran tratar de distraerse. Para darle gusto hubiera sido preciso llorar con ella y como ella, y Juan no tenía tal vocación.

En aquel tiempo pasaba en París cinco días de la semana, volvía el sábado á Valroy, y se marchaba el lunes sin alegar pretextos. La costumbre estaba tomada.

Ahora bien, era un sábado cuando Jacobo le esperaba y se impacientaba mirando el camino. De repente se estremeció; á lo lejos, y precediendo al jinete unos doscientos metros, llegó hasta él la cadencia sonora del trote largo de su caballo. El niño batió palmas y se asomó á la balaustrada.

Y apareció Juan saludado por los gritos del muchacho y el ladrido de los perros, y alegre esta vez. Levantó entonces la cabeza y su cara se iluminó.

Jacobo se precipitó por la escalera, y su padre, que se había apeado, le recibió en sus brazos. También ellos se querían como Regino y José.

¡La voz de la sangre! hubiera dicho Berta con su peor sonrisa, burlándose de sus íntimos terrores.

Ahora era Jacobo el que iba á caballo, mientras su padre admiraba su confianza y su aplomo infantil.

—Estira las piernas... el cuerpo hacia atrás... más aún.

De repente, uno de los perros dió un salto delante del caballo, que hizo una brusca huída. Jacobo, sin asustarse, apretó las rodillas y no se movió. Juan tuvo miedo, pero después se llenó de satisfacción.

— Bravo, muchacho! ¡ bravo, hijo mío!

Y todo el orgullo de los hombres cantaba en aquellas palabras; el orgullo de la carne, y el de la raza, irrisorio en estas circunstancias; el orgullo de la fuerza, de la belleza y del valor, sin razón de ser para el que estaba al corriente. Pero, por el momento, aquellos lazos ficticios eran sólidos: nadie había sido jamás más padre que el conde de Valroy corriendo detrás de su hijo mientras éste picaba el caballo por el gran paseo circular de castaños que conducía al castillo.

En esta forma llegaron á la pradera, delante del edificio, y el niño se dejó escurrir sobre la hierba ; estaba rojo y con la frente un poco sudorosa, pero triunfante.

Valroy inspeccionó la casa de una ojeada y su mirada se detuvo un segundo en dos ventanas del primer piso. Como de ordinario, estaban cerradas y detrás de los cristales se veían las cortinas corridas.Y, sin embargo, el día había sido tibio, casi cálido.

En aquel momento, aunque el sol se inclinaba en el horizonte hasta tocar las cimas, corría por la llanura una suave brisa de verano; por todas partes, hombres, animales y cosas saludaban á la primavera; una vida intensa circulaba al aire libre y todos los seres respiraban una absurda sensación de eternidad, encantadora, sin embargo...

En la escalinata se mostró una criada de cara malhumorada, flaca, seca é impregnada por contagio de olores farmacéuticos.

Aquélla no haría á nadie faltar á sus deberes. Antonieta no quería más Bertas.

—¿Está visible la señora?

Y la vieja, exagerando su gesto con aquel amo que era un verdugo para su pobre señora, contestó con gana de morderle: —La señora... Está durmiendo...

—Vén, Jacobo—dijo Valroy sin responder á la vieja; y se llevó al niño que, como José á Regino le siguió radiante.

A Jacobo le, interesaban todos los objetos del cuarto del Conde; en las paredes había mil cosas: retratos, armas, grabados antiguos y cuadros de caza modernos.

Un cuadro ovalado le llamaba, sobre todo, la atención en él se exhibía el abuelo, el grande hombre Fernando de Valroy, aquel nobie hacendista que era amigo de Law, y supo abandonarle antes de su caída.

Esto probaba, seguramente, una admirable perspicacia, y una maravillosa prudencia, y merecía ser honrado.

En el fondo del cuadro se veían dos castillos que el artista para su comodidad, había situado juntos: Reteuil y Valroy, tal como eran todavía, aunque en un paisaje menos frondoso y más claro.

Jacobo tenía gran simpatía por aquel señor majestuoso que era su antepasado y le saludaba siempre con una mirada curiosa. Pero su pensamiento fué pronto distraído por el estante de las escopetas y por las dos trompas de cobre que brillaban á la luz.

Eso sí que daba ganas de ser en seguida hombre para soplar allí, inflando los dos carrillos. Hacía falta para ello un buen pulmón, y su padre se hacía oir de muy lejos. Dentro de muchos años á él también se le oiría.

Horriblemente cruel, como todo hombre que empieza, se complacía en la contemplación de los diversos cuchillos de caza en sus vainas de cuero. Se atrevió á tirar un poco del puño del más grande, descubriendo dos pulgadas de hoja azulada, y deleitándose en pensar que había entrado muchas veces en el costado de un jabalí ó de un ciervo moribundos.

Los relatos de caza le apasionaban, así como aquellos grabados iluminados que colgaban en las paredes, donde unos señores de casaca roja con unas señoras de amazonas saltaban barreras en caballos aéreos persiguiendo á alguna pobre bestia desalada.

La escena se repetía diez veces bajo aspectos diversos; veíase allí toda la barbarie de nuestro siglo brutal, más cercano de las cavernas que de la torre de marfil, aunque con pretensiones de sensibilidad.

El niño, levantado de puntillas y apoyado en algún mueble, se hubiera estado las horas muertas en éxtasis en aquella pieza.

No se cansaba de contemplar lo que sabía de memoria y hubiera podido ver claramente cerrando los ojos.

Además, había á veces cosas nuevas: una pipa recientemente comprada y que había que examinar para dar su opinión, lo que no dejaba de hacer.

Valroy, mientras tanto, sentado ante una mesita, abría tres ó cuatro cartas llegadas en su ausencia y olvidaba al niño, pero éste se distraía muy bien solo.

Aquellas cartas no parecía que tenían el don de regocijar al Conde, que arrugó las dos últimas con un movimiento de cólera y de fastidio, y, recostándose en su sillón, se quedó pensativo mirando al techo y con las manos juntas.

Valroy se iba transformando; los treinta años, sin engordarle, le prestaban nueva gravedad. Algunos hilos de plata en las sienes y en la masa del cabello sombríamente rojo, añadían cierta melancolía á su cara fatigada, afinada, desprendida ya de todo carácter rústico.

No sería moral, acaso, pero sí cierto el aire de París y la vida animada que allí hacía, habían limpiado é iluminado su cutis; el corte del cabello y el retorcido del bigote modifican profundamente una fisonomía. El Conde, que se había marchado siendo un noble campesino, volvía cada vez un poco más parisiense, y parisiense de cierta clase, la de la elegancia y de la fiesta.

Era un bello caballero de la gran ciudad, discretamente perfumado y finamente vestido, que había reemplazado la franela ó el algodón de su ropa interior por una seda azul ó rosa del más bonito efecto.

El Conde, pues, reflexionaba.

Jacobo, asombrado por su silencio, se acercó á él, le contempló fijamente con unos ojos investigadores y curiosos, en los que había á la vez algo de salvaje y del ser demasiado enterado, y, aproximándose á su padre, varonilmente bello á pesar de sus fechorías, el niño movió la cabeza con convicción y pronunció muy claro: —Papá, eres muy elegante...

Arrancado á sus. pensamientos, Juan se echó á reir, cogió al muchacho y se lo puso en las rodillas.

—Verdaderamente?

—Sí.

Aquel sí era la afirmación de una sinceridad suprema y venía del fondo del corazón, como un gemido muy dulce. Aquel padre, entonces, se sintió inundado de una inmensa alegría interior, halagado en su orgullo una vez más. Y todo lo que se le ocurrió responder fué: —Tú te parecerás á mí...

—¿ De veras?

—Sin duda. Te pareces ya á lo que yo era cuando tenía tu edad.

Se engañaba de buena fe en su deseo. A la edad de Jacobo era él más fino, más delicadamente lindo y acaso menos sólido. Rebuscando en el Vizconde se hubiera encontrado algo de Garnache. Pero, ¿á quién se le había de ocurrir buscar? Valroy veía á su hijo con ojos de ciego y, aunque hubiera sido jorobado, él le hubiera proclamado derecho.

Jacobo, que tenía buena opinión de sí mismo, aceptó la profecía y la afirmación. No había jamás dudado de las palabras de su padre y no iba á empezar por éstas.

El Vizconde añadió:

—Yo también tendré caballos, escopetas y tocaré la trompa.

—Si quieres...

—Ya lo creo que querré... quiero ya...

—Espera que crezcas, amigo, tiempo tienes...

Juan le palpaba por todas partes admirando su precoz vigor, que le hacía representar más edad de la que tenía.

El niño se reía porque le hacía cosquillas.

De repente se puso grave para hacer esta reflexión: —Yo también compraré un castillo.

—No te basta éste ?

—No, éste es para ti, Reteuil para la abuela, y yo necesito el mío, que será muy hermoso porque yo seré muy rico...

Valroy se estremeció y una sombra pasó por sus ojos. Miró las cartas esparcidas ante él y dijo lentamente con cara sombría: —¿Serás muy rico? ¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo.

—Todo el mundo no es nadie. ¿Quién?

—Te digo que todo el mundo... Berta, por ejemplo.

—¡Ah! Berta...

En este momento apareció en la puerta la flaca silueta de la vieja, que tosió para hacer notar su presencia, y dijo: —La señora espera al señor Conde.

Dió media vuelta y se alejó muy tiesa por el corredor...

— Vamos allá !—dijo Juan dejando á su hijo en el suelo; y los dos, sin prisa, como por obligación, se dirigieron á las habitaciones de la Condesa, en la otra ala del castillo.

Juan penetró en la pieza obscura y Jacobo se quedó en el umbral con las manos caídas; se aburría en aquella sombra y el éter le aturdía.

Las primeras palabras fueron lo que debían ser y la acogida lo que era de esperar. Cuando Juan se inclinaba hacia la eterna enferma para depositar en su frente lívida el beso convencional que ella deseaba tan poco, la Condesa le rechazó brusca y violentamente, gritando con voz furiosa:

—¡Qué horror! ¿De dónde sale usted? Apesta usted á almizcle...