En la montaña
Arroyo que, en las alturas
donde vida y jugo das
a estas verdes espesuras,
de peña en peña murmuras
sin decirme adónde vas:
de tus aguas cristalinas
ni nombre ni origen sé,
ni, entre cerros y colinas,
por qué vertiente declinas,
hasta besarles el pie.
Mas tu linfa que, al pasar
a este bosque presta savia,
sé que al fin ha de pagar
tributo al Nalón o al Navia,
y Navia y Nalón al mar.
Sí; que por sotos umbríos
o por selvas seculares
o por desiertos baldíos,
las fuentes van a los ríos,
y los ríos a los mares.
Por eso, cuando fluir
te veo para bajar
y nunca para subir,
no sé por donde has de ir,
¡mas sé dónde has de parar!
¡Parar!... ¿Pararás acaso
cuando del mar infecundo,
que te ha de cortar el paso,
por oriente o por ocaso
llegues al seno profundo?
No; que con saña cruel,
tus apacibles corrientes,
perdidas al fin en él,
aumentarán el tropel
de las olas inclementes,
y, si el huracán las toca
cuando sobre ellas se explaya,
correrán con furia loca
bramando de roca en roca,
gimiendo de playa en playa.
Y no han de parar tus males
en esa dura faena,
ni siempre irán tus raudales
quebrantando sus cristales,
ya en el cantil, ya en la arena:
no; que en ligeros vapores
y en lluvia de ellos caída,
darán, por montes y alcores,
a otras fuentes y a otras
flores nuevo curso y nueva vida.
Pero ¡ay!, tristes o rientes,
¿cuándo volverás a ver
en tus formas diferentes
a esas flores y a esas fuentes
que hoy te prestan gala y ser?
¡Triste destino que alcanza
cuanto es y será y ha sido!
¡Siempre la eterna esperanza!
¡Siempre la eterna mudanza!
¡Y siempre el eterno olvido!