En la carrera
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo IV

Capítulo IV

La butaca debió de haber sido granate, y ahora era, a vetas, salmón, y estaba rota.

Dejó de mirarla y se miró la mano, que le pareció primero pequeñita, y luego colosal... A lo largo, así tendida, diríase que había hasta la punta de sus pies dos leguas. ¿Por qué? ¿Qué tenía ella en los ojos?

«Piiiiiiii... iiiii... ií...»

¡Ah, cómo resulta igual un rugido de león a tres kilómetros que un mosquito a una cuarta! Habría volado al techo, desde el testero.

Recordó, por el florón del techo, que cuando más chica creía que un millón fuese una moneda de oro del vuelo de una rueda de carreta. Quien tuviese seis millones, los tendría en una habitación; y si se quedaba sin dinero suelto alguna vez..., ¡cualquiera le cambiaba uno!

«Piiiii... ií.»

¡Zas! Un manotazo. Se fue el mosquito. Desde el respaldo se le había aposado en un pecho. La mano había temblado en la carne dura, y quedó allí.

«¡No, esto no debía ser!»

Echóse de la cama, y se puso una faldilla y los zapatos. Fue a su tocador; buscó papel; apartó las cintas y peinetas y frascos de perfume, y empezó a escribir nerviosamente:

«Mi adoradísimo Esteban: Ya una vez, obedeciendo a mi madre, corté nuestras relaciones; hoy debo hacerlo obedeciéndome a mí misma. Te quiero, te idolatro..., pero la excesiva confianza a que hemos llegado en sólo cinco noches, háceme temer que...»

¿Qué?

Se interrumpió.

El espejo, entre los violeteros y los pomos de cristal, le copiaba el busto; oprimíasele el borde de la mesa por debajo de los senos; y como su camisa lila era de enorme escote, uno moldeábase estallante por encima y el otro casi se salía del canesú. Se ocultó el rebelde, con instintiva honestidad; se torció en la silla y quedó con ambas manos en la mesa.

«¿Qué? -volvió a preguntarse-. ¿Qué temía?»

Temía que...

¡Hasta escribirlo, hasta pensarlo era imposible!

Alzóse. Fue a la butaca vieja y se sentó. Llevaba el papel. Tumbada atrás lo contemplaba..., y le sirvió para hacerse aire, últimamente. Muy calurosa, la siesta.

Tres o cuatro moscas volaban trazando círculos en medio de la alcoba. En ésta a que obligábala su madre, no había modo de evitar que hubiese siempre algunas moscas y mosquitos, tan cerca del patio y de las partes de la reja.

-Pero... ¡imposible! Escribirle ella su miedo..., su miedo..., sería como confesarle que..., si él hubiese querido..., ella no habría sabido, no habría podido resistirle..., con aquella loca embriaguez de todos los olvidos que allí la iba ganando poco a poco y que, después, al despertar cada mañana, llenábala de alarmas y terrores. Luego era él, en realidad, quien la rendía respeto, y sería ella la débil y la vil si a ellos y a pesar de ellos respondiese con desconfianzas de sí propia.

Completó este juicio, ya que hallaba la racha de lucidez su pensamiento:

«O la carta que pensó escribir sería capaz de romper las relaciones, o no. En el primer caso, moriría de pena. En el segundo, habría sido para Esteban... una provocación». ¿Cómo decirle, sin mentir, y puesto que él no habíala propuesto determinantemente nada, te huyo por lo que te propones tú? ¿Cómo tampoco decirle te huyo por miedo, por desconfianza de mí misma y no obstante tu nobleza, sin que esto equivaliese a brindarse rendida de antemano?

¡Bah, incluso concluir al fin las relaciones con tal carta fuera más impudoroso que seguirlas..., puesto que valdría por la confesión de una virtud previa y completamente en moral derrota, sólo por la cobardía y el cálculo salvada en míseras, en ya bien despreciables purezas materiales!

Rompió el papel. Cada pedazo de los que tenían letras lo fue lenta partiendo en multitud de pedacitos que depositaba en la falda. Luego lo cogió todo y lo dejó caer en el cubo del lavabo -sin más que tender el brazo a su derecha-. «¡Lo digno sería terminar las relaciones sin carta, sin nada..., no volviendo al huerto y no volviendo a verle a él ni a Mauricia!»

Tenía las piernas estiradas, juntos y cruzados los pies, los brazos en los de la butaca y la cabeza en medio del respaldo. Aquel raro trastorno sensorial de ver las cosas, al mirarla fija, más grandes o más pequeñas, te seguía. Debilidad. Sucedíale cuando dormía poco. Por lo demás, divertido: un traje suyo, en la percha, le estaba pareciendo que podría llegar desde un cuarto piso hasta la calle.

Giró un poco la cabeza hacia la ventana y se propuso revisar sus recuerdos de estas noches con orden, por tratar de explicárselos, para saber quien pudiera tener la culpa de los dos.

Mejor dicho, en dos.

Recordaba, recordaba... tratando de entender la «lógica de la velocidad» de los hechos de lo que previsto por la imaginación hubiera necesitado años.

La primera noche hablaron por la tapia. Al principio ella estuvo al pie, mirando arriba. Fue su intención haber permanecido un rato..., y charla que te charla tan a gusto, y ya que nadie daba prisa, a la una y media seguía allí. Esteban obstinábase en suponerla fatigado el cuello de mirar hacia lo alto; arrastró ella, por último, un viejo cajón que había tenido flores, y siguieron conversando de codos en el caballete. Un cuarto de hora después, les despidió la luna, que había ido levantándose por detrás de los tejados. Y esta noche..., ¡nada!, ¡bien!

Pero en la segunda ocurrieron incidentes. Primero, una de las podridas tablas de cajón se hundió, y Esteban tuvo que sujetarla por los hombros, por el cuello, por los brazos, como pudo, y ella tuvo que cogerse a él hasta recobrar trabajosamente el equilibrio. De esto, que fue un enorme abrazo sin querer, resultó un beso entre risas y entre susto..., el primero que la daba, y en verdad bien disculpable. Al poco casi cedió otra tabla; se inició arriba el socorro, nuevamente; y en prevision, el novio la retuvo con su brazo por la espalda... No habían pasado diez minutos y la luna los cogió en la insolencia de su luz..., una luz clarísima, sobrada para tenerlos allí en culminadora y peligrosa exposición ante las más o menos distantes ventanas de algún vecino que tomase el fresco. A la insistencia de ella por marcharse, propuso él saltar la tapia: «¿Qué más daba, y se ahorrarían aquellos títeres?»... ¡En realidad, como siempre faltábanle a ella para sus reparos argumentos!; en realidad daba igual... Saltó Esteban, y se sentaron junto al pozo. El sitio de más sombra. Los eucaliptus les vertían encima sus ramas bajas. La humedad mantenía fresca una hierba fina alrededor. La poyatuela de los cántaros tenía una especie de respaldar en ángulo entre el brocal y la pila; pero, poco alta, estrecha, muy estrecha, sobre todo, por más que la delicadeza del novio procuró al principio no tocarla con su cuerpo, tardaron nada en perder esta etiqueta... Además, la losa de la poyata, irregular, no les consentía recostarse fácilmente... Y, en suma, que sin quererlo y sin pensarlo..., sólo con abandonarse al giro de la conversación y a las perfidias de la comodidad, ambos a las dos horas hablaban enlazados, hombro contra hombro, cara contra cara, besándola él más que diciéndola las cosas a menudos besos en la oreja, y teniendo ella un brazó de él detrás como respaldo... Pero un beso, otro gran beso, el primero que ella daba ansiosamente porque sin saberse cómo los labios de él encontráronla la boca..., la restituyó en sí misma al aviso de un reloj que sonaba las tres por la calma de los aires. Se levantó, y no pudo indignarse: ¿contra quién?... ¿Acaso Esteban habíale pedido este beso ni ninguno...? No eran ellos. Era la estrechísima poyata. De haber estado en dos asientos frente a frente, no hubieran habido besos ni abrazo, ¡el abrazo aquel que duró toda la noche!

A la tercera, Antonia habría querido mayor circunspección. Mas... ¿cómo?... La luna bañaba alta todo aquello, no había sino la poyata, a menos de sentarse en la tierra, y no había tampoco ya motivo para esquivarse de confianzas aceptadas. Se besaron, pues, tantas veces como le caía bien a la frases cariñosas, y ella esperaba en balde una osadía, un atrevimiento más, una sola incorreción, en fin, que la permitiese protestar en nombre de la verdadera honestidad... ¡No! ¡Delicadísimo! Hasta cuando enmudecían los dos porque el beso hacíase largo... porque languidecían las frentes en los hombros y los brazos oprimían convulsos..., las manos de él sabían permanecerle reverentes, religiosas, en igual descuido que respeto. Un descuido que la ganaba a ella, que la inundaba de fe y como de divinidad. Un descuido semejante al de hermanos que pudieran ser novios ángeles, puros en toda su carne de inocencia, y en que ella le iba entregando sus dolores, su alegría, y hasta los secretos más hondos de su alma. ¡Creía haberle hablado una eternidad y haberle oído y haberle dicho todo, todo lo que ya jamás podrían decirse!

A ratos, desde esa noche, y más en la antepenúltima y la última, cuando Antonia le contaba penas de su casa, de su padre y de su madre, él, oyéndola en congoja muda, reclinado ya no importaba si contra el hombro de ella o contra el pecho, como un niño que se va a dormir, solía advertirla incómoda en una actitud mucho tiempo prolongada; entonces cambiábase, y unas veces se le sentaba a los pies, rodeándola con infantil abandono los brazos a las rodillas, y otras se tendía francamente entre la poyata y la hierba procurándose por almohada su regazo...

Y ella recostada atrás, y el novio en tal reclinatorio sintiéndose la caricia de las manos bellas por la frente... charlaban, charlaban ambos, siendo éstos los más puros momentos de aquellas horas de infinito, porque diríase que se olvidaban uno de otro para sentirse nada más de alma a alma sus dolores.

¡Oh, sí!... Estaba cierta de la nobleza de todo esto que iba recordando. Mas, aunque no sentía pesar, aunque no podía sentirlo por lo pasado, por lo actual, por lo que esta misma noche y mañana y tantas noches habría de volver a inundarla de purísimo embeleso..., sentía un espanto horrible ante el largo porvenir, por las tremendas mutaciones que en el tiempo, por cualquier azar y asimismo con plena rapidez, podría alcanzar una confianza que había llegado a tanto en... ¡cinco noches!

Nunca ella, que respetaba profundamente su pudor, sufriría en la voluntad el impulso de perderlo; más ¿tendría la voluntad de resistir, allá en sus narcotismos de abandono, si fuese de él la iniciativa?

Se estremeció.

El estremecimiento la hizo recogerse y doblegarse toda, hecha un ovillo, a un rincón de la butaca. Púsose a reflexionar si habría ya algo de voluntaria invitación, de «iniciativa», en las desesperadas frases que él solía oponer a este rigor de la madre de ella contra ellos.

«Una noche, Antonia, te cojo, y nos marchamos... ¡para siempre!, ¡por ahí!», ¡habíala dicho hacía tres noches! Y luego insistió de modo tal en esto, que tuvo que tomarlo en serio, Antonia, aunque sólo fuera por mostrarle la insensatez de romper con sus familias dos criaturas, sin nada ella, sin nada él...

«¡Una noche, Antonia, te cojo, y nos marcharnos!», insistíala aún el testarudo a la otra noche. Creía quizá haber hallado la solución a través de lo imposible... «Los buscarían, los harían volver desde Madrid, y no habría otro medio que casarlos»... Pero ella, más serena, presentó dificultades harto poco imaginarias, harto poco caprichosas: ¿disponían de medios ni aun para la breve fuga con semejante intención? ¿Qué tenían siquiera para el viaje, en coche o en diablos, puesto que no partían trenes de Badajoz más que de día?... Irse a las ocho de la manaña a la estación, como dos bobos, fuese hacerse coger al lado allá del puente, lo mismo que si hubieran ido a pasearse en el Campo de San Juan. Y Esteban..., los dos tal vez, se renegaban de que de tantas cosas, unas ridículas y otras crueles e implacables, dependiese su destino.

«Una noche, Antonia, alguna vez..., y ya que no te parece fácil el escándalo del viaje..., sin viaje y sin escándalo y sin nada habremos de llegar a... no importa qué... que obligue a tu madre a casarnos»... Esto habíase oído anteanoche, y, casi con iguales palabras, anoche... ¡Y esto era lo grave! La oprimía Esteban toda contra él, mientras decíalo, y ella, en ambas ocasiones, llena de terror, habíase limitado a quitarle la boca de la boca y a cerrar los ojos en protesta... Nada le contestó, por no querer adivinarle...; y Esteban, hasta el mismo amanecer, la estuvo envenenando con una extraña fantasía de... ambos en Madrid, casados, libre el estudiante de su infierno, de estudiante, estudiando más, incomparablemente más hasta acabar la carrera, y perdonados y queridos y sostenidos en una fonda los dos por sus familias...

«¡Sí! -pensó la novia irguiéndose de nuevo en la butaca-, ¡ése es el peligro!»... Esteban no la había propuesto determinantemente nada a que ella debiese determinadamente contestar; ¡pero su intención, bien clara!... ¿Qué habría pasado en aquellas horas locas si él insiste? ¿Qué... de atroz, de enorme, de irremediable..., de lo que seguiría ya siendo irremediable y enorme y atroz, con la fuerza de los hechos, en esta misma hora y en este mismo cuarto en que ella estaba pensándolo con el horror todavía de sus intactas purezas?

Y el horror la levantó.

Lloró.

No comprendía la injusticia con que su madre la guardaba la virtud poniéndola en el trance de salvar su amor con la deshonra. No comprendía la absurda necesidad de estas relaciones de trampas y de riesgos. No comprendió tampoco, ahora, en el momento de lucidez que entre lágrimas recibían como del aire sus ojos finos y espantados, la cobardía de ella misma, para otras cosas tan valiente, que impidiéranla ir en busca de su madre y explicarle «la digna realidad de aquellas palabras de la reja...». Le confiaría que el novio era su vida... y le imploraría y decidiríala a que pudiera seguir este cariño, al amparo de ella, su marcha noble y regular.

Un ímpetu la hizo abrir la llave de la puerta -que cerraba a pretexto de los niños-, y la lanzó en busca de su madre.

Cruzó el pasillo, cruzó la sala..., y en el gabinete..., ¡oh!..., ¡ante la vidriera del tocador, detúvola la muralla infranqueable del respeto!

¡Con su madre, siendo su madre, tenía ella menos confianza que con una amiga de dos días!... Al revés: una reserva hostil, por culpa de aquel respeto a través del cual y de corazón a corazón se amaban hondamente. La salvaría si pudiese adivinarle a la hija la tremenda situación, y la hija que lo ansiaba se sentía desfallecer al simple pensamiento de explicarle la aventura de Renata. ¡Un miedo... el hablarle cosas de cierta intimidad! ¡El miedo del secreto..., que justamente por serio en nombre del respecto y la pureza, antes que tenerlo que romper la había hecho a ella pasar para con su madre por indigna, como ahora la arrastraba a la traición y la locura!

¡No, no comprendía por qué a una madre no se la pudiera ser más franca que a un novio!

Incapaz de abordarla, y siéndole indispensable, no obstante, su amparo, sentóse humilde cerca de su amparo. Una esperanza la animaba: la de atreverse tal vez..., si ella al salirla interrogase, notándole la pena.

Venía a pedirla socorro en su abandono, a pedir que la protegiese en su inminente riesgo de impudor, que la guardase su virtud.

Mas..., ¡ah!..., esta idea de «la inutilidad de la virtud por sí sola» que resurgía tan terminante en sus entrañas la llenó de confusión. Miró enfrente el dormitorio, de su madre, la lujosa cama azul que le pareció maldita desde... aquel día... y el corazón le dijo: «Discúlpala...; tu madre no tiene otra madre que la guarde!»

¿Y qué quería con esto decirla, entonces, esta cama?

¡Oh, temblaba!...

Pero las lágrimas secábanse en sus ojos.

En su cuita miserable veía no menos miserable la salvación que buscaban sus angustias. Una virtud que necesitaba que alguien otra vez la vigilase encarcelada tras los hierros de una reja. Una virtud que, con la convicción de su debilidad, venía ella misma a procurarse un carcelero. ¿Qué especie de brava bestia necia era la virtud?

Pensó en los días de «su virtud inocente»... a la ventana y tuvo que apiadarse un poco de sí propia y de todas las inocentes novias que por tantísimas ventanas «creerían en su virtud»... ¡Para saberlo tendrían que saber de un huerto y de una tapia siquiera cinco noches! Dábale vergüenza esta especie de moral destrozo que habría de refugiarse en la...

Sintió ruido. Su madre.

Sorprendida en tal vergüenza, la ocultó con esfuerzo de su gesto... y tomó del velador contiguo un Nuevo Mundo.

-¡Hola! ¿Qué haces aquí?... Te aburres, ¿eh?... Bueno, prepárate... Saldrás conmigo, mujer..., a casa de las de Prida..., ya que parece que vas curándote del novio... ¡Qué novio del alma mía! ¡Aire, a vestirte!

-¡No, mamá! ¡No tengo ganas de salir!

-¿Que no?... ¿Cómo que no? Mira, mujer, yo que creía... ¡Pues ahora digo yo que sí!... ¡Y a la calle de San Juan! ¡Te quiero ver delante del mono ese... y saber si todavía te ganas alguna bofetada!

Se había parado a decirla esto, y la hija la vio partir, con la toalla en los hombros y todo el pelo lleno de peinetas. Comprendió que nunca tendría el valor de replicarle una palabra. Y fue también a obedecer..., a vestirse.



Salieron.

Había sido el de Antonia un encierro de diecisiete días.

Las calles y las gentes quitáronla no poco la exageración de miedos de su histérico aislamiento.

Sin ver a Esteban, por suerte, en la calle de San Juan, pensaba en él con calma. La encontraban más guapa las amigas. Le preguntaba por el novio... ¿Estaba fuera?... Creían ellas que la fiel le guardaba el luto de la ausencia. Y esta comprobación de que Esteban consagrábale su recuerdo, todo el día, en la soledad de sus estudios y del campo, según él mismo habíala dicho, le daba la medida de su amor y su lealtad, de su gran discreción, de su nobleza..., de cuánto en él debiera confiarse...

A las diez cenaban. Hasta las once y media tocó el piano. Y a las doce se acostó.

A la una, muda y negra la casa, salía del lecho la que habíase entrado en él con medias, se calzó a oscuras los zapatos, se puso únicamente una blusa y la faldilla, y salió a abrir... puertas.

Eran tres: la del patio, la del corral y la del huerto.

En el pozo, ya esperaba él, que la asustaba siempre.

Vino, y la besó, como siempre, para convencerla cuanto antes de que no era un fantasma ni un ladrón. La llevó por el talle a la poyata y se sentaron... como siempre.

-He salido, ¿sabes?

-¿A dónde?

-A la calle de San Juan.

-¡Ah!

-Sí, con mi madre... ¡Ya se cree que no te quiero!

Un súbito abrazo y fuerte beso a plena boca fueron el pago de la pena irisada de malicia con que Antonia dijo esto. Pero tenían que hablarse mucho, y el beso se cortó en suspiros. Hablaron, pues, de las amigas, de la calle de San Juan. Ella ponderaba su sorpresa de haber sabido que se estaba en vísperas de feria -14 de agosto-. Luego, mañana, la Virgen.

-¿Cómo? ¿Lo ignorabas?

-Sí, hijo. No sabía ni en qué día iba viviendo. Al salir me chocó ver tan animadas las calles.

-¡Claro!... ¡Portugueses!... Toda la Memoria, y San Francisco y la plaza de Moreno Nieto están llenas de puestos y de pabellones de baile. Mañana es también la corrida.

-Los toros, sí; creo que vamos. Y además el baile..., ¡eso te quería decir!

-¿Al baile?... ¿Al baile vas?

-¡Al baile! Y se me figura que a todos. Paquita Rey y su mamá lo han tratado con la mía.

-¡Oh!, pero entonces..., ¿es que no vamos a hablarnos estas noches?

-Por eso te lo quería decir.

-Pues... ¡no vayas!

-¡Bah! ¡No puedo! ¿Quién se opone a mi mamá? Como que yo creo que me ha sacado, al fin, para que la acompañe: le gustan los bailes. Clarita es demasiado chica para que se pueda mi madre disculpar con que la lleva... Quien no ha de ir eres tú...,¡desde luego!

Los había apartado la tristeza. Esteban rebelábase ante la idea de interrumpir estos coloquios por unos días, por cinco días, por más tal vez, pues que la feria solía prolongar sus diversiones... ¡Maldita feria! Y claro, si del pabellón del Casino salían de madrugada, ¿cómo venir al huerto?... A primera noche tampoco..., músicas, teatros, paseos...; y estarse, además, el novio todo el tiempo sin poder ni verla por ahí... Charlaban, charlaban, tercos, cada uno desde su punto de vista. Pasó una hora, y no habían podido entenderse...; él quería que ella se fingiese enferma; ella argumentaba -¡oh, sí, y qué bien argumentaba en esto que tenía argumentación!- que si la enfermedad «fuese grave», hasta meterse en la cama, su madre no saldría, llamaría al médico, y aun suponiendo que pudiera engañar a todos, se quedaría alguien levantado por cuidarla; si fuese leve, iríase su madre al baile, se quedarían las criadas esperando... Al fin, convencido Esteban, que era razonable, volvió a estrecharla y a besarla, como a un tesoro que podía perder -que iba a perder por tantas noches- mientras seguían al menos, afanosamente, proyectando el modo de verse y entenderse... Por lo pronto escribiríanse a diario por Mauricia. El pabellón del Casino estaba en la Memoria, y como era abierto, él podría mirarla sin entrar y ella llevaría en el pelo y en el pecho rosas blancas; sabiendo que se situase él del lado de la muralla, por ejemplo, Antonia, como al descuido, se iría quitando rosa por rosa y tirándolas afuera... para ir quedándose «desadornada» en su honor. Además, en San Francisco, en los toros, por las calles... siempre al encontrarle llevaría el pañuelo en «la mano del corazón», en la izquierda... Y se besaban, y hablaban, estrechándose cada uno al otro como un tesoro que podría perderse...

Les daba tono el ambiente de ruidos esta noche, tono como de ansia, como de angustias en mitad de la emoción del mundo que los iba a apartar por varios días. Los perros no cesaban de ladrar, y sonaban de poco en poco borrachos y guitarras. Habían sentido coches de forasteros que vendrían a las corridas, y los perros, principalmente, parecían locos: uno, atiplado, de mal genio, allí en la vecindad, contestaba a un mastinazo que contestaba a otro; y a los tres, mil, cuantos había en la ciudad, sentidos en diversos ritmos y distancias, como si en esta calurosa noche fuese Badajoz la sede de todos los perros de la tierra.

Acabaron Esteban y Antonia por no hablarse, oyendo aquello, con las bocas juntas en una succión de venenos infinitos. Sin darse cuenta, habían ido deslizándose desde el estrecho asiento hacia el ribazo de césped que le formaba a la pila una alfombra de frescura.

La poyata servíales de reclinatorio y respaldar, y un brazo de ella sobre la piedra, de almohada para los dos.

-¡Ah!, ¿sabes?... -exclamó de pronto, porque se acordase... o porque quisiese interrumpir esta embriaguez que la mataba-. ¡Tienes un rival! ¡En la calle de San Juan me ha mirado mucho un forastero!

-¡Bah!, ¡uno!, ¡qué cosa! ¡Te miran tantos! -dijo él, cuando pudo reponerse del trastorno de delicia que le arrancaba aquella boca.

Quiso Antonia tal vez retreparse hacia el asiento y no pudo. El brazo del novio seguía enlazándola la espalda...; sólo consiguió, a pretexto de encoger los pies, doblarse y separar un poco el cuerpo. La luna les daba ya hasta la cintura; y como ella había quedado con la cabeza más alta, sobre el codo, no pudo advertir que en el desorden de abandono se le habían despreso unos cuantos botoncillos de la blusa y que Esteban la miraba dentro rosadas semisombras...

-Pero ese forastero -insistió ella, buscando cualquier trivial conversación que los olvidase de «tanto olvido» en ellos mismos- no es de los de las fiestas. Está en Badajoz hace un mes. Viene de ingeniero jefe de minas.

Él miraba, miraba las penumbras de misterios rosa y de encajes blancos, y no se atrevía a moverse porque esto no fuera advertido y corregido. Ella, con el brazo libre, procuraba prenderse el pelo que se le había deshecho en negro bucle por el hombro.

-Sí, viene de ingeniero jefe de la provincia y se llama don Carlos Navarro.

-¡Ah!, ¡qué informada estás! -no pudo esta vez por menos de oponer Esteban.

El juego del brazo de ella, llevado a la cabeza más alto, habíale acabado de entrecerrar la blusa.

-Lo sé por Paca Prida. Es un hombre guapo, alto, elegante; pero que digo yo que tendrá cincuenta años. ¡Mira lo que son las cosas!... Desde que está aquí, creo que trae en revuelo a las muchachas..., ¡qué atrocidad! ¡Y puede ser el abuelo de nosotras!... Pues, nada, hijo..., juraría que Paca y su mamá nos acompañaron hasta casa por ver si se nos veía detrás... Ella dijo el nombre. Yo pensé que sería el gobernador, y ya me daba rabia que tanto pasase y me mirase..., solo, tan tieso, tan negro, con sus lentes y con su barba partida y recortada, que todavía la hacen más negra algunas canas. ¡Tampoco a mi madre le disgustaba que me mirase, por lo visto!

-¿Por lo visto?... Y «por lo visto»... ni a ti.

-¿A mí?... ¡Hombre!

-Le habrás mirado tú, para saber que te miraba.

-No. Es que es imposible no reparar en su descaro. Creo que mira igual a todas las mujeres. ¡Tiene fama ya!

-Oh, nenita..., reparar no es precisamente fijarse de ese modo..., ¡hasta el número de canas!...

-¡Qué tonto eres! Pero si es un hombre que se ve todo de una vez..., que se mete por los ojos... ¿Te da celos?

La comprendía el novio. Inclinada encima de sus ojos la cara de ella, veíala el alma en la sonrisa que queriendo ser traviesa era sólo de candor. Sí; la comprendía, la adivinaba ampliamente...: huíale enamorada, espantada de ella misma, pretendiendo refugiarse y distraerle con la leve y gentil coquetería en que al menos son maestras todas las muchachas... Pero él deseó volverla fácilmente a su dominio, respondiendo:

-¡Celos, yo! ¡Por ti!..., ¡fuese ofenderte!

Y rodeándola el otro brazo por detrás de la cabeza, y aplastándola la boca con un beso, añadió:

-Mira el... señor... ¡si nos viera!

-¡Por Dios! -comentó Antonia únicamente, volviendo a ser atraída por el yugo de los brazos.

La exclamación, no supo ella misma si pudo referirse dulce y pícara a la broma del «señor», o más bien, dulce y alarmada, a la involuntaria e imprevista torsión que le había hecho caer el busto sobre el novio. El beso..., el tremendo abrazo..., seguían ávidos, crispados, eternos... Voló hasta los confines de lo ignoto el recuerdo del «señor». Los corazones palpitaban...; se sentían; y sentía la virgen aterrada y muerta, inmóvil, atada allí por las lianas de la gloria de un delirio, cómo el Esteban cruel le estaría sintiendo elásticos los senos a cada respiración fatigada por el beso que ya dormían los dos en el húmedo néctar de los dientes...

Le huyó la boca por fin y le rodó suspirosa la cabeza a un hombro. Él, sufría ahora la Dama de su aliento en el oído, y persistía oprimiendo el celeste cuerpo contra sí en una quieta opresión que era inmortal...

La oyó gemir, estremecida de pronto:

-¡Qué pena!... ¡Qué pena!...

-¿De qué? -recogió él también como en un soplo.

-¡De mi madre! ¡De querernos!... ¡Ella lo sabrá... y lo impedirá!

Lloró contra la cara de él, en silenciosa explosión de lágrimas. Nobles lágrimas que eran ya de histérica gratitud sobre el enorme abrazo de quien sabía acogerla con pureza en todos los abrazos. Se abandonaba, pues, alma y vida, con fe suprema..., como hermana, como novia arcángel..., como si, divinizada su carne, quisiera también compenetrársele en el ser confiándole la guarda de su virtud ¡más que a sí propia!

-¡Mi madre, lo sabrá!... ¡Lo sabrá y no volveremos a vemos, más o menos pronto!

-¿Por qué?

-¡Porque sí! ¡Estoy convencidísima!... ¡Figurate tú..., si no una noche, otra!..., ¡en tanto tiempo!

Convencimiento y obsesión, esto, de él, asimismo no tuvo el dolor de Antonia que decirle más para dejarle medir todo aquel infortunio fatal y abominable. Constituía precisamente, cada noche, al venir en busca de ella, su miedo... ante el peligro, ante la seguridad, podría decir, de que... «ya la hubieran sorprendido en tal arriesgadísimo trance de abrir puertas»... Una simple criada que se levantase a beber vería descorridos los cerrojos...

-Oye, Antonia, ¿por qué no le hablas a tu madre?

-Porque sería inútil: ¡la conozco! Y esta tarde he podido acabar de convencerme.

-¿Inútil?

-¡Por completo! ¡En absoluto!... ¡Nombrarte, decirle de ti lo más mínimo, equivaldría a haber acabado nosotros para siempre!

La persuasión era rotunda. Hería a Esteban... como el martillo que hace añicos una última esperanza de cristal; y hubo unos segundos de horrible desaliento..., y sus brazos, que habíanse abandonado por la espalda de la triste, volvieron a ceñirla con el ansia del tesoro... que iba a perder por unos días..., que podía perderse para siempre..., ¡para siempre!..., que tendría indudablemente que perder... ¡y que no quería perder!

-¡Antonia! -dijo de un modo enérgico y extraño, mirándola los ojos-. ¿Me quieres tú?

-¡Oh! -repuso ella con un aturdimiento.

-¿Cómo a tu vida?

-¡Como a mi vida!

-¿Más que a tu madre?

-¡Más... que a mi madre!

Leve el titubeo, concesión tan sólo al prestigio de un nombre y un respeto. El divino amor, en la faz maravillosa, lo borraba. Vibró la expresión fulmínea de una desesperada voluntad, en los labios de él... y lo que habría sido previo anuncio innecesario, se redujo a estos fuegos de centella.

-Entonces..., cuando ella quiera... y desde esta misma noche... ¡será tarde! ¡Porque tú...!

Le unió la boca y dejó a la amada bebiendo elixir de delicia que acallaba su protesta y razón... Largamente. Largamente. Ella había cerrado los ojos..., ¡la virgen!, ¡la niña!..., ¡la mujer que florecíase de vida bajo el cielo!... Él, quieto, implacable, sabía lo que quería..., lo que quería pleno y totalmente y hasta el fin, de cálculo y de escándalo..., de seguridad y de evidencia de que fuera suya y para siempre la que nadie más le pudiese disputar... Pero el beso, que intentaba más que rendir a una inocente vencer en porvenir a una tirana madre testaruda, también iba ganándole, ganándole..., al sabio..., nublándole sabidurías de la conciencia con velos de un todo azul y actual inmensidad en que sólo iba quedando el bellísimo misterio de mujer que palpitaba entero entre sus brazos...

¿Sabía ella? ¿Se daba cuenta?... Pálida a la penumbra de la luna, parecía muerta en un ensueño.

Olía a nardos, y habían dejado de ladrar los perros. Era inmenso el silencio ahora. Sólo allá como fondo del silencio mismo, exhalaban su estruendo eterno los molinos del Guadiana.

-¡Esteban! -quiso Antonia de improviso rechazar.

Y él la oprimía, él la volvió a aplastar la boca... y ella no supo explicarse por qué tenía desnudo un pecho y ardiendo en el suave fuego de una mano.

De haber podido oír, hubiesen oído el taf-tear de un automóvil que cruzó por San Francisco. Pero sólo oían sus respiraciones de congoja.

-¡Sí!, ¡eso!, ¡toda mía! -dijo Esteban a otro estremecimiento de la novia pudorosa.

Fue en seguida una lucha breve y dulce de un pudor y de un amor contra un amor. Fue en seguida un abandono en agonía de suave estatua blanda..., y fue un grito... que turbó apenas el silencio, ahogado por mil besos...

Cruzó el cielo un ave de la noche.

En la hierba, en el borde de la luna, junto al pozo, había sobre la boca de la inerte un rumor de besos ávidos, pequeños, únicamente sonoros como hojas de rosa al estallar. Besos que también llamaron luego en la boca de agonía a otros menudos besos de pétalo de rosa o de mariposas del pudor, fugitivas a bandadas en el triunfo inmortal de dos amores que... ¡ya no eran más que uno en una vida!...

Tostaba el sol. Hervía de gente todo esto. Aquí estaban las ruletas, las rifas de navajas, los puestos, de buñuelos. No importaba; entre la multitud se pasa inadvertido como en la plena soledad. Entró, pues, en casa de Mauricia. Entregó la carta y recibió la carta. De sus diez duros de feria, le dio dos. Pero había entrado hasta el fondo, porque la buena mujer tenía en la salilla gitanos y melones y venta de peces fritos y vino y aguardiente, y cruzáronse deprisa las palabras.

-Estas noches, no vendré..., va la señorita de bailes.

-Me alegro. Yo también tendré aquí gente. ¿A qué hora se fue anoche?

-No sé.

-A las cuatro, los sentí. Y al poco fue de día. ¡Qué atrocidad!, ¿no choca en casa de usted... a esas horas?

-No, Mauricia. Como hace este calor, que se asa uno en las habitaciones, he dicho que me estoy con los amigos, al fresco, en el campo de San Juan.

-De todos modos, alguna vez ¡los cogen!

-¿Quién?

-¡Su madre! ¡A esa criatura!

La llamaban los gitanos, y Esteban le dio otro duro. Mauricia le sonrió y le despidió rendidamente.

La carta, con lápiz, decía:

«Te escribo a escape. Sin tiempo. Llamándome mi madre. Vamos a los toros.-Tu Antonia.»

La besó. Comprendía que no le escribiese sino esto... A él le habían despertado también para la mesa, y desde la mesa aquí, sin mas que llenarle de un pliego tres caras. Pero la encantadora verdad de la esquela de ella, era ese tu tan convencido. «Tu Antonia.» ¡Sí, sí; bien suya!

Fue a casa, por unos excelentes gemelos de campaña de su cuñado Ramón; buscó inmediatamente a los amigos, por las cervecerías de la calle de San Juan, y juntos marcháronse a la plaza. Los amigos se admiraban de verle, y más de oírle que no salía por estudiar... «¡Hombre, estudiar en vacaciones y hasta dejando a la novia!»... Siempre le habían tenido por un extravagante. «¡Éste... es que le suspendieron!», hubo de comentar aparte Sergio López (que llevaba, naturalmente, corbata grana y el sombrero de Sevilla), con la aprobación de los demás. Y aquí, en el tendido, notando la disimulada insistencia con que durante toda la tarde volvíanse los gemelos de Esteban al palco de Antonia, y notando que ella ni por casualidad enfilaba los suyos a esta parte, le dieron broma sobre si su misantropismo obedeciese o no a la pena de haber sido calabaceado por la novia... «¡Sí, sí, Esteban: esa niña se está con su guapura poniendo un tanto estúpida!»... Y Esteban, viéndola en verdad divina con su mantilla blanca y sus rosas rojas, allá en el no inmediato palco donde la mamá, por suerte, te caía de espaldas, orgullosamente deploraba la torpeza de estos infelices que no podían adivinar..., ¡que le creían «despreciado» por la que no soltaba ni un instante de la mano izquierda su pañuelo! Hubo un percance: un banderillero, el Chato de Jaén, sufrió una cornada terrible en la barriga. Le sacaron entre cuatro, y se desmayaron algunas señoritas y unos cuantos portugueses.

Por la noche, San Francisco, con dos músicas, entre las guirnaldas venecianas. Mucho polvo, y una de gente que era imposible pasear; únicamente dos veces, y mal, pudo Esteban ver a Antonia sentada con su madre. Después de la cena, el baile en la Memoria. Y a esto vino solo... condenado a permanecer con los mirones en lo oscuro. Le daban envidia sus amigos. Bailaban con ella. Le dirían, «por si ella no lo vio», cuánto la miró por la tarde. Le dirían también «que se apiadase de él», y a la burlona compasión picada de egoísta interés con que siempre a una bonita le dicen los amigos estas cosas, ella tendría que contestar con inocencias de niña..., de niña... ¡Oh, la niña de níveo traje corto como de primera comunión... y que tal vez llevaba otra niña en las entrañas! ¡Qué suya, qué suya era esta... MUJER y cuánto entre las otras chiquillas estaría sufriendo por simular sus plenos candores de chiquilla! A las dos y media, cansado Esteban, ser retiró un poco más y se sentó en la muralla. Veía lo mismo el pabellón entre los mástiles y las percalinas; su Antonia, de rato en rato, deshojaba una rosa con los dedos; pero no podía arrojarlas fuera, porque había por las barandas una triple fila de muchachas y mamás. A las tres recordó que... «hacía veinticuatro horas que adquirió sobre esta mujercita sus derechos absolutos». ¿Lo estaría recordando ella?... ¡Oh, sí, debía de sufrir mucho, forzada a estas fiestas cuando más quisiese estar a solas con su dulce drama enorme! Un ambiente de drama también alzábasele a él por el alma bajo el peso deliciosamente abrumador de la gloria que se había conquistado con su Antonia para siempre. «Ella sabe -pensaba- que la estoy mirando; que la está mirando su destino.» «¡Tuyo, te lo juro!», añadía como mostrándole en cruz su propio corazón al Dios del cielo. El heroísmo de una mujer enamorada que en el mismo umbral de su niñez da su honra..., que al ofrendarla no ignora que da la esperanza entera de su ser y de su vida sin que ya nadie jamás, sino el elegido, pueda hacer de ella una diosa o una mártir..., llenábale de admiración de calofríos. Y todo esto, con un poco de crueldad divina, habíaselo él escrito hoy en la carta.

Al día siguiente, igual; cartas en la siesta, toros y baile. Y al tercero, lo mismo, aunque sin toros, porque no había más corridas. Tal fue la razón de que pudiera ser algo más explícita ella en su carta del día penúltimo de feria. «¡Qué ganas tengo de hablarte!», decía, remitiendo indudablemente a la primera entrevista lo que de su corazón tuviera que contar la infortunada feliz. Avisábale que si cesaban los malditos bailes el 20, «saldría a esperarle»; y concluía: «Te advierto que, yo no sé por qué, creo que mi madre se fijó en que anoche en el paseo hacíamos por encontrarnos lejos de ella, al dar las vueltas, y en que no suelto de la mano el pañuelo todos estos días. Por si acaso, no lo llevaré. En cambio, me pondré en el corazón una rosa roja.»

¡Cuánta belleza vio él en este símbolo! Por lo demás, era cierto: despoblado Badajoz de forasteros, el paseo quedaba reducido en San Francisco a lo normal, ¡y estaba más que práctica la madre en cosas de señitas y artimañas!... Por la noche, en vez de permanecer siempre ante el baile, Esteban prefirió escribirla en El Suizo largamente. Y cuando se levantó en el nuevo día, a las doce, y salió bajo el tórrido sol de las tres para llevar la carta, iba contento.

Una noche aún, y a la siguiente la gloria de su Antonia. ¡Cómo la había esperado en estas fiestas de alegría para los demás..., de tormento para él! En el Casino tuvo buen cuidado de informarse sobre que «desarmaban mañana el pabellón». Meditaba, cuando llegó a la puerta de Mauricia (que ya no tenía tampoco venta ni gitanos), si debía declarársele francamente y pedirla... una habitación. Antonia podría saltar sin gran dificultad la tapia...

Pero Mauricia le aterró. Le había recibido tras la puerta con cautelas y aspavientos. Atrancó y le llevó a lo más oculto de la casa:

-¡Señorito, por Dios! ¿Usted qué sabe?... ¿Y si ahora vienen y me prenden? ¡Ha habido una aquí hace una hora!... ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por la Virgen y los santos!

No podía hablar. Se atragantaba. Esteban pensó que se tratase de alguna pelea de los gitanos, y de algún gitano muerto. Quizá lo habrían dejado aquí..

-¿Qué? -preguntó.

Y como ella no respondiese, con sus manos en cruz y sus viajes, insistió lleno de angustia:

-¿Qué?... ¡Los gitanos!...

-¡Qué gitanos, don Esteban! -rompió al fin la atribulada-. ¡Ahí en la tapia misma!, ¡la madre..., que no hay gitana más grande! ¡Me ha puesto!... ¡Oh, Dios mío!... ¡Me tuve que esconder!... Figúrese que estaría al acecho, o donde sepan los demónganos... y que llega la pobre señorita con su carta y... ¡plum!... ¡Dios mío!, ¡qué boca!, ¡qué madre!..., ¡qué modo de arrimarle a la criatura bofetadas!..., ¡qué...!

-Pero... ¡La madre! ¿Qué madre?

-¡Toma, la de ella! ¡En persona la «Gamboa», como una tigra..., que luego dicen de señoras!... Vale que me entré, como le digo..., porque es una prudente y no busca cuestiones!... Pero salí, al rato... y... ¡Venga!, ¡va usted a ver!

Se levantó. Le llevó llena de sigilos a la tapia, subió al cajón, hizo que él subiera y se asomase, y terminó de explicarle:

-¡Ve esos clavos? ¡Nuevos!... Pues son los que un herrero acaba de ponerle a un candado y un cerrojo... ¡Conque... para que haiga más cartas!

Se apeó. Tiró de él.

-¡Por Dios, que no le vean!

Y un momento después, Esteban iba por la calle, al sol, como un borracho, sin saber a dónde iba.