En la carrera
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IX

Capítulo IX

Madrid, tras dos semanas de lluvia, que había mojado ya los renuevos tiernos de los árboles, resurgía en una definitiva y dulce primavera oliente a acacias, a lilas, a nardos. De vuelta de las clases, Esteban se paraba en los paseos a contemplar las platabandas de alhelíes y a las yemas verdegay que formaban en las oscuras ramas de los cedros sumidades muy vistosas. Esto, y las grecas y festones hechos con los tonos claros de picadas hierbas sobre el trébol, recordábanle las zapatillas de cañamazo y lana dulce que a su hermana él había visto bordar alguna vez. Los jardineros madrileños eran buenos bordadores, y en medio de cada florón del jardín, una estatua blanqueaba.

Le daban ahora tanta envidia estas estatuas, al sol, bajo las ramas y los pájaros, oyendo no lejos el eco de una fuente, como frío y compasión habíale dado tiempo atrás el pobre Goya, sentado y sin poderse mover de su sillón de bronce de la escalinata del museo, ni en los más terribles días de huracán y de granizo.

El Prado le embelesaba. Desde la sombra de un banco veía a los niños jugar. Los había preciosos. Las había preciosas, niñas también como ángeles. Las cofias pálidas, llenas de cintas, caían a maravilla sobre los tirabuzones rubios, negros, y sobre las caras de rosa. A veces conversaba con algunos más pequeños, despedidos en enfado por los otros. Hacíale gracia ver cómo pasaban del llanto a la sonrisa, y del recelo a la confianza, con unos pocos barquillos. Las niñeras y las institutrices, en cambio, coqueteaban alrededor, creyendo que toda la maniobra de él sería por cortejarlas.

No era así. Precisamente un afán de paz y de pureza, de compasión cándida y bella contra aquel crudo desastre del anfiteatro y contra aquella horrible asturiana de su casa traíanle a respirar un poco la inocencia de los niños y las flores. Llegaba aquí desde San Carlos; llegaba aquí, después de haber revolcado en su cama algunas noches, al pedirle el vaso de agua de dormir, al estafermo aquel de la asturiana, que al desabrocharse enseñaba tres chalecos. Además, estas institutrices y niñeras, tan lindas muchas, le llevarían, en todo caso, una constancia y un tiempo que hacíanle falta para los libros.

Su vida se había fijado en una armonía de orden sin dinero; pero armonía forjada en desengaños y tormentos sobre una conformidad estoica. Si la dicha está en la paz, era dichoso. Un gran maestro, Madrid. En cuatro meses le había enseñado más que Badajoz en tantos años. Agotadas las sensiblerías que púsole en vaporización violenta este gran pueblo, consideraba cada cosa bajo una significación que se avenía bastante bien con las demás: lo mismo la carnicería de San Carlos y las estatuas y el sol, que sus lujurias fugaces con la asturianucha Andrea y sus ansias puras por los niños. ¡Todo de la vida... de la amplia! Vida tan vasta y una en el fondo. Se le había ocurrido un tarde volver a San Francisco, y le costó trabajo creer que un cura, si le confesase, llegara a tomar como pecado que se acostase él con la asturiana. Esto era a lo sumo... «buen estómago» por parte de quienes apechugaban con semejante bicharraco, la Burra también, y Morita. La religión debía de estar equivocada en sus rigores. ¿Cómo iba a ser pecado una cosa que sin perjudicar a nadie venía para él a convertirse en base de su orden y en salud? Estaba más gordo. La Burra, lo mismo, más lúcido, y desde antes. Ágiles los dos, hasta para el estudio, como unas máquinas a las que de un modo natural se les quitan las escorias. La misma fealdad de Andrea los contenía.

«¡Salve, Andrea!»..., contaban ambos, con Morita, que se había arruinado por el juego, cuando ella entraba a algo, interrumpiendo el estudio de los tres. ¿Reparar en herpetismo? ¡Viva el herpetismo! Los chalecos procedían de «un hombre» aguador que tuvo ella. De cuando en cuando largábanla dos reales. Y preferíanla con chalecos: sin ropa, su pecho parecía una jaula de costillas. Más larga, en cambio, que el día San Juan. Pero entre este vestigio de mujer y una mujer, Esteban sabía encadenar las gradaciones, como entre el amarillo rabia y los tonos de ópalo de una escala de matices. Extremos, diferencias de distancias, capaces de producirle también todas las diferencias de emoción «sin acusarle partido». ¡Oh, no, no!, cómo en esto él tenía gran seguridad: el bestia se le había refundido con el idealista, en la integridad de un ser humano, que podía, a lo más, popularizarse.

Un método, en fin, el suyo, perfectamente tolerado, y hasta embellecido dentro de su limitación, por un fuerte y amable dominio de sí propio, que sabía, como estos jardineros, adornar los eriales con flores; que sabía, que había aprendido a sentir, desde cada pequeño rincón de la vida, el efluvio de la existencia universal. Todo le hablaba de su fugacidad en la eternidad. La asturiana rodeábale de una filosófica compasión inmensa como criatura desdichada y fea sin culpa de no valer más que dos reales; pero no acertaba a ver en dónde hubiera más vileza o más grandeza, si en ella dándose fría, o en él y la Burra y en Morita aceptándola. Treinta, cuarenta, cien años más, y todo lo mismo para siempre -«todos calvos»-, ellos y el rey y la bella condesita de Dios-Padre y la asturiana. Se reirían mucho las gentes de una estrella situada a treinta billones de leguas del sol si contemplasen nuestras cuitas de reparos, de distingos y de cuellos bien planchados... Por eso habían perdido los muertos de San Carlos, para Esteban, su prestigio de fantasmagoristas tremebundos. ¡Pobres muertos! Uno, tieso, que habían acabado de transportar baúles. Otra, como la asturiana, que ya no serviría más en ninguna casa de estudiantes. Los partía con la piadosa amargura que si hundiese en sí mismo indoloramente el bisturí, y ellos le iban enseñando que, cuando él cruzaba una pierna sobre otra, era que entraba en juego «el músculo de los sastres», y cuando alzaba un brazo, el «gran serrato», el «pectoral» y el «deltoides». Y por todo lo demás, «¡al pelo!», según le había dicho aquella vez el ama de la Merengue. Una carta a su casa, manifestando que, por no darles doña Rosa de comer bien, él tuvo que ir comprando meriendas por las tardes, a consecuencia de lo cual debíale veinte duros, y la mamá que se los mandó de extraordinario; cinco duros más, arrimados de los diez de sus gastillos; otros cinco al pupilaje pellizcados, que subsanaría el mes siguiente, y hele aquí con Eduardo en paz. Metido ya en tal tarea de estudios hasta junio, ¿necesitaba él para tabaco y para sellos y el tranvía más de quince pesetas mensuales?... El café lo hacían en casa con una cafetera comprada a escote.

No eran lo mismo ni la Burra ni Morita. Aquél se renegaba de su perpetua falta de dinero, sin decirlo; y éste, con su ruina, resignábase peor: debía cuatro mil y pico de reales, luego de agotadas sus no pequeñas peticiones familiares, y de empeñado todo, los trajes, las botas, la capa y el gabán, hasta el punto de no poder salir más que de noche y por lo oscuro. Preso, y sin libros ni caja de compases -empeñados igualmente-, hacía como que trazaba planos en un papel de barba con lápiz. En realidad leía novelas y pensaba diablerías. Allá a las once le entraba un hambre feroz; y no siéndole posible distraérsela durmiendo, porque tras de almorzar acostado había seguido en la cama hasta las siete de la tarde, se iba al comedor, traía el convoy, mendrugos y un plato, y convidaba a pan con aceite. Otras veces calábase la gorra, cogía de la cocina cuatro botellas sin nada (porque las llenas las guardaba ya hacía tiempo doña Rosa), y las vendía en la próxima taberna: a quince céntimos, componíanle lo necesario para traer boquerones, queso y un bollo. La Burra, atraído por estos refrigerios y por las amenidades y chistes con que el saladete valenciano cortaba a ratos el estudio suyo y el de Esteban, tenía dejada la compañía de Cerrato el inflexible, quien, al revés, huyó, refugiándose a estudiar dentro mismo de su alcoba. A las doce, siempre puntual. Cerrato había apagado la luz; a las doce y media, cuando mucho, fumando en la sala el cigarro de sobremesa del aceite. Esteban y la Burra se acostaban; y entonces, Morita, a fin de esperar a Fagoaga y a Eduardo, con quienes solía empalmar la charla al ser de día y aun comer algo de pasteles, o se iba a la cama de Andrea o se quedaba imaginando travesuras.

Parecía el sereno de la casa. Todo el que subía la escalera era examinado por él, en la mirilla, sin luz -con un buen humor inagotable. ¡Uuuuh!, le hizo una vez cavernosamente a un señor que iba al segundo; y el señor subía que echaba lumbre. Otra vez fueron dos señoras del tercero: les conoció el canguis en el modo de marchar cerilla en alto, y las puso hacia arriba en dispersión con un ti-pi-ti-pi-ti, sonora y perfectamente modulado. Daban las dos, las tres, no llegaban los otros, y se volvía otro rato con Andrea, que siempre despertaba fácilmente. Al cuarto de hora estaba en la sala de nuevo afeitándose.

Porque, esto sí, nunca estuvo mejor rasurada su barba de seis pelos. Empleaba la navaja y el jabón de Mazo, siempre liberal y con su cuarto abierto en soledad a todo el mundo. Afeitábase Morita, pues, por la tarde y por la noche, empleando cuidados exquisitos, empolvándose después, y arriscándose el pañolillo al cuello y la chaqueta rota por los codos. A lo mejor, veía que se había dejado un poco de pelusa rubia en la mejilla, y se volvía a darse jabón por todas partes y a pasarse la navaja.

Pero su diversión principal, su víctima propiciatoria, era la Burra. Le ponía en la cama sal, o cepillos recortados. Le cogía los calzoncillos, de que al dormir se despojaba por costumbre, y le echaba nudos imposibles de quitar por la mañana. Cuando no, le humedecía los calcetines, y por lo menos era indefectible, cada noche, que el gato disecado pasase desde el gabinete de Esteban a diferentes sitios del cuarto de la Burra, donde lo viese éste (supersticioso y con más rabia para el gato que Esteban mismo) al despertar: junto a la almohada, hacia los pies, bajo la cama, a fin de que lo cogiese al tomar las botas, en la mesilla de noche, en lo alto de las perchas, al lado del esqueleto, mirando a la Burra de pie con sus ojos amarillos de cuentas de rosario. El gato, pacientemente trasladado por la Burra al gabinete, volvía de noche a la alcoba.

Con respecto a Esteban, sus bromas tenían otro cariz y se realizaban por la tarde. Como se quedaba solo, mientras el vecino de alcoba andaba al sol por los jardines, y la Burra y Cerrato en sus metódicos paseos, él, Morita, en cuanto oía al cartero, y a doña Rosa entrando la correspondencia, se echaba en la cama, pasábase al gabinete, y armando sobre la cómoda una Babel de sillas, por medio de un alfiler clavaba las cartas en el techo.

-¡Hoy, nada de la novia! -decíale a Esteban al llegar, que ya él habíase levantado (y si no, se levantaba).

Paseaba al mismo tiempo descompuestamente y miraba al techo como un loco; Esteban descubría la carta, cada vez en sitio diferente, claro es, viéndose negro al alcanzarla, con paraguas, con bastones... sin acabar de entender cómo las subía allí este diablo de Morita.

Las risas de ambos, una tarde, se cortaron por la repentina seriedad de Esteban a las primeras líneas que leyó. La novia noticiábale que Renata Mir acababa de llegar, después de una temporada en la dehesa, y que al ir a verla, encontrándose allí por cierto con don Mateo Galván, una y otro le dijeron que él andaba en Madrid haciéndole el amor a cuantas tropezaba; con tal motivo, Antonia, que decía explicar al fin por qué las cartas de él fueron breves y tardías, quería que le devolviera las suyas y acabar las relaciones.

¡Oh! ¡Indignábase el lector! A la vez que la baja venganza de Renata, llegábale la confirmación de que no dejó ella al ridículo, al cobarde que se dejó insultar y dejó insultarla en su presencia. Ya Eduardo, en los días que subsiguieron al de la última visita al Inglés, habíale dicho que continuaba Galván yendo a Fornos con Renata y Zacarías, tan fresco. Desahogándose, y como a Eduardo, le contó

todo el lance a Morita. Antonia no le inquietaba: aparte de no saber si la quería o no la quería (no la conocía, sencillamente) creyó indudable que dejaríala satisfecha poniendo de embusteros a los otros. Si eran capaces, que le probaran la acusación con hechos, ¡con nombres!

Y efectivamente, no debieron ser capaces..., porque una semana después, no mentados más ni Renata ni Galván por Antonia, seguía tan dulce la gentil correspondencia..., o lo que es igual, seguía

Morita, los jueves y domingos, clavando las perfumadas cartas en el techo.

-¡Hombre, lo que sí debemos de cuadrarnos -proponía una noche el valenciano, comiendo aceite- es con doña Rosa! ¿Por qué nos ha de hacer tragar ese espantajo de criada?

-¡Vamos! -defendió Esteban-. ¡Encima de que lo sabe y se aguanta!

-Pues por lo mismo. ¿Qué más le da tenernos otra menos horrorosa?... ¡Con ir los tres y decirle que o toma una guapa o nos mudamos, en paz!

-¡Como Margot siquiera! -exclamó la Burra ávidamente.

La cosa merecía reflexionarse.

A Esteban, sin embargo, se le ocurrió en seguida un reparo harto atendible:

-Bueno, como Margot..., sólo que, ¿y si luego la que traiga es también como Margot... y no quiere?

-¡Tienes razón! -fallaron en redondo los dos cómplices.

Siguieron ateniéndose, en los días siguientes, a la Andrea.

Y estudiaban, estudiaban mucho Esteban y la Burra, siempre con la ociosa y pintoresca compañía del valenciano.

Así se pasaba abril.

Pero desde el 20 les cayó, y en clase de elemento perturbador, mas bien, al principio, un nuevo compañero: Eduardo.

Otro inutilizado por la batalla de Madrid. Las últimas pesetas le habían volado con la Coja.

-¡Eh! ¡La llave de la puerta de la casa de la Coja! -al sacarla, y sacar también su retrato, le habían salido del bolsillo papeletas de empeño a montón. Del reloj, de las sortijas, del alfiler de corbata y joyas de familia..., porque teniendo él un gusto innato de limpieza y elegancia, no pignoraba nunca las prendas de vestir.

Esteban creyó al pronto que la llave y el retrato eran los suyos. Fue, por convencerse, a la cómoda y al clavo de su cuarto... y ¡nada! ¡Dos retratos y dos llaves! La Burra miraba los retratos con envidia. Morita, también, por no habérsele ocurrido una mujer así, en tanto tirar dinero con guiñapos. Hablaron de la estupidez de Wandervill, y no se estudió esta noche. Por causa del Gran hotel Wandervill, estaban sujetos unos pocos a cargantes diligencias judiciales. Aquello había sido un desorden y un desastre. La policía los llevó a todos una noche al gobierno. Gracias a que el Rey de Almendralejo pudo avisar a un amigo de su padre, diputado, y éste les logró la libertad. Pero habíanle descubierto a Mazo cosas muy notables, por la lumia que él llevó a la chirlata-chamizo. Sus juergas sordas eran de lo más original. Muy grave y estirado por las calles, siempre solo. Almorzaba en el Buffet Italiano, siempre solo. Jugaba ordinariamente al tresillo en el Café Francés, siempre solo, es decir, con desconocidos, con franceses. Luego les hacía con mucha seriedad y circunspección, en la Cervecería Inglesa, media hora de tertulia política, a unos amigos de su padre, y a partir de esto, en que acababa el hombre respetable, empezaba el no menos solitario y original juerguista de que les había dado cuenta la lumia: desde luego que cenaba siempre en casa de la chais; si no tenía gana de jarana, charlaba con ellas un rato y volvíase a jugar a la timba, por ahí, pero si la tenía, y sobre todo si la casa le era nueva, se informaba del número de niñas, le plantaba al ama tantos duros como pupilas tuviese, y se acostaba, haciendo que, una tras otra, todas se las fuese el ama conduciendo. En cambio, si ya le eran conocidas, pasaba la noche con una nada más..., y ellas en estos casos habían ido mutuamente averiguando que se comportaba siempre igual..., cinco abrazos..., ni uno más ni uno menos..., y llamábanle Revólver.

-¡Nada, pues ahora nosotros a estudiar..., a estudiar como unos bárbaros! -proclamaba Mesonero.

Mas como el hábito de vagar y trasnochar le hicieron imposible dormir y levantarse a las horas que los metódicos paisanos, se dedicó por lo pronto a secundar a Morita en sus lecturas de novelas y en sus juegos de las noches. Eran serenas y las pasaban al balcón, desde las tres, esperando a Fagoaga y dialogando con las golfas de la calle. A ratos echaban y hacían sonar sobre la acera un duro falso, atado con una guita, y que obligaba a los transeúntes a volverse locos buscando y gastando fósforos. Otras veces se divertían lanzando al aire cerillas encendidas en paracaídas de papel, y por las tardes, mediante algunas perras, resto de los pasados esplendores de Eduardo, obligaban a pararse y a tocar a un mismo tiempo a cuatro organilleros, con lo que armaban un guirigay de mil demonios por toda la vecindad. Salían a los balcones las muchachas, y ellos se reían con ellas y les tiraban besos y flechas de prospectos de teatro.

Sin embargo, llegó una noche en que Eduardo se aburrió y se fue a acostar, y a las muy pocas quedó reglamentado. Estudió desde entonces con los otros, recordando sus tiempos de la Guardia.

A Morita, impertérrito gandul, le dejaron de sereno; pero prometiendo mantearle si no dejaba dormir tranquilo a todo el mundo.

Y estudiaban, estudiaban «como bárbaros»..., mañana, tarde y noche, sin ir a las clases siquiera, por estudiar más, cierto ya Esteban de no perder el año, según se iban acercando los exámenes.