En la alta noche
Es la alta noche. Un denso recogimiento oprime
el huerto monacal, silenciario y sublime.
Vela, insomne, el convento. En su quietud interna
suena el chasquear metálico de la vieja cisterna,
mientras sienten los muros, ornados de vestiglos,
en su carne de piedra la gesta de los siglos.
Acaso en el sosiego se oye un suspiro acezo,
o alguna voz fanática que rosma, grave, un rezo,
o el ir de unas sandalias por los patios sellados;
los penitentes purgan los mundanos pecados
con la fruición ascética del dolor solitario,
bajo la advocación del astral sagitario.
El misterio espabila la paz de los velones
que se alimentan de ocio y de supersticiones;
florecen los milagros en la sombra claustral
donde tiembla la unción de la luz sideral.
Y, flota, en todas partes, un divino deleite:
en el árbol añoso y en el candil de aceite.
En la hora ominosa en que graznan los cuervos
emergen de sus celdas los tonsurados siervos,
mudos, en sus cogullas sigilosas y austeras;
como lobos velludos, sedientos de quimeras,
bajo la pesadilla de sus fiebres noctámbulas
van a lamer los astros en las fuentes sonámbulas.
Poco a poco la sombra se azula, levemente,
en la ventana abierta y en el árbol paciente,
que se recorta inmóvil sobre un prado de lirios;
y, cuando apaga el día los demacrados cirios
se remoza la égloga monjil de la campana
con la ablución de luz de la nueva mañana!