En gira con Yamandú Rodríguez
En el año 32 Yamandú Rodríguez y yo hicimos una gira. Él recitaba poesía y yo tocaba el piano. Llegamos a una ciudad chica, donde Yamandú tenía muchos amigos y en seguida fuimos a ver al dueño del teatro; era un muchacho más bien bajo, erguido, caballeresco, usaba patillas y no nos quiso cobrar ni el alquiler de la sala, ni la luz, ni los programas. Los amigos de Yamandú consiguieron que varias instituciones –la Intendencia, los clubes, la biblioteca–, participaran en la compra de entradas. En un momento se vendieron todas y nosotros nos quedamos sin hacer nada. El día en que llegamos yo había recorrido aquella ciudad como si me fuera a tragar las casas y a echar encima de las calles y de las plazas. Un rato antes de la función, mientras mirábamos el escenario –aquella buena gente había pedido a los vecinos muebles y plantas para que en la escena apareciera una sala– alguien se acercó y nos dijo que las entradas habían sido repartidas en las escuelas. Yamandú y yo nos miramos y empezamos a imaginarnos las consecuencias. Es posible que en las instituciones oficiales hubieran pensado que si Yamandú recitaba –eso era propio de las escuelas– y si yo tocaba el piano, el acto resultaría “instructivo”; y en ese caso había que pensar en los niños. Además el recital sería a las 15 –nos habían dado esa hora porque en la sesión vermouth y en la noche la sala estaba comprometida para el cine– y las 15 era precisamente una hora para niños. Pero Yamandú y yo preferíamos que nos oyeran personas mayores; los niños, después que se aburrieran, harían ruido. Pronto empezaron a entrar. Los de algunas escuelas venían en formación y obedecían a las maestras; pero otros entraban sueltos, corrían por todas las localidades del teatro y nadie los podía sujetar. Yamandú, desesperado, me decía: “¿Qué te parece si cambiamos el programa?”. Entraban niños demasiado chicos y yo le contesté: “No hay necesidad; no les interesará ninguno de nuestros programas”. Por el pasillo de la platea venía una negrita de diez años y traía tomados de la mano a una escalerita de negritos. Ese día Yamandú recitaría un diálogo entre Clemente Séptimo y Benvenuto Cellini. Pero primero saldría yo a tocar música española. Apenas aparecí en escena las maestras empezaron a chistar a los niños; después, viendo que no les hacían caso, los amenazaban gritando. Me senté al piano y miré la sala: estaba desbordante; sólo en los palcos había alguna que otra persona mayor. Al hacer los primeros acordes el barullo disminuyó; después no sólo chistaban las maestras, sino también los niños. Y por último se renovó el escándalo. Yo terminaba una pieza y empezaba otra como si estuviera solo; pero de pronto, mientras tocaba la “Danza del Fuego” y hacía los acordes levantando las manos, oí gritar con mucha fuerza desde el paraíso: un niño, haciendo bocina con las manos, le decía a otro que estaba en la platea: “Che Martínez, manyá”. (Quería decirle que lo mirara.) Entonces levantaba las manos, las dejaba caer en la baranda del paraíso y trataba de imitar mis movimientos. Al salir de escena tropecé con Yamandú. Él se reía de mí; pero yo lo amenacé: “Ahora te toca a ti”. Por la puerta entreabierta del decorado lo vi en el momento en que se disponía a empezar. Los niños habían disminuido el escándalo casi hasta el silencio. Yo sabía que la mano izquierda de Yamandú –la que tenía metida en el bolsillo del saco– estrujaba una caja de fósforos; y fue en el instante de levantar la otra mano y empezar a decir las primeras palabras, cuando, en medio de un silencio inesperado, una niña como de cuatro años, que estaba en un palco, señaló a la escena y gritó: “Mamita, mirá; el sillón de abuelita”. Primero se empezaron a reír algunos y después nos reímos todos. Ya no se pudo reconquistar el silencio. Y hubo un instante en que el escándalo ahogaba las palabras de Yamandú y los movimientos con que él debía acompañar su poesía parecían los manotazos de un náufrago mudo.
Al otro día nos dieron una fiesta en la casa de un poeta muy callado, ya de edad, empleado en el Municipio y que usaba una gran melena gris, sombrero de alas anchas, corbata de moña desarreglada y saco cerrado hasta el cuello. Hacía poco tiempo él se había encerrado en una pieza con otro poeta venido de Montevideo, y los dos, con grandes sables, decidieron batirse a muerte; pero suspendieron el duelo cuando el poeta venido de Montevideo le hizo a éste un gran tajo en la nariz. En la fiesta, la hija del poeta recitó poemas del padre; y cuando decía que miraba al infinito y cerraba los ojos, parecía que esperaba un estornudo. Más tarde llegó otro poeta, sobrino del dueño de casa, que también usaba melena, sombrero de alas anchas y corbata desarreglada; él y el tío eran los únicos, en aquella ciudad, que se vestían así. Después, lentamente, yo me empecé a impregnar de los muebles viejos y un poco deshechos, de la dignidad con que aquella gente se esforzaba en mantener un sentido poético de la vida y de las sonrisas y la inocencia generosa de los que me rodeaban. Entonces tuve necesidad de pensar que el tío y el sobrino eran buenos poetas y me empecé a sentir una mala persona.
Al otro día salimos para una localidad más chica. Estaba dividida en dos pueblos: uno junto a la estación de ferrocarril; y el otro –más importante– a diez cuadras del primero.
Fuimos a un hotel que quedaba frente a la estación y en seguida tuvimos confianza en el silencio de sus habitaciones antiguas. El café era malo pero la comida buena. A las tres de la tarde salimos para el otro pueblo; a la sombra hacía frío y al sol demasiado calor. La carretera cruzaba un arroyo y del otro lado había un cementerio. Llevábamos cartas de recomendación que nos habían dado los amigos de Yamandú el día antes.