En el río Paraná

En el río Paraná


Un grupo de emigrantes partió del hotel para embarcar en el vapor Payador, que iba a remontar el curso del río Paraná, inmensa vía fluvial, que constantemente se reforma por los arrastros de las tierras ribereñas. Los tres sorianitos entraron en el vapor con curiosidad inmensa. Con ellos iba el herrero, Melchor Ordóñez, viejo en las idas y venidas de la emigración. Ya había estado él otras veces en estas mismas rutas, y así gustaba de comunicar a los muchachos el programa de lo que iban a ver y la explicación de lo que veían. Y los hijos de Cerdera, pendientes de los labios del buen forjador, se divertían escuchándole.

-Este río por el que andamos -dijo Ordóñez- es uno de los más grandes de la República Argentina. Viene de muy lejos, y se nutre con otros grandes ríos. Él se los sorbe a todos. ¡Pobrecitos ríos estos otros que se rinden a las pendientes y caminan hacia la gran cuenca!... Víctimas son ellos del magnifico Paraná. Mirad, mirad, a derecha e izquierda y veréis cuánta distancia nos separa de las riberas. Ved aquellos que parecen pedazos de leños viejos, secos y carcomidos. No creáis que son leños. Son caimanes, que duermen semanas y meses flotando en las aguas con sus perezosas garras clavadas en el fango, junto a la orilla. Dicen que estos caimanes son inofensivos, que no persiguen al hombre y que se alimentan de peces. Pero no os fiéis. Yo no me fiaría.

Pero, en esto, una de aquellas bestias que se hallaba en uno de los recodos del cauce, abrió la boca, la boca enorme, castañeteó rápida y repetidamente chocando la mandíbula inferior y la superior y tornó al sopor.

Los tres sorianitos contemplaron espantados el incidente. Allá en su tierra, en los montes abruptos, solo había un animal peligroso: el lobo. Al fin y al cabo el lobo era un perro grande y fiero. Era posible defenderse de él a pedradas. Pero esos animaluchos que flotaban en el Paraná, inspiraban espanto.

Basilio dijo:

-Hay que pensar... Si nos cayéramos al agua.

-Mal lo pasaríais -contestó Ordóñez- porque yo creo que esos bichos que parecen que duermen, lo que hacen es esperar la ocasión.

-¡Santa Virgen de Pareduelas! -dijo entonces Basilio-. ¡Qué sería de nosotros!

-Pues habéis de saber -siguió Ordóñez- que en este gran río del Paraná todo es misterio. Yo lo he pasado varias veces en mi viaje, y cada día lo encuentro distinto. Es que trae muchas tierras en el arrastre de sus aguas. En ocasiones, los barcos tropiezan con el fondo y se quedan parados. Encuéntrase el navegante con islotes desconocidos. Una lancha que zozobró quedose hundida, sin más que el palo de la vela fuera. Allí se juntaron las tierras flotantes y nació un islote. Pronto se cubrió de vegetación. Y así ocurre siempre. El Paraná es un río que hace y deshace, y quién sabe si se le ocurrirá formar un dique que corte la vía.

Los sorianitos, que habían pasado en la navegación marítima no pocos sustos, volvieron a sentirlos. Según avanzaban hacia Resistencia, iba apareciéndoles el país americano, con sus novedades prodigiosas, con sus grandezas insuperadas. Bien comprendían los chicuelos, no obstante su ignorancia, que para triunfar allí era necesaria una voluntad de hierro y mucha energía física.

A derecha e izquierda iban destacándose las poblaciones. En todas ellas paraba el vapor. Allá Rosario, luego Diamante, más tarde, la ciudad de Paraná. Siguieron desfilando, Santa Elena, la Paz, Esquina, Mal-abrigo, Goya, La Valle, Bella vista, El Pedrado, Barranquera, Corriente... Allí había de desembarcar, y, en efecto, desembarcaron.

Apenas hubieron puesto los pies en el muelle, un hombre de aspecto extraño se les acercó. Impresionoles el rostro de aquel sujeto, rostro largo, caballuno, sin pelo de barba, la nariz curva y prolongadísima, los ojos, puestos en lo alto del cráneo. Vestía un chaquetón de paño rojo, pantalón a rayas. Calzaba abarcas, y cubría su cabeza, de pelo liso y aplastado, con una gorra de cuero.

Él dijo al mayor de los sorianos:

-Vosotros, niños, venís de España ¿No es así? ¿Y vais a Resistencia? ¿Vais a estar mucho tiempo en Corriente?

Ya se ha dicho que los sorianitos viajaban a la defensiva. El espíritu heroico de su raza, adaptaba todas las formas posibles para no caer en la falacia ajena. Próspero dijo:

-Sí, señor, vamos a Resistencia, pero antes tenemos que hacer algunas cosas aquí.

-Claro es -dijo el hombre de la cara caballuna- que no conocéis el país. Si queréis yo os acompañaré.

-No señor, muchas gracias -repuso Próspero- ya sabemos donde tenemos que ir.

-¿Es que desconfiáis?... Yo soy el indio Presto Culcufura. Me conceden su confianza todos los comerciantes de Corriente y de Resistencia.

Según iba mirando más y más Próspero a su interlocutor, más le espantaba la faz de aquel hombre; y el extraño modo de hablar, el sonar agriamente gutural de los vocablos, añadía a la sorpresa que le producía el indio, extremecimiento de miedo. Hubo de hacer un acto de voluntad el mocito, para rechazar definitivamente la propuesta.

Dijo al fin:

-Le agradecemos sus palabras, pero nos está encomendado que no aceptemos servicio de nadie, porque aquí en Corriente y en Resistencia, seremos asistidos por nuestro Cónsul.

El indio miró de arriba abajo a Próspero, con aire de amenaza. Siguieron caminando los chicos, y cuando ya estaban un poco lejos, Presto Culcufura, dijo entre dientes:

-Puede que os arrepintáis, niñacos. Sin mí no se hace nada por estas tierras... Y yo sé bien lo que traéis acá.

Al oír esto, Próspero, sintió un latido de brío en su alma, y, volviéndose hacia el indio, contestó:

-No venimos a que nos acobarden. Nada tenemos que ver con usted.

Había llegado entonces un vigilante de la Gobernación. Él tenía orden de buscar a los viajeros Cerdera. Y, dirigiéndose a Próspero, le dijo:

-¿Sois los herederos de Roque Lanceote?

Y sacó su cartera y allí leyó un papel.

-Venid conmigo -añadió.

Fueron los tres sorianitos con el agente de la autoridad al Consulado, donde les recibió el representante de España. Era un comerciante acreditado, amador de su tierra, de la hermosa Andalucía, donde naciera. Cumplidor fiel de sus deberes.

Recibió el Cónsul a los niños como si fueran sus hijos. Teníales preparado alojamiento en un albergue honrado. Les acompañó a cenar, les dio instrucciones sobre lo que habían de hacer.

Y de esta manera concluyó el viaje por el Paraná de los hijos de Dióscoro, el de Pareduelas-Albas.