En el presidio
El hombre era como un susto de feo, y con esa fealdad siniestra que escribe sobre el semblante lo sombrío del corazón. Cuadrado el rostro y marcada de viruelas la piel, sus ojos, pequeños, sepultados en las órbitas, despedían cortas chispas de ferocidad. La boca era bestial; la nariz, chata y aplastada en su arranque. De las orejas y de las manos mucho tendrían que contar los señores que se dedican a estudios criminológicos. Hablarían del asa y del lóbulo, de los repliegues y de las concavidades, de la forma del pulgar y de la magnitud, verdaderamente alarmante, de aquellas extremidades velludas, cuyos nudillos semejaban, cada uno, una seca nuez. Dirían, por remate, que los brazos eran más largos de lo que correspondía a la estatura. En fin, dibujarían el tipo del criminal nato, que sin duda era el presidiario a quien veíamos tejer con tal cachaza hilos de paja de colores, que destinaba a una petaca, labor inútil y primorosa, impropia de aquellas garras de gorila.
El director del penal, que me acompañaba, me llevó a su despacho con objeto de referirme la historia del individuo.
-¡Un crimen del género espeluznante! Lo que suele admirarme en casos como el de este Juanote, que así le llamaban en su pueblo, es eso de que toda una familia se ponga de acuerdo para cometer algo tan enorme y no la arredre consideración alguna. Se comprende más lo que haga una persona sola. Unirse en sentimientos y exaltaciones tales tiene algo de extraño; pero el caso es que sucede.
Aunque en el crimen parece que fue Juanote el más culpado, los demás no le dejaron solo. Los móviles son un misterio; se han dicho cien cosas y no se ha comprobado ninguna. ¿Los móviles? Yo, que tengo experiencia, digo que es una de las curiosidades del crimen la escasa relación de los móviles con el hecho. Actos espantosos se realizan, y si va usted a mirar, por móviles baladíes. Sin embargo, cuando cometen el crimen varias personas, unidas a la víctima por vínculos de sangre, no se concibe que no haya antecedentes, estados anteriores, determinante. Y aquí no fallará la regla, pero no hemos podido desenredar el ovillejo, porque transcurrieron dos años antes de que el hecho se descubriese.
La víctima era un tratante de ganados, del pueblo de Cordaña, que desapareció de pronto, sin que nadie pudiera averiguar su paradero. ¿Dónde irá, dónde no irá? Los suyos eran los primeros a preguntarlo, a mostrar inquietud. Al principio, como un vecino le debía dinero, recayeron sospechas en él; pero mostró cumplidamente su inocencia y fue puesto en libertad. Comenzó a divulgarse la especie de que el tratante había huido a América, por no hacer frente al mal estado de sus negocios.
La gente de su casa era la que más aire daba a la conjetura.
-¿Qué ha de ser sino eso? -repetía lloriqueando la mujer del difunto.
La familia se componía de esta mujer, llamada Jacinta, de su hija, casada con Juanote, y de un hijo, niño de cuatro a cinco años cuando su padre desapareció, y del padrastro de Jacinta, que falleció poco antes de descubrirse el crimen, y que también tuvo parte en él. Por la razón de que los muertos no se defienden, le cargaron al pronto la mayor culpa; pero los jueces entendieron que fue un comparsa, dominado por las dos mujeres, por la Jacinta en especial. Un hermano de la víctima, el alcalde del pueblo, era tal vez el único que había concebido sospechas rayanas en verdad. Quedó la duda en su mente como un fuego oculto, pero no se atrevió a manifestarla, y lo que hizo, bastante significativo, fue no volver a poner los pies en la vivienda de su cuñada, y a observar de lejos. Esperaba que el crimen se delatase a sí mismo.
Un día, el niño, que iba a cumplir los siete años, se encontró en la calle al alcalde, y se refugió en sus piernas.
Lloraba el pequeñín sin consuelo, y en su cara había la huella de una pena muy superior a su corta edad. Una pena de hombre.
Con palabras halagadoras, el tío consoló al sobrinillo, se lo llevó. Poco tardó en saber que la razón de tantas lágrimas era que su madre le había vapuleado, atándoles primero a una higuera de su huerto. Abrió el alcalde la camisa y vio los verdugones, rojos aún, que pronto serían cárdenos.
-¿Y por qué te ha pegado así tu madre? ¡Algo malo harías!
-No, tío Esteban, no... Fue porque dice que me junto y que hablo con los demás niños... Y yo no hablo, ¡no quiero hablar! Si hablo, ¡pobre de mí! ¡Me matan como a mi padre!
El alcalde se quedó estupefacto... Por mucho que lo presintiese, no lo creía. Sucede así muy a menudo.
Cuando por fin pudo remover la lengua, fue para avisar en las casas más próximas a dos testigos, requiriendo que le acompañasen.
Les escondió en el cuarto contiguo y, cariñosamente, empezó a persuadir al niño a declarar lo que sabía. Y las negativas de la criatura eran confesiones, porque repetía balbuciente y desolado:
-¡No, tío Esteban; que si cuento lo que pasó también me despedazan a mí!
Por fin, se decidió, entre sollozos... El relato era entrecortado, sin orden, pero de sus fragmentos resaltaba la forma real y primitiva de la horrible verdad. Una noche, su madre había enviado con el niño recado urgente a su padre, que estaba jugando unas partidas de mus en el casino del pueblo. El crimen tiene de estas incomprensibles imprevisiones. Era más lógico que, pues el tratante había de recogerse a su hogar, le esperasen en él. Era inútil y peligroso servirse del niño. Pero las ideas de espanto ciegan, y la impaciencia de salir de la expectativa hace cometer imprudencias, olvidar precauciones.
Vino la víctima sin desconfianza, y el que acaba usted de ver, Juanote, el yerno, le echó al cuello las manazas y le estranguló. Reunidos todos después, trajeron las mujeres sacos, el hacha, cuchillos, una sierra, y descuartizaron el cadáver. Los miembros destroncados los fueron metiendo en los sacos, que eran de recoger patatas, y terminada la operación, dejando a las mujeres el encargo de hacer desaparecer las huellas, los dos hombres cargaron los sacos, y el niño oyó que decían:
-¡Aprisa, al cementerio!
Y, en efecto, cuando la Guardia Civil echó mano a los culpables delatados por el alcalde, y que se creían ya seguros, fueron removidas ante el Juzgado algunas fosas, y aparecieron los pedazos del mísero tratante.
-¡Es macabro! -exclamé-. ¿Y no se ha averiguado, dice usted, nada acerca de lo que impulsó a esa familia maldita?
-No... Es decir, conjeturas, unas absurdas, muchas contradictorias, apoyadas en las declaraciones embrolladas de los acusados. De éstos, dos, por último, confesaron de plano, y uno negó siempre. El cuarto estaba con Dios... o... En fin, Juanote, autor material, confesó, y lo mismo su mujer, hija de la víctima. Negó hasta haber tenido conocimiento del crimen la mujer del muerto, que era guapa aún para sus cuarenta años, y muy melosa, muy insinuante, pero, como sabemos, capaz de atar a su hijito y ponerle en carne viva. No había visto nada, estaban durmiendo profundamente y debió de ser durante aquel sueño de inocencia...
Y cuando a Juanote le preguntaban por qué había procedido así, la respuesta era un meneo de su cabeza y una frase roncamente pronunciada.
-Lo arreglé porque lo tenía prometido... y porque él era aún más peor que yo.
-¡Peor que esa fiera no habrá nadie! -exclamé indignada.
El director calló un momento. Pensativo, parecía buscar en sus múltiples recuerdos de celador de almas condenadas algo que expresase su criterio respecto a Juanote.
-Muy malo es -dijo por fin-, y no sé si fue o no acertado que le mandasen por toda su vida a presidio, en lugar de darle garrote. Es decir, para que no se ría el diablo de la mentira, al palo le mandaron; pero el día de Viernes Santo recayó en él indulto. Sin embargo, ¿no cree usted que en todo hombre, por malvado que sea, hay una centella de sentimiento, un poco de luz, escondida allá en las lobregueces de su espíritu? Yo, a fuerza de ejercer mi oficio, que tanto instruye y documenta sobre la naturaleza humana, he llegado a adquirir esta convicción. Y es más: me atrevería a afirmar que las acciones de los mayores criminales, en lo habitual, no se diferencian tanto, tanto, de las del hombre normal, de bien. Nadie es criminal a todas horas, a todos los instantes... Juanote, donde usted le ve, está en presidio, no por su crimen, sino por un buen sentimiento. No me retracto: por un movimiento hermoso. Es el caso que el niño, al completar sus revelaciones, contó que la noche del crimen, mientras estaban en la lúgubre faena, alguien dijo: «Al pequeño había que matarle; nos va a vender.» Y Juanote sacando un cuchillo, gritó: «¡Al que toque al chico, le degüello!». Si el consejo se hubiese seguido, tal vez no se descubre la fechoría...
-No diga usted más, porque hará usted hasta que me sea simpático Juanote. Y no quiero saber quién fue el alguien que trataba de suprimir al niño...