En el charco

Esa señora que en aquel barrio del suburbio vive sola, en una casita a la que da aspecto misterioso la puerta de calle cerrada a todas horas del día, no debe merecerse quizá el sobrenombre que le han puesto. Esa señora puede tener cualquiera edad intermedia entre los treinta y ocho y los sesenta años. Y en cuanto a su locura, es mucho adelantar suponérsela por el hecho de su soledad y su perro obscuro, pequeño y gordinflón.

Pero "vieja loca" le quedó de apodo porque una vez alguien la tildó de tal.

Quien la llamó y la llama así es una vieja en realidad: Josefa, vieja cetrina, apretada y rugosa como un sarmiento; rostro de constante expresión rapaz, a la que contribuye un entrecejo fruncido, unos ojos de mirar vidrioso, una boca de invisibles labios casi perdida entre la aproximación de la nariz ganchuda y la barbilla saliente.

Josefa se pasa el día en la vereda mal enladrillada del barracón en que vive con su hija, su cuñado el carrero, y sus dos nietos, que son la moza Matilde y el chico Perto.

La señora sola, desde trás de los visillos de la ventana, sin desearlo del todo, sabe el vivir de aquellas gentes. No son ni malas ni buenas; pero están encarnizadas contra ella.

Esta mañana lluviosa, que ha seguido a una noche de pampero y torrentes de agua caídos sobre la ciudad, la señora sola no abandona sus habitaciones ni para salir al patio. Vió que las aguas rodaban bien hacia el resumidero; que sus plantas, unas florecidas de blanco, otras purpúreamente, verdegueaban lustrosas bajo las gotas rumoreantes, y entonces se dijo:He aquí que arreglo mi alcoba, prendo el calentador del desayuno y me voy junto a la ventana a proseguir mi labor de aguja, mientras la lluvia cae.

Y así lo ha hecho. Y ahí está. Se ha llenado de un sentimiento melancólico por los seres y las cosas, a pesar de que las gentes del barrio la han obligado a retraerse así, y a pesar de que el primer rostro que ha visto es el de Josefa, su enemiga irreconciliable, quien acaba de dar las últimas órdenes a Matilde, la cual parte con un cesto bajo el brazo.

—¡Perto! grita luego con voz de trompetilla, metiéndose al barracón para librarse del viento que le arremolina las faldas y le arroja chubascos al rostro de harpía.

Imagina ahora la señora sola las posibles causas de la inquina de sus vecinos; y, como siempre que lo ha hecho, no alcanza una, en cuanto a ella en persona se refiera, que dé la razón clara de esa odiosidad. Sin duda sus sirvientas, todas ellas torpes seres de paso por su casa, cumplieron siempre sus órdenes, con respecto a los chicos de la calle, de una manera dura, nada insinuante. Ella les hubiese pedido que no hicieran barullo junto a la ventana, que no mancharan el zaguán con cáscaras de naranja y maní, que no le rompiesen más vidrios, que no arrojaran piedras al perro, cuando era llevado a dar la vuelta diaria. Pero todo aquello lo hubiese pedido con gesto apacible, con actitud de persona que quiere ser amiga. Sus sirvientas, en cambio, encararon esas entrevistas con los chicos llamándolos ante todo "bandidos", "zafados", "atorrantes"; ellos contestaron con insultos y piedras; fué menester recurrir muchas veces a la policía; y, resultado de todo, ella no verá nunca llegado el día en que no la llamen "vieja loca", cuando, sin salir de la acera, saca un instante su perro, que ni persigue a nadie, ni ladra. Tiene observado la señora sola que, en tales momentos, los traviesos y más que ninguno la vieja Josefa, son presa de un insensato furor ante el contentamiento del animalito dedica do exclusivamente a su dueña. Parece que desearan no tuviese siquiera ese afecto humildísimo y fiel.

Ahí está el perrito, arrollado en un lecho de madera. Levanta de tarde en tarde sus ojitos vivos hacia su ama, moviendo la frente escasa en la que la mancha negra que se advierte sobre cada ojo parece aumentar la intensidad picaresca de la mirada.

La señora sola sintió ahora un dolor en el brazo. Tiene en esa parte un moretón causado por una pedrada.

En su salida del día anterior, recibió ese golpe cruel. Oyó a Josefa que decía a Perto:

¡Ahí la tenés! ¡Ahí la tenés!

El muchacho, que correteaba en persecución de otro, se detuvo ante la primera piedra, la cogió y..la señora sintió un dolor tan agudo en el brazo que apenas pudo reprimir un grito. Los chicos se aprestaban a tirarle nuevas piedras. Josefa gritaba, con alegre rencor:

¡Ah! ¡ah! Tomá "preso"; tomá "vigilante":

¡ vieja loca!

Ella se entró, arrastrando de la cadenilla al perro que por primera vez se había enfurecido, queriendo embestir a los muchachos, los cuales alborotaban.

Había sido aquella una venganza de Josefa contra su enemiga, de quien creía o deseaba a toda costa creer había partido la orden de prisión de su chico, el cual estuvo a punto de ser llevado a la comisaría, tres noches antes, debido a una ocurrencia desatinada de la última sirvienta de la señora.

Esta acaba de sentir una nueva punzada en el moretón de su brazo. Con todo, mira al perrito que quizá tenga ya deseo de compartir el desayuno. Se pone de pie. Y... ¿qué vehículo se atreve a pasar por medio de la calle, en la que las aguas estancadas forman un lago? Tanto atrevimiento no es extraño sea aclamado desde ambas aceras, ahora, bajo la lluvia menos recia, por todos los pilluelos del barrio.

—¡Míralo al marinero!

—;Ché, ché: te vas a cái!

Perto, con una bolsa puesta a manera de capucha, viene navegando en una tabla, sirviéndole de botalón la caña con que la madre tiende la ropa en el fondo de la barraca. Bajo la bolsa, le tiembla el fulgor de los ojos y las fosillas de la naricita al aire, presa de la sensación del peligro que disimula con baladronadas. Va a llegar frente a la puerta de la casa:

— Siñore, vamo a bordo!—invita, imitando a los italianos boteros del puerto.

Las ovaciones aumentan. Sus camaradas saltan, golpean las manos, gritan, sin importárseles la lluvia que los cala.

¡Dale, dale! ¡Llegá a la esquina!

En esas, el botalón queda enterrado mientras la tabla avanza. Perto forcejea. Con tal de no perder el botalón, abandona el centro de gravedad, dando un paso hacia el borde de la tabla que, inclinada en esa dirección, primero lenta, luego súbitamente, cae sobre el chico, el cual queda bajo las aguas revueltas, después de soltar la caña al impulso con que lo sumergió aquel tumbo fatal.

TELE

MENTE

NAO

EVIDES ¡Ay que se ahoga, que se ahoga Perto! ; Socorro—chilla y manotea la vieja Josefa, en la acera, a la orilla de aquel verdadero lago. Porque precisamente ahí está el hondón desde el cual suelen los chicos esconderse para tirar las piedras sin ser vistos.

Matilde, de vuelta, deja el cesto, y va de un lado a otro, desesperada.

—Tirémosle esta soga dicen acá unos muchachos.

¡Que se ahoga, que se ahoga! — continúa destemplada de aflicción la vieja Josefa.

—¡Ahhh!—prorrumpen con alivio los espectadores, ahora numerosos, al ver que, desde la otra esquina, entra en las aguas a caballo el primo de Matilde, a quien ésta ruega llorosa:

—Apurate, Santos; apurate!

Pero al grito de conmovente dolor dado por la madre de Perto que acude, vuelven todos la vista al sitio del hundimiento en que las aguas se agitan, y ven ir hacia allí, charco adentro, a una mujer de cabellos grises, y faz tranquila y enérgica, que avanza dificultosamente, las manos blanquísimas levantadas sobre la superficie.

—La vieja!...

En los labios de todos queda inconcluso por primera vez el apodo. Sólo el más de los pilluelos, en su inocencia, dice completamente:

—¡La vieja loca!

Ya llega el agua a las axilas de la señora. Ya EL CERCO DE FITAS

25 ha vuelto ella hacia las aguas la mirada hasta allí extática de sus extraños grandes ojos claros. Ha inmergido los brazos y va levantando sufridamente, para no perder las fuerzas y el equilibrio, algo que parece habérsele prendido en las piernas. Es Perto, difícilmente arrancado de ese prendimiento angustioso bajo las aguas, pero que logra al fin ser elevado sobre ellas, entre los dos brazos blancos y trémulos de la señora. La cabeza libre de la bolsa y enrojecida, las manos crispadas, agárrase Perto del cuello de eses ser salvador que ignora, lanzando incesantemente bocanadas de agua.

Da la señora el primer paso, declive arriba, hacia su acera, cuando se acerca Santos cuidadosamente en su caballo.

—¡Señora! ¡ señora! — exclama agradecida, húmedos los ojos, la madre del chico, sin lograr borrar del todo el "jé, jé" de celos de la vieja Josefa.

—Gracias, gracias dice conmovido Santos, tomando al niño que sostiene un rato aún boca abajo.

Y entre el silencio de los demás espectadores, la señora gana la acera, acortada la respiración, sudorosa, rendida bajo el peso enorme de sus ropas ensopadas. Se toma de la puerta para no caer.

Y entra a su casa seguida del perro, el cual, durante toda la escena, había quedado en la orilla, lloriqueando desesperado ante el peligro de su dueña.