En el acto de ir la Reina al palacio de las Cortes
¡Ah! ¡quién podrá olvidarlo! Una mañana era diciembre encapotado y frío al festivo clamor de la campana, se alzó Madrid en bullidor gentío. La inmensa muchedumbre, que impaciente la vasta calle de Alcalá llenaba, una hermosura de risueña frente y una esperanza en ella contemplaba. Su dorada carroza se movía sobre apiñadas frentes a millares, y el esquife de Venus parecía meciéndose en la espuma de los mares. Aquel mirar de maternal desvelo, aquella tez de rosa purpurina, aquel vestido de color de cielo -¡Ah! ¡quién podrá olvidarlo!- ¡era Cristina! Mas no sólo la Reina, no la hermosa en ella absorto el español miraba; vio en ella una promesa misteriosa que en el fondo del pecho se ocultaba. Y la cumplió: que apenas, asombrados, vimos con rutilantes resplandores en la margen del Sena tremolados, iris de libertad, los tres colores; ella, esperanzas pérfidas burlando, de llanto de placer sus ojos llenos, a Isabel en sus brazos levantando: «Nuestro es el porvenir», gritó a los buenos. ¡Nuestro, sí! Que a esa prenda de ventura otra prenda feliz hoy acompaña: el código sagrado, que asegura trono a Isabel y libertad a España. Al santo grito la nación responde, en tu defensa, oh Reina, armando el brazo: -¿Dó están los ciegos, los ilusos dónde, que no bendicen tan glorioso lazo? ¿Que inflamados de súbito alborozo, al mirarte hoy pasar, ángel divino, no han bañado con lágrimas de gozo las rosas que alfombraban el camino? ¿Dónde están? -En la hueste rebelada: allí están; sólo allí. -Los que blasonan de idolatrarte, libertad sagrada, hoy se abrazan y olvidan y perdonan. ¡Unión! ¡unión! -¡Oh!, caigan, ciudadanos, a los pies de Isabel nuestros rencores, así como arrojaban nuestras manos a su carroza deshojadas flores.
Julio de 1837