En el Polo Norte
de Arturo Reyes


No empiecen a tiritar nuestros lectores, que no nos proponemos conducirlos a tan glaciales latitudes; que para llegar al Polo de nuestra narración no se hace preciso ir más allá de los límites del barrio de Capuchinos, que antes de traspasarlos nos tropezaremos y nos detendremos, si es que en esto no tienen inconveniente alguno los que nos leen, en el ventorrillo que el señor Currito Cárdenas hubo de bautizar, al establecerse en él, con el título con que encabezamos esta verídica historia.

El día en que aconsejados por la curiosidad pasamos los umbrales del citado ventorrillo, que se eleva dando vista a la población, a los montes y al cementerio, ya el señor Curro habíase ido, a causa de un segundo acosón hemipléjico, al último indicado lugar, y Paco Cárdenas, su sobrino, era el que oficiaba de experto timonel en aquel barco, para el cual parecía que no había hecho la Divina Providencia más que mares en bonanza.

Y bien merecía su propietario que Dios le mirase con ojos de misericordia, pues con sobra de razón pregonaban cuantos le conocían su ingénita bondad y su honradez sin tacha y su varonil entereza, que sólo sacaba a relucir cuando, ahito de razón, tenía que probarle a alguno de los muchos mozos de ácana que frecuentaban su «mo de vivir» que cuando eran llegadas las ocasiones, sabía él también jugarse a cara o cruz la integridad de la gallarda persona.

Ya hemos dicho que era el suyo uno de los pocos ventorrillos de esta nuestra tierra natal donde la buena fortuna había olvidado un punto su índole veleidosa y tornadiza, y gusto da penetrar en el establecimiento y ver cómo, a los rayos del sol, relucen las pintadas cuarterolas; la siempre bien fregada solería; las paredes, cuyo intenso blancor manchan acá y acullá y no muy artísticamente por cierto, algunas mal trazadas siluetas de bebedores en grotescas actitudes; el pequeño mostrador forrado de cine, en uno de cuyos extremos tientan a los inapetentes algunas fuentes de anchoas aliñadas y otros no menos tentadores aperitivos entre los que juzgamos dignos de mención, un Montánchez legítimo a medio consumir y las más gordas aceitunas que dieron hasta hoy, sin duda, los olivares sevillanos.

Y si gusto da ver lo ya descrito, no lo da menos ver la estantería, llena de botellas, adornadas con vistosísimas etiquetas; estantería que cubre el fondo del establecimiento menos en la parte central, donde un pasadizo da acceso a un patio dividido, por cañas y enredaderas, en reducidos cenadores, donde, en los meses del estío, buscan refugio apropiado y misterioso amores de contrabando y negocios no acreedores a muy lisonjeros adjetivos.

Paco Cárdenas, en el momento en que lo sacamos a relucir, podría contar veintisiete o veintiocho años, y era de regular estatura, algo metido en carnes, una miajita crecido de abdomen, de tez trigueña, de rostro oval, con grandes y dulces ojos melados, pelo oscuro y boca riente y femenil y que siempre ligeramente contraída dejábale algo al descubierto la limpísima dentadura.

Cariacontecido y meditabundo andaba nuestro hombre el día en que penetramos en el ventorrillo, y razón más que sobrada tenía nuestro hombre para andar con el cuerpo desazonado, pues al ir el día anterior al pueblo a decirle a Clotilde una vez más que no habíase casado él como Dios manda y la Santa Madre Iglesia dispone, para vivir en su casa más solito que la una, habíale respondido aquélla con acento de enérgicas inflexiones:

-No y no, y catorces veces no. Yo no me voy del pueblo; yo no dejo a mi madre ni manque me lleves en un automóvil; bien te lo dije antes de que nos casáramos, y si a la fuerza me llevaras contigo cien veces, otras cien yo te cogería las vueltas y otras cien me volvería.

-No; si yo de ti no quiero na a la fuerza -habíale respondido él-. Si yo lo que quiero es que te vengas de buena voluntá; si esto que a mí me pasa no le pasa a nadie; esto de que yo viva en un majuelo y mi paloma en un olivar, eso no lo manda un divé, y yo me voy a morir de ducas y de jachares si tú tardas mucho en venirte conmigo; porque yo no pueo vivir sino teniéndote a la mía verita, y arrullándote y queriéndote, y respirando lo que tú respiras y mirándome en las niñas de tus ojitos serranos.

Y al decirle aquello que le había subido desde el corazón a la boca, hubo un momento en que se creyó victorioso, porque oyéndolo, a Clotilde habíasele demudado el semblante y habíansele llenado los ojos de dulces e intensas claridades; pero aquello duró solamente un segundo, y aquella tarde tuvo, como tantas otras, que regresar a Málaga lleno de sombras el corazón y de sombras el pensamiento.

Y pensando en su malita fortuna estaba nuestro mozo, cuando apareció en una de las puertas del ventorrillo el señor Cristóbal Heredia, uno de los decanos de los rabadanes del pueblo donde Clotilde lucía sus ardientes incentivos.

-¿Qué es eso, señor Cristóbal, le pasa algo a mi Cloto? -exclamó Cárdenas, avanzando precipitadamente hacia el recién llegado.

-No te asoliviantes, zagal, no te asoliviantes -repúsole aquél con reposadísimo acento-, que no le pasa naíta a tu rosita trempana.

-¡Camará, y qué vuelco que me ha dao, al verle a usté, el corazón! ¡Como casi nunca tengo yo la suerte de que entre tanto bueno por mis puertas, y hacía ya tantísimo tiempo que no venía usté por aquí! -exclamó Paco, estrechándole la mano que aquél le tendía.

-Pos no tiées que asustarte de naíta, ¡camará!, que tiées menos corazón que puée tener una paloma zurita.

-Y entonces, ¿cómo ha sío eso de que usté se acuerde de que yo vivo en el mundo?

-De eso siempre me acuerdo yo; pero como siempre que viée uno trae los minutos contaos, ¡pos velay tú! Pero esta madrugá vine con un puñao de armendras, y como jasta mañana no cierro el trato, pos me dije yo: «Ya que hoy tengo tiempo, pos voy a empleallo en lo que más sea de mi gusto», y diciendo esto, le apreté la cincha a los brodequines y aquí me tiées ya pa que me convíes tú o pa que yo te convíe.

-Pero que mu bien pensao que ha estao eso, y le agradezco el favor, porque un favor es: que no siempre se encuentra manque se busque con candiles un hombre con quien tener un rato de plática, un hombre como usté, con pesqui y con experiencia y con el corazón en la mano.

-Pos mira tú: en quitando lo del pesqui, lo que es en experencia y en güen fondo no quieo yo que haiga naide que me quite la bandera.

-¡Pus por qué lo digo sino porque me lo sé de memoria! Y oye tú, Pepe -añadió Paco, dirigiéndose al mozo, que con las mangas de la chamarreta arrolladas ocupábase en enjuagar copas y vasos en una de las piletas del mostrador-, a ver si nos llevas al patio dos copas y dos botellas y dos petates, por si las botellas nos jacen traición, que esas charranas son algunas veces mu malas y traicioneras.

Y cuando ya nuestros dos amigos hubieron dado fin a las dos citadas traicioneras, con más de una propina que hubo de agregarles el mozo, dejó Paco escapar un suspiro y exclamó con expresión melancólica:

-Por esto no me gusta a mí beber, señor Cristóbal; porque a mí el vino to se me vuelve tristeza y puñalás que me peguen.

-Esa tristeza es propiamente tu perdición; esa tristeza es la que a ti te pierde, y eso no soy yo solo quien lo dice, sino que lo decimos tos en el pueblo, porque toítos estamos al cabo de la calle de to lo que a ti te pasa; como que cuando tú te casaste tos lo ijimos: güena y bonita y jacendosa y honrá es la Cloto, pero larga, y más que larga le va a venir al probe Paco, porque Paco es güeno, porque pa güeno lo parió una estrella, que una estrella fue por lo bonita la que a ti te trajo al mundo, y al probe la va a venir larga Cloto, porque Cloto está mu mimá, mu realenga, mu acostumbraílla a jacer su gusto, y aluego..., aluego... Tú no te vayas o afender; aluego que tos creemos que si mucho te quiée a ti la zagala, quiée más, pero que muchísimo más, a aquella de quien mamó los calostros.

-Dígamelo usté a mí, a mí, que he peleao con ella más que peleé en la manigua porque se venga conmigo, conmigo, con su hombre, con el que pa eso se casó con ella. Pero ¡que si quieres! ¿Sabe usté lo que me contesta siempre? Pos lo que me contesta siempre es que como su madre dice que la sombra de su difunto no sale del pueblo, ella no se va del pueblo manque la jagan catite; y que como su madre no sale del pueblo manque la jagan catite, ella no se va de la verita de su madre ni manque la jagan merengue. ¿Usté se entera?

-¿Y tú por qué te viniste del pueblo? ¿Por qué no te queaste allí pa no pasar tantísimas esazones?

-Porque no podía ser, por dos motivos: porque yo no podía seguir de aquella manera, porque yo no he nacío pa zángano ni pa vivir a costa de mi mujer y porque mi tío, cuando me mandó llamar, lo hizo porque tenía medio cuerpo muerto y no tenía a naide más que a mí que velara por sus cuatro ochavos, y a mí mi tío, que Dios tenga en su santa gloria, me había servido de padre y de madre, y si no me sirvió de nodriza fue porque le faltó con qué, porque yo cuando andaba a gatas me quedé solito en el mundo, sin más calor que la suya, y este negocio, bien llevao, es un cortijo en la vega; pero traspasao u mal vendío no vale ni lo que muele un silguero; y mi tío me hizo estas reflerciones, y después de hacerme estas reflerciones se me queó un día hecho un pajarito entre las manos, y como no era cosa de echarlo to a roar y de tirar el negocio, y mucho menos cuando Cloto está acostumbrada a tener sombrilla cuando llueve y yo necesito tener agenciao pa que cuando ella se encuentre sin más sombra que la mía pa que no eche de menos ni gloria santa porque ya sabe usté que su madre se está comiendo lo que dejó su difunto, pos, naturalmente, pasó lo que tenía que pasar, que es lo que, como usté comprenderá, a ella y a mí nos convenía.

-Pero, hombre, ¿qué malita que fue la tentación que te dio a ti de dirte a jechar los perros en aquellas abulagas?

-Casolidá, señor Cristóbal, casolidá; que lo que tiée que pasar, pasa. Yo si fui al pueblo fue pa rematar un trato que tenía ya jecho mi tío, que en gloria esté, y vi allí a mi Cloto, y apenitas la vi me quedé como perlático, y qué quiée usté. Ella me puso por condición pa casarse conmigo que no se había de mover de su jornacina, y yo, que estaba que echaba más jumo que una calera, entré con toas como la romana del diablo, con la esperanza de que aluego, con tres cimbelás y tres trinos de chamarín la metería en la malla y haría ella mi gusto. Pero ¡qué si quiées, camará! Me salió la jaca jaco y galgo el pachón, y aquí me tiée usté pagándole tos los días dos velas a Santa Rita, que dicen que es la abogá de toítos los imposibles.

-Pos to lo que a ti te pasa, te pasa cuasi porque tú quiées, porque lo que es a mí, yo te juro que lo que es a mí no me pasaba.

-¿Que no le pasaba a usté? Pues dígame usté cómo se jacen esas migas, porque ya sabe usté, una de las obras de misericordia es enseñar al que no sabe.

Y durante largo rato siguieron hablando el viejo y el mozo, hasta que aquél puso fin a la conversación levantándose y diciendo:

-Y lo dicho, dicho. Y ya verás tú como a la corta u a la larga va a salir el sol pa ti y te vas a alegrar con to el corazón de haberme conocío, y vas a dir pregonando por toas partes que soy cuasi un jechicero; pero sa menester que me pagues el favor dándome hoy de comer y de beber to lo que el cuerpo me pía.

-¡Vaya! Y por lo pronto me voy a coger un «castellano» pa con arroz que pesa quince veces tres quintales -repúsole Paco, dirigiéndose al corral con el semblante ya menos ensombrecido y menos melancólica la mirada.


Cuando el señor Cristóbal penetró al día siguiente en el pueblo jinete en su Careto, con las alforjas bien repletas de encargos y abierta la enorme sombrilla de seda roja para resguardarse del sol, variando el itinerario que tenía por costumbre seguir se dirigió hacia la calle donde Cloto vivía.

«Puée que esté cosiendo en la ventana», pensó el señor Cristóbal. Y no se equivocó, por cierto, en sus presunciones, pues al pasar vio en ella a Cloto, bella, limpia, cuidadosamente peinada e inclinada sobre la costura, mientras su madre, a su lado, las gafas sobre la corva nariz, daba fin con manos vertiginosas a una calceta, y la señora Robustiana, su tía, peleaba a cabezadas con el sueño en una algo y más que algo deteriorada poltrona.

-¡Dios guarde a lo más bonito que Dios puso en la provincia! -exclamó el señor Cristóbal refrenando el paso de su pacífica cabalgadura.

-Venga usté con Dios, y muchas gracias por el requiebro -repúsole sonriendo Clotilde.

-De Málaga, ¿eh? -le preguntó con voz cascada la señora Dolores.

-De Malaguita, de Malaguita la Bella, es de aonde me trae este condenao, al que se le van aflojando ya mucho los corvejones.

-Y qué, ¿ha visto usté al pasar a mi Paco?

-Vaya, no sólo lo vide, sino que anoche anduvimos juntos y cuasi, cuasi de juelga. ¡Y vaya si se canta tu hombre, camará, cuando se mete en jarina, que se cantó anoche unas carceleras que jicieron un alboroto!

-¡Como que canta como los mismísimos ángeles!, ¿verdá? -exclamó orgullosa Clotilde.

-Conque de juelguecita, ¿eh? -refunfuñó la señora Dolores dando un punto reposo a sus manos esqueléticas y renegridas.

-De cuasi juelga -repúsole el viejo sonriendo maliciosamente-; polque pa juelga le faltó cuasi lo más necesario.

-Pos mire usté: yo no creía que mi hombre estuviera de humor de juelgas ni pa jacer gorgoritos. ¡Como siempre que viée a verme parece que tiée el corazón engurruñao!

-To es jacerse a una cosa, y como a la fuerza dan garrote, y como Dios nos ha dao el entendimiento pa pensar y pa reflercionar, tu hombre se habrá dicho que de lo malo sale lo güeno, y que to menos la muerte tiée cura, y que los tiempos hay que tomarlos conforme vienen, y lo que él me decía ayer en confianza...

-¿Y qué era lo que le decía a usté ayer en confianza mi Paco? -preguntóle Clotilde al viejo con expresión ya menos sonriente.

-Pos te diré. El hombre me decía que él diera los ojos de su cara por tenerte a la verita suya, pero que comprende que toa la razón la tiées tú manque él no te lo diga, porque le duele tener que dar su brazo a torcer; pero él comprende que tu madre jace bien en no querer dirse del lao de la sepurtura de su marío, tu padre, que de Dios haiga; y además dice que no jaces tú na demás, sino mu bien y mu requetebién, en no premitir en asepararte de la que te echó al mundo, porque la que no es güena hija no puée ser nunca ni güena mujer ni güena compañera.

-¿Eso..., eso dijo? -exclamaron casi al unísono y con expresión de asombro las tres mujeres.

-Eso dijo. Pero tengan ustées en cuenta que eso me lo dijo el mozo en confianza. Así, pues, señá Dolores, y usté, señá Robustiana, y tú, Clotildilla, por tu salú que no te sus vayáis a dir de la lengua con él, mía que tu Paco tiée el genio mu súpito y el haberos yo dicho lo que sus he dicho podría costarme a mí un ojito de la cara.

-No tenga usté cudiao -exclamaron las tres mujeres, y el señor Cristóbal.

-En eso confío -murmuró-. Con que hasta la vista, señoras, -y taconeando fuertemente en los ijares de su cabalgadura se alejó rápidamente de la entreabierta ventana.



Siete u ocho días transcurrieron antes de que Paco Cárdenas volviese a visitar a Clotilde, lo que hizo un domingo en que cielo y tierra lucían sus galas más espléndidas, en que el sol llenábalo todo de luz y calor, en que parecía de zafir el horizonte y de cristal purísimo el espacio; en que piaban alegremente las golondrinas y en que las gentes discurrían por las calles en sonoro y animado bulle bulle y llamaba a los fieles con sus melancólicos tañidos la campana de la iglesia.

Y penetró Paco en el pueblo luciendo su gallarda apostura sobre su caballo, que ostentaba de vivos colores el flamante aparejo redondo; y llegó a casa de Clotilde, la cual habiéndole visto desembocar en la calle, esperábalo ya con cara un tanto mohína y cejijunta en la puerta. Saltó en tierra lleno de agilidad, y díjole a su mujer, sonriéndole cariñosamente, al par que ataba el caballo por la brida a los hierros de la ventana:

-¡Dios te bendiga, salero, y qué ganitas que tenía yo ya de ver tu cara morena!

-Pero ¿por qué no metes el caballo en la cuadra? -le preguntó aquélla con acento malhumorado.

-Pos no lo meto porque me tengo que dir en seguiíta. Hoy no debía haber venío, pero si paso un día más sin verte, me da el tifus o el cólera, o se me salta uno de los bordones del corazón.

-¿Que tiées que dirte deseguía? -le interrogó Clotilde, sin hacer caso de sus cariñosas frases.

-Sí, mujer; pero no te enfades, ¿eh? Es un compromiso, compromisos y cosas que tenemos tos los hombres. Pero vamos pa entro. ¿Aónde está tu madre y por aónde anda tu tía?

-Aquí estoy, hijo mío, aquí estoy -exclamó aquélla saliéndole al encuentro presurosa.

Paco, ya en el zaguán, dio una cariñosa palmadita en el hombro a la señora Dolores, y ciñéndole con el brazo la cintura a su mujer, le dijo:

-Pero ¿qué es eso? ¿Qué manera es ésa de recibir al hombre que más te quiere? ¡Pos ni que te debiera yo el alquiler de la casa!

-Pos sí, señor, que me lo debes; que tengo yo que ajustarte a ti unas cuentas, y sobre to, que no quiéo yo que te vayas hoy, sino que te quedes hasta mañana. ¿Tú te enteras?

-Pero, mujer, ¿no te digo que no puée ser? Si pudiera ser, ¿necesitaría yo que me lo pidiera dos veces esa boquita granate?

-Pero, ¿qué compromiso es ése tan grande que tienes tú?

-Pos na, un negocio que tengo que arrematar con unos amigos.

-¿Con unos amigos o con alguna amiga?

Y esto lo preguntó Clotilde con el semblante ligeramente contraído.

-¡Amigas! ¡Pa qué quieo yo más amigas que tú! Yo no la había de encontrar ni más bonita ni más güena.

-Di que sí -exclamó la señora Dolores-, di que sí. Más bonita la puée encontrar cualisquiera detrás de ca mata y debajo de ca piedra; pero en lo tocante a lo segundo, ¡lo que es en lo tocante a lo segundo, en eso sí que no ha nacío la que le lleve la palma!

-¡Dígamelo usté a mí! Pero, vaya, nos sentaremos un ratillo, me fumaré dos cigarros, le daré gusto a mis ojos mirándote esa maravilla que Dios te puso por cara y..., ¡y jarre que jarre! Pero no te enojes, que yo te prometo que volveré en cuantito pille un rayito de luz, y que me estaré aquí to el tiempo que hoy te tengo que regatear manque como ice la copla:


El corazón se me salga

por darte gusto a los ojos.


Y una hora más tarde, y después de depositar el beso de despedida en labios de su mujer, montó Paco de nuevo en su caballo y se alejó, no sin volver la cabeza repetidas veces para ver a Clotilde, que en aquella ocasión no se asomó a la puerta, como tenía por costumbre.


Un mes transcurrió sin que a Cloto le fuese fácil desarrugar el entrecejo. Las visitas de Paco eran cada vez menos frecuentes, y además de menos frecuentes, más rápidas, aunque cada vez más expresivas y cariñosas, al parecer. Aquello habíala llegado a preocupar grave y hondamente; su marido empezaba a no echarla mucho de menos, y si no la echaba tanto de menos, aquello sería por algo, y aquel algo, sin duda, no podía ser otra cosa que una mujer. ¡Una mujer! Sí, indudablemente aquello que ella sospechaba era cierto, y a ella no debía extrañarle, porque la verdad era que Paco vivía solo, completamente solo, y Paco era joven y buen mozo y se cantaba como una alondra y tenía siempre cinco duros en el bolsillo y...

Y Clotilde, pensando en aquello, perdía poco a poco el apetito y el sosiego y tenía siempre llena la cabeza de celosas cavilosidades que el señor Cristóbal parecía querer aventar muchas veces, diciendo:

-¡No seas asín, mujer, no seas tonta, que estás tonta der to! Tu hombre no es capaz de faltarte, tu hombre no ve más que por los ojos de tu cara, y manque es verdá que si él quisiera mujeres, mujeres tendría más que tordos los olivares, porque el zagal es muy simpático y tiée mucho rocío y mucho don de gentes, hablando en plata, y la verdá es que entoavía no se ha escurrío en naíta, y si se ha escurrío, yo te juro a ti que lo que es yo no me he enterao.

Y, como es natural, de cada palique con el señor Cristóbal salía Clotilde con el corazón más y más dolorido y más y más negro el pensamiento, lo que fue agriando de modo tal su carácter, que llegó un día en que su madre hubo de decirle con acento quejumbroso:

-Mira, hija mía, yo te lo digo: esto no puée seguir asín; a ti te ha salío un zarzal en ca poro, y pa darte los güenos días va haciéndose necesario jasta ponerse careta. Ángeles que pintemos tu probe tía y yo, demonios que te parecen, y si to este sinvivir que de pronto se mos ha metío por las puertas, y toíto este jerre que jerre es por mo de Paco, de tu Paco, a quien bien podían...

-Deje usté a mi Paco quieto, que demasiao güeno es mi Paco que no se mete con naide -exclamó con voz irritada Clotilde, interrumpiendo bruscamente a su madre.

-No te sofoques, mujer -repúsole ésta,- que yo no diba a ofender a tu Paco. Y, en fin, que si to esto que pasa es porque tú tiées ganas de dirte con tu marío, pos bendita, con él, de Dios vayas, manque a mí se me parta el corazón y se me pudra la sangre.

-No tiée usté razón, madre, pero que ni chispa de razón en lo que dice. Por no separarme de la vera de usté, yo, que quiero a mi Paco más de lo que yo creía, estoy aquí, y de aquí no me mueve un terremoto. Pero tan y mientras yo estoy aquí, él me va perdiendo el cariño, y tan y mientras él me va queriendo a mí menos, yo a él le voy queriendo más, y más y más, y yo ya no vivo, sino que vivo muriéndome, ¿usté sabe?, muriéndome, y a to esto yo sin chistar tan siquiera.

Y fueron pasando días y días, y uno por la mañana:

-Dentro de un rato tendrás ahí a tu hombre -dijo a Clotilde el señor Cristóbal penetrando en la casa;

-¿Va a venir? -exclamó aquélla, en cuyo semblante puso sus misteriosas irradiaciones la alegría.

-Sí que va a venir, pero hoy tamién va a ser de méico su visita, porque, según me ha dicho, tiée que dir al casorio de un amigo.

A Clotilde un color se le iba y otro se le venía oyendo al viejo, y cuando aquél hubo concluido, díjole procurando ocultar su profunda inquietud:

-Vamos, mejor; asín se divertirá más. Y usté, usté, que dice que me quiée tanto y mis cuanto, usté le habrá aconsejao fijamente que no sea tonto, que la vía es corta y que hay que aprovecharla, que el que sabe vivir va con una mano por el suelo y otra por el cielo; que lo que disfrute eso será lo que se encuentre, ¿verdá, señor Cristóbal, que usté le habrá dicho toíto eso a mi marío?

Y la voz de Clotilde al decir aquello resonó sorda y vibrante, y a la vez se le llenaron de lágrimas los hermosísimos ojos.

-Válgame la Verónica, mujer, y qué jabón que me están dando -exclamó, conmovido por el llanto de la muchacha, el señor Cristóbal-. ¿Y yo cómo había de pensar que a ti había de rejalearte el que tu hombre se divirtiera un rato de güena manera con varios de sus amigos?

-¡Con sus amigos! ¡Si se creerá usté que yo ya no me sé de memoria que si mi Paco no viée más que de higos a brevas es porque alguna mala mujer me lo está engriyendo! ¡Si se creerá usté que yo estoy tonta porque sufro y callo y no digo esta boca es mía! ¡Si se creerá usté que estoy en el limbo como los niños llorones!

-No le haga usté caso, que está loquita perdía -díjole al viejo la señora Dolores, mirando de modo adusto a su hija.

-¡Sí, loca! No me haga usté caso, ¿pa qué?, si yo estoy loca, pero que loca del to, pero que loca de remate.

-Vamos, mujer, no seas asina. ¡Camará, y con la ovejita mansa! ¡Vamos, mujer, que me has dejao jecho to una peana! Y vamos a ver: ¿a ti quién te ha dicho to eso, quién ha sío el que le ha alevantao ese falso testimonio a quien no se lo merece?

-¡Si necesitaré yo que nadie me lo diga! Paco, mi mismo Paco me lo ha dicho; él, él mismo, con su manera de hablar y de mirarme y de portarse conmigo. ¿Se piensa usté que si me quisiera como me quería haría él lo que hace? No, señor Cristóbal, no y cien veces no, no lo haría; y si lo hace es porque ya no me quiere, y si no me quiere es porque tiene puestos en otra mujer sus ojos.

-Pos mira, te voy a hablar a la barda, como si fueses el confesor. Yo creo que estás dequivocá hoy por hoy; yo creo que estás dequivocá der to, pero yo te digo una cosa, y esta cosa es que cuando se tiée una jaza, una güena jaza y no hay en ella espantajos, está muy expuesto el amo a que se coman el trigo los gorriones. Eso es lo que yo te digo, y al buen entendedor con media palabra basta. Pero en eso allá tú, porque a mí no me gusta meterme en camisa de once varas, y más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena; pero que te coste a ti que a veces penas se lloran que pudieron haber sío alegrías, y, en fin, perdona si en algo te ofendí sin querer y no me tomes tirria, que yo te quiero a ti bien y me sabrían a retama tus rencores.

Y el señor Cristóbal, sin atender a lo que Clotilde y la señora Dolores le decían, salió precipitadamente de la casa.


-No te vayas hoy; por Dios y por su Santísima Madre te lo pío -díjole Clotilde con acento tan dulce, tan suplicante, a Paco, que éste tuvo que echar mano a todo el repuesto de sus energías para responderle:

-Si no puée ser, chiquilla, si es que tengo un compromiso mu grande.

-Eso es que ya no me quieres tú; eso es que quiées a otra, a otra que te está esperando.

Y a la idea de que pudiera ser cierto lo que tan rotundamente ella afirmaba, no pudo reprimir el sollozo.

-No llores, mujer, no llores. Yo te juro que yo no quieo a ninguna mujer más que a ti; a ti, prodigio; a ti, que eres el recreo de mis ojos.

-No, no; to eso es mentira. Tú me engañas, porque te da lástima, y si es verdá dame gusto y queáte, quéate hoy, Paco, quéate hoy y otro día haces lo que tú quieras. Pero hoy no, Paco, hoy no. Mira que si te vas me vuelvo loca; mira que cuando vuelvas me vas a encontrar amortajaíta y con cuatro velas; mira que tengo celos, mira que...

-¿Celos tú? ¿Y de quién? ¡Como si a Dios, después de hacer tu cara, le hubieran quedao fuerzas ni voluntá pa hacer otra cara como la tuya! Vamos, mujer, no seas tú asín, y si no te doy gusto, créelo, por tu salusita te juro que si no te lo doy es porque tengo empeñá mi palabra, y los hombres no faltan a su palabra.

Clotilde quedósele mirando con honda, con tristísima, con desesperada expresión de ira, de celos, de ternura, y tras algunos instantes de angustioso silencio, dijo impetuosamente:



-Pos bien: yo te he dicho que no quiero que tú vayas a esa fiesta, pero vas a dir, te vas a salir con la tuya; pero no del to, porque lo que es solo... solo no vas tú.... yo te lo juro. Solo no vas, porque yo no quiero que vayas solo.

-Si yo nunca voy solo a ninguna parte, chiquilla; si yo siempre te llevo a ti colgá de mi pensamiento.

-No; pero es que ahora no me vas a llevar en el pensamiento; es que hoy me vas a llevar contigo.

-¿Y cómo te vas a venir conmigo, chiquilla, cómo te vas a venir conmigo, si yo he venío a caballo? -exclamó Paco sin poder casi ocultar la alegría que se le desbordaba en el alma.

-¿Que cómo? ¡Pos mu bien: a la grupa de tu caballo!

-Pero, chiquilla, ¿quién te va a traer mañana? ¿Te vas a venir solita?

-Eso ya lo veremos; si no me vengo mañana, me vendré pasao, y si no otro día, y si no, cuando tú quieras. Pero lo que es solo, solo no vas tú hoy a esa fiesta, porque no, porque no me da a mí la repotentísima gana.

Y una hora después, en tanto que el señor Cristóbal les veía partir con el júbilo retratado en el rugoso semblante desde un corte de terreno, en las afueras del pueblo, y las dos viejas lloraban silenciosas, cada una en un rincón de una de sus habitaciones, mirándose mutuamente de cuando en cuando con insondable tristeza; a los rientes rayos del sol, en un ambiente primaveral y bajo un cielo radiante, cruzaba la polvorienta carretera flanqueada por ventas blanquísimas, por copudos árboles y por apiñados pencares, al airoso trote castellano de su gallardo Cartujeño, Paco Cárdenas, a cuya cintura aferrábase Clotilde con ansias de amor y de caricias, luciendo rojo pañuelo de crespón de largo flecaje, falda que dejábale al descubierto los pies casi invisibles, primorosamente calzados y, a modo de riquísimo joyel, el puñado de flores nítidas y carmesíes con que se hubo de adornar al partir la oscura y rizosa y espléndida cabellera.