VII.

Arenillas

Fondeamos como á veinte brazas de la costa y resolvimos con Osear ir á tierra á buscar algunos mariscos de esos que abundan en las pequeñas caletas arenosas ó tienen su habitación en los grandes socavones de las peñas que avanzan sobre el mar y que éste bate en las altas mareas:

— Vaya, traiga los rifles, mientras yo boto la chalupa... Aquí no es bueno bajar desarmado: los indios son muy canallas.

— ¿Y habrá por aquí?

— Es seguro. Antes de la noche vendrán al cútter y ahí se quedarán dando vueltas, hasta que los echen: ya lo verá. Para despedirlos hay un medio fácil, una especie de ley que los que frecuentan estos canales han puesto en vigencia á fuerza de hacerles barbaridades: se dispara un tiro. En cuanto oyen el estampido, — que los écos del mar y la montaña prolongan indefinidamente y de un modo fantástico, mezclado al clamoreo áspero de las aves marinas— se alejan aterrorizados. El procedimiento es ya cosa admitida: es como una especie de adiós fueguino.

Dos golpes de remo bastaron para que atracáramos á una pequeña ensenada-rincón delicioso, donde el artista no hubiera encontrado una nota que agregar á la naturaleza —protegida por el manto verdoso de las algas, cuyas hojas largas y flexibles revolvía el agua á su capricho.

Estábamos en la hora de la bajamar y las ólas dejaban al descubierto una áncha faja arenosa, extendida en suave pendiente, desde el pié de las peñas cortadas casi á pico, que formaban la costa y se presentaban cubiertas de líquenes caprichosos, de musgos con hojas como de seda y esmaltadas por millones de esos diminutos organismos marinos, que dada su estructura y colorido, más semejan despojos del joyél de alguna diosa de las aguas, que manifestaciones palpables de las fuerzas de la vida.

Sobre la piedra negra que formaba el cuerpo de los peñascos, resaltaban los surcos aquí rojos, allá verdosos y más lejos como jaspeados de colores indefinidos — que la paleta de los pintores no posée todavía — dejados á capricho por los chorros de agua que bajan de lo alto culebreando, —empeñados en su tarea demoledora y persistente — ó por el vaivén continuo del oleaje que parece traer diluidos topacios y esmeraldas.

— ¿Vé?... — me dijo Oscar,— ¡mira ahí, entre las algas!... ¿Qué vés?

— ¡Qué hermoso!... ¿Qué es eso?

— Eso es una centolla, un cangrejo riquísimo que no se encuentra sino aquí en los canales, vagando entre el cachiyuyo. Fijate bien: parece de lacre. Yo he visto centolla de éstas, que tenía medio metro y he visto también un calamar de dós, que tenía un pico duro y corvo iguál al de un toro. Son verdaderas maravillas de estos mares. Este cangrejo, secado, es un barómetro seguro: cuando está el tiempo malo, se pone rojo, casi cárdeno. y á medida que el tiempo se asienta, el color pierde su intensidad, hasta quedar en un rosa-pálido, muy bonito.

Y tomando el bichero lo sumergió y pronto extrajo la centolla, que ignorante del fin que la esperaba, estiraba y recogía sus enormes patas, las cuales, según pude comprobarlo más tarde, eran un bocado delicioso.

— ¿Vés esas algas?... Agarra una hoja cualquiera y tira: tienen á veces un largo increíble y no se cortan sin gran esfuerzo. Yo he visto, como á dós días de las Lucayas arriba de las Antillas, las puntas de estas algas sobre el agua y puedo asegurarte que la sonda no tocaba fondo y que era larga: algunos dicen que tienen hasta un kilómetro. Aqui, no son tán grandes por cierto, pero lo son más que la hoja de cualquier planta de tierra. ¡Y mira si vienen de lejos! ¡Comienzan en el Golfo de Méjico y se extienden por todo el Océano con rumbo á la América del Súr y á las tierras polares!

Oscar se detuvo derrepente en su operación de arrancar lapas y mejillones de las piedras de la costa — que estaban como empedradas — y exclamó mirando á lo lejos, hácia el fondo del puerto:

— ¡Mira las avutardas cómo andan allá en las piedras!.... También hay patos-vapores en la orilla.... No: á esos si que no los debemos dejar ir; vamos á acercarnos costeando. ¡Los pichones de avutarda y esos patos, en la parrilla, son de chuparse los dedos!

Y por la playa nos dirigimos hácia el punto señalado, teniendo la felicidad de tomar una jóven avutarda — linda áve de color negro, muy cubierta de pluma y de gran vuelo — y dos patos-vapores.

Estos son peculiares de la región y deben su nombre al aspecto que presentan cuando huyen en el agua, pués siendo de escasa plumazón, no pueden volar. Para impulsarse, se ayudan con un rápido aleteo, que semeja el movimiento de las ruedas laterales de un piróscafo y su cuerpo plomizo y rechoncho, coronado por el pico rojo, tiene algo de un cacso con su chimenea.

Al encaminarnos hácia la chalupa para regresar, tuve la suerte de hallar un curioso ejemplar de estrella marina, que Oscar me hizo notar, pués la que yo había visto hasta entónces era pequeña, de un rojo súcio, casi negro y con manchas más intensas que le daban un aspecto singular. Esta era grande, casi de una cuarta de diámetro, de color anaranjado y con pintas rojas:

— Esta estrella no es de aquí. Yo la he visto únicamente en el Mar de la India, donde tampoco es muy abundante. Dicen que en Ceylán su aparición coincide con la de las conchas de perlas y los pescadores le llaman, no sé porqué, «la madre del corál», esa madrépora admirable que fabrica bajo el agua palacios maravillosos.

Cuando llegamos al cútter, estaban al costado, pero sin atracar, dos canoas de indios alacalúf, que los de abordo, estudiadamente, se hacían como que no veían, explicándome en vóz baja que era estratéjia para sacarles á menor costo los cueros de nútria que tuvieran.

Los indios eran cuatro en una canoa y trés en otra y yo, por su aspecto, no pude deducir si eran hombres ó mujeres.

Altos, musculosos, de mirada dura y casi bravía, nos presentaban sus caras completamente lampiñas y nos miraban con sus ojos redondos, sin cejas ni pestañas y que tienen la más extraña expresión que puede imaginarse.

No veíamos su vestuario, pués se mantenían en sus canoas, acurrucados al lado del hornillo que llevaban al medio, arrebujados en una pequeña piél inmunda, ocupados exclusivamente, al parecer, en asár mejillones, sin cuidarse para nada de nosotros.

Naturalmente, también nos jugaban estilo, á su modo, á los del cútter.

Derrepente los remeros, que mantenían las canoas en posición mercéd á una pala corta que manejaban con gran destreza, hablaron entre sí en un lenguaje guturál — formado por sonidos ásperos que tenían algo de chirrido de áves marinas ó de choque de agua sobre piedras — y un indio, poniéndose de pié en la canoa y mostrando la desproporción entre el tronco y las extremidades — pués no era alto sino que lo parecía cuando estaba en cuclillas — pregunto en una mezcla de españól y de inglés, si queríamos cambalachar cueros por guachacay — que es el aguardiente infame que los chilenos introducen en la región y mercéd al cuál han visto desaparecer en su territorio, silenciosamente, las razas primitivas.

Smith les declaró que no era comerciante y que no quería cueros.

— ¿No lobo?... ¿N o nútria?... — dijo otro que estaba sentado.

— No.

— ¡Bueno!... ¡Regalo!

Y el indio, poniéndose de pie; tiró al cútter un cuero de nútria perfectamente seco y arrollado en espirál, con la parte del pellejo para el lado de adentro.

Esta manifestación fué correspondida con una galleta.

Comenzó el negociado. Gracias á la habilidad de Smith y del portuguéz, que eran tratantes eximios, adquirimos á costa de un poco de té, galletitas y una botella de guachacay, amén de unas copas consumidas sobre el terreno, unas diéz pieles que llevaban escondidas y que sacaban recién cuando la tentación les vencia.
Terminada la operacion por haberse agotado la mercancía en poder de los fueguinos, Smith les despidió con el adiós usuál: disparó su rewolver al aire. Las dós canoas, sin esperar más, bajaron hácia la costa y pronto las vimos atracar entre las malezas que bordeaban un arroyito que rumoroso caía al mar, allá en el fondo de la bahía.