En el álbum de Matilde
¡Si yo tuviera aliento como el águila
que se remonta a la región azul,
me elevaría a la mansión espléndida
donde se sienta el Padre de la luz!
Y postrado a sus pies como los ángeles
que bendicen su altísima bondad,
le pidiera la música del céfiro
y el murmullo pacífico del mar;
le pidiera la voz dulce y monótona
del viento en la desierta soledad,
y el gemido del aura melancólica
cuando calma la ronca tempestad.
Y le pidiera más: la voz magnífica
y el arpa melodiosa de David;
y mucho más: la inspiración profética,
¡y todo, todo, por cantarte a ti!
Sí, por cantarte a ti, beldad seráfica,
por cantarte, dulcísima mujer,
aunque dejaras mi plegaria trémula
en alas de la brisa perecer.
Cuando tus ojos de paloma tímida
se humedecen al tacto del dolor,
y se desprende de ellos una lágrima
que pasa y moja tu mejilla cándida,
¡me pareces un ángel del Señor!
Y cuando miro tu cabello undívago
de tus blancas espaldas en redor,
cayendo como leve manto de ébano
y sombreando tu semblante lánguido,
¡me pareces un ángel del Señor!
Cuando te veo que la frente humillas
balbuceando una mística oración,
y empapadas en llanto tus mejillas,
¡me pareces un ángel de rodillas
demandando con lágrimas perdón!
¿Lloras? ¿Acaso entre tu pecho gime
tu leal e inocente corazón,
o algún recuerdo de dolor le oprime?
¡Llora, sí, que llorando eres sublime,
y aún eres más sublime en la oración!