En busca de primales

En busca de primales
de Arturo Reyes


I editar

-¡Güenas tardes, caballeros!

-Mu güenas.

-Mu güenas y bien venío.

-¿Es éste el lagarillo del señor Pepe el Colorao?

-Pa lo que su mercé guste mandá, yo soy el señor Pepe el Colorao.

-Por los siglos de los siglos, y conste que no se le nota a usté lo del mote en la color.

-Como que si a mí me llaman asina es poique asina llamaban a mi padre, que esté en gloria.

-Pos mire usté, a mí también, manque me llamo Enrique Córdoba y Córdoba, pa servir a ustedes, me dicen el de la Tinaja porque asín llamaban a mi bato, que en paz descanse, que era, y esto sea dicho sin agraviar a nadie, un gachó que valía por quince mil y pico por lo valiente y lo garboso que era y por lo que chanelaban sus güesos.

-Es mucha verdá la que ice su mercé, que yo conocí mucho al señor Isidro, pero entonces usté entoavía estaba en cuajo.

-Hable usté bien, amigo, que el hablar bien no cuesta dinero.

-Güeno, hombre, pues entonces no estaba esté en cuajo, sino en yema.

-Pos yo tamién ricuerdo al señor Isidro: una vez jice yo con él un trato de unos primales; por cierto que me salieron argunos de los duros en que me pagó de los que no andan más que en coche.

-¿Y por qué no se los degolvió usté enseguía?

-Poique tamién dos de los bichos que yo le di no eran de los de circulación forzosa.

-Me alegro que me lo diga usté, porque asín si jacemos trate le miraré yo a los bichos jasta er cielo de la boca.

-Pero ¿es que usté viée buscando gente gruñona?

-Gruñona y en la piel y en los güesos pa rellenarlos en seguía.

-Pus pa eso tengo yo cinco azucenas y tos de elástico, como que si hoy las vendo yo es poique como los hijos son unos déspotas pa uno y como a mi Olorcilla, que hoy no está aquí, se le ha puesto entre ceja y ceja el que le merque un mantón de Manila, pos lo que pasa, me voy a desprender por dalle gusto de esas cinco rosas de mayo que son cinco plumas de las alas de mi corazón.

-Pos mismamente por eso he vinío yo, poique hier tarde, estando yo en la recoba, me dijo Joseíto el Cabritero: «Oye tú, Enrique -poique el Cabritero y yo nos hablamos de tú, poique semos mu amigos y además cuasi parientes, porque una hermana de él, Rosita la Buñolera, está casá con un primo hermano mío que tiée una tocinería en el barrio de la Goleta; por cierto que es un mozo de una vez, uno de los que quitan el hipo. Ustés no tiéen más que suponerse que cuando el gachó escupe y dice: «El que sea macho, que pise la escupitina», no hay gachó que arrime el carzapollo al sitio en que mi primo ha escupío.

-Y oiga osté, amigo, ¿escupe mucho su pariente de osté por los sitios por aonde yo suelo pasar?

-¡Ay, qué gracioso! Pero ¿es que se cree usté que es onjana? Lo que yo digo no tiée corteza, to es migajón; mi primo hermano es lo que yo digo que es, y no tenía más remedio que serlo por aquello de que de casta le viée al galgo el ser rabilargo, poique su padre, que era hermano de mi madre, dicen que era un hombre que cuando soplaba con chingares jacía más viento que un temporal. Y, sigún me contó a mí mi pairino, el señor Toño el Clavija, al que ustés conocerán porque es más conocío que la ruá y tiée un puesto de berza pela por medio con el de Antoñico el Cerrojazo, que tamién se las trae, poique ese Cerrojazo fue el que mató a Toñico el Cardenales en la calle de la Armona, que ustés oirían contar la faena poique la cosa dio mucho ruío y con razón, poique el Cardenales la pintaba de retaco sin seguro y además le había dao mucho cartel el haberle quitao como le quitó a un tal don Curro la jembra que tenía, que, según cuentan, era un monumento de bonita, con ca ojo como un tazón y con una mata de pelo más larga que una maroma, y con una boca que de rechica que era tenían que darle en píldoras los alimentos, y con un pecho más grande que un automóvil, y con una caera mas reonda que tina tinaja, y con dos pinreles que no abultaban ni lo que dos abalorios, y con un mo de reír que cuando se reía se le secaban las lágrimas a la Santísima Virgen de las Angustias y, en fin, una gachí de las de chipé, de las que yo quisiera a la verita mía pa mi consuelo cuando me llegara mi hora.

-¡Vaya, hombre, vaya! Y lo que es er mundo y sus alreores. ¿Y decía usté que a usté le habían dicho que yo tenía a la venta esos primales?

-Sí, señor, que me lo dijo Joseíto el Cabritero, porque como yo vivo der negocio y der potaje y en Málaga no se vende una uña de tocino sin que yo medie en la cosa, poique yo, y no es alabancia, pero yo soy la mar de simpático a toítos los que allí venden la pringue pa la puchera, resurta que siempre estoy farto más que to de paletilla y ahora tengo un compromiso con Juana la Tocinera del Legío, que es una mujer a la que yo debo servir si sa menester a gatas y de coronilla, poique esa gachí fue como una hermana pa mi Rosalía. ¿Ustés no conocieron a mi Rosalía?

-No, señor, que no la conocimos.

-Pos tuvieron ustés suerte, poique hombre que la veía hombre que se queaba catalértico, y con razón, que no es poique fuese ella mi jembra, pero la había puesto Dios tantas cosas en el perfil y en las jechuras que cuando diba yo con ella, pongo por caso, a los toros, corría a la que díbamos ya se sabía cuasi to los toreros al tendío, poique los probes se queaban como tontos mirándola. ¡Y no le digo a usté na de los señoritos! A puñaos tenía los pretendientes, pero desde lejos, porque como yo tengo el genio que Dios me dio, y allí en Málaga me conocen a mí más que el monumento de Torrijos, pos lo que pasa, no se atrevía ninguno a enganchar en el fleco de su mantón ni uno de los botones de la americana, y una vez que uno se premitió arrimarse una miajita más de lo que el bando dice, lo cojí con dambas manos por dambos hijares, y na lo que pasó, que cuando lo sorté llevaba el litri cuasi asomándosele por la boca los riñones.

-¡Qué barbariá, hombre, qué barbariá, y qué cosas mos pasan a los hombres en er campo y en la calle! ¿Y decía usté, amigo, que son cinco los primales que usté necesita?

-Le diré, hombre: cinco mismamente no. Yo necesito por lo menos cinco mil millones, pero si le merco a usté esos cinco violines, pus ya no me faltan mas que cuatro millones, nuevecientos noventa y nueve mil nuevecientos noventa y cinco pa completar toa mi orquesta.

-Pos mire usté: se va usté a llevar la flor der partio, poique esos cinco los he criao yo como si jueran cinco de mis hereeros, y ya le digo a usté que si no juera por mi Olorcilla, que se ha empeñao en eso del mantón...

-A propósito de mantones, usté conoce a Lola la del Trabuco.

-Yo no más que pa servilla, amigo.

-Pos esa Lola tiée un mantón que no hay otro que se atreva a hablarle de tú, como que, según cuentan, tuvo que pulir un lagar pa poer regalárselo Joseíto el Cáncamo, que ustés lo conocerán porque estuvo mucho tiempo fincao en Jotrón y en Roalabota.

-Sí, señor, que lo conocí, que era una güena presona; pero era un hombre más pesao que un plomo y al que le gustaba platicar más que el comer, y a mí, la verdá, los hombres que platican mucho se me agrian.

-Y a mí tamién, amigo, a mí tamién se me agrian, porque yo creo que no debemos platicar más que lo preciso, tanto es asín que yo no platico más que cuando los hombres me son mu simpáticos y ya los he tratao una miaja. Pero, en fin, vamos a ver esos bichos, a ver si me petan.

-Pos la verdá, me parece a mí que no vamos a jacer mosotros negocios, poique no va usté a querer pagar a seis riales la carnicera, y yo no los doy ni un ochavo menos ni manque me aspen, amigo.

-¿A seis riales? ¡Pos ni que los hubiera usté alimentao con somatose! Pos si a siete se vende el magro fuera de puertas, y a seis y medio el tocino entreverao.

-Ya lo sé yo, pero es que a mis bichos les he tomao yo la mar de apego, y velay usté.

-Eso del apego no lo pongo yo en duda, no, señor; porque, por lo que yo veo, pa usté como si fueran de la propia familia.

-Qué quiée usté. Yo le tomo apego a to lo que rozo, sea lo que sea, y ya ve su mercé si será asina que no jace na que he conocío a usté y ya le tengo a su mercé el mismo apego que la tengo a mis primales.

-Pos siendo asín me voy. Voy a llegarme al lagar del Cosquera, aonde me han dicho que tiée tamién cuatro o cinco y lo que sa menester es que no lo haigan criao a sus pechos, como usté a criao sus cuatro o cinco azucenas.

-Pos vaya usté con Dios, amigo, y güena suerte, y aquí estamos pa serville.

-Muchas gracias. Ya sabe usté: en Málaga, en la calle del Cañaveral, no hay más que preguntar por Enrique el Niño de la Tinaja.


II editar

-Pero, José, ¿en qué estás tú pensando? ¡Camará! ¿No comprendes tú que a seis riales la carnicera no vas a encontrar quien te merque los primales?

-Ya lo sé, hombre, ya lo sé, como que se la venderé mañana a cinco y cuarto a Antonio el de los Catites.

-Pero ¿por qué no le has pedío a ese Enrique a cinco y cuarto, y lo hubieras dejao tan gustao como servío?

-Poique me los podía mercar, y ya lo oiste tú decir que él no platicaba nunca más que con las personas que le eran mu simpáticas y cuando tenía argún trato con ella, y la verdá, antes que serle simpático yo a ese mozo, quiero mejor perder los ineros, y me parece a mí que he mercao tirá, pero que tirá, toíta su simpatía.