Empeños y desempeños
Pierde, pordiosea
el noble, engaña, empeña, malbarata,
quiebra y perece, y el logrero goza
los pingües patrimonios...
Jovellanos
En prensa tenía yo mi imaginación no ha muchas mañanas, buscando un tema nuevo sobre que dejar correr libremente mi atrevida sin hueso, que ya me pedía conversación, y acaso nunca lo hubiera encontrado a no ser por la casualidad que contaré; y digo que no lo hubiera encontrado, porque entre tantas apuntaciones y notas como en mi pupitre tengo hacinadas, acaso dos solas contendrán cosas que se puedan decir, o que no deban por ahora dejarse de decir.
Tengo un sobrino, y vamos adelante, que esto nada tiene de particular. Este tal sobrino es un mancebo que ha recibido una educación de las más escogidas que en este nuestro siglo se suelen dar; es decir esto que sabe leer, aunque no en todos los libros, y escribir, si bien no cosas dignas de ser leídas; contar no es cosa mayor, porque descuida el cuento de sus cuentas en sus acreedores, que mejor que él se las saben llevar; baila como discípulo de Veluci; canta lo que basta para hacerse de rogar y no estar nunca en voz; monta a caballo como un centauro, y da gozo ver con qué soltura y desembarazo atropella por esas calles de Madrid a sus amigos y conocidos; de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría. En materia de bella literatura y de teatro no se hable, porque está abonado, y si no entiende la comedia, para eso la paga, y aun la suele silbar; de este modo da a entender que ha visto cosas mejores en otros países, porque ha viajado por el extranjero a fuer de bien criado. Habla un poco de francés y de italiano siempre que había de hablar español, y español no lo habla, sino lo maltrata; a eso dice que la lengua española es la suya, y que puede hacer con ella lo que más le viniere en voluntad. Por supuesto que no cree en Dios, porque quiere pasar por hombre de luces; pero en cambio cree en chalanes y en mozas, en amigos y en rufianes. Se me olvidaba: no hablemos de su pundonor, porque éste es tal que por la menor bagatela, sobre si lo miraron, sobre si no lo miraron, pone una estocada en el corazón de su mejor amigo con la más singular gracia y desenvoltura que en esgrimidor alguno se ha conocido.
Con esta exquisita crianza, pues, y vestirse de vez en cuando de majo, traje que lleva consigo el «¿qué se me da a mí?» y el «¡aquí estoy yo!», ya se deja conocer que es uno de los gerifaltes que más lugar ocupan en la corte, y que constituye uno de los adornos de la sociedad «de buen tono» de esta capital de qué sé yo cuántos mundos.
Éste es mi pariente, y bien sé yo que si su padre le viera había de estar tan embobado con su hijo como lo estoy yo con mi sobrino, por tanta buena cualidad como en él se ha llegado a reunir. Conoce mi Joaquín esta mi fragilidad y aun suele prevalerse de ella.
Las ocho serían y vestíame yo, cuando entra mi criado y me anuncia a mi sobrino.
-¿Mi sobrino? Pues debe de ser la una.
-No, señor, son las ocho no más.
Abro los ojos asombrado y me encuentro a mi elegante de pie, vestido y en mi casa a las ocho de la mañana.
-Joaquín, ¿tú a estas horas?
-¡Querido tío, buenos días!
-¿Vas de viaje?
-No, señor.
-¿Qué madrugón es éste?
-¿Yo madrugar, tío? Todavía no me he acostado.
- ¡Ah, ya decía yo!
-Vengo de casa de la marquesita del Peñol: hasta ahora ha durado el baile. Francisco se ha ido a casa con los seis dominós que he llevado esta noche para mudarme.
-¿Seis no más?
-No más.
-No se me hacen muchos.
-Tenía que engañar a seis personas.
-¿Engañar? Mal hecho.
-Querido tío, usted es muy antiguo.
-Gracias, sobrino: adelante.
-Tío mío, tengo que pedirle a usted un gran favor.
-¿Seré yo la séptima persona?
-¡Querido tío!; ya me he quitado la máscara.
-Di el favor -y eché mano de la llave de mi gaveta.
-En el día no hay rentas que basten para nada; tanto baile, tanto... en una palabra, tengo un compromiso. ¿Se acuerda usted de la repetición Breguet que me vio usted días pasados?
-Sí, que te había costado cinco mil reales.
-No era mía.
- ¡Ah!
-El marqués de... acababa de llegar de París; quería mandarla limpiar, y no conociendo a ningún relojero en Madrid le prometí enviársela al mío.
-Sigue.
-Pero mi suerte lo dispuso de otra manera; tenía yo aquel día un compromiso de honor; la baronesita y yo habíamos quedado en ir juntos a Chamartín a pasar un día; era imposible ir en su coche, es demasiado conocido...
-Adelante.
-Era indispensable tomar yo un coche, disponer una casa y una comida de campo... A la sazón me hallaba sin un cuarto; mi honor era lo primero; además, que andan las ocasiones por las nubes.
-Sigue.
-Empeñé la repetición de mi amigo.
-¡Por tu honor!
-Cierto.
-¡Bien entendido! ¿Y ahora?
-Hoy como con el marqués, le he dicho que la tengo en casa compuesta, y...
-Ya entiendo.
-Ya ve usted, tío..., esto pudiera producir un lance muy desagradable.
-¿Cuánto es?
-Cien duros.
-¿Nada más? No se me hace mucho.
Era claro que la vida de mi sobrino, y su honor se hallaban en inminente riesgo. ¿Qué podía hacer un tío tan cariñoso, tan amante de su sobrino, tan rico y sin hijos? Conté, pues, sus cien duros, es decir, los míos.
-Sobrino, vamos a la casa donde está empeñada la repetición.
-Quand il vous plaira, querido tío.
Llegamos al café, una de las lonjas de empeño, digámoslo así, y comencé a sospechar desde luego que esta aventura había de producirme un artículo de costumbres.
-Tío, aquí será preciso esperar.
-¿A quién?
-Al hombre que sabe la casa.
-¿No la sabes tú?
-No, señor: estos hombres no quieren nunca que se vaya con ellos.
-¿Y se les confían repeticiones de cinco mil reales?
-Es un honrado corredor que vive de este tráfico. Aquí está.
-¿Éste es el honrado corredor? Y entró un hombre como de unos cuarenta años, si es que se podía seguir la huella del tiempo en una cara como la debe de tener precisamente el judío errante, si vive todavía desde el tiempo de Jesucristo. Rostro acuchillado con varios chirlos y jirones tan bien avenidos y colocados de trecho en trecho, que más parecían nacidos en aquella cara, que efectos de encuentros desgraciados; mirar bizco, como de quien mira y no mira; barbas independientes, crecidas y que daban claros indicios de no tener con las navajas todo aquel trato y familiaridad que exige el aseo; ruin sobrero con oficios de quitaguas; capa de estas que no tapan lo que llevan debajo, con muchas cenefas de barro de Madrid; botas o zapatos, que esto no se conocía, con más lodo que cordobán; uñas de escribano, y una pierna, de dos que tenía, que por ser coja, en vez de sustentar la carga del cuerpo, le servía a éste de carga, y era de él sustentada, por donde del tal corredor se podía decir exactamente aquello de que «tripas llevan pies»; metal de voz además que a todos los ruidos desapacibles se asemejaba y aire, en fin, misterioso y escudriñador.
-¿Está eso, señorito?
-Está; tío, déselo usted.
-Es inútil; yo no entrego mi dinero de esta suerte.
-Caballero, no hay cuidado.
-No lo habrá ciertamente, porque no lo daré.
Aquí empezó una de votos y juramentos del honrado corredor, de quien tan injustamente se desconfiaba, y de lamentaciones deprecatorias de mi sobrino, que veía escapársele de las manos su repetición por una etiqueta de esta especie; pero yo me mantuve firme, y le fue preciso ceder al hebreo mediante una honesta gratificación que con sus votos canjeamos.
En el camino, nuestro cicerone, más aplacado, sacó de la faltriquera un paquetillo, y mostrándomelo secretamente:
Caballero -me dijo al oído-, cigarros habanos, cajetillas, cédulas de... y otras frioleras, por si usted gusta.
-Gracias, honrado corredor.
Llegamos por fin, a fuerza de apisonar con los pies calles y encrucijadas, a una casa y a un cuarto cuarto, que alguno hubiera llamado guardilla a haber vivido en él un poeta.
No podré explicar cuán mal se avenían a estar juntas unas con otras, y en aquel tan incongruente desván, las diversas prendas que de tan varias partes allí se habían venido a reunir. ¡Oh, si hablaran todos aquellos cautivos! El deslumbrante vestido de la belleza, ¿qué de cosas diría dentro de sus límites ocurridas? ¿Qué el collar, muchas veces importuno, con prisa desatado y arrojado con despecho? ¿Qué sería escuchar aquella sortija de diamantes, inseparable compañera de los hermosos dedos de marfil de su hermoso dueño? ¡Qué diálogo pudiera trabar aquella rica capa de chinchilla con aquel chal de cachemira! Desvié mi pensamiento de estas locuras, y pareciome bien que no hablasen. Admireme sobremanera al reconocer en los dos prestamistas que dirigían toda aquella máquina a dos personas que mucho de las sociedades conocía, y de quien nunca hubiera presumido que pelecharan con aquel comercio; avergonzáronse ellos algún tanto de hallarse sorprendidos en tal ocupación, y fulminaron una mirada de estas que llevan en sí una larga reconvención, sobre el israelita que de aquella manera había comprometido su buen nombre, introduciendo profanos, no iniciados, en el santuario de sus misterios.
Hubo de entrar mi sobrino a la pieza inmediata, donde se debía buscar la repetición y contar el dinero: yo imaginé que aquel debía de ser lugar más a propósito todavía para aventuras que el mismo puerto Lápice: calé el sombrero hasta las cejas, levanté el embozo hasta los ojos, púseme a lo oscuro, donde podía escuchar sin ser notado, y di a mi observación libre rienda que encaminase por do más le pluguiese. Poco tiempo habría pasado en aquel recogimiento, cuando se abre la puerta y un joven vestido modestamente pregunta por el corredor.
-Pepe, te he esperado inútilmente; te he visto pasar, y he seguido tus huellas. Ya estoy aquí y sin un cuarto; no tengo recurso.
-Ya le he dicho a usted que por ropas es imposible.
-¡Un frac nuevo!, ¡una levita poco usada! ¿No ha de valer esto más de dieciséis duros que necesito?
-Mire usted, aquellos cofres, aquellos armarios están llenos de ropas de otros como usted; nadie parece a sacarlas, y nadie da por ellas el valor que se prestó.
-Mi ropa vale más de cincuenta duros: te juro que antes de ocho días vuelvo por ella.
-Eso mismo decía el dueño de aquel surtú que ha pasado en aquella percha dos inviernos; y la que trajo aquel chal, que lleva aquí dos carnavales, y la...
-Pepe, te daré lo que quieras, mira; estoy comprometido; ¡no me queda más recurso que tirarme un tiro!
Al llegar aquí el diálogo, eché mano de mi bolsillo, diciendo para mí: «No se tirará un tiro por dieciséis duros un joven de tan buen aspecto. ¿Quién sabe si no habrá comido hoy su familia, si alguna desgracia...?». Iba a llamarle, pero me previno Pepe diciendo:
-¡Mal hecho!
-Tengo que ir esta noche sin falta a casa de la señora de W..., y estoy sin traje: he dado palabra de no faltar a una persona respetable. Tengo que buscar además un dominó para una prima mía, a quien he prometido acompañar.
Al oír esto solté insensiblemente mi bolsa en mi faltriquera, menos poseído ya de mi ardiente caridad.
-¡Es posible! Traiga usted una alhaja.
-Ni una me queda; tú lo sabes: tienes mi reloj, mis botones, mi cadena.
-¡Dieciséis duros!
-Mira, con ocho me contento.
-Yo no puedo hacer nada en eso: es mucho.
-Con cinco me contento, y firmaré los dieciséis, y te daré ahora mismo uno de gratificación.
-Ya sabe usted que yo deseo servirle, pero como no soy el dueño... ¿A ver el frac?
Respiró el joven, sonriose el corredor; tomó el atribulado cinco duros, dio de ellos uno, y firmó dieciséis, contento con el buen negocio que había hecho.
-Dentro de tres días vuelvo por ello. Adiós. Hasta pasado mañana.
-Hasta el año que viene. -Y fuese cantando el especulador.
Retumbaban todavía en mis oídos las pisadas y le fioriture del atolondrado, cuando se abre violentamente la puerta, y la señora de H...Z. en persona, con los ojos encendidos y toda fuera de sí, se precipita en la habitación.
-¡Don Fernando!
A su voz salió uno de los prestamistas, caballero de no mala figura y de muy galantes modales.
-¡Señora!
-¿Me ha enviado usted esta esquela?
-Estoy sin un maravedí; mi amigo no la conoce a usted... es un hombre ordinario... y como hemos dado y a más de lo que valen los adornos que tiene usted ahí...
-Pero ¿no sabe usted que tengo repartidos los billetes para el baile de esta noche? Es preciso darle, o me muero del sofoco.
-Yo, señora...
Necesito indispensablemente mil reales, y retirar, siquiera hasta mañana, mi diadema de perlas y mis brazaletes para esta noche: en cambio vendrá una vajilla de plata y cuanto tengo en casa. Debo a los músicos tres noches de función; esta mañana me han dicho decididamente que no tocarán si no los pago. El catalán me ha enviado la cuenta de las velas, y que no enviará más mientras no le satisfaga.
-Si yo fuera solo...
-¿Reñiremos? ¿No sabe usted que esta noche el juego sólo puede producir...?
-¡Nos fue tan mal la otra noche!
-¿Quiere usted más billetes? No me han dejado más que seis. Envíe usted a casa por los efectos que he dicho.
-Yo conozco...; por mí...; pero aquí pueden oírnos; entre usted en ese gabinete.
Entráronse y se cerró la puerta tras ellos.
Siguiose a esta escena la de un jugador perdidoso que había perdido el último maravedí, y necesitaba armarse para volver a jugar; dejó un reloj, tomó diez, firmó quince, y se despidió diciendo: «Tengo corazonada; voy a sacar veinte onzas en media hora, y vuelvo por mi reloj». Otro jugador ganancioso vino a sacar unas sortijas del tiempo de su prosperidad; algún empleado vino a tomar su mesada adelantada sobre su sueldo, pero descabalada de los crecidos intereses; algún necesitado verdadero se remedió, si es remedio comprar un duro con dos; y sólo mentaré en particular el criado de un personaje que vino por fin a rescatar ciertas alhajas que había más de tres años que cautivas en aquel Argel estaban. Habíanse vendido las alhajas, desconfiados ya los prestamistas de que nunca las pagaran, y porque los intereses estaban a punto de traspasar su valor. No quiero pintar la grita y la zalagarda que en aquella bendita casa se armó. Después de dos años de reclamaciones inútiles, hoy venían por las alhajas; ayer se habían vendido. Juró y blasfemó el criado y fuese, prometiendo poner el remedio de aquel atrevimiento en manos de quien más conviniese.
¿Es posible que se viva de esta manera? Pero ¿qué mucho, si el artesano ha de parecer artista, el artista empleado, el empleado título, el título grande y el grande príncipe? ¿Cómo se puede vivir haciendo menos papel que el vecino? ¡Bien haya el lujo! ¡Bien haya la vanidad!
En esto salía ya del gabinete la bella convidadora: habíase secado el manantial de sus lágrimas.
-Adiós, y no falte usted a la noche -dijo misteriosamente una voz penetrante y agitada.
-Descuide usted; dentro de media hora enviaré a Pepe -respondió una voz ronca y mal segura. Bajó los ojos la belleza, compuso sus blondos cabellos, arregló su mantilla, y salió precipitadamente.
A poco salió mi sobrino, que después de darme las gracias, se empeñó tercamente en hacerme admitir un billete para el baile de la señora H...Z. Sonriente, nada dije a mi sobrino, ya que nada había oído, y asistí al baile. Los músicos tocaron, las luces ardieron. ¡Oh, elocuencia de la belleza! ¡Oh, utilidad de los usureros!
No quisiera acabar mi artículo sin advertir que reconocí en el baile al famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal magnífico que llevaba tres carnavales en el cautiverio; y dejó de asombrarme desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había comprendido.
Retireme temprano, que no le sientan bien a mis canas ver entrar a Febo en los bailes; acompañome mi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé del coche y nos despedimos. Pareciome no encontrar en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la mañana me dirigía la palabra. Un adiós bastante indiferente me recordó que aquel día había hecho un favor, y que el tal favor ya había pasado. Acaso había sido yo tan necio como loco mi sobrino. No era mucho, decía yo, que un joven los pidiera; ¡pero que los diera un viejo!
Para distraer estas melancólicas imaginaciones, que tan triste idea dan de la humanidad, abrí un libro de poesía, y acertó a ser en aquel punto en que dice Bartolomé de Argensola:
De estos niños Madrid vive logrado,
y de viejos tan frágiles como ellos,
porque en la misma escuela se han criado.