Emilio/Libro V
Libro V
Ya hemos llegado al último acto de la juventud, pero no estamos aún en el desenlace.
No es conveniente que el hombre esté solo. Emilio es hombre, le hemos prometido una compañera y es necesario dársela. Esta compañera es Sofía. ¿Dónde está su albergue? ¿En qué lugar la encontraremos? Para encontrarla, es indispensable conocerla. Debemos saber primero lo que es, y luego acertaremos más fácilmente el sitio donde habita, y cuando la encontremos, todavía no estará todo terminado. «Puesto que nuestro gentilhombre está para casarse, es hora ya de que le dejemos con su amada», dice Locke. Y con esto da por terminada su obra. Yo, que no tengo el honor de educar a un gentilhombre, me guardaré de imitar a Locke en ese aspecto.
SOFIA O LA MUJER
Sofía debe ser mujer como Emilio es hombre, o sea, que debe poseer todo lo que conviene a la constitución de su sexo y su especie con el fin de ocupar el puesto adecuado en el orden físico y moral. Por tanto, comencemos examinando las diferencias y las afinidades entre su sexo y el nuestro.
En lo que no se relaciona con el sexo, la mujer es igual al hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma; la configuración es parecida, y bajo cualquier aspecto que los consideremos sólo se diferencian entre sí de más a menos.
En lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el hombre, y siempre se encuentran diferencias, y la dificultad de compararles proviene de la de determinar en la constitución de uno y otro lo que es peculiar o no del sexo. Mediante la anatomía comparada y también por lo que está de manifiesto se encuentran diferencias generales entra ellos que, al parecer, no tienen conexión con el sexo; no obstante, lo están, pero por vínculos que no hemos podido distinguir, ignoramos hasta dónde pueden llegar esos vínculos, y lo único que sabemos con seguridad es que todo lo que es común entre ambos pertenece a la especie, y cuando es diferente es propio del sexo. Bajo muchos puntos de vista, hay entre ellos tantas relaciones y oposiciones que tal vez es un milagro de la naturaleza el haber formado dos seres tan semejantes estando constituidos de un modo tan diferente.
Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral. Consecuencia palpable, conforme a la experiencia, y que pone de manifiesto la vanidad de las disputas acerca de la preeminencia o igualdad de los sexos, como si encaminándose cada uno al fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que si fuera más parecido al otro. En lo que existe de común entre ellos, son iguales, pero en lo diferente no son comparables. Se deben parecer tan poco un hombre y una mujer perfectos en el entendimiento como en el rostro.
En la unión de los sexos, concurre cada uno por igual al fin común, pero no de la misma forma; de esta diversidad surge la primera diferencia notable entre las relaciones morales de uno y otro. El uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia.
Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza, más antigua que el amor mismo.
Si el destino de la mujer es agradar y ser subyugada, se debe hacer agradable al hombre en vez de incitarle; en sus atractivos se funda su violencia, por ello es preciso que encuentre y, haga uso de su fuerza. El arte más seguro de animar esta fuerza es hacerla necesaria con la resistencia. Uniéndose entonces el amor propio con el deseo, triunfa el uno de la victoria que el otro le deja alcanzar. De ahí el acometimiento y la defensa, la osadía de un sexo y el encogimiento del otro, la modestia y la vergüenza con que la naturaleza armó al débil para que esclavizase al fuerte.
¿Quién pudo pensar que la naturaleza había prescrito las mismas provocaciones al uno y al otro, y que el primero que sintiese deseos también fuera el primero que los manifestase? ¡Qué extraña depravación de juicio! Si la empresa trae tan distintas consecuencias para los dos sexos, ¿es natural que la acometan con la misma osadía? ¿Quién no se da cuenta de que existiendo tal desigualdad en la puesta común, si el recato no impusiera la moderación a uno, que al otro le impone la naturaleza, en breve resultaría la ruina de los dos y perecería el linaje humano por los mismos medios que para su conservación fueron establecidos? Con la facilidad que tienen las mujeres para inflamar los sentidos de los hombres y encender en el interior de su corazón las chispas de un temperamento casi apagado, si hubiese algún malhadado clima en la tierra donde la filosofía hubiera introducido esta práctica, especialmente en los países cálidos, donde nacen más mujeres que hombres, tiranizados ellos por ellas, al fin serían sus víctimas y todos se verían arrastrados a la muerte sin poderse defender nunca.
Si las hembras de los animales no tienen la misma vergüenza, ¿qué se deduce de esto? ¿Tal vez tienen, como las mujeres, los deseos sin límites a que esta vergüenza sirve de freno? Los deseos son fruto de la necesidad, y una vez satisfecho el deseo, cesa; no repelen al macho por fingimiento [1], sino de verdad, y hacen todo lo contrario de lo que hacía la hija de Augusto, y cuando ha cargado el navío, no admiten más pasajeros. Aun cuando están libres, sus épocas de buena voluntad son cortas y efímeras, el instinto las impele y el instinto las detiene. ¿Cuál será en las mujeres el suplemento de este instinto negativo, si les quitáis el pudor? Esperar que ellas no se cuiden de los hombres es lo mismo que esperar que ellos no sirvan para nada.
El Ser supremo quiso en todo honrar a la especie humana, y si da desmedidas inclinaciones al hombre al mismo tiempo le da la ley que regula, para que sea libre y mande en sí mismo; s1 le deja abandonado a pasiones inmoderadas, con estas pasiones junta la razón para que las rija; si abandona a deseos sin límites la mujer, con estos deseos une el pudor que los contiene, y para cúmulo añade una actual recompensa al buen uso de sus facultades, es decir, el gusto que toma por las cosas honestas quien las hace norma de sus acciones. Esto va bien, creo yo, al instinto de las bestias.
Entonces, lo mismo si participa o no la mujer de los deseos del hombre y quiera o no satisfacerlos, siempre le repele y se defiende, pero no siempre con la misma fuerza, ni, por consiguiente, con el mismo fruto. Para que la victoria sea del acometedor precisa que lo permita o lo mande al acometido, porque, ¿cuántos medios no tiene para forzar al agresor a que haga uso de sus fuerzas? El más libre y el más suave de todos los actos no admite violencia real, puesto que se oponen la naturaleza y la razón; la primera, habiendo otorgado al más débil la fuerza suficiente para resistir cuando le plazca; la segunda, porque una verdadera violencia no sólo constituye el acto más bárbaro, sino también el más diametralmente opuesto al fin, ya sea porque de esta forma el hombre declara la guerra a su compañera, autorizándola a que defienda su persona y su libertad, aunque sea a costa de la vida del agresor, o porque solamente la mujer es juez del estado en que se encuentra, y porque los niños carecerían de padre si todo varón pudiese usurpar los derechos.
Observad aquí una tercera consecuencia de la constitución de los sexos, y es que el más fuerte aparentemente es el dueño, cuando en realidad depende del más débil, y esto sucede así, no por un frívolo galanteo, ni por una altiva generosidad del protector, sino por una invariable ley de la naturaleza, que ofreciendo a la mujer mayores facilidades para excitar sus deseos que al hombre para que los satisfaga, le subordina a él, mal de su grado a la buena voluntad de ella, y necesita serle agradable para que ella consienta en dejarle que sea el más fuerte. Luego, lo que más complace al hombre en su victoria es dudar si la flaqueza es la que cede a la fuerza o si es la voluntad lo que se rinde, y la común astucia de la mujer es dejar que subsista esta viuda entre él y ella. En esto corresponde perfectamente el espíritu de las mujeres a su constitución, pues lejos de sonrojarse de su debilidad, presumen de ella; aparentan que no pueden alzar del suelo ni los más ligeros pesos y las avergonzaría ser fuertes. ¿Por qué obran de este modo? No sólo por parecer delicadas, sino por una precaución más astuta: desde muy lejos buscan disculpas y el derecho de ser débiles cuando lo crean necesario.
El progreso de las luces adquiridas con nuestros vicios ha cambiado mucho en este punto entre nosotros las antiguas opiniones, y ya no se habla de violencias desde que son tan poco necesarias, y los hombres ya no creen en su eficacia [2], pero en las remotas antigüedades griegas y judaicas eran muy frecuentes, debido a que estas opiniones son propias de la sencillez de la naturaleza, y sólo la experiencia de lo pervertido de las costumbres ha podido desarraigarlas. Si en los tiempos actuales se registran menos actos de violencia, no es porque los hombres sean más templados, sino porque son menos crédulos, y porque una lamentación que antiguamente hubiera persuadido a pueblos sencillos hoy no haría otra cosa que provocar la risa de los burlones, de forma que se gana más con callarse. En el Deuteronomío hay una ley en virtud de la cual la soltera de quien habían abusado era castigada junto con el seductor si el delito se había cometido dentro del pueblo, pero si se había cometido en el campo o en parajes solitarios, únicamente era castigado el hombre, porque, dice la ley, ala doncella gritó, pero no la oyeron». Esta interpretación tan benigna enseñaba a las doncellas a no dejarse sorprender en parajes frecuentados.
El efecto de estas diversas opiniones se hace sensible en las costumbres; la galantería moderna es consecuencia de ellas. Convencidos los hombres de que sus gustos dependían más de la voluntad del bello sexo de lo que habían creído, han cautivado esta voluntad por medio de condescendencias que ha remunerado con usura.
Obsérvese cómo lo físico nos lleva de un modo insensible a lo moral, y cómo de la tosca unión de los dos sexos nacen paulatinamente las leyes del amor. El imperio no es de las mujeres por la voluntad de los hombres, sino porque la naturaleza así lo tiene ordenado, y antes de que pareciese que les pertenecía, ya era suyo. El mismo Hércules, que creyó violentar a las cincuenta hijas de Tespio, vióse precisado a hilar ante Onfilia, y el fuerte Sansón no era tan fuerte como Dalila. Este imperio pertenece a las mujeres, y no se les puede quitar, aunque abusen de él, pues si pudieran perderlo hace ya tiempo que lo habrían perdido.
No existe ninguna equivalencia entre ambos sexos en lo que es consecuencia del sexo. El varón es varón en algunos instantes; la hembra es hembra durante toda su vida, o por lo menos durante toda su juventud, todo la atrae hacia su sexo, y para desempeñar bien sus funciones precisa de una constitución que se refiera a él. Durante su embarazo necesita cuidarse, y cuando ha alumbrado precisa sosiego; le conviene una vida fácil y sedentaria para amamantar a sus hijos, debe tener mucha paciencia para educarlos y un celo y un cariño inagotables; es el vínculo entre los hijos y el padre; ella se los hace amar y le inspira confianza para que los llame suyos. ¡Cuánta ternura y solicitudes necesita para mantener unida toda la familia! Por último, nada de esto debe ser en ella virtud, sino placer, sin lo cual el linaje humano pronto se extinguiría.
La rigidez de los deberes relativos de ambos sexos no es ni puede ser la misma, y cuando en esta parte las mujeres se quejan de la desigualdad que han establecido los hombres, no tienen razón; aquel de los dos a quien la naturaleza confió el depósito de los hijos, le corresponde responder de ellos al otro. No cabe duda alguna de que no le es permitido a nadie violar su fe, y todo marido infiel que priva a su mujer de la única recompensa de las austeras obligaciones de su sexo es un inhumano y un injusto, pero la mujer infiel aún hace más, pues disuelve la familia y quebranta todos los vínculos de la naturaleza, pues al dar al hombre hijos que no son de él, traiciona a unos y a otros, y de esta forma junta la perfidia con la infidelidad. Casi no veo ningún desorden ni delito que no dependa de esto. Si existe en el mundo un estado de verdadero horror, es el del padre desventurado que, habiendo perdido la confianza en su mujer, no se atreve a entregarse a los más dulces afectos de su corazón, que al estrechar a su hijo entre sus brazos, duda si tiene en ellos al hijo ajeno, la prenda de su afrenta, al ladrón del caudal de sus verdaderos hijos. ¿Qué otra cosa es, pues, la familia, sino una compañía de secretos enemigos que arma unos contra otros una culpable mujer, forzándolos a fingir que se quieren?
No importa que únicamente sea fiel la mujer, sino que su marido la tenga por tal, sus parientes y todo el mundo; importa que sea modesta, recatada, atenta y que los extraños, no menos que su propia conciencia, den testimonio de su virtud. En una palabra, si es muy importante que el padre ame a sus hijos, también lo es que ame a la madre de sus hijos. Estas son las razones que constituyen la apariencia misma como una obligación de las mujeres, siéndoles la honra y la reputación no menos indispensables que la castidad. De estos principios, con la diferencia moral de los sexos, proviene un nuevo motivo de obligación y decoro que exige especialmente a las mujeres velar con la mayor escrupulosidad su conducta y sus maneras. El sostener de una forma vaga que son iguales los dos sexos, y que poseen unas mismas obligaciones, es perderse a manifestaciones vanas, sin decir nada que no se pueda rechazar.
Responder con excepciones a leyes generales tan bien fundadas, ¿es una manera sólida de razonar? Vosotros decís que no están siempre embarazadas las mujeres. No, pero su destino es estarlo. Porque hay en el universo un centenar de ciudades populosas donde viviendo las mujeres de forma licenciosa paren poco, ¿tenéis la pretensión de que el estado de las mujeres consiste en que queden raramente embarazadas? ¿Adónde irían a parar vuestras ciudades si las aldeas, donde viven con más sencillez las mujeres y también con mayor castidad, no reparasen la esterilidad de las damas? ¿En cuántas provincias son tenidas como poco fecundas las mujeres que sólo han tenido cuatro o cinco partos? [3]. En fin, que esta o aquella mujer tenga pocos, ¿qué importa? ¿Por eso deja de ser el estado propio de la mujer el de ser madre? ¿Y no deben afianzar este estado con leyes generales las costumbres y la naturaleza? Aun cuando hubiese entre los embarazos tan largos intervalos como se supone, ¿cambiaría por eso una mujer brusca y alternativamente su manera de vivir, sin correr peligro? ¿Será hoy nodriza y mañana guerrera? ¿Variará de temperamento y gustos, como de colores un camaleón? ¿Pasará repentinamente de la sombra de su techo y sus tareas domésticas a la intemperie del aire, a las faenas, a las fatigas, a los peligros de la guerra? ¿Será unas veces tímida [4] y otras animosa, unas delicada y otras robusta? Si los jóvenes educados en las grandes ciudades realizan con tantas dificultades los ejercicios de las armas, las mujeres que jamás han arrostrado el sol y que apenas saben andar, ¿se acostumbrarán a él después de cincuenta años de molicie? ¿Tomarán este duro ejercicio a la edad en que lo dejan los hombres?
Hay países en los cuales las mujeres alumbran casi sin dolor y crían a sus hijos con un esfuerzo mínimo, y lo admito, pero en esos mismos países, los hombres andan en todo tiempo casi desnudos, luchan a brazo partido con las fieras, llevan un bote al hombro, como unas alforjas, hacen cacerías de setecientas a ochocientas leguas, duermen al sereno en el suelo, aguantan increíbles fatigas y pasan muchos días sin comer. Cuando las mujeres se robustecen, todavía se robustecen más los hombres, y cuando los hombres se apoltronan, igual se apoltronan las mujeres, cuando los dos términos varían, la diferencia sigue siendo la misma.
Platón, en su República, señala a las mujeres los mismos ejercicios que a los hombres, y me parece bien. Al quitar de su gobierno las familias particulares, no sabiendo qué hacer con las mujeres, se vio obligado a hacerlas hombres. Ese singular ingenio todo lo había previsto y combinado; de antemano resolvía una objeción que tal vez nadie hubiera pensado hacerle, pero resuelve mal la que le hacen. No me refiero a aquella pretendida comunidad de mujeres, acusación tan repetida y que los que se la hacen demuestran que no le han leído; yo hablo de esa promiscuidad civil que en todas partes confunde los dos sexos en los mismos empleos, en las mismas tareas, lo que tiene que engendrar los más intolerables abusos; hablo de esa subversión de los más tiernos sentimientos de la naturaleza, inmolados a un sentimiento artificial que no puede subsistir, como si no fuera indispensable alguna base natural para formar vínculos de convención, como si el amor que tenemos a nuestros familiares no fuese el principio del que debemos al Estado, como si no fuera por la pequeña patria, que es la familia, por donde se une el corazón a la grande, como si no fueran el buen hijo, el buen padre y el buen esposo los que forman el buen ciudadano.
Demostrado que ni el hombre ni la mujer están ni deben estar constituidos del mismo modo en lo que respecta al carácter y al temperamento, se infiere que no se les debe dar la misma educación. Siguiendo las directrices de la naturaleza, deben obrar acordes, pero no deben hacer las mismas cosas; el fin de sus tareas es común, pero son diferentes, y, por consiguiente, los gustos que las dirigen. Habiendo procurado formar el hombre natural, por no dejar la obra imperfecta, veamos también cómo debe formarse la mujer para que le convenga al hombre.
¿Queréis estar siempre bien dirigidos? Pues no os apartéis nunca de las indicaciones de la naturaleza. Se debe respetar todo lo que caracteriza al sexo, tal como ella lo ha establecido. Continuamente decís: las mujeres tienen este o aquel defecto que nosotros no tenemos. Os engaña vuestra soberbia; en vosotros serían defectos, en ellas son cualidades, y todo iría peor si no los tuviesen. Procurad evitar que estos pretendidos defectos degeneren, pero guardaos de destruirlos.
Por su parte, las mujeres no dejan de clamar que las educamos para la vanidad y la coquetería, que las divertimos continuamente con niñerías para ser los amos con más facilidad, y se duelen de los defectos que les reprochamos. ¡Qué locura! ¿Desde cuándo los hombres se meten en la educación de las niñas? ¿Quién pone obstáculos a las madres para que las eduquen a su antojo? No tienen escuelas públicas, ¡qué desdicha! Si los muchachos no las tuviesen, se educarían con más juicio y mayor honestidad. ¿Necesitan vuestras hijas perder el tiempo en boberías? ¿Les hacen que contra su voluntad pasen, a ejemplo vuestro, la mitad de su vida en el tocador? ¿Evitan que las instruyáis y las hagáis instruir como os plazca? Si nos gustan cuando son hermosas, si sus monerías nos seducen, si el arte que aprenden de vosotras nos atrae y nos emboba, si nos complacemos en verlas vestidas con gusto, si les dejamos que afilen a su placer las armas con que nos cautivan, ¿es culpa nuestra? Resolved educarlas como a hombres, y ellas lo consentirán sin protestar. Cuando más se les quieren parecer, menos los gobernarán, y entonces sí que serán ellos los amos.
Las cualidades comunes a ambos sexos no las tienen en la misma medida, pero tomadas en conjunto quedan compensadas. La mujer vale más como mujer y menos como hombre, y en aquello en que impone el valor de sus derechos, nos aventaja, y en aquello en que quiere usurpar los nuestros, la ventaja es nuestra. Esta verdad general sólo puede ser rebatida con excepciones, que es a lo que recurren los galanes partidarios del bello sexo.
Cultivar en la mujer las cualidades del hombre y descuidar las que les son propias, es trabajar en detrimento suyo. Demasiado lo ven las astutas para dejarse engañar; cuando procuran usurpar nuestras ventajas, no abandonan la suya, pero ocurre que no pudiendo amalgamar bien las unas con las otras, debido a que son incompatibles, no llegan con unas adonde hubieran alcanzado y con las otras no pueden competir con nosotros, perdiendo de esta forma la mitad de su valor. Hacedme caso, madres juiciosas; no hagáis a vuestra hija un hombre de bien, que es desmentir a la naturaleza; hacedla mujer de bien, y así podréis estar segura de que será útil para nosotros y para sí misma.
¿Se puede deducir de todo lo expuesto que debe ser educada en la ignorancia de todas las cosas y limitada únicamente a las funciones caseras? ¿El hombre debe hacer de su compañera una sirvienta? ¿Le debe impedir que sienta y conozca nada con el fin de poderla esclavizar mejor? ¿Hará de ella una autómata? Sin duda que no; la naturaleza no lo ha dicho así; y si las ha dotado de una tan agradable y delicada inteligencia, quiere que piensen, juzguen, amen, conozcan y cultiven su entendimiento como su figura, que son las armas que les da para suplir la fuerza que les falta y dirigir la nuestra. Deben aprender muchas cosas, pero sólo las que es conveniente que sepan.
Lo mismo si considero el destino particular del sexo como si observo sus inclinaciones o cuento sus obligaciones, todo contribuye a indicarme la educación más conveniente. La mujer y el hombre están formados el uno para el otro, pero no es igual la dependencia; los hombres dependen de las mujeres por sus deseos y las mujeres dependen de los hombres por sus deseos y sus necesidades. Nosotros, sin ellas, subsistiríamos mejor que ellas sin nosotros. Para que posean lo que necesitan en su estado, es preciso que se lo demos, que se lo queramos dar, que las reputemos dignas; depende así de nuestros afectos, del precio que pongamos a su mérito, del caso que hagamos de sus encantos y sus virtudes. Por ley natural, las mujeres, tanto por sí como por sus hijos, están a merced de los hombres, y no es suficiente que sean apreciables, es indispensable que sean amadas; no les basta con ser hermosas, es preciso que agraden; no tienen bastante con ser honestas, es necesario que sean tenidas por tales; su honra no solamente se cifra en su conducta, sino en su reputación, y no es posible que la que consiente en pasar por indigna pueda nunca ser honesta. El hombre, cuando obra bien, sólo depende de sí mismo y puede arrostrar el juicio del público, pero la mujer, cuando obra bien, sólo tiene hecha la mitad de su tarea, y no le importa menos lo que de ella piensen que lo que efectivamente es. De aquí se deduce que en esta parte el sistema de su educación debe ser contrario al nuestro; la opinión es el sepulcro de la virtud para los hombres, y para las mujeres es su trono. La buena constitución de los hijos depende de la de las madres; del esmero de las mujeres depende la educación primera de los hombres; también de las mujeres dependen sus costumbres, sus pasiones, sus gustos, sus deleites, su propia felicidad. De manera que la educación de las mujeres debe estar en relación con la de los hombres. Agradarles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos cuando niños, cuidarlos cuando mayores, aconsejarlos, consolarlos y hacerles grata y suave la vida son las obligaciones de las mujeres en todos los tiempos, y esto es lo que desde su niñez se las debe enseñar. En tanto no alcancemos este principio, nos desviaremos de la meta, y todos los preceptos que les demos no servirán de ningún provecho para su felicidad ni para la nuestra.
Mas aunque toda mujer pretenda agradar a los hombres, y debe quererlo, hay una gran diferencia entre querer agradar al hombre de mérito, al verdaderamente amable, a querer agradar a esos lindos pollos que avergüenzan igualmente a su sexo y el que imitan. Ni la naturaleza ni la razón pueden llevar a la mujer a que ame en el hombre lo que se parece a ella, como tampoco debe aspirar a ser amada de los hombres afectando modos varoniles. De tal forma que cuando abandonan el estilo modesto y reposado de su sexo, remedando el porte de esos casquivanos, lejos de seguir su vocación, la abandonan, privándose ellas mismas de los derechos que tratar, de usurpar. Si fuésemos de otro modo, dicen, gustaríamos a los hombres. Mienten. Para querer a locos hay que ser también loca; el deseo de atraer a esas gentes demuestra la inclinación de la que a él se entrega. Si no existieran hombres insustanciales, ella se daría prisa a formarlos, y este defecto antes es obra suya que de ellos mismos. La mujer que gusta de los verdaderos hombres y quiere agradarles, acude a los medios propicios a este objeto. La mujer es coqueta por instinto, pero su coquetería cambia de forma y objeto según sus miras; regulemos éstas por las de la naturaleza y logrará la educación que le conviene.
Las niñas, casi desde que nacen, quieren ir bien vestidas; no satisfechas con ser bonitas, pretenden que se las vea así; en sus pasos y en sus ademanes se advierte ya su cuidado, y en cuanto empiezan a entender lo que les dicen, las corrigen hablándoles de lo que pensarán de ellas. Está muy lejos de que ejerza en los muchachos los mismos efectos el motivo que con imprudencia les plantean. Poco les importa lo que puedan pensar de ellos con que sean independientes y se diviertan, y sólo a costa de trabajo y tiempo los sujetan a la misma ley.
Esta primera lección, venga por donde venga, les será de mucha utilidad. Puesto que el cuerpo nace, por decirlo así, antes que el alma, el primer cultivo debe ser el del cuerpo, este orden es común a los dos sexos. Pero el objeto de este cultivo es distinto: en el uno es el desarrollo de las fuerzas, mientras que en el otro es el de las gracias, y no porque deban ser exclusivas estas cualidades en cada sexo, sino que se ha de invertir el orden; las mujeres precisan de la fuerza suficiente para ejecutar con gracia todo lo que realizan, y que los hombres posean la habilidad necesaria para ejecutar con facilidad lo que se les indique.
A causa de la gran molicie de las mujeres empieza la de los hombres. Las mujeres no deben ser robustas como ellos, sino para ellos, para que lo sean también los hombres que de ellas nacieron. En este aspecto, los colegios, donde las pensionistas comen platos comunes, pero saltan, corren, juegan en jardines al aire libre, son preferibles a la casa de los padres, donde una niña, comiendo cosas delicadas, y siempre acariciada o reprendida, siempre sentada al lado de su madre en un aposento cerrado, no se atreve a levantarse, ni andar, ni hablar, ni respirar, careciendo de un instante libre para jugar, brincar, correr, dar gritos, entregarse a la alegría natural de su edad; siempre una relajación peligrosa o una mal entendida severidad; jamás un justo medio. De este modo echan a perder el cuerpo y el corazón de la juventud.
Las doncellas de Esparta 'se ejercitaban, lo mismo que los jóvenes, en juegos militares, no para ir a la guerra, sino para un día dar a luz hijos a propósito para las fatigas bélicas. Esto no lo apruebo, pues para criar soldados para el Estado no es necesario que las madres lleven un fusil al hombro y hayan realizado ejercicios a la prusiana, aunque me parece que la educación griega en este sentido era muy discreta. Las vírgenes jóvenes eran mostradas en público con frecuencia, no mezcladas con los hombres, sino agrupadas entre sí. Casi no había fiesta, sacrificio ni ceremonia en que no se vieran corrillos de hijas de los principales ciudadanos coronadas de flores, cantando himnos, formando coros de danzas, llevando canastos, vasos, ofrendas y presentando a los depravados sentidos de los griegos un delicioso espectáculo capaz de servir de contrapeso el mal efecto de su indecente gimnasia. Fuese la que fuere la impresión que esta práctica hiciera en los hombres, era excelente para dar al sexo una constitución sana en su juventud, con agradables, moderados y sanos ejercicios y para formar y acendrar el gusto con el continuo deseo de agradar, sin exponer nunca la pureza de sus costumbres.
Esas doncellas, en cuanto se casaban, ya no se dejaban ver en público; siempre encerradas en su casa, sus afanes se limitaban a los cuidados caseros y de la familia. Este es el método de vida que la naturaleza y la razón prescriben al sexo, y por esa razón de estas madres nacían los varones más sanos, más robustos y mejor constituidos; y, no obstante, la mala fama de algunas islas, está probado que entre todos los pueblos del mundo, sin exceptuar los romanos, no es posible citar ninguno donde las mujeres hayan sido, a un mismo tiempo, más recatadas y más amables y más hayan reunido la belleza con las buenas costumbres que en la antigua Grecia.
Sabemos que la holgura de los trajes, que no sujetaban el cuerpo, contribuía mucho a dejaren los dos sexos aquellas bellas proporciones que vemos en sus estatuas y que sirven aún de modelos al arte, ya que desfigurada la naturaleza, ha dejado de presentarlos entre nosotros. De todas las trabas góticas e innumerables ligaduras que tienen prensados nuestros miembros, ni una siquiera prohijaban los griegos; sus mujeres ignoraban el uso de esas cotillas con que las nuestras deforman su busto. No puedo concebir cómo ese abuso que con especialidad ha llegado en Inglaterra a un extremo inconcebible, no hace al fin degenerar la especie, y sostengo que la pretendida perfección que con él se propone es de muy mal gusto. No es agradable ver a una mujer partida en dos como una avispa; es repugnante a la vista y penoso para la imaginación. La finura del talle, como el resto de la figura, tiene sus proporciones y medidas, que, al rebasarlas, se transforma en defecto, lo que sería grato a la vista en una persona desnuda, pero no puede parecer belleza en una vestida.
No me atrevo a precisar las razones por las cuales las mujeres se empeñan en acorazarse de tal modo, pienso que un pecho fofo y un vientre abultado, desagradan mucho al joven de veinte años; pero al de treinta no le extrañan, y como, aunque nos pese, hemos de ser en todo tiempo lo que plazca a la naturaleza, y como los ojos de los hombres no se equivocan, menos desagradan estos defectos en una edad cualquiera que la necia afectación de una niña de cuarenta años.
Todo lo que molesta y oprime a la naturaleza, así en los adornos del cuerpo como en los del espíritu, es de mal gusto. Ante todo deben ser la vida, la salud, la razón, el bienestar, y no hay gentileza sin desahogo; la delicadeza no es endeble, ni la enfermiza puede agradar. La que sufre inspira lástima, y el deleite y el deseo buscan robustez y salud.
Las criaturas de uno y otro sexo tienen muchas cosas comunes, y así debe ser. ¿No los tienen también cuando son mayores? Tienen otros gustos peculiares que las distinguen. Los muchachos anhelan estrépito y bullicio, tambores, peonzas, carricoches; las muchachas gustan más de lo que da en los ojos y sirve de adorno; espejos, sortijas, trapos y, sobre todo, muñecas, que es la diversión peculiar del sexo; aquí tenemos determinado con toda evidencia su gusto por su destino. En el adorno está cifrado lo físico del arte de agradar y lo físico es todo lo que de este arte pueden cultivar las criaturas.
Observad a una chiquilla que se pasa el día dando vueltas con su muñeca, cambiándole continuamente el traje, vistiéndola y desnudándola mil veces, inventando sin cesar nuevas combinaciones de atavíos, bien o mal coordinados, poco importa, pues aún no tienen maña los dedos, ni está formado el gusto, pero la inclinación ya se pone al descubierto; en esta constante ocupación se le pasa el tiempo sin darse cuenta y corren las horas sin que ella lo sepa, hasta olvidársele el comer, puesto que siente más hambre de adornos que de manjares. Ya sé que diréis que viste a su muñeca y no se viste ella. Sin duda, ve a su muñeca y no se ve a sí misma, no puede hacer nada para ella, pues aún no está formada, carece de talento y de fuerza, no es nada todavía, vive para su muñeca, y en ella emplea su deseo de agradar, pero no siempre lo concretará en la muñeca, ya que vendrá el tiempo en que ella misma será su muñeca.
Podemos observar aquí una afición primera bien determinada; no hay que hacer otra cosa que seguirla y regularla. Es verdad que la chiquilla quisiera saber adornar a su muñeca; su punto de red, su pañuelo y su encaje, pero para esto la someten a la buena voluntad ajena, aunque mucho más grato sería para ella debérselo todo a su propia industria. De esta forma se encuentra motivo para las primeras lecciones que le dan y no son tareas que se le prescriben, sino favores que se le dispensan. En efecto, casi todas las niñas aprenden con repugnancia a leer y a escribir, pero aprenden siempre con mucho gusto las labores de aguja. Se imaginan de antemano que han de ser mayores, y piensan con satisfacción que esta habilidad las podrá servir un día para componerse.
Trazada ya esta primera senda, es fácil seguirla; naturalmente se suceden la costura, el bordado y los encajes. La labor de tapicería no les gusta tanto y no les atraen los muebles, que no tienen conexión con ellas, sino con otros familiares. Esta labor es una diversión de casadas, y las muchachas solteras no le tienen mucha afición.
Estos progresos voluntarios se irán extendiendo fácilmente hasta el dibujo, puesto que este arte no es indiferente para el vestirse con gusto, pero no sería de mi satisfacción que las aplicaran a pintar paisajes, y mucho menos figuras. Follajes, frutas, flores, ropajes, todo lo que puede ser útil para dar gracia a los adornos y hacer por sí mismas un patrón para bordar cuando no lo hallan a su gusto, basta. Si generalmente interesa a los hombres limitar sus estudios a conocimientos usuales, todavía importa más a las mujeres, porque aunque la vida de ellas sea menos laboriosa, como es y debe ser más constante en sus ocupaciones, y está más dedicada a quehaceres diversos, no les permite que se entreguen a ninguna habilidad especial en detrimento de sus obligaciones.
Digan lo que quieran los burlones, el buen sentido pertenece igualmente a los dos sexos. Generalmente las niñas son más dóciles que los muchachos, y también debe hacerse mayor uso de la autoridad con ellas, como diré más adelante, pero de aquí no se sigue que haya de exigirse de ellas ninguna cosa cuya utilidad no sea visible. El arte de las madres consiste en hacérsela palpable en todo lo que les indican; esto es más fácil por ser la inteligencia de las niñas más precoz que la de los niños. Esta regla aparta de su sexo, lo mismo que del nuestro, no sólo los estudios ociosos que no paran en nada bueno, y ni siquiera les son más agradables a los que se han aplicado a ellos, sino también aquellos que para su edad no son de provecho, y la criatura no puede prever que tiempo después puedan serlo. Si no quiero que den prisa a un muchacho para que aprenda a leer, con mayor razón tampoco quiero que obliguen a las niñas sin darles a entender antes para qué es buena la lectura y de cómo les hagamos ver esta utilidad, resulta que seguimos nuestras propias ideas en vez de las de ellas. Al fin y al cabo, ¿para qué necesita una muchacha saber leer y escribir tan pronto? ¿Tiene ya casa que gobernar? Son muy contadas las que no abusan de esta funesta ciencia, y todas son demasiado curiosas para que no la aprendan sin que las apremien a ello, y tan pronto como tienen ocasión. Tal vez deberían primero aprender a contar, ya que nada es de una utilidad tan palpable en todos los tiempos, ni exige tan larga práctica, ni deja tanto lugar al error como las cuentas. Si no se le dieran a la muchacha las cerezas para su merienda sin una operación aritmética, yo aseguro que pronto sabría calcular.
Conocí a una niña que aprendió a escribir antes que a leer, y escribió con la aguja antes que con la pluma. De la escritura, al principio, sólo quiso hacer oes, y las hacía grandes y chicas, de todos los tamaños, unas dentro de otras, y siempre trazadas al revés. Por desgracia un día que estaba ocupada en este útil ejercicio, se miró a un espejo y le desagradó su forzada postura, y en el acto, como otra Minerva, tiro la pluma y no quiso hacer más oes. A su hermano tampoco le gustaba escribir, pero lo que él sentía era la sujeción y no la figura que le daba. Tomaron otro giro para que volviera a escribir; :a chiquilla era vanidosa y delicada, y no quería que sus hermanas se sirvieran de su ropa blanca; se la marcaban, y no quisieron seguir marcándosela; fue preciso que ella aprendiera a marcar. Se comprende que sin darse cuenta adelantaba.
Justificad siempre las tareas que impongáis a las niñas, pero imponérselas continuamente. Los dos defectos más peligrosos para ellas, y de los cuales es muy difícil que se desprendan una vez los han contraído, son la ociosidad y la indocilidad. Las doncellas deben ser atentas y laboriosas, pero no basta con esto; desde muy pequeñas deben estar sujetas. Esta desdicha, si lo es para ellas, es imprescindible en su sexo, y jamás se libran de ella, si no es para padecer otras más crueles. Toda la vida han de ser esclavas de la más continua y severa sujeción, que es la del bien parecer. Es preciso acostumbrarlas a la sujeción cuanto antes, con el fin de que nunca les sea violenta; a resistir todos sus caprichos, para sujetarlos a las voluntades ajenas. Si quisieran estar siempre trabajando, sería conveniente obligarlas a que algunas veces holgasen. La disipación, la insustancialidad, la inconstancia, son defectos que fácilmente nacen de sus primeros gustos extraviados y siempre cumplidos; para atajar esos excesos, enseñadlas a que se venzan continuamente. En nuestras desatinadas costumbres, la vida de una mujer honesta es una perpetua lucha consigo misma.
Impedid que se aburran las niñas en sus ocupaciones y que se apasionen por sus diversiones, como sucede siempre en la educación vulgar, en que, como dice Fenelón, «todo el fastidio está de una parte y todo el contento de otra». Siguiendo las reglas precedentes solamente ocurrirá el primero de estos inconvenientes cuando las personas que estuviesen con ellas les disgusten. Una niña que quiera mucho a su madre o a su aya, trabajará todo el día a su lado sin aburrirse; sólo con charlar quedará resarcida de toda sujeción. Pero si no puede sufrir a la que gobierna, tomará la misma repugnancia a todo lo que haga a su lado. Es muy difícil que las que no se encuentran más a gusto con sus madres que con los demás hagan nunca nada bueno, pero para juzgar de sus verdaderos afectos, es preciso estudiarlas, y no fiarse de lo que dicen, puesto que son aduladoras, disimulan y desde muy temprano saben disfrazar sus sentimientos. Tampoco se les debe prescribir que quieran a su madre, pues el afecto no resulta de la obligación, y en esto de nada sirve el apremio. El cariño, las solicitudes, el solo hábito harán que la hija quiera a la madre, a no ser que ésta actúe de tal forma, que se haga merecedora del aborrecimiento. Bien dirigida, hasta la sujeción en que se la tiene, lejos de debilitar su cariño, no hará otra cosa que aumentarlo, porque siendo la dependencia el estado natural de las mujeres, se inclinan a la obediencia.
Por la misma causa que deben tener poca libertad, se extralimitan en el uso de la que les dejan; siendo extremadas en todo, se entregan a sus juegos con mayor arrebato todavía que los niños, y ése es el segundo de los inconvenientes que acabo de indicar. Los arrebatos deben ser aplacados, puesto que son la causa de muchos vicios propios de las mujeres, entre otros el capricho y las manías por las cuales hoy se ciega una mujer por un objeto que mañana no querrá ni mirar. Para ellas es tan perniciosa la inconstancia como el exceso en sus gustos, ya que ambos tienen el mismo origen. No les pongáis ningún obstáculo para que se rían, alegren, metan bulla, retocen y jueguen, pero debéis impedir que se cansen de una cosa para correr hacia otra; no debéis consentir que no conozcan el freno durante un solo instante de su vida. Acostumbradlas a que se vean interrumpidas en sus juegos y a que las llamen para otras ocupaciones sin que murmuren. Sólo con el hábito basta para esto, puesto que no hace otra cosa que servir de auxilio a la naturaleza.
De esta presión habitual se obtiene una cualidad muy necesaria a las mujeres durante toda su vida, supuesto que nunca cesan de estar sujetas, o a un hombre o a los juicios de los hombres, y que nunca les es permitido que se muestren superiores a esos juicios. La blandura es la prenda primera y más importante de una mujer; destinada a obedecer a tan imperfecta criatura como es el hombre, tan llena a veces de vicios y siempre cargada de defectos, desde muy temprano debe aprender a padecer hasta la injusticia y a soportar los agravios de su marido sin quejarse; debe ser flexible, y no por él, sino por ella. La acritud y la terquedad de las mujeres nunca logran otra cosa que agravar sus daños y el mal proceder de sus maridos, los cuales saben que no son estas las armas con que han de ser vencidos. La naturaleza no formó a las mujeres halagüeñas y persuasivas para que se volviesen regañonas, no las hizo débiles para que fueran imperiosas, no les dio una voz tan suave para que sirviera para decir denuestos, ni les proporcionó unas facciones tan delicadas para que las desfigurasen con la ira. Cuando se enfadan se olvidan de sí; muchas veces les asiste la razón para quejarse, pero siempre hacen mal en reñir. Cada uno debe conservar el tono de su sexo; un marido demasiado blando puede hacer insolente a su mujer, pero si el hombre no es un monstruo, no resiste la blandura de una mujer, quien triunfa de él tarde o temprano.
Las hijas deben ser siempre sumisas, pero las madres no pueden ser siempre inexorables. Para hacer dócil a una joven, no es necesario hacerla infeliz, ni es preciso entontecerla para que sea modesta; por el contrario, no me parecería mal que alguna vez le dejasen hacer uso de su habilidad, no para eludir el castigo de su desobediencia, sino para eximirse de que la hicieran obedecer. No se trata de hacerle penosa su independencia, pues es suficiente con hacer que la sienta. La astucia es un talento natural del sexo, y convencido de que son buenas y rectas en sí todas las inclinaciones naturales, soy del parecer de que se debe cultivar como las demás; sólo se trata de prevenir sus abusos.
En lo referente a la verdad de esta observación, me refiero a todo observador de buena fe, y no quiero que examinemos a las casadas, porque nuestras instituciones, que tanto las sujetan, pueden haber aguzado su inteligencia; quiero que se examinen las doncellas, las niñas que acaban, por decirlo así, de nacer; que sean comparadas con muchachos de la misma edad, y si ellos no parecen majaderos, atolondrados, tontos, al lado de ellas, sin duda alguna estoy equivocado. Permítaseme un solo ejemplo escogido en pleno candor de la niñez.
Es una cosa muy generalizada el prohibir a las criaturas que pidan nada en la mesa, debido a que se cree que su educación ha de salir mejor cuando se carga con inútiles preceptos, como si fuera tan difícil darles o negarles un pedazo de esto o de aquello [5], sin hacer que se muera una pobre criatura de un ansia que aumenta la esperanza. Todo el mundo conoce la astucia de que se valió un chico sujeto a esta prohibición, que habiéndose olvidado de servirle el plato, se le ocurrió pedir sal, etc. No diré que le podían reñir por haber pedido directamente sal y carne indirectamente; la misión era tan cruel, que aunque hubiera violado de un modo patente el mandato y manifestado sin rodeos que tenía hambre, no puedo creer que le hubieran castigado. Pero he aquí lo que hizo una chiquilla en mi presencia y en una situación mucho más apurada, porque además de que le habían impuesto una prohibición. rigurosa de pedir nunca nada directa ni indirectamente, la desobediencia no hubiera merecido perdón, ya que había comido de todos los platos menos de uno que se habían olvidado de servirle y del cual ella tenía gran deseo. Pues para conseguir que reparasen este olvido sin que pudiesen acusarla de desobediente, fue señalando todos los platos con el dedo, y diciendo en voz alta a medida que los señalaba: «Yo he comido de eso, yo he comido de eso», pero con una visible afectación y sin decir nada pasó el dedo por encima del plato que no había comido, lo que hizo que se diese cuenta uno de los convidados, quien le dijo: «Y de eso, ¿has comido?» «¡Ah, no; de eso, no!», repuso con voz sumisa y bajando los ojos la golosilla. No añado más; compárese ahora: esta treta es una astucia de chica, y la otra es una astucia de muchacho.
Lo que hay es bueno, y no hay ninguna ley general que sea mala. Esta astucia particular dispensada al sexo es una muy justa indemnización de la fuerza que le falta, sin la cual la mujer no sería la compañera, sino la esclava del hombre, y por esta superioridad de talento se mantiene en igual suyo, y le gobierna obedeciéndole. La mujer lo tiene todo contra ella, nuestros defectos, su cortedad v su debilidad, y en su favor no tiene más que su habilidad y su belleza. El que cultive una y otra, ¿no es justo? Pero no es la belleza física que puede ser destruida por mil azares, que se va con los años, y la costumbre termina con su eficacia. El verdadero recurso del sexo está en el ingenio, pero no es ese ingenio necio que tanto aprecia el mundo y que en nada contribuye a hacer la vida feliz, sino el ingenio de su estado, el arte de sacar utilidad del nuestro y valerse de nuestras propias ventajas. Ignoramos el grado de provecho que tiene para nosotros esa misma astucia de las mujeres, el embeleso que añade a la sociedad de ambos sexos, cuánto sirve para reprimir la petulancia de las criaturas, cuántos maridos brutales refrena, cuántos buenos matrimonios mantiene, que sin eso se verían malogrados por la discordia. Las mujeres arteras y malas sé muy bien que abusan de ella, pero, ¿de qué no abusa el vicio? No destruyamos los instrumentos de la felicidad, porque algunas veces los malos se sirven de ellos para seguir siendo malos.
Una puede lucir por sus adornos, pero sólo puede agradar por su persona. Nuestros trajes no son nosotros; de tanto ser estudiados muchas veces deslucen, y a menudo las que más quieren gire las vean por el vestido son las menos miradas. En este punto, la educación de las muchachas es diametralmente opuesta a la razón, les prometen galas como recompensa, procuran que gusten recargadas de adornos. «¡Qué bonita está!», les dicen al verlas muy emperifolladas, cuando les deberían hacer comprender que tanto atavío no tiene otro objeto que el de ocultar defectos, y que el verdadero éxito de la hermosura está en lucir por sí misma. La afición a las modas es de mal gusto, puesto que los semblantes no varían con ellas, y quedándose la cara siempre la misma, lo que una vez le cae bien, le cae bien siempre.
Cuando yo viera a la niña presumir con su atuendo, haría como que pensaba en lo que dirían de ella disfrazada de ese modo, y diría: «Todos esos adornos la desfiguran demasiado, y es una verdadera lástima. ¿No crees tú que le bastaría llevar unos adornos más sencillos? ¿Es tan hermosa que le podamos quitar esto o aquello?». Quizá ella misma rogará entonces que le quiten uno y otro adorno, y entonces es la ocasión de alabarla, si hay razón para ello. Cuanto con más sencillez estuviera vestida, tanto más yo la elogiaría. Cuando ella vea las galas sólo corno suplemento de las gracias personales y convenga en que no necesita socorro para agradar, no estará ufana con su traje, sino muy humilde, y si vistiendo más engalanada de lo acostumbrado oye que le dicen: «¡Qué hermosa está!», enrojecerá de despecho.
Por lo demás, si hay figuras que necesitan adornos, no hay ninguna que exija ricos atavíos. Los costosos adornos son una vanidad de la clase y no de la persona, y dependen únicamente de la preocupación. La coquetería a veces es rebuscada, pero jamás es ostentosa, y Juno se engalanaba con mayor riqueza que Venus. «No pudiendo hacerla hermosa, la haces rica», decía Apeles a un mal pintor que pintaba a Elena cargada de adornos. También he podido darme cuenta de que las alhajas más preciosas eran llevadas por mujeres feas; no es posible tener una vanidad más desgraciada. Procurad que una joven tenga gusto y desprecie la moda, cintas, gasas, muselina y flores, y sin diamantes, dijes ni encajes [6], va a idear un traje que dé cien veces más realce a su hermosura que todos los brillantes harapos de la modista más encopetada.
Como lo que está bien siempre sienta bien, y como siempre es necesario parecer lo mejor que sea posible, las mujeres que más entienden de vestidos escogen los que les sientan bien, y los conservan, y como no cambian todos los días, se ocupan menos de sus trajes que las que no saben los que han de llevar. El verdadero arte requiere poco tocador. Las señoritas solteras rara vez gastan tocados aparatosos; la labor y las lecciones les ocupan el día, y, no obstante, por lo general, van tan bien vestidas como las señoras casadas y muchas veces con mayor gusto. El abuso del tocador no es lo que se piensa, ya que más procede de aburrimiento que de vanidad. Una mujer sabe muy bien que gasta seis horas en su tocador, que no sale de él mejor puesta que la que no está en el suyo más de media hora, pero es el tiempo ganado a la pesada duración del día, y más vale divertirse consigo que fastidiarse con todo. ¿Qué se podría hacer después de comer hasta las nueve de la noche, si no tuviesen el tocador? Se reúnen otras mujeres a su alrededor y se divierte en impacientarlas, eso ya es algo-, se evitan las conversaciones a solas con el marido, que sólo se ve a esta hora, y eso todavía es más, y luego vienen las modistas, los petimetres, los pequeños autores, los versos y las canciones del día. Sin el tocador nunca se podría tocarlo y discutirlo todo, pero el único beneficio real que ella le saca es lucirse algo más cuando está vestida, aunque ese beneficio no es tanto como se piensa, ni de él sacan tanto las mujeres como se figuran. Dad sin escrúpulo una educación de mujer a las mujeres, procurad que se aficionen a las tareas de su sexo, que sean modestas, que sepan cuidar y gobernar su casa, y se les olvidará muy pronto el abuso del tocador, y no se las verá con peor gusto. A medida que van creciendo, lo primero que observan las niñas es que todos estos adornos extraños no bastan para quien no los tiene en su propia persona. Nadie se puede dar a sí mismo hermosura, ni se adquiere tan pronto el arte de agradar a los hombres, pero ya es posible dar a los ademanes un giro agradable, a la voz un acento melodioso, presentarse con sencillez, andar con ritmo, tomar posturas que tengan gracia y sacar ventaja de todo. La voz alcanza mayor intensidad, adquiere consistencia y metal, se desenvuelven los brazos, se afirma el paso, y de cualquier manera que una vaya vestida, sabe que hay un arte para lograr que la miren. Entonces ya no se trata sólo de aguja y de industria; se presentan nuevas habilidades y su utilidad es más que evidente.
Sé que los severos instructores no quieren que se enseñe música a las niñas, ni el baile ni ninguna de las artes agradables. Eso me parece muy gracioso. Pues, ¿a quién quieren que se enseñen? ¿A los muchachos? ¿A quién pertenece mejor la posesión de estas artes, a los hombres o a las mujeres? Me responderán que a nadie. Las canciones profanas son pecados horrorosos, el baile es una invención del diablo, una niña no debe tener otro pasatiempo que su labor y sus oraciones. ¡Qué absurdas diversiones son ésas para niñas de diez años! Me temo mucho que todas estas santitas, obligadas a pasar su niñez encomendándose a Dios, pasen su mocedad en cosas muy distintas y se resarzan lo mejor que puedan, cuando estén casadas, del tiempo que piensan que perdieron de solteras. Soy del parecer que se debe tener en consideración lo que conviene a la edad no menos que al sexo, que una muchacha no debe vivir como su abuela, que debe ser viva, alegre, retozona; cantar, bailar tanto como se le antoje, y disfrutar de los placeres inocentes propios de su edad, pues demasiado pronto le llegará el tiempo de ser reposada y de adoptar un aire más serio.
Pero, ¿se necesita este cambio? ¿No es también una consecuencia de nuestras preocupaciones? Con esclavizar a las mujeres honestas con tristes obligaciones, han desterrado del matrimonio todo lo que podía hacerlo grato a los hombres. ¡Qué extraño es que el silencio que ven reinar en su casa los eche de ella, o que tan poca prisa se den para abrazar tan ingrato estado! El cristianismo, a fuerza de exagerar todas las obligaciones, las hace impracticables y vanas; con tanto prohibir a las mujeres el canto, el baile y todos los pasatiempos del mundo, las convierte en groseras, regañonas e inaguantables en su casa. -
No hay religión en la que esté sujeto el matrimonio a tan severas obligaciones, ni ninguna en que sea más despreciado un vínculo tan sagrado. Se ha hecho tanto para impedir que las mujeres fuesen amables, que han convertido a los maridos en indiferentes. No debería ser así, y lo comprendo, pero digo que así debe ser, puesto que al cabo los cristianos no dejen de ser hombres. Por mí, yo querría que una moza inglesa cultivase con tanto esmero los talentos amenos para agradar al marido que un día tendrá como los cultiva una albanesa joven para el serrallo de Ispahan. Me argüirán que un marido no aprecia mucho todos estos talentos. Creo que sea así cuando en vez de emplearlos en su diversión sirven de cebó para tener en su casa mozuelos descarados que le afrentan. Pero, ¿os figuráis que una casada cuerda, amable, adornada con estos talentos, y que los consagrase a la diversión de su marido, no aumentaría la felicidad de él, y no le evitaría que al salir de su oficina, agotado por el trabajo, fuese en busca de distracciones? ¿No habéis visto familias felices reunidas de tal forma que cada uno pone todo lo que sabe en la diversión común? Diga él si la confianza y la familiaridad que con ella va unida, si la inocencia y la dulzura de los placeres que disfrutan no sustituyen con ventaja al mayor bullicio que ofrecen las diversiones públicas.
Las habilidades agradables se han convertido en demasiado artísticas y se han generalizado en exceso; todo lo hemos puesto en máximas y preceptos, y hemos convertido en fastidio para las muchachas lo que debería servirles de diversión y juego. No imagino nada más jocoso que ver a un viejo maestro de música o de baile, que se acerca con ademán adusto a niñas que sólo piensan en reír, y para enseñarles su frívola ciencia toma un tono más pedante y magistral que si tratara de explicarles la doctrina cristiana. ¿El arte de cantar y el de la música escrita son inseparables? ¿No es posible hacer flexible la voz y ajustarla, aprender a cantar con gusto, y aun acompañarse sin conocer ni siquiera una nota? ¿Se ajusta el mismo género de canto a todas las voces? ¿El mismo se adapta a todas las inteligencias? Nadie me hará creer que las mismas posturas, los mismos pasos, los mismos movimientos, los mismos ademanes, los mismos bailes, le convengan a una morenita viva y salada, igual que a una hermosa rubia, alta y de ojos serenos. Así, cuando veo a un maestro que da las mismas lecciones a las dos, digo: «Este hombre sigue su práctica, pero no entiende ni una palabra de su arte».
Existen dudas sobre si las niñas deben tener maestros o maestras. No sé; yo bien quisiera que no precisasen ni de unos ni de otras, que aprendiesen con libertad lo que tanta inclinación tienen a aprender, y que no viéramos vagabundear por nuestras ciudades tanto saltarín. Difícilmente dejaré de creer que el trato con semejantes gentes no sea más perjudicial para las niñas que útiles sus lecciones, y que su algarabía, su estilo, sus ademanes, no inspiren a sus discípulas la primera afición a las frivolidades, de tanta entidad para ellos, y que a ejemplo suyo ellas tendrán en breve como única ocupación.
En las artes, que no tienen otro objeto que el agradar, todo puede servir de maestro a las niñas; su padre, su madre, su hermano, su hermana; sus amigos, sus ayas, su espejo, y más que todo, su propio gusto. Nadie se debe brindar para darles lección; es preciso que ellas sean las que la pidan; ni se les debe señalar como una tarea lo que es recompensa, y en esta especie de estudios el mayor aprovechamiento depende especial- mente de querer adelantar. En cuanto a lo demás, si son absolutamente necesarias lecciones en forma, yo no seré quien decida de qué sexo han de ser los que deban darlas. No sé si es preciso que un maestro de baile coja la blanca y delicada mano de su joven discípula, le haga levantar la ropa, alzar los ojos, tender el brazo y erguir un pecho palpitante; lo que sí sé es que por todo lo que hay en este mundo no quisiera ser yo ese maestro.
Con arte y talento se forma el gusto, con el gusto se introducen en nuestro entendimiento las ideas de la belleza de todo género, y por último, las ideas morales que a ellas se refieren. Quizá ésta es una de las razones porque el sentimiento de la decencia y la honestidad se insinúa más pronto en las niñas que en los muchachos, pues creer que ese sentimiento proviene de lo que les dicen sus ayas, sería no estar instruido ni en lo que son las lecciones de éstas, ni en el natural progreso del espíritu humano. El primer puesto en el arte de agradar es ocupado por el arte de hablar; por él sólo pueden añadirse nuevos encantos a aquellos con que el hábito acostumbra a los sentidos. El espíritu no solamente vivifica al cuerpo, sino que en cierto modo lo renueva; por la sucesión de los sentimientos y las ideas anima y cambia la fisonomía, y por los razonamientos que inspira llamando la atención, sostiene mucho tiempo igual interés en el mismo objeto. Creo que por todas estas razones las muchachas adquieren tan pronto un charlar grato, acentúan lo que dicen aun antes de sentirlo, y los hombres se divierten escuchándolas aun antes de que ellas puedan entenderlos, espiando, por decirlo así, el instante de discernimiento de estas mozuelas para penetrar en su sentimiento.
Las mujeres tienen un lenguaje flexible, hablan más pronto y con mayor facilidad y agrado que los hombres. También se las acusa de que hablan más; así debe ser, y yo convertiría esta acusación en elogio; en ellas, la boca y los ojos tienen igual actividad por la misma razón. El hombre dice lo que sabe, y la mujer dice lo que agrada; el uno para hablar necesita conocimiento y la otra gusto; el principal objeto de él deben ser las cosas útiles, y el de ella las agradables. En sus razonamientos no debe haber otras formas comunes que las de la verdad.
La charla de las niñas no debe ser contenida, como la de los muchachos, con la dura pregunta de: «¿Para qué sirve eso?», sino con esta otra, a la cual no es difícil contestar: «¿Qué efecto hará eso?» En esta primera edad, en que aún no pueden discernir el bien y el mal, ellas no son jueces de nadie, y se deben imponer la ley de no decir nunca nada que no sea grato para aquellos con quienes hablan, y lo que dificulta la práctica de esta regla es que siempre queda subordinada a la primera, que es no mentir nunca.
Todavía veo otras muchas dificultades, pero corresponden a una edad más adelantada. Por ahora, para agradar les basta con decir la verdad sin aspereza, y como ésta les repugna, fácilmente les enseña la educación a evitarla. En el trato con el mundo, generalmente observo que la cortesía es más oficiosa en los hombres y más halagüeña la de las mujeres, y esta diferencia no se ha instituido, sino que es natural. Parece como si el hombre tratara más de servir y la mujer más de agradar. De aquí se deduce que, sea cual sea el carácter de las mueres, su cortesía es menos falsa que la nuestra, puesto que no hace otra cosa que desarrollar su primer instinto, pero cuando un hombre finge que prefiere mi interés al suyo propio, por muchas demostraciones con que envuelva su embuste, estoy seguro de que miente. Así, a las mujeres les cuesta poco ser corteses, y poco, por consiguiente, a las niñas aprender a serlo. La primera lección proviene de la naturaleza, y el arte no hace más que seguirla y determinar en qué estilo se ha de manifestar esta forma. En cuanto a la cortesía entre ellas; es otra cosa; emplean un estilo tan forzado y tan frías atenciones, que sujetándose mutuamente no ponen mucho cuidado en ocultar su sujeción, y parecen sinceras en su mentira porque apenas se preocupan de encubrirla. Sin embargo, las jóvenes se dan algunas veces pruebas de amistad más francas. A su edad la alegría suple a la bondad natural, y satisfechas consigo mismas, lo están con todo el mundo. También es cierto que se besan con efusión y se acarician con más gracia delante de los hombres, envanecidas por excitar impunemente su apetito con la imagen de favores que saben que ellos anhelan.
Si no se debe consentir a los muchachos preguntas indiscretas, con mucha más razón se les deben prohibir a las niñas, cuya curiosidad, o satisfecha o no bien eludida, acarrea consecuencias mucho más importantes si sé tiene en cuenta su penetración para descubrir los misterios que les ocultan y su arte para averiguarlos. Pero sin permitírles preguntas, desearía que se les hicieran muchas a ellas, que procurasen hacerlas hablar para ejercitarlas a conversar con facilidad, que supieran encontrar réplicas prontas, y para que soltasen, cuando aún puede hacerse sin riesgo, la lengua y el entendimiento. Estas conversaciones envueltas siempre con alegría, pero preparadas con habilidad y bien dirigidas, serían un entretenimiento encantador para esta edad y podrían arraigar en los inocentes corazones de estas muchachas las primeras lecciones de moral, tal vez las más útiles que reciban en su vida. mostrándoles, con el cebo del deleite y la vanidad, cuáles son las cualidades que verdaderamente ganan la estimación de los hombres y en qué consiste la gloria y la felicidad de una mujer honesta.
Se comprende que si los niños son incapaces de formarse ninguna idea verdadera de religión, con mayor razón excede esta idea la capacidad de las niñas, y por eso mismo quisiera yo hablarles de ella más pronto, porque si hubiéramos de aguardar a que estuviesen en estado de discutir metódicamente estas profundas cuestiones, correríamos el riesgo de no hablarles nunca de ellas. La razón de las mujeres es una razón práctica que les hace encontrar muy hábilmente los medios de llegar a un fin conocido, pero que no les deja encontrar este fin. La relación social de los sexos es admirable, de esta sociedad resulta una persona moral, cuyos ojos son la mujer y los brazos el hombre, pero con tal dependencia uno de otro que la mujer aprenda del hombre lo que ha de ver, y él, de ella, lo que ha de hacer. Si la mujer pudiera igual que el hombre remontar a los principios, y si el hombre tuviera igual que ella el espíritu de los detalles, siempre independientes uno de otro, vivirían en continua discordia, y su sociedad no podría subsistir, pero con la armonía que reina entre ellos, todo tiende al fin común; no sabemos quién pone más de lo suyo, pues el uno sigue el impulso del otro, cada cual obedece y los dos son árbitros.
Por lo mismo que la conducta de la mujer está sujeta a la opinión pública, su creencia lo está también a la autoridad. Toda muchacha debe tener la religión de su madre y toda casada la de su esposo. Aun cuando esta religión fuera falsa, la docilidad que sujeta a la madre y a la hija al orden de la naturaleza borra para con Dios el pecado del error. No hallándose en estado de ser jueces por sí mismas, deben admitir la decisión de sus padres y de sus esposos como la de la Iglesia.
No pudiendo deducir por sí mismas la regla de su fe, tampoco pueden las mujeres asignarles por límites los de la evidencia y la razón, pero dejándose arrastrar de mil impulsos extraños, se quedan siempre más acá o van más allá de la verdad. Siempre exageradas, unas son libertinas y otras, devotas; no se ve ninguna que con la piedad reúna la discreción. El origen del mal no sólo está en el carácter extremado de su sexo, sino también en la mal regulada autoridad del nuestro; el libertinaje de costumbres se la hace despreciar, el pánico del arrepentimiento la convierte en tiránica, y de esta forma siempre vamos muy adelante o nos quedamos muy retrasados.
Ya que la autoridad debe regular la religión de las mujeres, no se trata tanto de explicarles las razones que existen para creer como de presentarles con claridad lo que se cree, puesto que la fe que ponemos en ideas oscuras constituye el origen del fanatismo, y la que se exige de cosas absurdas conduce a la incredulidad o a la locura. No sé a qué incitan más nuestros catecismos, si a ser impío o fanático, pero sé que necesariamente se da lo uno y lo otro.
Ante todo, para enseñar la religión a las muchachas no se la presentéis como una obligación o un trabajo, y no debéis hacerles aprender de memoria nada, ni siquiera las preces. Contentaos con rezar todos los días las vuestras en su presencia, pero sin obligarlas a que las escuchen. Procurad que sean cortas, según la instrucción de Jesucristo, y con el recogimiento y el respeto que convienen; debéis considerar que dado lo que pedimos al Ser Supremo, para que nos escuche, es justo que nosotros pongamos gran atención en lo que decimos.
Tiene menos importancia que las niñas sepan tan pronto su religión como que la sepan bien, y especialmente que la amen. Cuando se la hacéis gravosa o les pintáis a Dios siempre enojado contra ellas, y en su nombre le imponéis mil penosas obligaciones que nunca os ven desempeñar, ¿qué otra cosa han de pensar sino que saber la doctrina y encomendarse a Dios son obligaciones de chiquillas, ni qué más han de desear que ser mayores para eximirse como vosotros de esa sujeción? El ejemplo, el ejemplo; sin él, nada se consigue de las criaturas.
Al explicarles los artículos de fe, debe hacerse en forma de instrucción directa y no a través de preguntas y respuestas. Ellas sólo deben responder lo que piensan y no lo que les hayan dictado. Todas las respuestas del catecismo son contrarias al sentido común; y es el discípulo quien instruye al maestro; también en boca de los niños son mentiras, puesto que explican lo que no entienden, o afirman lo que no creen. Entre los hombres más inteligentes enséñenme uno que no mienta cuando dice su lección de catecismo.
Una de las primeras lecciones que hallo en el nuestro es ésta: «¿Quién os crió y os puso en el mundo? A lo cual la chiquilla, aunque sabe que fue su madre, contesta, sin titubear, que Dios. Lo único que ve ella es que a una pregunta que entiende mal, da una respuesta de la cual no entiende ni una palabra.
Yo quisiera que un hombre que conociese bien el progreso del espíritu de los niños compusiera un catecismo para ellos. Tal vez sería el libro más útil que se hubiera escrito y, a mi parecer, no sería el que menos honra proporcionase a su autor. Lo cierto es que si este libro fuese bueno, se parecería muy poco a los nuestros.
Semejante catecismo será tanto mejor cuando por las presuntas el niño dé las respuestas sin aprenderlas, teniendo en cuenta que algunas veces se verá en la necesidad de también preguntar él. Para dar a entender lo que quiero decir, sería necesario presentar una especie de modelo, y yo sé lo que me hace falta para poder bosquejarlo. Pero intentaré dar de él una ligera idea. Imagino, pues, que para llegar a la pregunta del catecismo que hemos mencionado anteriormente, sería necesario que empezase más o menos así
LA MAESTRA: ¿Te acuerdas de cuando era niña tu madre?
LA NIÑA: No, señora.
LA MAESTRA: ¿Cómo no, teniendo tanta memoria?
LA NIÑA: Porque yo no había venido al mundo.
LA MAESTRA: ¿Conque tú no has vivido siempre?
LA NIÑA: No.
LA MAESTRA: ¿Y vivirás siempre?
LA NIÑA: Sí.
LA MAESTRA: ¿Eres joven o vieja?
LA NIÑA: Soy joven.
LA MAESTRA: Y tu abuela, ¿es joven o vieja?
LA NIÑA: Vieja.
LA MAESTRA: ¿Ha sido joven?
LA NIÑA: Sí.
LA MAESTRA: ¿Y por qué no lo es ahora?
LA NIÑA: Porque ha envejecido.
LA MAESTRA: ¿Y tú envejecerás como ella?
LA NIÑA: No lo sé [7].
LA MAESTRA: ¿Dónde están tus vestidos del año pasado?
LA NIÑA: Los han deshecho.
LA MAESTRA: ¿Por qué los han deshecho?
LA NIÑA: Porque me quedaban pequeños.
LA MAESTRA: ¿Y por qué te quedaban pequeños?
LA NIÑA: Porque he crecido.
LA MAESTRA: ¿Y todavía crecerás?
LA NIÑA: ¡Oh, sí!
LA MAESTRA: ¿En qué se convierten las niñas mayores?
LA NIÑA: En mujeres.
LA MAESTRA: ¿Y las mujeres en qué?
LA NIÑA: En madres.
LA MAESTRA: Y las madres, ¿qué son después?
LA NIÑA: Viejas.
LA MAESTRA: ¿Conque tú también serás vieja?
LA NIÑA: Cuando haya sido madre.
LA MAESTRA: Y las viejas, ¿qué son después?
LA NIÑA: No lo sé.
LA MAESTRA: ¿Qué ha sido de tu abuelo?
LA NIÑA: Murió. [8]
LA MAESTRA: ¿Y por qué murió?
LA NIÑA: Porque era viejo.
LA MAESTRA: Entonces, ¿qué hace la gente vieja?
LA NIÑA: Se muere.
LA MAESTRA: Y tú, cuando seas vieja, ¿qué...?
LA NIÑA (interrumpiéndola): ¡Oh, no! Yo no quiero morir.
LA MAESTRA: Hija mía, nadie quiere morir, y todo el mundo se muere.
LA NIÑA: ¿Cómo? ¿También se ha de morir mi mamá?
LA MAESTRA: Como todo el mundo. Las mujeres envejecen como los hombres y la vejez lleva a la muerte.
LA NIÑA: ¿Qué se ha de hacer para envejecer muy tarde?
LA MAESTRA: Vivir con cordura cuando somos jóvenes.
LA NIÑA: Señora, yo siempre seré cuerda.
LA MAESTRA: Mejor para ti. ¿Pero tú crees que has de vivir siempre?
LA NIÑA: Cuando sea muy vieja, muy vieja...
LA MAESTRA: ¿Sí?
LA NIÑA: Cuando una es tan vieja, dice usted que conviene que se muera.
LA MAESTRA: ¿Conque al fin morirás?
LA NIÑA: ¡Ay, sí!
LA MAESTRA: ¿Quién vivía antes que tú?
LA NIÑA: Mi padre y mi madre.
LA MAESTRA: ¿Quién vivirá después de ti?
LA NIÑA: Mis hijos.
LA MAESTRA: ¿Y quién vivirá después de ellos?
LA NIÑA: Sus hijos...
Siguiendo este camino se hallan, mediante inducciones sensibles, un principio y un fin al linaje humano, como a todas las cosas; es decir, un padre y una madre que no tuvieron ni padre ni madre, y unos hijos que no tendrán hijos [9].
Sólo después de una larga serie de preguntas análogas, estará bastante preparada la del catecismo de que hemos hecho mención. Pero desde aquí hasta la respuesta a la pregunta «¿Quién es Dios?», que es, por decirlo así, la definición de la divina esencia, ¡qué inmenso salto! ¿Cuándo se llenará este intervalo? Dios es un espíritu. ¿Y qué es el espíritu? ¿Iré a meter el espíritu de una criatura en esa oscura metafísica a la que con tanta dificultad llegan los hombres? No pertenece a una niña resolver estas cuestiones; le pertenecería, si acaso, el proponerlas. Entonces le respondería con sencillez «Me preguntas qué es Dios, y no es fácil decírtelo: no podemos oírle, verle ni tocarle; sólo le conocemos por sus obras. Espera saber lo que ha hecho para entender lo que es.»
Si todos nuestros dogmas son igualmente ciertos, no por eso tienen la misma importancia. Para la gloria de Dios, es indiferente el que nos sea conocida en todo, pero a la sociedad humana y a cada uno de sus miembros importa que todo hombre conozca y desempeñe las obligaciones que la ley de Dios le impone para con su prójimo y para consigo mismo. Esto es lo que continuamente debemos enseñarnos los unos a los otros, y en esto principalmente están obligados los padres y las madres al instruir a sus hijos. Que sea una virgen madre de su Creador, que haya parido a Dios, o sólo a un hombre con quien se unió Dios; que sea una misma la sustancia del Padre y del Hijo, o que sólo sea semejante; que proceda el espíritu de uno de los dos, que son lo mismo, o de ambos juntamente; no veo por qué ha de importar más al género humano la decisión de estas cuestiones, en apariencia esenciales, que saber qué día de la luna se ha de celebrar la Pascua, si se ha de rezar el rosario, ayunar, comer pescado, hablar latín u otra lengua de la Iglesia, pintar imágenes en los cuadros y paredes, oír o decir misa y no tener mujer propia. Cada uno que piense como le parezca sobre esto, pues no sé en qué puede interesar a los demás, si bien a mí para nada me interesa. Pero lo que a mí y a todos mis semejantes nos importa es que cada uno sepa que existe un árbitro de la suerte de los humanos, cuyos hijos somos todos, que a todos nos prescribe que seamos justos, que nos amemos unos a otros, que seamos generosos y misericordiosos, que cumplamos nuestra palabra con todo el mundo, aunque sea con nuestros enemigos y con los suyos; que nada es la aparente felicidad de esta vida, que después de ésta hay otra, en la cual el Ser Supremo será remunerador de los buenos y juez de los malos. Estos y otros dogmas semejantes son los que importa enseñar a la juventud y persuadir a todos los ciudadanos. El que los impugna merece sin duda el castigo, porque es perturbador del orden y enemigo de la sociedad. El que va más adelante, y pretende sujetarnos a sus opiniones particulares, llega al mismo término por un camino opuesto. Por establecer a su modo el orden, perturba la paz; con su temeraria soberbia, se constituye en intérprete de la Divinidad, exige en su nombre los homenajes y el respeto de los hombres, y se hace Dios, poniéndose en su lugar. Debería ser castigado como sacrílego, si no lo fuese como intolerante.
Abandonad, pues, todos esos misteriosos dogmas que para nosotros sólo son palabras sin ideas, todas esas doctrinas estrafalarias, cuyo vano estudio suple las virtudes de los que a ellas se entregan y sirven para convertirlos más en locos que en hombres buenos. Mantened siempre a vuestros hijos en el estrecho círculo de los dogmas que tienen relación con la moral, convencedlos de que no hay para nosotros otra ciencia útil que la que nos enseña a obrar bien. No hagáis teólogas ni argumentadoras a vuestras hijas; de las cosas del cielo enseñadles aquellas que sirven para la humana sabiduría; acostumbradlas a que se miren siempre ante los ojos de Dios, a que le tengan por testigo de sus acciones, de sus pensamientos, de su virtud, de sus placeres; a obrar bien sin ostentación, porque así se complace Dios; a padecer el mal sin murmurar, porque le llegará la recompensa; a ser, finalmente, todos los días de su vida lo que quisieran haber sido cuando comparezcan ante El. Esta es la verdadera religión, y la única que no es capaz del abuso de impiedad ni de fanatismo. Prediquen cuanto quieran otras más sublimes, que yo no conozco otra que ésta.
En lo que se refiera a lo demás, es provechoso observar que hasta la edad en que se ilustra la razón, y en que el sentimiento naciente hace hablar la conciencia, lo que es bueno o malo para las niñas es aquello que deciden las personas con quienes tratan. Todo lo que les mandan es bueno, y lo que les prohíben es malo, y no deben saber más, de donde se infiere que es más importante para ellas que para los muchachos la buena elección de las personas que han de vivir en su compañía y tener sobre ellas alguna autoridad. Por último llega la época en que ya empiezan a juzgar las cosas por sí mismas, y entonces es cuando ha llegado el tiempo de cambiar el sistema de su educación.
Tal vez he dicho demasiado hasta aquí. ¿A qué reduciremos a las mujeres si no les dejamos otra ley que las inquietudes públicas? No debemos rebajar hasta este punto el sexo que nos gobierna y que nos honra cuando no lo hemos envilecido. Para toda la especie humana existe una regla anterior a la opinión, y a la inflexible dirección de esta regla se deben referir todas las demás; juzga a la misma preocupación, y sólo cuando se aviene con ella la estimación de los hombres, debe trocarse en autoridad para nosotros.
Esta norma es el sentimiento interior. Aquí no repetiré lo que antes he dicho acerca de él; me es suficiente con observar que si estas dos reglas no contribuyen a la educación de las mujeres, será siempre defectuosa. Sin la opinión, el sentimiento no les proporcionará aquella delicadeza de alma que adorna a las buenas costumbres con el honor del mundo, y sin el sentimiento, la opinión no hará de ellas más que mujeres falsas y deshonestas, pero aparentando virtud.
De este modo, pues, les conviene el cultivo de una facultad que sirva de árbitro entre ambos guías, que evite que la conciencia se extravíe y que rectifique los errores de la preocupación. Esta facultad es la razón. ¡Pero, cuántas cuestiones se plantean al pronunciar esta voz! ¿Son capaces las mujeres de un talento sólido? ¿Tiene importancia que lo cultiven? ¿Lo cultivarán con provecho? ¿Tiene utilidad esta cultura para las funciones que se les imponen? ¿Es compatible con la sencillez que les conviene?
Las diferentes formas de considerar y resolver estas cuestiones hacen que, cayendo en excesos opuestos, los unos limitan a la mujer a hilar y a coser en su casa con sus criadas, reduciéndola de esta forma a ser la primera criada del amo; los otros, no satisfechos con afianzar sus derechos, también hacen que se apropien los nuestros, pero dejarla superior a nosotros en las cualidades propias de su sexo, y hacerla igual a nosotros en todo lo demás, ¿qué otra cosa es si no conceder a la mujer la primacía que la naturaleza da al marido?
La razón que guía al hombre para que conozca sus obligaciones es poco complicada; la que guía a la mujer para que conozca las suyas, todavía es más sencilla. La obediencia y la fidelidad que debe a su marido, la ternura y solicitudes que debe a sus hijos son tan naturales y palpables consecuencias de su condición, que sin mala fe no puede negar su consentimiento al sentimiento interior que la guía ni desconocer su obligación en sus inclinaciones, que aún no están alteradas.
No vituperaría sin hacer distinciones que una mujer se limitara solamente a ejecutar las tareas propias de su sexo y que la dejaran en una profunda ignorancia acerca de todo lo demás, pero para eso serian precisas costumbres públicas muy sencillas y muy sanas, o un método de vida muy retirado. En los pueblos grandes, y entre hombres pervertidos, esta mujer sería muy fácil de seducir, y muchas veces su virtud estribaría en las ocasiones; en este siglo filosófico, la mujer necesita una virtud a toda prueba; de antemano es preciso que sepa lo que le pueden decir, y lo que de ello debe pensar.
Por otra parte, estando sujeta al juicio de los hombres, debe ser merecedora de aprecio, en especial del de su marido; no solamente debe ser su persona la causa del aprecio, sino también su conducta; ante el público debe justificar la elección de su marido y honrarle con el honor que le tributen a ella. Ahora bien, ¿cómo podrá desempeñar todo esto si ignora nuestras instituciones, nuestros estilos y nuestro bien parecer, y no conoce la fuente de los juicios humanos ni las pasiones que las determinan? Suponiendo que al mismo tiempo depende de su propia conciencia y de las opiniones ajenas, es necesario que aprenda a comparar estas dos reglas, a conciliarlas y a preferir sólo la primera cuando las dos se encuentran en oposición. Se hace juez de los jueces, decide cuándo se ha de someter a ellos y cuándo los ha de recusar. Antes de desechar o admitir sus preocupaciones, las considera, aprende a llegar a su origen, a precaverlas, a hacérselas favorables, y pone atención en no merecer jamás censuras cuando su obligación le permite evitarlas. No puede hacer nada de esto bien sin cultivar su espíritu y su razón.
Siempre vuelvo al principio, y éste me da la solución de todas mis dificultades. Estudio lo que existe, averiguo la causa y, por último, veo que todo lo que existe está bien. Entro en una casa amiga, donde el marido y la mujer se esmeran en obsequiar a quien los visita. Los dos han tenido la misma educación, son igualmente corteses, poseen talento y gusto, están animados del mismo deseo de agasajar a sus amigos y de que se vayan satisfechos. El marido no omite ningún afán para atender a todos; va, viene, da vueltas y se toma un gran trabajo; siente ansias de convertirse todo él en atención. La mujer permanece sentada en su sitio, a su alrededor se reúne un pequeño círculo y le oculta, al parecer, a los demás concurrentes; no obstante, no sucede nada que no lo note, no sale nadie a quien no haya hablado ni ha olvidado nada de lo que a todo el mundo puede interesar; a cada uno le ha dicho lo que le puede ser agradable, y sin perturbar el orden, está tan bien atendido el último de la reunión como el primero. Ponen la sopa a la mesa y se sientan; el hombre, al corriente de las personas que más se avienen, las colocará con tacto; la mujer, sin saber nada, ya habrá leído en los ojos y en los ademanes las preferencias de unos y de otros, y cada uno verá que su vecino es el que deseaba. No digo que se olviden de nadie en el servicio, pues el amo de la casa vigila y va y viene, pero la mujer adivina lo que cada uno mira con placer, y se lo ofrece; cuando habla con su vecino, tiene la vista en el otro extremo de la mesa; comprende que aquél no come porque no tiene apetito y que aquel otro no se atreve a servirse o a pedir porque no es hábil o porque es tímido. Al levantarse de la mesa, cada uno supone que sólo han pensado en él; ninguno cree que haya comido más que unos bocados, pero la verdad es que ha comido más que nadie.
Cuando ya se han ido todos, los dos hablan de lo sucedido. El marido cuenta lo que ha oído, lo que hicieron y dijeron aquellos con quienes habló. Si la mujer no es siempre la más exacta en este aspecto, en cambio ha intuido lo que se dijeron al oído en el otro extremo de la mesa; sabe lo que pensó fulano y a lo que tal dicho o tal ademán aludían; apenas se ha producido un movimiento expresivo que no lo haya interpretado íntimamente y casi siempre sin errar.
El mismo instinto que hace que una mujer se aventaje en el arte de obsequiar a los que van a su casa, hace que una coqueta se aventaje en el arte de embobar a muchos pretendientes. Sus tretas requieren todavía un discernimiento más sagaz que el de la cortesía, porque con tal que una mujer sea cortés con todo el mundo, ya tiene lo suficiente, pero la coqueta pronto perdería su imperio con esta uniformidad si no poseyera otro arte, pues si tratase de contentar a todos sus amantes, los disgustaría a todos. En la sociedad, las buenas formas que en general se tienen complacen a todos, y con tal que a uno le traten bien. nadie se irrita por no ser el preferido, pero en materia de amor, un favor carente de exclusiva constituye un agravio. Un hombre sensible preferiría ser maltratado cien veces solo que halagado con todos los demás, y lo peor que le puede suceder es que lo distingan. La mujer que quiera entretener a muchos amantes es preciso que convenza a cada uno de que él es el preferido, y que sea delante de todos los demás, a quienes en presencia de él les hace creer lo mismo.
¿Queréis ver a un hombre confuso? Colocadle entre dos mujeres con las que tenga relaciones no manifiestas, y veréis luego qué figura tan torpe la suya. Colocad en el mismo caso a una mujer entre dos hombres, y podréis daros cuenta de cómo sucede todo lo contrario; quedaréis maravillado de su ingenio para engañar a los dos y para que uno se ría del otro. Pero si esa mujer demostrase la misma confianza y usara con ellos la misma familiaridad, ¿cómo se habían de engañar un instante? Si los tratara del mismo modo, ¿no demostraría que tienen los mismos derechos sobre ella? Lejos de tratarlos del mismo modo, afecta portarse con ellos con mucha desigualdad, y lo lleva tan bien, que el halagado se cree que es por ternura, y el maltratado cree que es por despecho. De este modo, contento cada uno con su suerte, siempre la supone ocupada en él, cuando en realidad sólo se ocupa de sí misma.
La coquetería sugiere medios parecidos en el deseo general de agradar; los caprichos no producirían otra cosa más que disgustar si no fuesen empleados con discreción, pero dispensándolos con arte, los convierte en cadenas mucho más fuertes.
Usa ogn'arte la donna, on de sia coito
Nella sua rete alcun novello amante;
Né con tuti, né sempre un stesso volto
Serba; ma cangia a tempo atto e semblante. [10]
¿En qué consiste ese arte si no en sagaces y continuas observaciones que a cada instante le dicen lo que sucede en el corazón de los hombres y le facilitan el que a cada secreto movimiento que distingue emplee la fuerza necesaria para suspenderle o acelerarle? ¿Pero se aprende ese arte? No; nace con las mujeres y todas lo poseen, pero los hombres nunca lo consiguen en el mismo grado. Este es uno de los caracteres distintivos del sexo. La presencia de espíritu, la penetración, las sutiles observaciones constituyen la ciencia de las mujeres, y en la habilidad para servirse de ella radica su talento.
Esto es lo que hay, y ya hemos visto por qué tiene que ser así. Las mujeres son falsas, nos dicen. Se hacen falsas. Su propio don es la habilidad y no la falsedad, y las verdaderas inclinaciones de su sexo, ni cuando mienten son falsas. ¿Por qué esperáis lo que va a decir si no es ella la que debe hablar? Observad sus ojos, su color, su respiración, su tímido ademán, su débil resistencia... Ese es el idioma que les ha dado la naturaleza para que os respondan. La boca siempre dice «no», y lo debe decir, pero a ese «no» le da un acento que no es siempre el mismo, y ese acento no sabe mentir. ¿No tiene las mismas necesidades la mujer que el hombre, sin tener el mismo derecho de expresarlas? Su suerte seria muy cruel si hasta para sus legítimos deseos no poseyera un lenguaje equivalente al que no se atreve a emplear. ¿Su pudor ha de hacerla desdichada? ¿No necesita un arte para comunicar, sin descubrirlas, sus inclinaciones? ¡Qué habilidad se necesita para inducir a que le roben lo que desea conceder! ¡ Cuánto le importa aprender a agitar el corazón del hombre y que parezca que no le hace caso! ¡Qué discurso más seductor el de la manzana de Galatea y su hábil fuga! ¿Qué ha de añadir a eso? ¿Ha de ir a decirle al pastor que la sigue por entre los sauces que sólo huye con la intención de atraerle? Mentiría, por decirlo así, porque entonces no le atraería. Cuanto más recatada es una mujer, más arte debe usar, hasta con su marido. Yo sostengo que no rebasando los límites de la coquetería, es más modesta y sincera, sin transgredir por ello de la honestidad.
La virtud es una, decía muy bien uno de mis adversarios; no se puede descomponer para admitir una parte y desechar otra. Quien la ama, lo hace con toda su integridad; cuando puede, cierra su boca a los efectos que no debe sentir. Lo que es, no es la verdad moral, sino lo que es bueno; lo que es malo no debiera ser, y nunca se debe confesar, especialmente cuando le da esta confesión una eficacia que sin ella no hubiera tenido. Si yo tuviese intención de robar, y tentara a otro para que fuese mi cómplice diciéndoselo, ¿no sería sucumbir a la tentación el declarárselo? ¿Por qué decís que el pudor hace falsas a las mujeres? ¿Acaso son más ingenuas las que lo han perdido que las otras? Y no es así, pues son mil veces más falsas. No hay ninguna que llegue a esta depravación como no sea a fuerza de vicios, y los conserva todos, protegidos por un cúmulo de intrigas y de embustes [11]. Por el contrario, las que aún no han perdido la vergüenza, las que no se enorgullecen de sus culpas, las que saben ocultar sus deseos a los mismos que los inspiran, las que más trabajo cuesta arrancarles su consentimiento, son las más verídicas, las más sinceras, las más constantes en cumplir sus promesas y con cuya fe se puede generalmente contar.
El único caso de que yo tengo noticia, que pueda citarse como excepción a estas observaciones, es el de Ninón de Lenclós, y por eso fue mirada como un portento. Despreciando las virtudes de su sexo, dicen que había conservado las del nuestro; alaban su sinceridad, su rectitud, lo seguro de su trato, su fidelidad en la amistad; por último, para completar la pintura de su gloria, dicen que se hizo hombre. Enhorabuena, pero a pesar de su fama, yo no hubiera querido a ese hombre ni para amigo ni para amante.
Esto no es tan inoportuno como parece. Observo hacia dónde se encaminan las máximas de la moderna filosofía, que escarnecen el pudor del sexo y su pretendida falsedad, y veo que el más seguro fruto de esta filosofía será quitar a las mujeres de nuestro siglo la poca honra que les ha quedado.
Por estas consideraciones creo que puede determinarse en general cuál es la especie de cultura que conviene a la inteligencia de las mueres y hacia qué objeto se deben dirigir sus reflexiones desde su juventud.
Ya lo he dicho: los deberes de su sexo son más fáciles de ver que de cumplir. Lo primero que deben aprender es a quererlos, al ver las utilidades que traen consigo; es el único medio de facilitárselos. Cada estado y cada edad tiene sus obligaciones, y pronto cada uno conoce las suyas con tal que las ame. Honrad vuestro estado de mujer, y sea cual fuere la jerarquía que os hubiere concedido el cielo, siempre seréis una mujer de bien. Lo esencial es ser lo que nos hizo la naturaleza, pues siempre somos más que lo que quieren los hombres que seamos.
La investigación de las verdades abstractas y especulativas, de los principios y axiomas en las ciencias, todo lo que tiende a generalizar las ideas, no es propio de las mujeres; sus estudios se deben referir a la práctica, y les toca a ellas aplicar los principios hallados por el hombre y hacer las observaciones que le conducen a sentar principios. Todas las reflexiones de las mujeres, en cuanto no tienen relación inmediata con, sus obligaciones, deben encaminarse al estudio de los hombres y a los conocimientos agradables, cuyo objeto es el gusto, porque las obras de ingenio exceden a su capacidad, toda vez que no poseen la atención ni el criterio suficientes para dominar las ciencias exactas, y en cuanto a los conocimiento físicos, el que es más activo ve más objetos, tiene otra fuerza y debe juzgar de las relaciones de los seres sensibles y las leyes de la naturaleza. La mujer, que es débil y nada ve fuera de sí misma, valora y juzga los móviles que para suplir su debilidad puede poner en acción, y las pasiones del hombre son estos móviles. Su mecánica es más fuerte que la nuestra, pues todas sus palancas tienden a remover el corazón humano. Es preciso que posea el arte de hacer que nosotros queramos todo lo que es necesario o agradable a su sexo y que no puede hacer por sí mismo; por lo tanto, es necesario que estudie a fondo el espíritu del hombre, no en general y en abstracto, sino el de los hombres que tiene cerca y a quienes está sujeta, sea por ley, sea por la opinión; es preciso que por sus razones, por sus acciones, por sus miradas y por sus ademanes, aprenda a penetrar sus ideas, y que por las razones, las acciones, las miradas y los ademanes de ella, sepa inspirarles el sentir que le acomode, sin que parezca que se fijen. Mejor que ella filosofarán ellos acerca del corazón humano, pero ella leerá mejor en el corazón de los hombres. A las mujeres compete hallar, por decirlo así, la moral experimental, y a nosotros reducirla a sistema. La mujer tiene más agudeza y el hombre más ingenio; la mujer observa y el hombre discurre, y de este concierto resultan la más clara luz y la ciencia más completa que pueda adquirir el entendimiento humano en las cosas morales. En una palabra, el conocimiento más seguro de sí y de los demás que puede alcanzar nuestra especie. Y de esta forma el arte puede tender a perfeccionar el instrumento que nos dio la naturaleza.
El mundo es el libro de las mujeres, y cuando ellas lo lean mal, suya es la culpa, porque acaso alguna pasión las ciega. No obstante, la verdadera madre de familia, lejos de ser una mujer de mundo, se recluye en su casa poco menos que la religiosa en su clausura. Sería, pues, conveniente hacer con las doncellas que se van a casar lo que hacen o deben hacer con las que se meten a monjas: enseñarles las diversiones que dejan, antes de que renuncien a ellas, no sea que la feliz imagen de estas diversiones que no conocen extravíe un día su corazón y turbe la felicidad de su retiro. En Francia las muchachas viven en los conventos y las casadas frecuentan el mundo; entre los antiguos sucedía todo lo contrario: las doncellas asistían, como ya he dicho, a muchos Juegos y fiestas públicas, y las casadas vivían retiradas. Este estilo era más racional y conservaba mejor las buenas costumbres. A las doncellas, antes de casarse, les es lícita una especie de coquetería, y su motivo principal es la diversión. Las casadas tienen otras ocupaciones en sus casas, y ya no necesitan buscar marido, pero no les traería cuenta esta reforma, y por desgracia son ellas las que mandan. Madres, que vuestras hijas sean cuando menos compañeras vuestras. Dadles una razón sana y un alma honesta, y no les ocultéis nada de lo que pueden mirar los ojos castos. Bailes, banquetes, juegos, hasta el teatro, y todo lo que, cuando se ve mal, reduce a una juventud imprudente, se puede presentar sin riesgo a ojos sanos. Cuanto más vean estos bulliciosos placeres, más pronto les repugnarán.
Ya oigo los clamores que se levantan contra mí. ¿Qué doncella resiste a tan peligroso ejemplo? Apenas ven el mundo y ya pierden la cabeza, sin que haya una que lo quiera dejar. Puede ser, pero antes de presentarles esta engañosa imagen, ¿las habéis preparado para que la vean sin emoción? ¿Les habéis explicado bien los objetos que representan? ¿Se los habéis pintado tal como son? ¿Las habéis acorazado bien contra las ilusiones de la vanidad? ¿Habéis excitado en su juvenil corazón la afición a los verdaderos placeres que no se encuentran en ese tumulto? ¿Qué precauciones, qué medidas habéis tomado para preservarlas del falso gusto que las extravía? Lejos de oponer en su espíritu algo contra el imperio de las preocupaciones públicas, las habéis mantenido en ellas; de antemano habéis hecho que se prenden de todos los pasatiempos frívolos que encuentran y hacéis que las cautiven cuando se entregan a ellos. Las jóvenes que entran en el mundo no tienen otro guía que su madre, muchas veces más locas que ellas, y que no les puede enseñar los objetos de otro modo que como los ve. Su ejemplo, más fuerte que la misma razón, las justifica a sus propios ojos, y la autoridad de la madre es para la hija una disculpa sin réplica. Cuando quiero que una madre introduzca a su hija en el mundo, es porque supongo que se lo debe enseñar tal como es.
Pero el mal empieza mucho antes. Los conventos son verdaderas escuelas de hipocresía, no la hipocresía honesta de que he hablado, sino la que produce todas las locuras de las mujeres y forma las más extravagantes melindrosas. Cuando salen del convento, para de repente mezclarse con la algarabía de la sociedad, las recién casadas se sienten inmediatamente en su sitio. Educadas para esa vida, ¿qué tiene de extraño que se encuentren a gusto? No afirmaré lo que voy a. decir sin el temor de dar por observación un prejuicio, pero me parece que en los países protestantes generalmente hay más cariño en las familias, esposas más dignas y madres más tiernas que en los católicos, y si así es, no se puede dudar de que esta diferencia se debe en parte a la educación de los conventos.
Para que se prefiera la vida pacífica y doméstica es indispensable conocerla, y es preciso haber probado su dulzura desde la niñez. Sólo en la casa paterna se adquiere el cariño a la propia casa, y toda mujer que no ha sido educada por su madre, no tendrá voluntad para educar a sus hijos. Desgraciadamente ya no hay educación privada en las grandes ciudades. En ellas la sociedad es tan general y tan mezclada, que no queda asilo para el retiro, y están las gentes en público incluso en sus casas. A fuerza de vivir con todo el mundo, ya nadie tiene familia, los parientes apenas se conocen, se ven como extraños y se extingue la sencillez de las costumbres domésticas al mismo tiempo que la dulce familiaridad que era su encanto. De este modo nace ya en el amanecer de la vida la afición a los deleites del siglo y a las máximas que reinan en él.
A las solteras les imponen una aparente sujeción para hallar insensatos que por su aspecto se casen con ellas, pero observad un instante a estas jóvenes, las cuales, con unas actitudes afectadas, encubren malamente el ansia que las consume, y en sus ojos ya se lee el ardiente deseo de imitar a sus madres. No sienten ansias por un marido, sino por los excesos del matrimonio. ¿Qué necesidad tienen de esposo con tantos medios para prescindir de él? Pero lo necesitan para que sea la tapadera de sus medios [12]. Está retratada en su semblante la modestia, y la disolución alienta en su corazón, indicando esa misma modestia fingida que sólo pretenden quedar libres cuanto antes de toda sujeción. Mujeres de París y de Londres, os ruego que me disculpéis; no hay regla sin excepción, pero yo no sé de ninguna, y si una de vosotras tiene el alma honesta, yo no entiendo ninguna palabra de vuestras instituciones.
Todas esas distintas educaciones inspiran igualmente en las doncellas la afición a les deleites del mundo y a las pasiones que pronto nacen de esta afición. En las ciudades populosas la depravación empieza con la vida, y en las de poco vecindario comienza con la razón. Las jóvenes provincianas, instruidas en menospreciar la dichosa sencillez de sus costumbres, se dan prisa por ir a la capital y participar de la corrupción de las nuestras; los vicios adornados con el pomposo nombre de talentos, son el único objeto del viaje, y avergonzadas por llegar de tan lejos, al verse muy distantes todavía del noble desenfreno de las mujeres del país, no tardan en hacer méritos para ser también ellas vecinas de la capital. ¿Me preguntareis dónde comienza el daño, adónde le proyectan, o dónde lo llevan a cabo?
No quiero que una madre juiciosa lleve a su hija desde la provincia a París para enseñarle estas imágenes, tan perniciosas para otras; digo, sí, que cuando lo hiciese de este modo, o su hija está mal educada o serán poco peligrosas para ella. Con gusto sano, prudencia y afición a las cosas honestas, no parecen tan atractivas como lo son para las que se dejan seducir por ellas. En París se ven jóvenes insensatas que toman rápidamente el estilo del país y son de moda durante seis meses, para ser objeto de burla para siempre, ¿pero quién se fija en tantas cosas intrascendentes con el bullicio de la corte?, y se vuelven a su provincia satisfechas con su suerte comparada con la que otras envidian. ¡Cuántas jóvenes casadas he visto yo llevadas a la capital por esposos condescendientes, deseosos de que las vean, halagadas ellas, para después regresar con más deseo que el que las trajo, y diciendo con emoción la víspera de su marcha; «Volvamos a nuestro tabuco, donde se vive más feliz que en los palacios de aquí»! No sabemos cuánta buena gente hay que todavía no ha doblado la rodilla ante el ídolo y que desprecia su insensato culto. Sólo las locas meten ruido, y nadie repara en las sensatas.
Y si, a pesar de la general corrupción, las preocupaciones universales y la mala educación de las niñas, todavía conservan muchas un juicio a toda prueba, ¿qué será cuando hayan fortalecido su juicio con adecuadas instrucciones, o cuando no le hayan extraviado con instituciones viciosas?, pues siempre se cifra todo en conservar o restablecer los afectos naturales. Para esto no se trata de aburrir a las jóvenes solteras con vuestras largas pláticas, ni de dictarles vuestras secas inmoralidades. En los dos sexos estas moralidades constituyen la muerte de toda buena educación. Las lecciones tristes sólo sirven para que terminen desdeñando a los que las dan y todo lo que les dicen. Cuando se habla con muchachas jóvenes, no se trata de que teman sus obligaciones de agravar el yugo que les ha impuesto la naturaleza. Debéis explicarles de una forma fácil y concisa estas obligaciones, y no las induzcáis a que crean que su cumplimiento sea penoso, ni recurráis a posturas rígidas y agresivas. Todo lo que se dirige al corazón debe salir de él; su catecismo de moral debe ser tan claro y tan corto como el de religión, pero no tan grave. Junto a estas mismas obligaciones enseñadles el manantial de sus satisfacciones y la base de sus derechos. ¿Es tan penoso amar para ser amada, hacerse amable para ser feliz, hacerse estimable para ser obedecida y honrarse para ser honrada? ¡Qué hermosos y respetables son esos derechos! ¡Qué queridos son para el corazón del hombre cuando la mujer le sabe dar valor! No es necesario que espere a la vejez para gozar de ellos; empieza su imperio con sus virtudes, y apenas se desarrollan sus gracias que ya reina por la dulzura de su carácter y hace respetar su modestia. ¿Cuál es el hombre, por insensible e inhumano que sea, que no suaviza su acritud y tiene más delicados modales al lado de una niña de dieciséis años, juiciosa y amable, que habla poco, que tiene un aspecto decente y honestas razones, a quien su hermosura no hace olvidarse de su sexo ni de su juventud, y que por su misma cortedad sabe interesar y granjearse el respeto que ella tiene a todo el mundo?
Estos testimonios, aunque exteriores, de ningún modo son frívolos, ni se fundan sólo en el atractivo de los sentidos, sino que nacen de la íntima conciencia que todos tenemos de que las mujeres son los jueces naturales del mérito de los hombres. ¿Quién quiere ser menospreciado por ellas? Nadie, ni siquiera el que ya no quiere amarlas. Y a mí, que les digo verdades tan duras, ¿creéis que me son indiferentes sus juicios? No; aprecio más su voto que el vuestro, lectores, a veces más femeninos que ellas. Aun despreciando sus costumbres, quiero hacer honor a su justicia, y me importa poco que me odien si las obligo a que me aprecien.
¡Cuántas cosas grandes se harían con este resorte si se supiera ponerlo en acción! Desventurado el siglo en que las mueres pierden su ascendiente y sus juicios no valen nada para los hombres. Ese es el último grado de la depravación. Todos los pueblos que han tenido buenas costumbres han respetado a las mujeres. Véase Esparta, los germanos y Roma, Roma, el emporio de la gloria y la virtud, si alguna vez la ha habido en la tierra. Allí las mujeres honraban las proezas de los insignes capitanes, públicamente lloraban a los padres de la patria, y sus votos o su luto se entendían como el juicio más solemne de la república. Allí todas las grandes revoluciones procedieron de las mujeres; por una mujer, Roma logró la libertad; por una mujer, alcanzaron los plebeyos el consulado; por una mujer, terminó la tiranía de los decenviros, y por una mujer Roma fue salvada de las manos de un proscrito. Galantes franceses, ¿qué habríais dicho al ver pasar tan ridícula procesión ante vuestros burlones ojos? La habríais acompañado con silbidos. ¡Con qué distintos ojos vemos los mismos objetos! Tal vez todos tenemos razón. Que se forme esa comitiva con hermosas damas francesas, y no sé de nada más indecente, pero si la formamos con romanas, todos tendremos los ojos de los volscos y el corazón de Coriolano.
Aún diré más: sostengo que la virtud es tan propicia al amor como a los demás derechos de la naturaleza, y que no estriba menos en ella la autoridad de las amadas que la de las esposas y las madres. Sin entusiasmo no hay verdadero amor, ni entusiasmo sin un objeto de perfección, real o fantástico, pero siempre existente en la imaginación. ¿Con qué se han de inflamar los amantes para quienes no existe esta perfección, y que en lo que aman sólo ven el objeto de los deleites sensuales? No; el alma no se enciende así, ni se entrega a aquellos sublimes raptos que son a un mismo tiempo el delirio de los amantes y el encanto de su pasión. Admito que en el amor todo es simple ilusión, pero lo que es real son los sentimientos que nos animan hacia la verdadera hermosura que nos hace amar. Esta hermosura no está en el objeto amado, que es obra de nuestro error. ¿Y qué importa? ¿Dejamos por eso de sacrificar nuestros bajos sentimientos a este modelo imaginaria? ¿Deja de embeberse nuestro corazón en las virtudes que atribuimos a lo que queremos? ¿Quién es el amante verdadero que no está dispuesto a dar su vida por su amada? ¿Y cuál es la torpe y sensual pasión del hombre que quiere morir? Nos burlamos de los caballeros andantes porque conocían el amor, y nosotros sólo conocemos el desenfreno. Cuando estas máximas caballerescas empezaron a ser escarnecidas, el cambio no fue menos culpa de la razón que de las abyectas costumbres.
Dentro del siglo que se quiera las relaciones naturales no varían; la conveniencia o discrepancia que de ellos resulta es la misma, y las preocupaciones con el vano nombre de razón, sólo cambian su apariencia. Siempre será bello y grande reinar en sí mismo, aunque sea para obedecer a fantásticas opiniones, y siempre resonarán los verdaderos motivos del honor en el corazón de toda mujer de juicio que en su estado sepa encontrar la felicidad de su vida. La castidad debe ser especialmente una deliciosa virtud para la mujer hermosa que tenga el alma elevada. Mientras ve la tierra bajo sus pies, triunfa de todo y de sí misma, y en su propio corazón se erige un trono al cual todos rinden homenaje; los afectos tiernos o celosos, pero siempre respetuosos de ambos sexos, la universal estimación y la suya propia le pagan sin cesar un tributo de gloria. Las privaciones son pasajeras, pero el premio es permanente. ¡ Qué gozo para un alma noble unir con la hermosura la altivez de la virtud! Cread una heroína de novela, y más exquisitas voluptuosidades gozará ella que las Lais y las Cleopatras, y cuando su belleza se eclipse, aún vivirán su gloria y sus placeres, y sabrá disfrutar del tiempo pasado.
Cuanto más penosas y mayores son las obligaciones, más palpables y fuertes deben ser las razones en que se fundan. Existe un cierto lenguaje devoto con el cual aturden los oídos de las jóvenes en las materias más graves, sin lograr persuadirlas. De este lenguaje tan desproporcionado con sus ideas, y del poco aprecio que en secreto hacen de él, nace la facilidad de ceder en sus propensiones, no hallando motivo de resistencia en la misma naturaleza de las cosas. Una doncella educada con piedad y discreción, sin duda está fuertemente armada contra las tentaciones, pero aquella cuyo corazón, o mejor sus oídos no han recogido más que las monsergas de la devoción, infaliblemente será presa del primer seductor astuto que la pretenda. Nunca una persona hermosa y joven despreciará su cuerpo, ni se afligirá de verdad por los pecados que su belleza le haga cometer, ni llorará con sinceridad ante Dios porque sea objeto de deseos, ni se creerá que sean invención de Satanás los sentimientos más dulces del corazón. Dadle otras razones sacadas de la esencia de las cosas y propias para ella, porque éstas no la convencen. Aún será peor si, como nunca faltan, se le dictan ideas contradictorias; si después de haberla humillado, envileciendo su cuerpo y sus gracias como torpezas del pecado, le dicen luego que ese mismo cuerpo que le han pintado tan despreciable lo ha de respetar como el templo de Jesucristo. Tan sublimes y tan bajas ideas son igualmente insuficientes y no se pueden asociar; se precisan razones que no rebasen la capacidad propia de la edad y del sexo. Las consideraciones sobre el deber no tienen más fuerza que los motivos que nos llevan a cumplirlo. No se sospecharía que es Ovidio quien emite un juicio tan severo.
¿Queréis, pues, inspirar a las jóvenes la afición a las buenas costumbres? Pues sin decirles continuamente que sean recatadas, tratad de que lo sean; hacedles comprender la importancia del recato y se lo haréis amar. No es suficiente mostrarles desde lejos ese interés para el porvenir; presentádselo en el instante actual, en las relaciones de su edad y en el carácter de sus amores. Les debéis pintar el hombre de bien y el hombre de mérito; enseñadles a que lo reconozcan y lo quieran por su propia felicidad, probadles que, sean amigas, esposas o amantes, sólo él puede hacerlas dichosas. Llevadlas a la virtud por la razón, que comprendan que el imperio y las ventajas de su sexo no sólo dependen de sus buenas costumbres y su conducta, sino también de las de los hombres, pues las mujeres tienen poca influencia en los espíritus viles y soeces, y el que sabe servir a su dama sabe servir a la virtud. Estad seguros de que pintándoles las modernas costumbres, les inspiraréis hacia ellas una sincera repugnancia; con mostrarles a las personas de moda, se las haréis despreciar; les infundiréis antipatía a sus máximas, aversión a sus sentimientos y desdén a su vano galanteo; les despertaréis una más noble ambición: la de reinar en almas grandes y fuertes, como las mujeres espartanas, que mandaban a los hombres. Una mujer atrevida, descarada, intrigante, que sólo por la coquetería sabe atraer a sus amantes, y sólo los conserva por sus favores, hace que la obedezcan como lacayos en cosas comunes y serviles, pero en las importantes y graves no tienen ninguna autoridad sobre ellos. En cambio, la mujer honesta, amable y prudente, que consigue que los suyos la respeten; la que tiene modestia y recato, la que con la estimación sostiene el amor, por ella irán al fin del mundo, al combate, a la gloria, a la muerte, adonde ella quiera [13]. Hermoso es este imperio y creo que es tentador el conseguirlo.
Ese es el espíritu en que ha sido educada Sofía, con más cuidados que afanes y más bien siguiendo sus gustos que violentándolos. Digamos ahora una palabra de su persona conforme al retrato que de ella le he hecho a Emilio, y según él mismo se figura la esposa que puede hacerle feliz.
Nunca repetiré lo suficiente que dejo aparte los prodigios. Emilio no lo es, ni mucho menos Sofía; Emilio es un hombre y Sofía una mujer, y en esto está cifrada su gloria. En la confusión de sexos que reina entre nosotros, casi es un prodigio el ser uno del suyo.
Sofía es de índole apacible, tiene buen natural y el corazón muy sensible, y esa excesiva sensibilidad algunas veces agita tanto su imaginación que no es fácil moderarla. Su inteligencia es menos justa que penetrante, y fácil, aunque desigual, su condición; regular, pero su cara es agradable; su fisonomía promete alma, y no miente; uno puede acercarse a ella con indiferencia, pero no dejara sin emoción. Algunas mujeres tendrían prendas que a ella le faltan y otras más que las que ella tiene, pero ninguna calidad es mejor lograda para formar un feliz carácter. Sabe sacar provecho de sus defectos y agradaría menos si fuese más perfecta.
Sofía no es hermosa, pero a su lado los hombres se olvidan de las hermosas, y las hermosas no están satisfechas de sí mismas. A primera vista apenas si es bonita, pero cuanto más se la ve más se hermosea; gana con lo que tantas pierden, y nunca pierde lo que ha conseguido ganar. Es posible tener ojos y una boca hermosos, y una cara que agrade más, pero no un talle mejor, ni un color más hermoso, ni unas manos más blancas, unos pies más delicados, un mirar más dulce y una expresión más tierna. Es interesante sin deslumbrar, embelesa y no se sabe decir por qué.
A Sofía le gusta ir bien vestida, y lo consigue, su madre no tiene otra camarera que ella; posee un gusto exquisito para que luzca su vestido, pero detesta los trajes suntuosos; en el suyo la sencillez va siempre unida con la elegancia; no es aficionada a lo que brilla, sino a lo que le cae bien. Ignora los colores de moda, pero sabe muy bien los que la favorecen. No hay joven que se la vea tan sencilla con menos estudio, pero ninguna lleva un traje más estudiado, a pesar de que nada se debe a la casualidad, y sin que se vea el arte. Su adorno es muy modesto en apariencia y muy coquetón; cubre sus encantos, pero deja que se los imaginen. Los que la ven dicen: Vaya muchacha modesta e inteligente». Pero mientras uno está a su lado, los ojos y el corazón la siguen de un lado a otro, y podría decirse que ese traje tan sencillo se lo ha puesto para que se lo vaya quitando pieza a pieza la imaginación.
Sofía tiene un talento natural que no ha dejado de cultivar, pero como no ha estado en situación de valerse del arte, se ha contentado con educar su bonita voz para cantar con gusto, en habituar sus delicados pies a andar con ligereza, facilidad y gracia, y en hacer las reverencias necesarias en cualquier situación sin timidez ni torpeza. En cuanto a lo demás, no tuvo otro maestro de canto que su padre, ni otra maestra de baile que su madre, y un organista vecino le ha dado algunas lecciones de acompañamiento en el clavicordio, que luego ha cultivado ella sola. Al principio sólo pensaba en lucir su mano sobre las teclas negras, después observó que el áspero y seco sonido del clavicordio hacía parecer más dulce su voz, y poco a poco empezó a sentir la armonía; por último, ya mayor ella, ha comenzado a sentir el encanto de la expresión y a amar la música por sí misma. Pero con más afición que talento no sabe leer las notas de un aria escrita.
Lo que mejor sabe Sofía, y lo que le han hecho aprender con el mayor cuidado, son las tareas propias de su sexo, incluso las poco corrientes, como cortar y coser vestidos. No hay trabajo de aguja que no sepa hacerlo bien y con gusto, pero el que prefiere a los demás es el punto de encaje, porque no hay otro que le permita una postura más agradable y que se ejerciten los dedos con más gracia y ligereza. También se ha aplicado a todos los quehaceres del hogar; sabe de cocina y de repostería, el valor de los comestibles, su calidad, lleva, bien las cuentas y hace de ama. Destinada a ser un día madre de familia, gobernando la casa de sus padres aprende a gobernar la suya, puede suplir a los criados, y todo lo hace con agrado. No sabe mandar bien el que no sabe hacer lo que quiere que hagan los otros, y ésta es la razón que tiene su madre para querer que lo aprenda todo. Sofía no va tan allá; su primera obligación es la de hija v la única que por ahora desempeña; no tiene otra idea que la de servir a su madre y aliviarla en parte de sus quehaceres, pues la verdad es que no todos los hace con el mismo gusto. Por ejemplo, aunque le gusta comer bien, no tiene afición a la cocina, aparte de que nunca le parece bastante limpia. En este sentido es de tal delicadeza que casi es uno de sus defectos; antes dejaría que se quemase la comida que mancharse el vestido. Nunca ha querido cuidar el jardín por la misma causa; la tierra le parece muy sucia, y en cuanto ve estiércol, ya cree que lo huele.
Este defecto lo debe a las lecciones de su madre, según la cual una de las primeras obligaciones de la mujer es la limpieza; obligación especial, indispensable, impuesta por la naturaleza. No hay en el mundo nada más repugnante que una mujer sucia, y el marido que la desdeña tiene mucha razón. Ha inculcado tanto a su hija esta obligación desde su niñez, ha exigido tanta limpieza en su persona, en su ropa, en su aposento, en su labor y en su tocador, que convertida en costumbre la ocupa la mayor parte del tiempo, y de tal forma que el hacer bien las cosas es su segundo cuidado: el primero es hacerlas siempre como es debido.
No obstante, todo esto no ha degenerado en vana afectación ni en molicie, ni en un lujo refinado. En su habitación hay siempre el agua limpia, no conoce otro perfume que el de las flores, ni nunca su marido respirará otro más dulce que el de su aliento. Por último, el cuidado que pone en lo exterior no le hace olvidar que debe dedicar su vida y su tiempo a más nobles tareas; ignora o desdeña aquella excesiva limpieza de cuerpo que va en desdoro del ama. Más que limpia, Sofía es pura.
He dicho que Sofía era glotona, pero se propuso ser sobria y ahora lo es por virtud. No son lo mismo las niñas que los niños, los cuales se dejan llevar hasta cierto punto por la gula, una inclinación que puede serles perjudicial y no se les debe permitir. Sofía, cuando pequeña, si entraba en el gabinete de su madre, no siempre salía con el bolsillo vacío, ni se contenía si veía bombones. Su madre la sorprendió, la reprendió, la castigó y la obligó a ayunar. Y consiguió convencerla de que las golosinas echaban a perder la dentadura, y que cuando las niñas comían con exceso, engordaban demasiado. Y se enmendó Sofía, pues a medida que crecía, otras aficiones le hicieron olvidar los dulces. En los hombres, como en las mujeres, en cuanto se despierta el corazón, la gula cesa de ser un vicio dominante. Sofía ha conservado los gustos propios de su sexo, la pastelería y los entremeses, pero muy poco la carne y nunca ha bebido el vino ni licores fuertes, y come de todo con mucha moderación. Le gusta lo bueno y sabe paladearlo, como sabe acomodarse con lo que no lo es, sin que le disguste ni demuestre la menor contrariedad.
Sofía tiene un ingenio agradable sin que sea brillante, y seguro sin que sea profundo; un espíritu que no extraña a nadie porque el que habla con ella lo ve parecido al propio. Siempre sabe cómo agradar a los que la rodean, sin caer en un lenguaje artificioso, conforme a la idea que tenemos de la preparación de las mujeres, debido a que la suya no se ha formado con la lectura, sino con las conversaciones de sus padres, con sus propias reflexiones y con las observaciones que ha hecho sobre el poco mundo que ha visto. Sofía, naturalmente, es alegre; cuando niña era locuela, pero poco a poco su madre la fue corrigiendo, y ha terminado siendo modesta y reservada antes de que llegase a la edad de serlo, y ahora que ha llegado ese tiempo, le es más fácil seguir igual que volver a sus antiguas costumbres. Es gracioso ver que de vez en cuando se reintegra a los atolondramientos de su niñez, pero pronto se recobra, baja los ojos y se sonroja. Lógicamente la época intermedia de las dos edades participa un poco de las dos.
Sofía es sensible en extremo para que pueda conservar una perfecta igualdad temperamental, pero tiene el tacto necesario para que importune con su sensibilidad a los demás. pues sólo se perjudica a sí misma. Si dicen una palabra que la disguste, no pone mala cara, pero se le encoge el corazón y trata de desaparecer para ir a llorar. Si en medio de su llanto su padre la llama o su madre le dice una palabra, acude en seguida, riendo y enjugándose los ojos, disimulando su malestar. Tampoco está exenta de caprichos. Su enfado, cuando se la irrita, es vivo, y entonces está propensa a excederse. Pero dadle tiempo para que se recobre, y repara su culpa de una manera que casi la convierte en mérito. Si la castigan, es dócil y sumisa y demuestra que su vergüenza no proviene tanto del castigo como de su yerro. Si no le dicen nada, nunca deja de enmendarse por sí misma, y con tan buena voluntad que no es posible guardarle rencor. Besará el suelo delante del último criado, sin que le cueste el menor trabajo esta humillación, y tan pronto como se la ha perdonado, sus halagos y su alegría demuestran cómo se ha aliviado su corazón. En una palabra, lleva con paciencia las sinrazones de los demás y con satisfacción consigue las suyas. Esta es la amable índole de su sexo antes de que nosotros lo hayamos pervertido. La mujer está hecha para someterse al hombre, incluso para soportar sus injusticias. Nunca podréis reducir a los muchachos al mismo punto; en ellos se exalta el sentido interior, que se revuelve contra la injusticia, pues la naturaleza no lo formó para tolerarla.
Gravem
Pelidae stomachum cedere nescii.
Sofía tiene religión, pero racional y sencilla, con pocos dogmas y menos prácticas de devoción, o no conociendo otra práctica esencial que la moral, dedica su vida a servir a Dios haciendo el bien. En la instrucción que le han dado sus padres sobre esta materia, la han acostumbrado a una respetuosa sumisión, diciéndole siempre: «Hija mía, estos conocimientos no son para tu edad, pero cuando sea el tiempo, tu marido te instruirá». En lo demás, en lugar de discursearle sobre la piedad, se limitan a predicársela con su ejemplo, y los ejemplos se han. grabado en su corazón.
Sofía ama la virtud, y ese amor se ha convertido en su pasión dominante. La ama porque no hay nada tan hermoso como la virtud; la ama porque la virtud constituye la gloria de una mujer, y una mujer virtuosa le parece casi igual a los ángeles; la ama como la única senda de la felicidad, y porque sólo ve miseria, abandono, desdicha, ignominia y oprobio en la vida de una mujer deshonesta; finalmente, la ama como preciosa para su respetable padre y para su tierna y digna madre, quienes no satisfechos con su propia virtud, también quieren estarlo con la de su hija, y la primera felicidad de ésta es la esperanza de hacer felices a sus padres. Todos estos sentimientos le inspiran un entusiasmo que enaltece su alma, y somete sus mezquinas inclinaciones a tan noble pasión. Sofía será casta y honesta hasta su último aliento; se lo juró en la intimidad de su alma, y en una época en que ya sabía lo que cuesta cumplir semejante juramento; lo juró cuando había podido revocar su propósito, si sus sentidos se le hubiesen impuesto.
Sofía no tiene la suerte de ser una amable francesa, fría por temperamento y coqueta por vanidad, que más quiere lucir que agradar, y que busca la diversión y no el deleite. La necesidad de amar es la única que la absorbe, y altera su corazón durante las fiestas; ha perdido su antigua alegría y los juegos la fastidian, y en vez de temer la soledad, la busca; piensa en aquel que puede endulzársela; la importunan los que le son indiferentes, no siente necesidad de adoradores, sino sólo de un enamorado; prefiere más agradar a un solo hombre de bien y agradarle siempre que ver alzarse en su favor el grito de la moda, que dura un día, y el siguiente se ha convertido en escarnio.
El juicio de las mujeres se forma más temprano que el de los hombres; estando a la defensiva casi desde su niñez, y encargadas de un depósito difícil de guardar, necesariamente conocen primero lo bueno y lo malo. Sofía es precoz en todo, porque la lleva su temperamento a serlo, y también enjuicia más pronto que otras jóvenes de su edad. Esto no tiene nada de extraordinario, pues la madurez no es en todas la misma y al mismo tiempo.
Sofía está instruida en las obligaciones y en los derechos de su sexo y del nuestro; sabe los defectos de los hombres y los vicios de las mujeres, así como las cualidades y las virtudes contrarias, y las lleva grabadas en el corazón. No es posible tener una idea más elevada de la mujer honesta que la que ella se ha formado, y no la asusta esa idea, pero todavía piensa con más complacencia en el hombre de bien, en el hombre de mérito; comprende que ella está destinada al hombre, que es digna de él, que le puede devolver la felicidad que de él reciba; sólo hace falta que lo encuentre.
Las mujeres son los jueces naturales del mérito de los hombres, lo mismo que ellos lo son del de las mujeres. Es un derecho recíproco que ni unos ni otros ignoran. Sofía sabe de ese derecho y se sirve de él, pero con la modestia que conviene a su juventud, a su inexperiencia y a su estado; sólo emite juicios sobre las cosas que están a su alcance, y sólo cuando le sirven para deducir alguna máxima útil. Habla de los ausentes con una gran circunspección, y de un modo especial si se trata de mujeres. Piensa que lo que las convierte en murmuradoras y satíricas es el hablar de su sexo y que únicamente son discretas cuando se limitan a hablar del nuestro. Sofía es así. Nunca habla de las mujeres si no es para decir lo bueno que de ellas sabe; ése es un respeto que cree debe a su sexo, y de las que no puede hablar bien, se calla, y la comprenden.
Sofía tiene poco mundo, pero es obsequiosa, atenta y pone gracia en todo lo que hace. Su natural le vale más que el arte que pusiere. Tiene una cierta cortesía muy propia, que no consiste en fórmulas, ni está sujeta a la moda, pero que procede del deseo de agradar, y lo consigue. Ignora los cumplimientos triviales, ni los inventa; no dice que está muy agradecida, que la honran mucho, que no se tomen el trabajo, etc. Se cuida mucho menos de redondear las frases. A una atención, a una cortesía almibarada, corresponde con una cortesía sencilla, o con un simple «Muchas gracias», pero esta expresión en su boca vale más que cualquiera en otra. Ante una atención sincera deja hablar a su corazón, sin que sean cumplidos lo que sale de él. Jamás ha soportado el yugo de los remilgos, como, por ejemplo, apoyarse, al pasar de un salón a otro, en el brazo sexagenario que antes debería ella sostenerlo. Cuando un galancete le ofrece ese impertinente servicio, deja el oficioso brazo en la escalera y en dos saltos llega al salón, diciendo que no le necesita.
No sólo guarda silencio y respeto con las mujeres de mayor edad, sino también con los hombres casados, y más aún con los ancianos; nunca aceptará un puesto más destacado que el de ellos, como no sea por obediencia, y de ser así, se volverá al suyo más inferior en cuanto le sea posible, pues sabe que antes que los derechos del sexo están los de la edad, que tienen en su favor la sabiduría, la cual debe honrarse por encima de todo.
Con los jóvenes de su edad ya es otra cosa; precisa un tono distinto para imponerles respeto, y sabe emplearlo sin dejar el modesto ademán que le conviene. Si ellos son modestos y prudentes, conservará la amable familiaridad de la juventud, sus conversaciones serán graciosas, pero con decencia, y si son serias, querrá que sean útiles; si degeneran en requiebros, las interrumpirá sin rodeos, porque desprecia el necio galanteo por considerarlo como algo que ofende a su sexo. Sabe que el hombre que ella anhela no incurrirá en adulaciones, y no sufre de otro lo que no admitiría de aquél que va creando su imaginación, en el que ve un espíritu altivo y pureza de sentimientos; aquella energía de la virtud que siente en sí misma, es la causa de que oiga con indignación las lisonjas con que pretenden divertirla. No las oye con aparente enojo, sino con un irónico aplauso que sorprende y desconcierta al impertinente. Si un joven almibarado le piropea y exalta con agudeza su hermosura, sus gracias, y aspira a la dicha de agradarle, ella es muy capaz de interrumpirle diciéndole: Caballero, me parece que yo sé mejor que usted todo eso que ve en mí; entonces, si no tiene nada más que decirme, creo que podemos dar por terminada nuestra conversación». Acompañar estas palabras con una sobria cortesía y encontrarse a veinte pasos, para ella es cosa de un momento. Preguntad a vuestros petimetres si es fácil, ante un espíritu tan sensato, lucir su ingenio durante mucho tiempo.
Esto no quiere decir que le disguste verse elogiada si el elogio es sincero y pueda creer que efectivamente piensan lo que le dicen. Para que se crea en el mérito de uno, ese uno debe empezar por demostrarlo. Un homenaje fundado en la estimación puede agradecerlo, pero el galanteo le repugna a Sofía, pues a ella no la conmueven las sutilezas de los necios.
Con un juicio tan equilibrado bajo todos los aspectos en una muchacha de veinte años, Sofía a los quince no será tratada como una niña por sus padres. Tan pronto como le adviertan la primera inquietud de la juventud, tomarán sus medidas antes de que haga progresos, y le irán dando razones tiernas y juiciosas, las propias de su edad y según el carácter, y si éste es como yo me lo imagino, ¿por qué su padre no le ha de hablar más o menos así?
«Ya eres mayor, Sofía, y no has crecido para quedarte siempre en este estado. Queremos que seas feliz, puesto que de tu felicidad depende la nuestra. La felicidad de una honesta joven consiste en hacer la de un hombre de bien; por lo tanto debes pensar en casarte, porque como la suerte de la vida depende del matrimonio, nunca hay tiempo de sobra para pensarlo bien.
»No hay nada más difícil que la elección de un buen marido, si no es la elección de una buena mujer. Tú, Sofía, serás esa mujer rara, serás la gloria de nuestra vida y la felicidad de nuestra vejez, pero por mucho que sea tu mérito, no faltan hombres que todavía tienen más que tú. No hay ninguno que no se sienta honrado con alcanzarte, y hay muchos que te honrarán más a ti. Se trata de encontrar uno que te convenga, de que le conozcas y que te conozca él.
»De tantas condiciones depende la felicidad del matrimonio, que sería una locura pretender reunirlas todas. Primeramente es necesario asegurarse de las que más importan; cuando se encuentran, las demás se corrigen, y cuando faltan, no deben ser causa de amargura. En la tierra no hay una felicidad perfecta, pero la mayor de las desgracias, la que siempre debemos evitar es la de ser desdichados por culpa nuestra.
»Hay conveniencias naturales, hay otras que son por institución y otras que dependen de la opinión. De las dos últimas, los padres son los jueces; los hijos sólo pueden juzgar de la primera. Los matrimonios hechos por la autoridad de los padres, se regulan únicamente por las conveniencias de institución y opinión; no son las personas las que se casan, sino las condiciones y los bienes, pero todo esto puede cambiar; se quedan siempre las personas, y a despecho de la fortuna, por las relaciones personales un matrimonio puede ser feliz o desdichado.
»Tu madre era noble, yo rico, y fueron las únicas condiciones que aconsejaron a nuestros padres nuestro matrimonio. Yo he perdido mis riquezas y ella su nombre; olvidada de su familia, ¿de qué le sirve hoy el haber nacido de noble cuna? En nuestras desgracias la unión de nuestros corazones nos ha consolado de todo; la conformidad de nuestros gustos ha hecho que eligiéramos la soledad; aquí vivimos pobres y felices, siendo el uno para el otro. Sofía, eres nuestro tesoro común; bendecimos al cielo porque nos la ha dado y nos ha quitado lo demás. Mira, hija mía, a dónde nos ha llevado la Providencia; las conveniencias que determinaron nuestra unión han desaparecido, y somos felices por otras, en las que nadie pensó.
»Toca a los esposos el escogerse. Su primer vínculo debe ser el cariño recíproco; sus primeros guías los ojos y los corazones, porque como su primera obligación, cuando están unidos, es amarse, y el amor o desamor no depende de nosotros mismos, esta obligación envuelve necesariamente la otra, que es la de amarse antes de unirse. Este es el derecha de la naturaleza, que nada puede reprimir; los que con tantas leyes civiles la han apremiado, han atendido más al orden aparente que a la dicha del matrimonio y a las costumbres de los ciudadanos. Ya ves, Sofía, que no te predicamos una moral difícil, la cual tiende a hacerte dueña de ti misma y a que seas tú quien decida al elegir esposo.
»Luego de haberte expuesto las razones que tenemos para dejarte con entera libertad, justo es hablarte también de las que tienes tú para hablar de ella con sensatez. Hija mía, tú eres buena y discreta, tienes rectitud y piedad, posees las condiciones que convienen a la mujer honesta y no te falta belleza, pero eres pobre; si posees bienes más estimables te faltan los que más se cotizan. No aspires, por tanto, a más de lo que puedes alcanzar y regula tu ambición no por tus juicios ni por los nuestros, sino por la opinión de los hombres. Si sólo se tratara de igualdad de mérito, no sé dónde pondría límite a mis esperanzas, pero tú no las encumbres más altas que tu caudal ni te olvides de que éste es muy humilde. Aunque para un hombre digno de ti no sea obstáculo esta desigualdad, lo que él no haga debes hacerlo tú. Sofía debes imitar a tu madre y no entrar en una familia que con ella no se honre. No has visto nuestra opulencia, has nacido durante nuestra pobreza, la has consolado y la has compartido sin que fuese tu desconsuelo. Créeme, Sofía; no busques los bienes por los que bendecimos al cielo por habernos librado de ellos, pues sólo hemos sido felices después de haber perdido la riqueza.
»Eres muy amable para que no tengas un pretendiente, y no es tanta tu pobreza que puedas ser una carga para un hombre de bien. Tal vez te pretendan hombres que no valgan tanto como tú. Si se te muestran a ti tal como son, los apreciarás por lo que valen, y si todo es apariencia no te engañarás mucho tiempo, pero aunque tengas un sano juicio y comprendas los méritos, careces de experiencia e ignoras hasta dónde se pueden empequeñecer los hombres. Un sujeto astuto puede estudiar tus gustos para seducirte y fingirte las virtudes de que carezca. Te perdería, Sofía, antes de que lo conocieses, y sólo verías tu error para llorar. Los sentidos son el lazo más peligroso, el único que no puede prever el buen juicio; sólo verás fantásticas ilusiones, tus ojos quedarán deslumbrados, quedará mediatizada tu voluntad, amarás hasta tu propio error, y aun cuando llegares a comprenderlo no querrás salir de él si tienes la desdicha de caer en sus redes. Hija mía, a la razón de Sofía te entrego, no a las inclinaciones de su corazón. Mientras no tengas inclinación hacia ningún hombre, que seas tú misma tu propio juez, pero tan pronto como estés enamorada, concede a tu madre el cuidado de vigilarte.
»Te propongo un acuerdo entre nosotros que restablece el orden natural y te demostrará nuestro cariño. Los padres le eligen el esposo a su hija, y sólo la consultan por simple fórmula, pues ésa es la costumbre. Pero nosotros haremos lo contrario: tú escogerás y seremos nosotros los consultados. Haz uso de tu derecho con libertad y discreción. Tú debes elegir el esposo que te convenga consultándonos a nosotros, pero a nosotros nos toca juzgar si te engañas acerca de las conveniencias y si haces, sin saberlo, algo distinto de lo que te conviene. En nuestros argumentos no tendrán parte ni el nacimiento, ni los bienes, ni la jerarquía, m la opinión. Elige a un hombre de bien cuyo físico te agrade y cuyo carácter te convenga, pues sea quien fuere, lo aceptamos por yerno. Siempre tendrá el caudal suficiente, si tiene buenas costumbres y ama a su familia, y siempre ilustración suficiente si le ennoblece la virtud. ¿Qué importa que el mundo nos censure? No aspiramos a la aprobación pública; tenemos bastante con tu felicidad.»
No sé, lectores, cuál sería el efecto producido por este razonamiento en las muchachas educadas con vuestro sistema. En lo que se refiere a Sofía no podrá responder con palabras, porque el rubor y la ternura no la dejarán hablar, pero estoy seguro de que en su corazón quedará grabado para el resto de su vida, y que si podemos contar con alguna resolución humana, será con la que la hará ser digna de la estimación de sus padres.
Pongámonos en el peor de los casos y démosle un temperamento ardiente que le haga penosa una larga espera, y digo que su juicio, sus conocimientos, su sano gusto, su delicadeza, y más que todo, los sentimientos que desde su niñez han inculcado en su corazón, opondrán tal obstáculo a los ímpetus de los sentidos que serán suficientes para vencerlos, o para resistirlos durante mucho tiempo. Antes. morirá mártir que afligir a los padres, casándose con un hombre sin merecerla y exponerse a las desgracias de un matrimonio desigual. La misma libertad que le ha dado da una nueva elevación a su espíritu, y la hace más escrupulosa para la elección de un dueño. Con el temperamento de una italiana y la sensibilidad de una inglesa, tiene, para poner freno a su corazón y a sus sentidos, la altivez de una española, la cual, aunque busque un amante, difícilmente encuentra uno que le parezca digno de ella.
No todo el mundo tiene facilidad para comprender lo que el amor a lo honesto enriquece el alma, y la fuerza que puede encontrar en sí el que sinceramente quiere ser virtuoso. Hay gentes a quienes todo lo que es grande les parece fantástico, y quienes con su vil y baja razón jamás conocerán lo que con las pasiones humanas puede la misma locura de la virtud. A éstos sólo se les ha de hablar con ejemplos, y si se obstinan en negarlos, peor para ellos. Si yo les dijera que Sofía no es un ser imaginario, que sólo su nombre es invención mía, que realmente ha existido con su educación, su carácter y sus costumbres, y hasta su figura, y que su memoria todavía cuesta lágrimas a una familia honrada, sin duda no lo creerían, pero, ¿qué es lo que aventuro en concluir sin rodeos la historia de una joven tan parecida a Sofía, que pudiera la de ésta ser la suya sin que debiesen extrañarlo? Si la creen verdadera o no, importa muy poco; para ellos habré contado ficciones, pero siempre habré explicado mi método y llegaré al fin que me he propuesto.
Esta joven, con el temperamento que he atribuido a Sofía, tenía todas las demás condiciones que la podían hacer merecedora de este nombre, y así se lo dejo. Después de la conversación que he referido, viendo su padre y su madre que no se presentarían partidos en el pueblo donde vivían, la enviaron a pasar un invierno en la ciudad, en casa de una tía a quien secretamente informaron del motivo del viaje, porque la altiva Sofía tema innata la noble arrogancia de saber triunfar de sí misma, y por más que necesitaba un marido, antes moriría doncella que ir a buscarlo ella.
Siguiendo la intención de sus padres, su tía la presentó en varias casas, la llevó a diversos círculos y bailes, la enseñó al mundo, o la mostró en él, pues Sofía no se interesaba por aquel frenesí. Se observó, no obstante, que no se apartaba de los jóvenes de agradable presencia y que parecían decentes y modestos. En su mismo recato poseía cierto arte para atraerlos, un poco parecido a la coquetería, pero después de hablar dos o tres veces con ellos, se cansaba. Pronto, a aquel aspecto de autoridad con que parecía admitir los homenajes, lo sustituye una conversación más simple y una cortesía más fría. Siempre atenta a sí misma, no les dejaba ocasión para ofrecerle el más leve servicio, lo que era decirles que no quería ser su dama.
Los corazones sensibles jamás han gustado de las diversiones ruidosas, vana y estéril felicidad de las personas que nada sienten y que creen gozar de la vida porque están aturdidos. No encontrando Sofía lo que buscaba, ni esperando encontrarlo, se aburrió de la ciudad. Amaba tiernamente a sus padres y no había nada que se los hiciese olvidar; se volvió, pues, mucho tiempo antes del término señalado para su regreso.
Apenas hubo reanudado sus quehaceres en casa de sus padres, se observó que, aun siguiendo la misma conducta, había cambiado su carácter. Incurría en olvidos y en impaciencias y se escondía para llorar. Al principio creyeron que estaba enamorada y que no se atrevía a confesarlo; se lo preguntaron, y lo negó, asegurando que ninguno había impresionado su corazón, y Sofía no mentía.
Cada día era mayor su abatimiento, y su salud empezaba a alterarse. Su madre, asustada con el cambio, quiso averiguar la causa y la llamó a solas, recurriendo a aquel cariño que sólo la ternura maternal sabe emplear: «Hija mía, tú, a quien tuve en mis entrañas y sigues siempre en mi corazón, confía los secretos del tuyo a tu madre. ¿Cuáles son esos secretos que tu madre no puede saber? ¿Quién se duele de tus quebrantos, quién los sufre y quiere aliviarlos, si no es tu padre y yo? Hija mía, ¿quieres que me mate tu pesar sin saber cuál es?»
Lejos de esconder sus sentimientos a su madre, ella no deseaba otra cosa que tenerla por confidente y que la consolase, pero la vergüenza le impedía hablar, y su modestia no hallaba expresiones que describieran un estado tan indigno de ella como la emoción que a pesar suyo agitaba sus sentidos. Por último, sirviendo su propia vergüenza de indicio- a su madre, le sacó su dolorosa confesión. Lejos de afligirla con reprensiones injustas, la consoló, la compadeció y lloró con ella, pues era demasiado sensata para recriminarle una dolencia que sólo su virtud hacía que fuese tan cruel. Pero, ¿por qué, sin necesidad, soportaba un dolor que tan legítimo y fácil remedio tenía? ¿Por qué no hacía uso de la libertad que le habían dado? ¿Por qué no aceptaba un marido? ¿Por qué no lo escogía? ¿No sabía que era dueña de su suerte y que cualquiera que fuese su elección, sería confirmada, pues tenía que ser honesta? La habían enviado a la ciudad y no quiso seguir en ella, se le habían presentado pretendientes y los rechazó a todos. Pues, ¿qué era lo que esperaba? ¿Qué quería? ¡Qué contradicción tan inexplicable!
La contestación era muy sencilla. Si no se tratase de otra cosa que de un alivio para la juventud, pronto se haría la elección, pero no es tan fácil escoger un dueño para toda la vida, y no siendo posible la separación de estas dos elecciones, es indispensable esperar y a veces dejar que se vaya la juventud antes de encontrar el hombre con quien se quiere unir. Esta era la situación de Sofía; necesitaba un amante, pero este amante había de ser un marido, y para un corazón como el suyo, era casi tan difícil hallar lo uno como lo otro. Todos esos jóvenes tan brillantes sólo coincidían con ella en la edad, pero siempre les faltaban las otras coincidencias; la superficialidad de su espíritu, su vanidad, su palabrería, sus desarregladas costumbres, sus frivolidades le repugnaban. Ella buscaba a un hombre y sólo hallaba muñecos, buscaba un alma y no la encontraba.
«¡Qué desgraciada soy! -le decía a su madre-. Necesito querer y no veo quién me satisfaga. Mi corazón repele a los que atraen mis sentidos. No veo uno que no excite mis deseos y ni uno que no los refrene; el gusto sin la estimación no puede ser duradero.» No es ese el hombre que Sofía necesita. Tiene grabado el modelo que la seduce en el fondo de su corazón. A él solo puede amar y hacer dichoso, y sólo con él puede serlo ella. Prefiere consumirse y sufrir continuamente, morir desgraciada y libre antes que vivir desesperada al lado de un hombre al que no le quiere y a quien haría desgraciado; es preferible morir que vivir sólo para padecer.
Su madre, asombrada de estas rarezas, le parecieron tan extravagantes que sospechó que encerraban algún misterio. Sofía no era cursi ni amiga de fingimientos. ¿Cómo había podido adoptar esa excesiva delicadeza a quien desde su niñez nada le habían inculcado tanto como el deber de habituarse al trato de los hombres, con uno de los cuales tenía que vivir y hacer de la necesidad una virtud? Este modelo del hombre amable que tanto la embelesaba y tanto repetía en sus conversaciones, hizo sospechar a su madre que el mal tenía otro fundamento que ella ignoraba y que Sofía no se lo había dicho todo. La infeliz, abrumada con su secreta pena, sólo procuraba desahogarse. Ante el acoso de su madre, titubeó, y luego salió sin decir una palabra; y volvió en seguida con un libro en la mano. «Compadeced a vuestra desdichada hija; su tristeza es irremediable, y su llanto no puede agotarse. ¿Queréis, madre, saber la causa? Vedla aquí», dijo, y arrojó el libro sobre la mesa. Lo coge su madre y lo abre: Aventuras de Telémaco. De momento no adivina este enigma, pero después de muchas preguntas y ambiguas respuestas, ve con abrumadora sorpresa que su hija es la rival de Eucaris.
Sofía amaba a Telémaco y lo amaba con tal pasión, que nada la pudo curar. Cuando sus padres conocieron su desvarío, se rieron de ella y quisieron vencerlo con razones, pero estaban equivocados, pues la razón no estaba totalmente de su parte. Sofía tenía la suya y sabía defenderla. ¡Cuántas veces los hizo callar valiéndose de sus propios argumentos, haciéndoles ver que ellos eran la causa de su daño por no haberla moldeado para un hombre de su tiempo, siendo necesario que ella adoptase la forma de pensar de su marido o que éste admitiese el suyo, que el primer medio se lo habían imposibilitado por el modo como la habían educado y el otro era precisamente el que ella buscaba! «Dadme un hombre que coincida con mis apreciaciones, o que yo se las pueda contagiar; y me caso al instante, pero ahora, ¿por qué me reñís? Compadecedme, porque soy una desdichada y no una loca. ¿El corazón se halla sometido a la voluntad? ¿No lo ha dicho así mi padre? ¿Es culpa mía si amo lo que no existe? No soy una ilusa, pues no pretendo a un príncipe, ni busco a Telémaco, porque sé muy bien que es una ficción, pero busco a uno que se le parezca. ¿Y por qué no ha de poder existir si existo yo, con un corazón tan parecido al suyo? No, no deshonremos de este modo a la humanidad; no pensemos que sea ilusión un hombre virtuoso y amable. Existe y quizá busca un alma que sepa amarle. Pero, ¿quién es?, ¿dónde está? No lo sé; no es ninguno de los que yo he visto, tal vez ninguno de los que me quedan por ver. ¡_y, , madre mía! ¿Porqué habéis pintado la virtud tan amable? La culpa es más vuestra que mía si sólo soy capaz de amar esa virtud.»
¿Continuaré hasta su desenlace esta triste narración? ¿Diré los frecuentes debates que la precedieron? ¿Representaré a una madre impaciente que convierte en rigores sus primeros halagos? ¿Mostraré a un padre enojado, que olvidando sus primeras promesas trata de loca a la más virtuosa de las hijas? Por último, ¿pintaré a la desventurada, más apegada a su fantasía con la persecución que por ella padece, caminando lentamente hacia la muerte, y descendiendo a la tumba cuando creen llevarla al tálamo nupcial? No; desviemos estos fúnebres objetos. No es necesario avanzar tanto para hacer ver con un ejemplo bastante exacto, según creo, que, no obstante, las preocupaciones debidas a las costumbres del siglo, no es más ajeno de las mujeres que de los hombres el entusiasmo por lo decente y lo hermoso, y que bajo la dirección de la naturaleza, nada hay que ni ellas ni nosotros no podamos alcanzarlo.
Que se me ataje aquí y se me pregunte si es la naturaleza quién ordena que pongamos tantos afanes para reprimir los deseos inmoderados. Yo os contesto que no, pero tampoco es la naturaleza quien nos despierta tantos deseos de esa clase. Sin embargo, todo lo que no es de la naturaleza es contrario a ella, y esto lo he probado ya mil veces.
Restituyamos su Sofía a nuestro Emilio; volvamos a la vida a esta amable doncella para ofrecerle una imaginación más moderada y un destino más venturoso. Mi voluntad era la de pintar a una mujer común, y, a costa de elevar su alma, he terminado perturbando su razón, y hasta yo mismo me he extraviado. Retrocedamos. Sofía no posee más que una buena índole con un alma común; todas las otras ventajas sobre las demás mujeres son producto de su educación.
En este libro me he propuesto decir lo que es posible hacer, dejando a la elección de cada uno aquello que está a su alcance de todo lo que de bueno puedo haber dicho. Al principio había pensado crear de antemano la compañera de Emilio y educarlos el uno para el otro, pero habiéndolo pensado mejor, me he dado cuenta de que todas estas disposiciones demasiado prematuras eran mal entendidas, y que el destinar a dos niños para que se unieran antes de poder saber si esta unión estaba en el orden de la naturaleza y si tendrían las convenientes relaciones entre sí para formarla, era un absurdo. No se debe confundir lo que es propio del estado natural con lo que lo es del estado civil. En el primero, todas las mujeres convienen a todos los hombres, porque unas y otros sólo tienen su forma común y primitiva; en el segundo, desarrollado cada carácter por las instituciones sociales, y habiendo recibido
cada espíritu su forma propia y determinada, no sólo de la educación, sino del bien o mal ordenado concierto de la índole y la educación, es imposible unirlos como no sea presentando el uno al otro, para ver si bajo todos los aspectos se convienen, o preferir la elección que mayores afinidades ofrece.
El mal está en que al desarrollarse los caracteres, el estado social distingue las jerarquías, y no siendo uno de estos órdenes semejante al otro, cuanto más se distinguen las condiciones, más se confunden los caracteres. De aquí los matrimonios desiguales y todos sus desórdenes, donde se ve, por una consecuencia evidente, que a medida que se alteran los sentimientos naturales, cuanto mayor es la diferencia entre los grandes y los pequeños, más se afloja el vínculo conyugal; cuanto más ricos o pobres, menos maridos y padres hay. Ni el amo ni el criado tienen familia; cada uno de ellos sólo pende de su estado.
¿Queréis atajar los abusos y hacer matrimonios felices? Sofocad las preocupaciones, relegad al olvido las instituciones humanas y consultad a la naturaleza. No queráis unir a dos personas que sólo se convienen por una determinada condición y que al cambiar esa condición ya no se convendrán, sino personas que se convengan en cualquier situación, en cualquier país y en cualquier clase a que puedan llegar. No digo que sean indiferentes en el matrimonio los intereses, pero sí es más poderoso el influjo de las relaciones naturales que el de las conveniencias, pues él solo decide del destino de la vida, y existe tal afinidad de gustos, genios, sentimientos y caracteres, que debería persuadir a un padre sensato, aunque fuera un noble o un monarca, de dar a su hijo la doncella que tuviera esas semejanzas con él, aunque fuese hija de un mendigo o hubiese nacido en un hogar de dudosa rectitud. Afirmo, sí, que aunque todas las desgracias imaginables cayesen sobre esposos estrechamente unidos, disfrutarían más felicidad verdadera llorando juntos que las que tendrían con todas las fortunas de la tierra si las envenenase la desunión de sus corazones.
Así, en vez de destinar desde la niñez una esposa a mi Emilio, he preferido esperar a saber la que mejor le conviene. No soy yo quien fijó este destino, sino la naturaleza; mi objetivo no es el de su padre, porque cuando me confió a su hijo me hizo cesión de su derecho, y al sustituirlo con el mío, yo soy el verdadero padre de Emilio, yo soy quien lo ha hecho hombre. Me habría negado a educarle si no me hubiera dejado ser el dueño de casarle a su gusto, que es decir el mío. Sólo con la satisfacción de hacerle dichoso se ve uno recompensado de los afanes que cuesta el conseguir que lo sea.
No penséis tampoco que para encontrar la esposa de Emilio he esperado que me encargara de buscársela. Esta fingida pesquisa sólo ha sido un pretexto para hacerle conocer a las mujeres y comprendiese el valor de la que le conviene. Hace mucho tiempo que Sofía está ahí, y quizá Emilio ya la ha visto, pero no la conocerá hasta que llegue el tiempo oportuno.
Aunque para el matrimonio no se precise la igualdad de condiciones, cuando son semejantes, proporciona un nuevo valor; ninguna es el contrapeso de otra, pero inclina la balanza cuando está en el fiel.
Un hombre no puede, si no se trata de un monarca, buscar mujeres en todos los estados, porque las preocupaciones que él no tenga las encontrará en los demás, y aunque cierta joven le conviniese, no por eso la alcanzaría. Hay, pues, máximas de prudencia que deben limitar las pretensiones de un padre juicioso; su alumno no debe pretender un establecimiento superior a la clase a que pertenece, pues eso no depende de él, y aun cuando dependiese, no debería desearlo, porque, ¿qué le importa al joven, o por lo menos al mío, la condición social? No obstante, si sube de rango, se expone a mil males reales que no dejará de sufrir durante su vida. También digo que no ha de querer bienes de naturaleza distinta, como la nobleza y el dinero, pues cada uno de ellos da menos realce al otro por el que suspira, y, además, nunca hay avenencia en la valoración común, y porque la preferencia que cada uno da a lo que aporta, prepara la discordia entre las dos familias, y muchas veces entre los esposos.
Es una cosa muy distinta también para el orden matrimonial el que un hombre se case con una mujer superior o inferior a él; lo primero es totalmente contrario a la razón, y lo segundo tiene mayor conformidad con ella. Como la familia se relaciona con la sociedad por su jefe, él es quien rige a la familia. Cuando se casa con una mujer de clase inferior, no se rebaja él, sino que encumbra a su esposa; por el contrario, cuando su mujer es superior a él, la rebaja sin encumbrarse. De tal modo, que en el primero de los casos resulta un bien sin mal, y en el segundo un mal sin bien. El orden de la naturaleza también quiere que la mujer obedezca al hombre; por lo tanto, cuando la escoge de un orden inferior, el orden natural y el civil están en concordancia y todo está bien, pero ocurre lo contrario cuando ella es de una clase superior, pues el hombre se condena a renunciar a sus derechos o a la gratitud, y ser ingrato o despreciado. Entonces la mujer, apropiándose la autoridad, se convierte en tirana de su dueño, y convertido en esclavo, el marido se encuentra reducido a la más ridícula y miserable de las criaturas. Tal son los desventurados válidos que honran y atormentan, haciéndolos sus favoritos, los reyes de Asia, y quienes para acostarse con sus mujeres se meten en la cama por el extremo opuesto.
Sin duda, muchos lectores, viendo que doy a la mujer un talento natural para gobernar al hombre, me van a acusar de contradicción, y se engañarán. Hay una gran diferencia entre arrogarse el derecho de mandar a gobernar al que manda. El imperio de la mujer es un imperio de dulzura, de habilidad y condescendencia; sus órdenes son los halagos y sus amenazas los llantos. Debe reinar en casa como un ministro en la nación, procurando que le manden lo que quiere hacer. En este sentido, es constante que los mejores matrimonios son aquellos en los cuales la mujer tiene más autoridad. Pero cuando desconoce la voz de su dueño, cuando quiere usurpar sus derechos y mandar ella, sólo miseria, escándalo e indignidad resultan de este desorden.
El hombre puede elegir entre las iguales y las inferiores a él, y aun debe hacerse una restricción en lo que se refiere a las últimas, pues es muy difícil hallar entre el, bajo pueblo una mujer capaz de hacer feliz a un hombre honrado, y no porque haya más vicios en las clases humildes que en las elevadas, sino porque tiene un precario concepto de lo que es hermoso y decente, y porque la injusticia de los demás estados hace que el suyo tenga como gustos sus mismos vicios.
Naturalmente que el hombre piensa poco. El pensar es un arte que se aprende al igual que los demás, pero con mayor dificultad. Sólo conozco dos clases distintas en ambos sexos- las personas que piensan y las que no piensan; esta diferencia proviene casi de la educación. Un hombre de la primera de estas dos clases no debe casarse con una mujer de la otra, debido a que falta el mayor encanto de la sociedad cuando estando en posesión de una mujer se ve obligado a pensar solo. Las personas que pasan la vida trabajando para vivir, carecen de otra idea que la de su trabajo o su interés, y su espíritu se concentra en sus brazos. Esta ignorancia no causa ningún perjuicio a la probidad ni a las sanas costumbres, e incluso puede contribuir a ellas; muchas veces uno se habitúa a sus obligaciones de tanto pensar en ellas, y termina dejando que la fantasía sustituya a la realidad. El más ilustrado de los filósofos es la conciencia; no necesita saber los Oficios, de Cicerón, para ser un hombre de bien, y tal vez la mujer más honesta del mundo no sabe casi qué es honestidad. No por eso es menos verdad que sólo un entendimiento cultivado hace agradable el trato, y que para un padre de familia es muy triste verse obligado a encerrarse dentro de sí mismo, sin poder ser entendido por nadie de su familia.
Por otra parte, ¿cómo ha de educar a sus hijos una mujer que no tiene la costumbre de reflexionar? ¿Cómo les ha de hacer comprender lo que les conviene? ¿Cómo los ha de preparar para las virtudes que no conoce y para el mérito del que no tiene ninguna idea? No sabrá hacer más que halagarlos o amenazarlos, hacer que sean insolentes o timoratos; los hará tontos o pillos, pero nunca espíritus sanos y criaturas amables.
No le conviene, pues, al hombre educado casarse con una mujer sin educación, ni que sea de una clase muy distante de la suya. Pero aún preferiría cien veces más a una muchacha sencilla y con una educación tosca que a una sabelotodo que compondría en su hogar un tribunal de literatura, del que ella sería su presidenta. Una mujer de esta especie es el azote de su marido, de sus hijos, de sus amigos, de sus criados y de todo el mundo. Desde la sublime elevación de su genio, mira con desprecio todas las obligaciones de mujer y siempre empieza por hacerse hombre. Fuera de casa es ridícula y criticada con mucha razón, porque tiene que serlo quienquiera que se sale de su estado y no está destinado para el que quiere prohijar. Todas esas mujeres de gran talento sólo engañan a los necios. Se sabe siempre cuál es el artista o el mago que lleva la pluma o el pincel cuando trabajan, y cuál es el discreto letrado que secretamente les dicta sus oráculos. Todo ese charlatanismo es indigno de una mujer honesta, y aun cuando fuese poseedora de un talento verdadero, la envilecería su presunción. Ser ignorada es su dignidad; su gloria se funde en la estimación de su marido, y sus alegrías están en la dicha de la familia. Lector, sed sincero: decidnos qué es la mejor idea de una mujer, si cuando entráis en su gabinete y hace que os acerquéis a ella con más respeto el verla ocupada en las tareas de su sexo, en los cuidados caseros, arreglando la ropa de sus hijos, o cuando la encontráis en su tocador componiendo versos, rodeada de folletos de varias clases y de tarjetas de todos los colores. Cuando no haya en la tierra más que hombres de juicio, ninguna soltera literata hallará marido en toda su vida.
Quaeris cur nolim te ducere, Galla? Diserta es
Después de estas consideraciones viene la de la figura, que es la primera que se nota, y la última que debe hacerse, pero todavía se debe apreciar en algo. Me parece que la mucha hermosura debe rehuirse antes que desearla en el matrimonio. La belleza, con la posesión, se gasta pronto; al cabo de seis semanas ya no es nada para el poseedor, pero sus peligros duran tanto como ella. A menos que una mujer hermosa sea un ángel, su marido es el más desventurado de los hombres, y aunque ella sea un ángel, ¿cómo podrá evitar que su marido esté siempre rodeado de adversarios? Si la suma fealdad no fuese repugnante, yo la preferiría a la suma belleza, pues al cabo de poco tiempo son nulas para el marido la una y la otra. La belleza es un inconveniente y la fealdad una ventaja, pero la mayor desdicha es la que produce una beldad que cause repugnancia; lejos de borrarse ese sentimiento, aumenta sin cesar y llega a convertirse en odio. Un matrimonio semejante es un infierno; más valdría morir que vivir así.
En todo debéis desear la medianía, lo mismo que con la belleza. Es preferible una figura que agrade y conquiste el espíritu e inspire más benevolencia, pues no asusta al marido y sus virtudes redundan en provecho común. Las gracias no se gastan como hace la belleza-, poseen vida, se renuevan continuamente, y al cabo de treinta años de matrimonio, una honesta mujer llena de gracia agrada a su marido lo mismo que el primer día.
Estas son las reflexiones que me han determinado para la elección de Sofía. Alumna de la naturaleza, como Emilio, es más a propósito para él que ninguna otra; será la mujer del hombre. Ella le es igual en mérito y en cuna, y sólo en fortuna le es inferior.
A primera vista no seduce, pero cada día gusta más. Sus dotes atractivos aumentan gradualmente, sólo se manifiestan en la intimidad del trato, y más que nadie los reconocerá su marido. Su educación no es brillante ni descuidada, tiene un gusto sano sin cultivo, talento sin arte y juicio sin conocimientos. Su entendimiento ignora, pero es apto para aprender; es una tierra bien abonada que sólo espera la semilla para fructificar. No ha leído otros libros que las aventuras de Telémaco, que por azar cayó en sus manos, pero, ¿tiene el corazón insensible y el alma sin delicadeza una muchacha capaz de apasionarse por Telémaco? ¡Oh, la amable ignorancia! ¡Qué venturoso el que está destinado a instruirla! No será profesora de su marido, sino su discípula, y lejos de quererlo atar a sus gustos, se acostumbrará a los de él. Este la preferirá a que estuviese instruida, porque así tendrá la satisfacción de enseñárselo todo. Ha llegado ya el tiempo de que se vean; intentemos que se acerquen el uno al otro.
Salimos de París tristes y pensativos. Este lugar de charlatanes no es nuestro centro. Emilio vuelve una desdeñosa mirada hacia esta populosa villa, y dice con despecho: «¡Cuántos días perdidos en inútiles pesquisas! No, no es aquí donde reside la esposa de mi corazón». «Amigo mío, bien lo sabíais, pero os importa poco mi tiempo y mis males no os duelen.» Le miro fijamente y añado: «Emilio, ¿creéis lo que decís?» Al momento se cuelga de mi cuello y me estrecha en sus brazos sin responderme. Siempre ha sido esta su respuesta cuando ha obrado mal.
Ya estamos en el campo como verdaderos caballeros andantes, no buscando, como ellos, aventuras, pues huimos de ellas al abandonar la ciudad, pero imitando su andar errante, desigual, andando de prisa y a veces despacio. Constante en seguir mi método, ya se habrá saturado de su espíritu el lector, y espero que no haya ninguno que suponga que vamos en una silla de posta, bien cerrada y abrigada, sin ver ni observar nada, desde nuestra partida al sitio de llegada, y con nuestro rápido andar perdiendo el tiempo creyendo ganarlo.
Dicen los hombres que la vida es corta, y observo que se toman un gran empeño en acortarla. No sabiendo en qué emplear el tiempo, se quejan de su rapidez y yo veo que en lo que lo emplean corre con demasiada lentitud. Absortos siempre por lo que desean alcanzar, ven con pesadumbre el intervalo que los detiene; uno quisiera estar en el día de mañana, otro en el mes próximo, otro diez años más tarde, y ninguno quiere vivir hoy ni está satisfecho con la hora presente, y todos encuentran que el tiempo es demasiado lento. Al quejarse de que el tiempo corre muy rápido, mienten, ya que pagarán la facultad de acelerarle con gusto; gustosamente emplearán su caudal en consumir la vida entera, y tal vez no exista uno que no hubiera limitado sus años a cortísimas horas si a satisfacción de su tedio hubiera podido quitar de ellos las que para él eran penosas, o a gusto de su impaciencia las que le desviaban del ansiado instante. Hay quien pasa la mitad de su vida viajando de la ciudad al campo, del campo a la ciudad, y de un barrio a otro, que no sabría que hacerse con sus horas si de este modo no hubiera encontrado la forma de perderlas, y que se desvía expresamente de sus asuntos para buscar otros, que cree que gana el tiempo que en ellos gasta de más, y que no sabría de ningún otro en qué emplearle, o bien corre por correr, y viene en posta, sin otra finalidad que la de volverse como vino. ¡Mortales! ¿No dejaréis de calumniar a la naturaleza? ¿Por qué os quejáis de que es corta la vida si no lo es tanto como deseáis? Si uno de vosotros supiera frenar lo suficiente sus deseos para no anhelar nunca que pasase el tiempo, podéis estar seguros de que ése no la tendría por corta; vivir y gozar serían una misma cosa para él, y, aunque hubiese de morir joven, siempre habría vivido llenando sus días.
Aun cuando mi método no tuviese otra ventaja que ésta, sólo por ella debería ser preferido a cualquier otro. Yo no he educado a mi Emilio para desear ni para sufrir, sino para disfrutar, y cuando extiende sus deseos más allá de lo presente, nunca es con un ardor tan impetuoso que le amargue la lentitud del tiempo. No sólo gozará del placer de desear, sino del de acercarse al objeto deseado, y sus pasiones son moderadas de tal forma que siempre está más donde se encuentra que adonde irá. De esta forma no viajamos como postillones, sino como viajeros; no sólo pensamos en llegar, sino en la distancia que recorremos. El mismo viaje es una diversión para nosotros; no lo hacemos con resignación, y como encerrados en una jaula, ni con la indiferencia y el abandono de las mujeres. No nos privamos del cielo, ni de lo que nos rodea, ni de contemplarlo todo a nuestro antojo. Emilio nunca se metió en un coche ni cogió la posta si no tenía prisa. ¿Y qué es lo que puede dar prisa a Emilio? Sólo una cosa: gozar de la vida. ¿Añadiré hacer bien cuando pueda? No, porque eso también es disfrutar de la vida.
Un solo modo concibo de viajar más agradablemente que a caballo, y es ir a pie. Uno sale cuando quiere, se para cuando se le antoja, anda mientras le apetece. Observa el país, ahora a la izquierda y luego a la derecha, mira lo que le interesa, se detiene donde el paisaje le gusta. Si veo un río, sigo su corriente; si un espeso bosque, disfruto de su sombra; si una gruta, la visito; si una cantera, observo los minerales. Donde me divierto me paro, y en cuanto me aburro, me voy. No dependo ni de caballos ni de postillón; no necesito atajos ni caminos fáciles; por donde puede pasar un hombre, paso yo; todo lo que puede ver un hombre, lo veo yo, y dependiendo sólo de mí mismo, disfruto de la mayor libertad. Si me detiene el mal tiempo y me canso de esperar, pido caballos. Si estoy cansado... Pero Emilio se cansa poco, pues es fuerte; ¿y por qué se ha de cansar? Nadie le da prisa. Si se detiene, ¿cómo se ha de aburrir? Adonde vaya lleva lo necesario para divertirse. Entra en casa de un maestro, trabaja, ejercita los brazos y le descansan los pies.
Viajar a pie es viajar como Tales, Platón y Pitágoras. Apenas puedo comprender cómo un filósofo viaja de otro modo, y sin ver las riquezas que tiene a sus plantas y que la prodiga la naturaleza. ¿Quién, quien sea, algo aficionado a la agricultura, no desea conocer las producciones propias de la comarca que atraviesa y el modo de cultivarlas? ¿Quién que tenga inclinación por la historia natural puede pasar por un terreno sin examinarlo, ver una roca sin descantillarla, montes sin herborizar, pedregales sin buscar fósiles? Vuestros filósofos de estrado estudian la historia natural en gabinetes; entienden de esto y de lo otro y no tienen la menor idea de la naturaleza. Pero el gabinete de Emilio es más rico que el de los reyes, porque es el mundo entero. Cada cosa está en su lugar; el naturalista que cuida de él lo tiene todo colocado en perfecto orden.
¡Cuántos placeres diferentes se reúnen con ese agradable modo de viajar! Sin contar que se fortalece la salud y el buen humor es mejor cada vez. Siempre he visto que los que viajaban en buenos y cómodos coches iban pensativos, tristes, regañones y nerviosos, y los que van a pie siempre alegres, ágiles y satisfechos... ¡Cómo se ensancha el corazón cuando se llega a la posada! ¡Qué sabrosa es la vulgar comida! ¡Con qué satisfacción se sienta uno a la mesa! ¡Qué bien se duerme en un duro lecho! El que sólo quiere llegar, puede correr a la posta, pero el que quiere viajar, debe ir a pie.
Si antes de andar cincuenta leguas de la forma que me imagino, no está olvidada Sofía, es que tengo muy poca habilidad o Emilio carece de curiosidad, pues con tantos conocimientos elementales es difícil que desee adquirir otros. A medida que se van haciendo progresos en la instrucción, la curiosidad va creciendo, y él sabe lo suficiente para sentir deseos de aprender. No obstante, un objeto es atraído por el otro, y siempre vamos adelante. He señalado un término distante en nuestro primer viaje, y el pretexto es irreprochable, pues quien sale a buscar mujer, tiene que hacer mucho camino.
Un día, después de habernos internado en una comarca montuosa, donde no se distinguía ningún camino, no supimos hallar el nuestro. Pero eso poco importa, pues con que se llegue, todos los caminos son buenos, pero hay que llegar a algún sitio cuando el hambre aprieta. Afortunadamente, encontramos a un campesino que nos llevó a su choza y comimos con el mejor apetito su frugal menestra. Viéndonos tan fatigados y tan hambrientos, nos dijo: =Si Dios les hubiera guiado al otro lado de la colina, habrían sido mejor recibidos, habrían encontrado una casa acomodada... con personas caritativas..., con muy buena gente... No tienen un corazón mejor que el mío, pero son más ricos, aunque dicen que en otro tiempo lo habían sido más. No les falta nada, gracias a Dios, y todo el país se beneficia de lo que les queda».
Al oír las palabras buena gente», el corazón de Emilio se alboroza. Amigo mío -dice, mirándome-, vamos a esa casa a cuyos amos bendice la vecindad; me gustaría verlos, y tal vez a ellos también les agrade vernos. Estoy seguro de que seremos bien recibidos; si son de los nuestros, seremos de los suyos.»
Sabido el camino de la casa, seguimos vagando por los bosques, y poco después nos detuvo la lluvia. que arreciaba y no podíamos seguir adelante, pero al fin salimos del apuro y al anochecer llegamos a la casa indicada. Solitaria, cerca de una aldea, aunque sencilla, tiene cierta apariencia. Llamamos y pedimos hospitalidad; nos llevan a hablar con el dueño, quien nos hace preguntas corteses, y sin decirle el motivo de nuestro viaje, le explicamos el rodeo que dimos. De su pasada opulencia le queda la facilidad de conocer las personas por sus modales, y cualquiera que haya vivido mucho pocas veces se engaña en ese aspecto. El resultado es que nos admiten.
Nos enseñan una habitación muy pequeña, pero limpia y cómoda; encienden unos leños en el hogar, nos ponen sábanas limpias y todo lo que necesitamos. «Parece que nos estaban esperando -dice Emilio, asombrado-. Tenía razón el campesino. ¡Qué bondad y cuánta previsión! Y con gente desconocida. Me parece que estoy en los tiempos de Homero.» «Agradeced todo eso -le dije-, pero no pongáis una confianza excesiva; en todas partes donde no son frecuentes los forasteros, les atienden; no hay nada que más invite a la hospitalidad que el verse pocas veces en la necesidad de ofrecerla; la afluencia de huéspedes acaba con ella. En los tiempos de Homero se viajaba poco, y los caminantes eran bien recibidos en todas partes. Quizá somos los únicos forasteros que han visto aquí en todo el año.» «No importa, pues eso mismo ya es su elogio: saber vivir sin huéspedes y recibirlos bien.»
Secados y cambiados de ropa, volvemos a ver al dueño de la casa, quien nos presenta a su mujer, la cual nos acoge no sólo con respeto, sino con bondad. Mira con preferencia a Emilio. En la situación en que ella se encuentra, una madre rara vez mira sin inquietud al joven que entra en su casa.
En atención a nosotros, adelantan la cena. En el comedor hay cinco cubiertos; nos sentamos y vemos que queda uno de vacío. Entra una joven, saluda con una reverencia y se sienta sin decir nada. Emilio corresponde a su saludo, pero sigue comiendo con fruición; el principal motivo de su viaje lo tiene tan olvidado que cree aún está muy lejos el final. Se habla de nuestro extravío. «Caballero -le dice el dueño de la casa-, usted me parece un joven amable y sensato, y esto me hace pensar que usted y su ayo han llegado aquí como Telémaco y Mentor a la isla de Calipso.» «Es verdad -responde Emilio- que encontramos aquí la hospitalidad de Calipso.» «Y las gracias de Eucaris», añado yo; pero Emilio conoce la Odisea y no ha leído a Telémaco, ni sabe lo que es Eucaris. Veo que la joven se sonroja, que mira su plato y que ni se atreve a respirar. La madre, que se ha dado cuenta de su confusión, hace una seña al padre, y entonces él cambia la conversación. Hablando de su soledad, cuenta los motivos que se han sucedido para elegirla, la vida serena y tranquila que pasan en este retiro después de las desventuras de su vida, la constancia de su esposa y los consuelos que en su unión han encontrado, pero sin decir una palabra respecto a su hija. Es un tierno y emotivo relato que no se puede escuchar sin que despierte interés. Emilio, conmovido e intrigado, deja de comer para poner mayor atención en lo que se dice. Por último, en el pasaje en que el más honrado de los hombres se explaya hablando del cariño de la más digna de las mujeres, el caminante joven, fuera de sí, estrecha una mano del marido, que tiene cogida, y con la otra la de la mujer, sobre la cual se inclina, llenándola de lágrimas. La cándida demostración del joven encanta a todos, pero la doncella, más enternecida que nadie ante su buen corazón, cree ver a Telémaco compadecido de las desdichas de Filoctetes. Le mira de soslayo para ver su figura, y no encuentra nada que desmienta la comparación. En su aspecto no hay arrogancia y sus modales no son extremados; su sensibilidad hace más suave su mirada y más tierna su expresión, y la doncella, al verle llorar, fundiría sus lágrimas con las de él. Con tan hermoso pretexto, la retiene una secreta vergüenza; ya no se acusa del llanto que iba a brotar de sus ojos, como si verterlo por su familia fuese reprensible.
La madre, que desde el principio de la cena no ha dejado de observarla, se da cuenta de que está violenta, para que se reponga la envía con un recado a otra agitación. Vuelve a entrar al cabo de un rato, pero tan desasosegada aún, que su agitación es visible a los ojos de todos. Su madre le dice con dulzura: «Sofía, serénate; nunca dejarás de llorar las desdichas de tus padres? Tú, que eres su consuelo, no las sientas más que ellos».
Al oír el nombre de Sofía, Emilio se estremeció. Con la impresión que le ha producido tan amado nombre, se agita y clava una ansiosa mirada en ella. ¡Sofía, Sofía!... Sois vos la que busca mi corazón, la que yo amo... La observa, la contempla con una mezcla de temor y recelo. No ve exactamente la figura que él había supuesto, ni sabe si la que está mirando vale más o menos. Estudia cada facción, observa cada movimiento y cada ademán; para todo halla mil confusas interpretaciones y daría la mitad de su vida para que ella dijese algo. Me mira inquieto y turbado, sus ojos me hacen cien preguntas y cien reproches. Parece que cada mirada me diga: «Guiadme, que aún es tiempo: si se entrega mi corazón y se engaña, no me recobraré en mi vida».
Emilio es el hombre que menos sabe disimular. ¿Como puede disimular la mayor turbación de su vida, entre cuatro espectadores que le observan y que el que parece más distraído es el más atento? Su desasosiego no se oculta a los sagaces ojos de Sofía; sabe que ella es la causa, y yo sé que esa inquietud todavía no es amor, pero, ¿qué importa? Se ocupa de ella, y esto basta; será mucha su desgracia si se ha ocupado inútilmente.
Las madres tienen ojos como sus hijas, y, además, experiencia. La de Sofía se sonríe al deducir nuestros proyectos. Lee en el corazón de los dos jóvenes, ve que es el momento de fijar el del nuevo Telémaco, y hace que hable su hija, la cual, con su natural dulzura, responde en un tono tímido que produce más efecto. Al primer sonido de esa voz, Emilio se rinde; es Sofía, ya no lo duda, y aunque no lo fuese, es ya muy tarde para retroceder.
Es entonces cuando los embelesos de esta encantadora joven inundan su corazón, y bebe con ansia el tósigo con que ella le embriaga. Ya no habla, ya no responde; sólo ve a Sofía, sólo oye a Sofía; si ella dice una palabra, él mueve los labios; si ella baja los ojos, él los baja; si la ve respirar, parece como si el alma de Sofía le animara. ¡Cómo ha cambiado la de él en pocos instantes! Ya no debe temblar Sofía, y ahora le toca a Emilio. Adiós libertad, candor, franqueza. Confuso, embargado y medroso, no se atreve a mirar en torno suyo temiendo que le miran. Avergonzado de que lo adivinen, quisiera ser invisible. Sofía, por el contrario, se ha serenado ante el temor de Emilio; segura de su victoria, goza con ella.
No'l mostra già ben ché in suo cor ne rida.
No ha cambiado de expresión, pero a pesar de su modesta actitud y sus ojos bajos, palpita de júbilo su tierno corazón y le dice que ha encontrado a Telémaco.
Si entro aquí en la historia tal vez demasiado inocente y sencillísima de sus amores, acaso algunos creerán una frivolidad estas menudas circunstancias, y no tendrán razón. No se considera como se debe lo que influye el primer acercamiento de un hombre y una mujer y lo que significará en la vida de ambos, ni se advierte que la impresión primera, cuando es tan viva como la del amor, produce dilatados efectos, cuyo encadenamiento en el transcurso de los años no se percibe, pero que es activo hasta la muerte. En los tratados de educación nos ponen un montón de variedades acerca de las fantásticas obligaciones de los niños, y no nos dicen nada de la parte más importante y delicada de la educación, o sea, de la crisis que media el pasar de la niñez a la mocedad. Si he logrado que estos ensayos sean provechosos bajo algún aspecto, será por haberme extendido mucho en esta parte tan esencial, omitida por los demás, y por no haberme retraído de la empresa por falsas delicadezas ni asustado con las dificultades del lenguaje. Si he expuesto lo que es conveniente que se haga, he dicho lo que es una obligación; me importa muy poco haber escrito una novela. Es muy bella la novela de la naturaleza humana. Si no la encuentran en estas páginas, ¿es mía la culpa? ¿Debía ser la historia de mi especie? Vosotros la depraváis, sí, hacéis de mi libro una novela.
Otra consideración que confirma la primera es que aquí no se trata de un joven entregado desde su infancia a la credulidad, a la codicia, a la envidia, a la soberbia y a todas las pasiones que sirven de instrumento a las educaciones comunes, sino de un joven cuyo primer amor no es ése, sino también su primera pasión de toda especie, y de esta pasión, tal vez la única que con tanto ímpetu puede sentir en toda su vida, depende su definitivo carácter. Fijado su modo de pensar, sus sentimientos, y sus gustos por una duradera pasión, adquirirán tal consistencia, que ya nunca se alterarán.
Ya se comprenderá que la noche de esa cena, Emilio yo dormimos poco. Pues, ¿qué? La coincidencia de os nombres, ¿tanto ha de turbar a un hombre sensato? ¿No hay más que una Sofía en el mundo? ¿Se parecen las almas como los nombres? ¿Todas las que vea han de ser la suya? ¿Está loco el apasionarse por una desconocida con la que nunca habló? Esperad, joven, y observad, examinad. Ni siquiera sabéis en que casa estáis, y el que os oiga creerá que estáis en la vuestra.
No estamos en tiempos de lecciones, ni éstas están destinadas a que las escuchen-, no hacen más que inspirar al joven un nuevo interés por Sofía. con el deseo de justificar su inclinación. Esta identidad de nombre, este encuentro que él cree casual. mi misma reserva. tienden a agitar su vivacidad. Sofía le parece tan estimable que está seguro de hacérmela querer.
Supongo que mañana Emilio procurará vestirse mejor. Seguro que lo hará. Y me río de la prisa que tiene en seguir la línea de los dueños. Profundizo en su idea y veo con placer que procura establecer una especie de correspondencia que le permita ir y volver, entrar y salir.
Había esperado encontrar a Sofía algo más ataviada, y me equivoqué. Esa vulgar coquetería es buena para aquellos a quienes una mujer sólo quiere agradar. La del verdadero amor es más acentuada y tiene otras pretensiones. Sofía va vestida con más sencillez que la víspera, y con más negligencia, pero con escrupulosa seriedad. Yo no veo negligencia en esa coquetería, ni veo afectación. Sofía sabe que un adorno más estudiado es lo mismo, pues una mujer no se contenta con agra- dar por su adorno, sino también por ella misma. ¿Qué le importa al amante cómo se haya vestido su amada si ve que se ocupa de él? Sofía, segura ya de su poder, no se limita a cautivar con sus encantos a Emilio; también desea que su corazón los prefiera; y no le basta con que los vea, quiere que los suponga. ¿No ha visto ya bastante para obligarle a que adivine lo que no se ve?
Hay que creer que durante nuestra conversación no hayan hablado Sofía y su madre; habrá habido confesiones e instrucciones. Se las vio preparadas al día siguiente. Nuestros jóvenes no hace doce horas que se han visto, no se han dicho una palabra y se ve que se entienden. No se acercan el uno a otro con familiaridad; se les ve tímidos y confusos, no se hablan y sus ojos parece que se evitan, y esto mismo es la señal de una mutua inteligencia; se huyen, pero como si fuese de acuerdo, y sienten ya la necesidad del misterio sin haberse dicho nada. Al irnos, pedimos permiso para traer nosotros mismos lo que nos llevamos. Emilio pide permiso al padre y a la madre mientras sus inquietos ojos, clavados en la hija, se lo piden con más ardor. Sofía no dice nada, ni hace ningún gesto y parece que no ve ni oye, pero se sonroja, y este rubor es una respuesta más clara todavía que la de sus padres.
Nos permiten volver sin invitarnos a que nos quedemos. Esta conducta es prudente; se alberga a caminantes que no hallan posada, pero no es decoroso que un enamorado duerma en casa de su amada.
Apenas nos encontramos fuera de esta querida casa cuando Emilio piensa establecerse en los alrededores, y la choza más próxima le parece muy distante; él quisiera dormir en cualquier rincón de la hacienda. «Joven atolondrado -le dije, apiadado-. ¡Cómo os ciega la pasión! Ya no veis ni la razón ni el bien parecer. Desventurado, que porque estáis enamorado, ya queréis que calumnien a vuestra amada. ¿Qué dirán de ella cuando sepan que el mozo que sale de su casa duerme a cuatro pasos de su alcoba? ¿Y decís que la amáis? ¿Cómo queréis, entonces, quitarle su reputación? ¿Es ese el pago de la hospitalidad que os han dado sus padres? ¿Seréis el oprobio de aquella de quien esperáis la felicidad?» «¿Y qué me importan -me replicó en el acto- la habladuría de los hombres y sus injustas sospechas? ¿No me habéis vos mismo enseñado a despreciarlos? Quién sabe mejor que yo cómo quiero respetar a Wía? Mi cariño no causará su afrenta, y, por el contrario, redundará en gloria suya, y será digno de ella. Aun cuando mi corazón le rinda en todas partes el homenaje y las atenciones que merece, ¿en qué la puedo agraviar?»
«Querido Emilio -le contesto mientras le abrazo-, razonáis por vos, pero aprended a razonar por ella. No comparéis el honor de un sexo con el del otro, porque tienen principios totalmente distintos. Esos principios son igualmente sólidos y racionales, porque provienen de la naturaleza, y la misma virtud que os hace despreciar los chismes de los hombres, os obliga a que los respetéis por vuestra amada. Vuestro honor radica en vos solo, pero el suyo depende de otro. Descuidarle sería faltar al vuestro, y no cumplís con lo que a vos os debéis si sois la causa de que no le tributen el que se le debe.»
Luego, explicándole las causas de estas diferencias, procuro que comprenda lo injusto que sería el no hacer aprecio de ellas. ¿Quién le ha dicho que ha de ser esposo de Sofía, cuyos sentimientos ignora, cuyo corazón o cuyos padres tal vez tienen contraídos compromisos anteriores; de Sofía, a quien no conoce y que acaso no tiene ninguna de las condiciones necesarias para hacer feliz un matrimonio? ¿No sabe que para una joven todo escándalo es una mancha indeleble que no borra ni el matrimonio con el que la ha causado? ¿Dónde está el hombre sensible que quiere perder a su amada? ¿Qué hombre honrado quiere que llore para siempre una desventurada la desgracia de haberle querido?
El joven, asustado con las consecuencias que le preveo, y siempre extremado en sus ideas, ahora cree que nunca está lo bastante lejos del hogar de Sofía, y acelera el paso y mira a nuestro alrededor por si nos escuchan; sacrificaría toda su dicha por el honor de la que ama, y antes preferiría no volverla ver que causarle la más pequeña amargura. Este es el primer fruto de mis cuidados para conseguir que cuando sea hombre ten a un corazón que sepa amar.
trata, pues, de encontrar un albergue apartado pero no lejano. Hacemos averiguaciones, nos informamos, sabemos que a dos leguas hay una ciudad, y vamos allí a buscar alojamiento, mejor que en las aldeas más cercanas, donde sería sospechoso el quedarnos. Por último, ahí llega el nuevo amante, lleno de amor, de esperanza, de alegría y, más que todo, de buenos sentimientos, y dirigiendo paso a paso su naciente pasión a lo que es bueno y honrado, consigo que sus inclinaciones tomen el mismo camino.
Ya me acerco al final de mi carrera, pues lo veo con antelación. Están vencidas las grandes dificultades, superados los grandes obstáculos, y ya nada difícil me queda que hacer, como no sea estropear mi obra dándome prisa para terminarla. En la incertidumbre de la vida humana debemos evitar más que todo la falsa prudencia de sacrificar lo presente a lo venidero, pues de esta forma muchas veces se sacrifica lo que no será. Procuremos hacer dichoso al hombre en todas las edades, por si después de muchos afanes se muere antes de haberlo sido. Pero si hay un tiempo a propósito para disfrutar de la vida, con seguridad que es al final de la adolescencia, cuando las facultades del cuerpo y del alma han cobrado su mayor vigor, y en el curso de su carrera, el hombre ve desde muy lejos los dos términos que le hacen sentir su brevedad. Si la juventud imprudente se engaña, no es por querer gozar, sino por buscar el gozo donde no existe, y preparándose para un desgraciado porvenir, ni siquiera sabe aprovechar el momento presente.
Ved a mi Emilio a los veinte años cumplidos, bien formado, bien constituido de cuerpo y de espíritu, fuerte, sano, dispuesto, hábil y robusto, juicioso, apacible, bondadoso, humano, con buenas costumbres y cuando la belleza libre del imperio de las pasiones crueles, exento del yugo de la opinión, pero sujeto a la ley de la sabiduría y dócil a la voz de la amistad; poseedor de todos los talentos útiles y muchos agradables, cuidándose poco de las riquezas, pero llevando su defensa en los brazos, sin temor que le falte el pan. Ahora embriagado con una pasión naciente, su corazón se abre a los primeros juegos de amor, y sus dulces ilusiones forman para él un mundo nuevo de goces y delicias; su ídolo es amable, y todavía más amable por su persona; espera una correspondencia que sabe que se le debe.
De la armonía de los corazones, de la concurrencia de honrosos sentimientos se ha formado su primera inclinación, la cual .debe ser duradera. Confiado y fundado en razón, se entrega al delirio sin temor, sin pesar, sin remordimiento y sin otra inquietud que aquella que es inseparable del sentimiento de la felicidad. ¿Qué le puede faltar a la suya? Ver, indagar, imaginar lo que todavía necesita y que se pueda hermanar con lo que posee. Reúne todos los bienes que se pueden alcanzar y no es posible añadirle ninguno si no es sacrificando otro, y es todo lo dichoso que puede ser un hombre. ¿Acertaré yo en este momento tan dulce suerte? ¿Enturbiaré tan puro contento? Todo el precio de la vida consiste en la felicidad que goza. ¿Qué podría darle yo que tuviese tanto valor como lo que le hubiera quitado? Incluso colmándole de felicidad, destruiría su más poderoso encanto. La esperanza es cien veces más dulce que la posesión de esta dicha suprema; la goza más el que la espera que el que la disfruta. ¡Oh, buen Emilio! Ama y sé amado, goza durante mucho tiempo antes de que poseas, goza al mismo tiempo del amor y de la inocencia, disfruta la bienaventuranza en la tierra mientras te espera la otra; yo no abreviaré esta época feliz de tu vida; mantendré su encanto y lo prolongaré tanto como me sea posible. ¡Ay! Es forzoso que se acabe, y que se acabe pronto, pero por lo menos haré que dure eternamente en tu memoria, y que jamás te arrepientas de haberle disfrutado.
Emilio no se olvida de que tenemos que hacer restituciones. Tan pronto como está preparado, tan pronto como partimos, ya querría haber llegado. Así que el corazón da cabida a las pasiones, nace el tedio de la vida. Si yo no he perdido mi tiempo, su vida no parará del mismo modo.
Por mala suerte, el camino es muy accidentado y el país muy montuoso. Nos perdemos; él lo advierte antes, y sin impacientarse, sin quejarse, pone el mayor celo en encontrar la senda; le cuesta encontrarla, pero no pierde la serenidad. Esto no quiere decir nada para nadie, pero mucho para mí, que conozco sus arrebatos. Ahora veo el fruto de los afanes que me he tomado para endurecerle desde su niñez contra los golpes de la necesidad.
Por fin llegamos, y el recibimiento es mucho más sencillo y más afectuoso que la primera vez; ya somos conocidos antiguos. Emilio y Sofía se saludan con un poco de cortedad y todavía no se hablan; ¿qué se han de decir en nuestra presencia? La conversación que necesitan no quiere testigos. Nos paseamos por el jardín, el cual, en vez de parterres, tiene un huerto muy bien distribuido, y en vez de césped, árboles frutales de todas clases, con algunos riatillos y caballones llenos de flores. «¡Qué hermoso sitio! -exclama Emilio, lleno de su Hornero y siempre con su entusiasmo-. Me parece que estoy en los jardines de Alcinoo.» La niña desea saber quién era Alcinoo, y se lo pregunta a su madre. «Alcinoo -les digo yo- era un rey de Corfú, cuyo jardín, que Homero describe, las personas de gusto lo encuentran demasiado sencillo y poco adornado [14]. Este Alcinoo tenía una simpática hija que la víspera de recibir un extranjero hospitalidad en casa de su padre, soñó que pronto tendría marido.» Sofía se sonroja, baja los ojos y se muerde los labios; no es posible imaginar una confusión semejante. Su padre, que se divierte en aumentarla, interviene en la conversación y añade que la princesa joven iba a lavar la ropa al río. ¿Es de creer que no se había llevado las servilletas sucias porque olían a comida? Sofía, contra quien va la indirecta, se olvida de su timidez natural y se excusa con viveza. Su padre sabe que no hubiera habido otra lavandera mejor que ella si se lo hubiese permitido [15], y con la mejor alegría si se lo hubiesen ordenado. Diciendo esto, me mira de refilón con una inquietud que me hace sonreír, leyendo en su ingenuo corazón el sobresalto que la obliga a contestar. Su padre tiene la crueldad de aguzar su desconcierto preguntándole con tono burlón a qué obedece el hablar de ella misma y si tiene algo de común con la hija de Alcinoo. Avergonzada y temblando, no se atreve a respirar ni a mirar a nadie. ¡Encantadora niña! Ya no puedes fingir; sin darte cuenta te has declarado.
Pronto esta pequeña escena es olvidada o lo parece. Por suerte de Sofía, el único que no ha comprendido nada es Emilio. Continúa el paseo, y nuestros jóvenes, que al principio iban a nuestro lado y seguían con dificultad la lentitud de nuestra marcha, poco a poco se adelantan y nosotros los vemos bastante lejos. Sofía parece atenta y reposada; Emilio habla y acciona vivamente; no parece que les aburra la conversación. Bastante después de una hora regresamos, los llamamos, pero vienen lentamente y se ve que aprovechan el tiempo. Luego dejan de hablar antes que les podamos oír, y aceleran el paso para reunirse con nosotros. Emilio llega con rostro franco y alegre, en sus ojos brilla el júbilo y los dirige con un poco de inquietud hacia la madre de Sofía, para ver cómo le recibirá. Sofía no tiene un aspecto muy tranquilo; al acercarse parece turbada por verse sola con. un joven, ella que tantas veces ha estado con. otros sin confusión y sin que lo hayan visto mal. Se apresura a ir al lado de su madre, titubeando un poco y diciendo palabras sin significado, como queriendo demostrar que hace ya un rato que ha llegado.
Por la serenidad que se refleja en el rostro de estas amables criaturas, nos damos cuenta que su conversación quitó de un gran peso sus juveniles corazones. No son menos reservados uno con otro, pero es menos embarazosa su reserva, pues sólo procede del respeto de Emilio, de la modestia de Sofía y de la honestidad de los dos. Emilio se atreve a dirigirle algunas palabras; a veces también ella se atreve a contestar, pero mirando antes a su madre. El cambio que parece más sensible en ella es para conmigo. Me demuestra una consideración más solícita, me mira con interés, me habla afectuosamente, se fija en todo lo que me puede complacer; veo que me distingue con su aprecio y que no le es indiferente conseguir el mío. Comprendo que Emilio le ha hablado de mí, que han convenido ganarme, pero no es así, y la misma Sofía no se gana tan pronto. Tal vez precisará él más de mi valimiento con ella que del suyo conmigo. ¡Pareja encantadora! Al pensar que en la primera conversación con su dama mi joven amigo le ha hablado mucho de mí, recibo la compensación de mis desvelos; su amistad me ha pagado.
Las visitas se repiten y las conversaciones entre ellos dos son más frecuentes. Emilio, embriagado de amor, cree que ya toca su felicidad. Sin embargo, no obtiene el consentimiento formal de Sofía, que le escucha y no le contesta. Emilio comprende su modestia, y tanto recato le extraña un poco, aunque se dice que quizá debe ser así; sabe que son los padres quienes casan a sus hijas, y supone que Sofía espera la conformidad de sus padres; le pide permiso para solicitarla, y ella no se opone. Me habla, hablo yo en su nombre y en presencia suya. ¡Qué extraño es para él saber que Sofía depende de sí misma y que para hacerle feliz a ella le basta con querer! Comienza por no comprender su conducta, pierde su confianza, se sobresalta, se considera menos adelantado de lo que pensaba, y entonces el amor emplea el más tierno lenguaje.
Emilio no es capaz de adivinar lo que le perjudica, y si no se lo dicen, no lo sabrá nunca, y Sofía es demasiado orgullosa para decírselo. Las dificultades que la detienen, para otra cualquiera serían estímulos. No ha olvidado las experiencias de sus padres. Es pobre, Emilio es rico y ella lo sabe. ¿Qué necesidad tiene de que la quiera ella? ¡Cuánto mérito necesita para borrar esa desigualdad! ¿Y cómo allanará ese obstáculo? ¿Sabe Emilio que es rico? ¿Le preocupa saberlo? Gracias a Dios, no tiene necesidad de serlo, y sin eso sabe ser generoso. El bien que hace sale de su corazón y no de su bolsillo. A los desventurados les ofrece su tiempo, su afecto y su persona, y en la valoración de sus beneficios, casi se atreve a contar el dinero que reparte entre los indigentes.
No sabiendo a quién culpar por su desgracia, se culpa a sí mismo, porque, ¿quién se atreverá a suponer caprichosa a la que es el objeto de sus adoraciones? Con el desaire del amor propio se aumenta el desconsuelo del amor desdeñado. Ya no se acerca a Sofía con aquella amable confianza de un corazón que se siente digno del suyo; anee ella tiembla y teme. No espera moverla por la ternura y procura ablandarla por la piedad. Alguna vez agota la paciencia y el despecho le sustituye. Sofía, que parece presentir estos arrebatos, le mira, lo cual le desarma al momento, y queda más sumiso que antes.
Turbado con su obstinada resistencia y ese invencible silencio, vierte su corazón en el de su amigo, deposita en él los duelos de su pecho desgarrado por el pesar, e implora su asistencia y sus consejos. ¡Qué impenetrable misterio! «Ella se interesa por mi suerte, no lo puedo dudar; lejos de evitarme, se acerca a mí; cuando llego demuestra alegría y sentimiento, y cuando me voy se entristece; me avisa sobre esto y aquello y a veces me reprende. No obstante, rechaza mis solicitudes y mis ruegos. Cuando me atrevo a hablarle de la unión, me impone silencio, y si añado una palabra, me deja al instante. ¿Por qué extraña razón quiere que yo sea suyo sin querer oír que ella sea mía? Vos, a quien honra, a quien ama y a quien no mandará callar, hablad, haced que hable ella, servid a vuestro amigo y coronad vuestra obra; no queráis que vuestros afanes sean funestos para vuestro alumno. Los que os debe labrarán su miseria si no completáis su felicidad.»
Hablo con Sofía, y con poca dificultad le arranco un secreto que yo no ignoraba antes de que ella me lo descubriese. Me da licencia para instruir de él a Emilio; lo consigo al fin y lo aprovecho. Esta explicación le asombra tanto que casi no la comprende. No entiende su delicadeza ni concibe qué pueden representar para el carácter y el mérito unos doblones más o menos. Cuando le hago comprender que son la causa de muchas preocupaciones, se echa a reír, y arrebatado de júbilo quiere irse al instante, destruirlo todo, renunciar a todo, para tener la honra de ser tan pobre como Sofía y volver digno de ser su esposo.
«¿Cómo? -dije, deteniéndole y riéndome de su ímpetu-. ¿Nunca sentaremos esa juvenil cabeza? Y después de filosofar durante toda la vida, ¿no aprenderéis nunca a razonar? ¿Cómo no os dais cuenta que con llevar a cabo vuestro desatinado proyecto vais a empeorar vuestra situación y haréis a Sofía intratable? Poseer algún caudal más que ella es una pequeña ventaja, pero sería muy grande habérselo sacrificado todo, y si no puede resolverse su altivez a deberos la obligación primera, ¿cómo había de resolverse a deberos otra? Si no quiere consentir que su esposo pueda echarle en cara que la hizo rica, ¿cómo había de consentir que pudiese acusarla de que por ella se había empobrecido? ¡Ah, desventurado! Temblad de que sospeche que habéis tenido semejante proyecto. Haceos, por el contrario, económico y cuidadoso por el amor de ella; que no llegue a sospechar que la queréis ganar por astucia, y que le sacrificáis voluntariamente lo que por negligencia perdáis.
¿Creéis que la van asustar los muchos bienes, que su oposición procede precisamente de vuestras riquezas? No, querido Emilio; tienen más sólida y grave causa en el efecto que producen estas riquezas que en el alma del poseedor. Sabe que los que tienen bienes de fortuna siempre son preferidos. Los ricos estiman el oro más que el mérito. En la puesta común del dinero y los servicios, jamás encuentran que éstos pagan lo suficiente por aquél y piensan que les es deudor el que pasa su vida sirviéndolos y comiendo su pan. ¿Qué debéis hacer, pues, para tranquilizar sus temores? Haceos conocer bien por ella, que no es cuestión de un día. En los tesoros de vuestra noble alma enseñadle con qué rescatar aquellos que por vuestra desgracia os han cabido en suerte. A fuerza de tiempo y constancia venced su resistencia; a fuerza de grandes y generosos sentimientos hacedle olvidar vuestras riquezas. Amadla, servidla y servid a sus respetables padres. Demostradle que vuestros afanes no son efecto de una loca y pasajera pasión, sino de los principios indelebles grabados en vuestro corazón. Honrad dignamente el mérito agraviado por la fortuna, único medio de reconciliarlo con el mérito por ella favorecido.»
Se comprenden los raptos de júbilo que en el joven produce este razonamiento, cuánta esperanza y confianza le restituye, cuántos parabienes se da su honrado corazón por saber qué hacer para agradar a Sofía y lo que haría por sí mismo, aun cuando Sofía no existiera o no estuviese enamorado de ella. ¿Quién no adivinará su conducta en esta ocasión por poco que haya comprendido su carácter?
Vedme, pues, confidente de mis dos buenas personas y mediador de sus amores. ¡Bello empleo para un ayo! Tan bello que no hice nada en mi vida que me enalteciese tanto a mis propios ojos de más, me dejase tan contento de mí. En cuanto a lo demás, este empleo no deja de tener sus encantos; no soy mal recibido en la casa, se fían de mí para que vigile que no se desmanden los amantes. Emilio, que siempre tiene miedo de disgustarme, nunca ha sido tan dócil. La niña me llena de halagos que no me engañan, y sólo guardo para mí la parte que me pertenece, y así, indirectamente, se resarce del respeto en que contiene a Emilio. Me hace mil tiernas caricias, que antes preferiría morir que hacérselas a él, y él, que sabe que yo no deseo perjudicar sus intereses, está encantado cor. nuestra recíproca armonía. Se consuela cuando ella rehúsa su brazo en el paseo y prefiere el mío. Se aleja sin murmurar, apretándome la mano y diciéndome, en voz baja y enérgica «Habladle en mi favor». Sus ojos nos siguen con interés, y procura leer en nuestros semblantes nuestras palabras e interpretarlas por los gestos; sabe que todo lo que decimos ella y yo le concierne. Buena Sofía, ¡qué sosegado está tu sincero corazón cuando sin que te oiga Telémaco puedes departir con su mentor! ¡Con qué amable franqueza le dejas que lea todos los afectos de tu tierno corazón! ¡Con qué gusto le demuestras toda tu estimación hacia su alumno! ¡Con cuánta ingenuidad me permites que adivine tus dulces sentimientos! ¡Con qué fingido enojo despides al importuno cuando su impaciencia le obliga a interrumpirte! ¡Con cuán seductor acento le afeas su imprudencia cuando viene a estorbar que hables o que oigas hablar bien de él y que de mis respuestas saques algún nuevo motivo para quererle!
Habiendo llegado Emilio a que se le reciba en la casa como novio declarado, hace valer todos sus derechos; habla, apremia, solicita, importuna... Si le responden con aspereza o le maltratan, poco le importa mientras le escuchen. Por último, no sin dificultad, logra que Sofía consienta en tomar sin disimulo sobre él la autoridad de ama, que le prescriba lo que ha de hacer, que le mande en vez de rogarle, y en vez de darle gracias acepte, que disponga cuándo y el número de visitas, que le prohíba que vuelva hasta tal día y que se quede hasta tal hora. Todo esto no se hace como un juego, sino muy de veras, y si ella con dificultad admitió estos derechos, los usa con un rigor que el pobre Emilio muchas veces siente el habérselos dado. Pero ordene ella lo que quiera, él no replica, y muchas veces, cuando por obediencia se va, me mira con unos ojos tan felices que me dicen: «Ya veis que ha tomado posesión de mí». La picaruela lo observa todo con disimulo, y secretamente se sonríe de la sumisión de su esclavo. Albano y Rafael, prestadme el pincel de la voluptuosidad. Divino Mil-ton, enseña a mi tosca pluma a describir los placeres del amor y de la inocencia, pero no escondáis vuestras artes mentirosas ante la santa verdad de la naturaleza. Tened sólo corazones sensibles y almas honestas; después dejad vagar sin trabas vuestra imaginación, pues los raptos de dos enamorados jóvenes, que delante de sus padres y de sus guías se abandonan a la dulcísima ilusión que los halaga y en la embriaguez de sus deseos, se adelantan con pasos lentos hacia un final enlazado con guirnaldas de flores, hacia el bienhadado vínculo que ha de unirlos hasta el sepulcro. Tantas imágenes llenas de hechizo hasta a mí me embriagan; las amontono sin orden y enlace, pues el delirio que en mí excitan me impide ordenarlas. ¿Quién, teniendo entrañas, no sabrá interpretar la deliciosa imagen de las varias situaciones del padre, de la madre, de la hija, del ayo, del alumno y del concierto de unos y otros para la unión de la más encantadora pareja que el amor y la virtud han podido hacer dichosos?
Ahora sí que sintiendo verdaderos deseos de agradar, Emilio comienza a sentir el valor de los talentos recreativos que ha adquirido. A Sofía le gusta el canto, y canta con ella; hace más: le enseña música. Es viva y ágil y le gusta saltar; baila con ella, convierte en pasos sus saltos y los perfecciona. Estas lecciones encantan; las anima la juguetona alegría, que dulcifica el tímido respeto del amor; es lícito a un amante dar estas lecciones con voluptuosidad y ser el maestro de su amada.
Hay un clavicordio viejo descompuesto: Emilio lo arregla y lo templa; es tan buen aficionado como buen carpintero, y su máxima fue siempre no necesitar de socorro ajeno para todo lo que podía hacer él mismo. La casa está en un sitio muy pintoresco y saca vistas viéndose a Sofía arreglando el gabinete de su padre; los marcos no son dorados ni tienen que serlo. Viendo dibujar a Emilio, e imitándola ella, se perfecciona con su ejemplo, cultiva su talento y los hermosea todos con su donaire. Cuando sus padres ven brillar de nuevo a su alrededor las bellas artes, únicas que les hacía amar su pasada opulencia, las recuerdan en su memoria; la casa está enriquecida por el amor y basta ese amor para que reinen en ella los placeres que en otro tiempo se reunían a fuerza de afanes y dinero.
Del mismo modo que el idólatra enriquece con los tesoros que aprecia el objeto de su culto y atavía en el altar al dios creador, el amante, aunque tenga por perfecta su dama, continuamente quiere añadirle nuevos adornos. No es que los necesite para agradarle, pero él siente necesidad de adornarla, lo que es un nuevo homenaje que le tributa y un nuevo interés que añade al gusto de contemplarla. Le parece que no hay nada hermoso que esté en su lugar cuando no adorna a la beldad suprema. Es un espectáculo tierno y joven, a la vez, ver a Emilio queriendo enseñar a Sofía todo lo que sabe, sin consultar si es de su gusto o si le conviene lo que le quiere enseñar. Le habla de todo, se lo explica todo con un pueril anhelo; cree que le basta con hablar y que se le ha entendido al instante; piensa en lo que disfrutará al discurrir y meditar con ella, y considera inútil todo lo que sabe si no puede alardear de ello ante Sofía, y casi se avergüenza de saber cosas que ella ignora.
Y vedle dándole lecciones de filosofía, de física, de matemáticas, de historia... En una palabra, de todo. Sofía se presta con placer a su celo y procura sacar provecho. ¡Cómo se alegra Emilio cuando puede dar sus lecciones de rodillas delante de ella! Cree que ve el cielo abierto. No obstante, esta situación, más incómoda para la discípula que para el maestro, no es la más favorable para la instrucción. Entonces Sofía no sabe hacia dónde mirar para evitar los ojos que persiguen los suyos, y cuando se encuentran, poco les aprovecha la lección.
El arte de pensar no es extraño en las mujeres, pero no deben hacer otra cosa que quedarse en la superficie del raciocinio. Sofía lo concibe todo, pero retiene poco. En la moral es donde más progresa, y en las cosas de gusto; en cuanto a la física, sólo conserva alguna idea de las leyes generales y del sistema del mundo. Algunas veces, al contemplar en sus paseos las maravillas de la naturaleza, sus inocentes y puros corazones se atreven a elevarse hasta su Autor, pues como no temen su presencia, conjuntamente abren el alma ante El.
¿Cómo? ¿Dos amantes en la flor de su edad llenan su tiempo hablando de religión y repasando la doctrina? ¿Por qué manosear lo que es sublime? Sí, sin duda se dicen la ilusión que les encanta, y se imaginan perfectos, se aman, hablan con entusiasmo de lo que es el premio de la virtud. Los sacrificios que le rinden se la hace más querida. En los arrebatos que es preciso vencer alguna vez, vierten lágrimas más puras que el rocío del cielo, y esas dulces lágrimas son el encanto de su vida y viven en el más inefable delirio que nunca almas humanas disfrutaron. Las mismas privaciones acrecientan su dicha, y a sus propios ojos las honran con sus sacrificios. Hombres sensuales, cuerpos sin alma, un día ellos conocerán vuestros deleites, y toda su vida se dolerán del tiempo dichoso que habéis perdido.
A pesar de esta buena inteligencia, no deja de haber algunas discusiones y hasta disputas; la amada tiene sus caprichos y el amante sus enfados; pero estas ligeras tormentas carecen de duración y no hacen más que fortalecer lo que les une; la experiencia ha enseñado también a Emilio a no temerlas tanto, y siempre le traen más provecho las reconciliaciones que daño las riñas. El fruto de la primera le ha enseñado a esperar las otras, y si se ha equivocado, si no siempre saca un beneficio tan claro, gana siempre al ver que Sofía confirma el noble interés que tiene en conservar su corazón. ¿Quiere el lector saber cuál es este beneficio? Me place, con tanto más gusto cuanto que me dará ocasión este ejemplo para explicar una máxima utilísima y para impugnar otra muy funesta.
Emilio ama; por lo tanto, no es temerario, y, además, no ignora que la imperiosa Sofía no es una joven que le consienta familiaridades. Como en todas las cosas, el recato tiene sus límites, y antes se la podría tachar de excesivamente áspera que de indulgente, y su mismo padre a veces recela que su excesivo orgullo degenere en altanería. En las conversaciones más secretas, a solas, Emilio no se atrevería a solicitar el más leve favor, ni siquiera a dar ninguna señal que demuestra su deseo, y cuando en el paseo quiere pasar el brazo bajo el suyo, gracia que no permite que se convierta en derecho, apenas él se atreve a estrechar el brazo contra su pecho. No obstante, después de una larga sujeción, se aventura a besar con disimulo su vestido, y muchas veces es tan feliz que ella consiente y hace como si no lo viese. Un día que quiere tomarse con más franqueza la misma libertad, se le ocurre a ella enfadarse. El se empeña, ella se irrita, .y la indignación le dicta algunas expresiones un poco duras; Emilio no las tolera sin replicar y están serios todo lo que resta del día; luego se separan muy disgustados.
Sofía está fuera de sí. Su madre es su confidente. ¿Cómo ha de esconder su sentimiento? Esta es su primera riña, y una riña de una hora es un asunto de mucha importancia. Está arrepentida de su culpa, su madre le permite que la repare y su padre se lo ordena.
El día siguiente, Emilio, inquieto, vuelve antes de lo acostumbrado; Sofía está en el gabinete de su madre y su padre también está allí; Emilio entra muy respetuosamente, pero con gesto triste. Después de saludar al padre y a la madre, se vuelve a Sofía, le tiende la mano y con voz cariñosa le pregunta cómo está. Bien se ve que esta bonita mano se adelanta así para que se la besen, pero Emilio la coge y no la besa. Algo avergonzada, Sofía la retira como mejor puede. Emilio, que no está acostumbrado a las maneras de las mujeres, no sabe para qué sirven los caprichos, no los olvida con facilidad ni se apacigua tan pronto. Viéndola confusa, el padre acaba de confundirla con su risa. La pobre muchacha, avergonzada, humillada, no sabe qué hacer y lo daría todo para poder llorar. Cuanto más se contiene, más se le aprieta el corazón, y, por último, a pesar suyo, le brilla una lágrima. Emilio ve esa lágrima, se arroja a los pies de Sofía, le coge una mano y la besa con arrebato muchas veces. «La verdad es que sois demasiado bueno -dice el padre, soltando una carcajada-, y yo sería menos indulgente con esas locuelas y castigaría la boca que me hubiese ofendido.» Emilio, alentado con estas palabras, mira con ojos suplicantes a la madre, y creyendo observar una señal de asentimiento, temblando se acerca al rostro de Sofía, quien desvía la cabeza, y para librar la boca presenta su sonrojada mejilla. El imprudente no se contenta, y ella se resiste con blandura. ¡Qué beso si no lo recibiese delante de su madre! Severa, Sofía, tened mucho cuidado; muchas veces os pedirán vuestro vestido para besarlo, con la condición de que lo neguéis algunas.
Después de este castigo ejemplar, el padre se va a sus asuntos, la madre despide a Sofía alegando un pretexto, y luego se dirige a Emilio y le dice en un tono bastante serio- «Caballero, creo que un joven de tan buena condición, tan educado como vos, que pasee buenos sentimientos y costumbres, no querrá pagar con el deshonor la amistad que una familia le demuestra. Yo no soy melindrosa ni gazmoña; sé lo que se debe permitir a la festiva juventud, y buena prueba de ello es lo que os he consentido. Consultad a vuestro amigo acerca de vuestras obligaciones, y os dirá la diferencia que hay entre los juegos que autoriza la presencia de un padre y las libertades que lejos de ellos se toman, abusando de su confianza y convirtiendo en lazos los mismos favores que delante de ellos son inocentes. También os diré, caballero, que la única falta que mi hija ha cometido con vos ha sido no atajar desde la primera vez lo que nunca debió permitir; os diré que todo lo que se atribuye a favor lo es, pero es indigno de un hombre de honor abusar de la sencillez de una niña para robarle en secreto los mismos favores que delante de todo el mundo ella puede dispensar. Sabemos lo que el buen parecer tolera en público, pero ignoramos dónde se detiene, si en la oscuridad del misterio, el que se constituye en el único juez de sus fantasías.»
Luego de esta justa reprensión, más bien dirigida a mí que a mi alumno, la prudente madre se va y me deja absorto con esa rara tolerancia que no se alarma de que delante de ella besen a su hija en la boca y se asusta de que a solas se atrevan a besarle el vestido.
Reflexionando en lo desatinado de nuestras máximas, que siempre sacrifican la verdadera honestidad a la decencia, comprendo por qué cuanto más estragados están los corazones el idioma es más casto, y los procedimientos más correctos cuanto más ruines los que los utilizan.
Con este motivo, inculcando yo en el corazón de Emilio las obligaciones que le debí dictar antes, se me ocurre una nueva reflexión que tal vez honra en mayor grado a Sofía, pero que, no obstante, me guardo de comunicar a su enamorado, y es que la pretendida soberbia de que la acusan no es más que una precaución muy sensata para guardarse a sí misma. Como tiene la desdicha de sentirse con un temperamento ardiente, teme la primera chispa, y la desvía con todo su poder. No es severa por soberbia, sino por humildad. Con Emilio toma el dominio que teme no tener para sí, y recurre al uno para contrarrestar el otro. Si fuera más confiada, sería menos altiva. Exceptuando esto, ¿qué doncella hay en el mundo que sea más fácil y más dócil? ¿Quién que con mayor paciencia sufra un agravio. ¿Quién que sienta más agraviar a otro? ¿Quién que no presuma de algo que no sea de su virtud? Ni tampoco se envanece de su virtud, o si se envanece es sólo para conservarla, y cuando puede abandonarse sin peligro a las inclinaciones de su corazón, hasta a su prometido acaricia. Pero su prudente madre no explica estas circunstancias ni siquiera a su propio padre, pues los hombres no tienen porqué saberlo todo.
Lejos de parecer orgullosa con su conquista, Sofía todavía se ha vuelto más afable y menos esquiva con todo el mundo, excepto con el único que ha coaccionado su cambio. El sentimiento de la independencia ya no la engríe y con modestia triunfa en una batalla que ha
recortado su libertad. Se presenta con menos desenvoltura y tiene el hablar más tímido desde que no oye sin sonrojarse la voz de su amante, pero entre el encogimiento se observa su satisfacción, y su misma vergüenza no es un sentimiento que la aflija. La diferencia de su conducta es más palpable, especialmente con los jóvenes que se presentan. Desde que les ha perdido el miedo, ha cedido mucho la excesiva reserva con que los trataba. Decidida su selección, se muestra obsequiosa sin reparo con los indiferentes, desde que no le interesan, y siempre encuentra la correcta amabilidad en gentes con las que nada de común puede tener.
Si el verdadero amor pudiera hacer uso de la coquetería, yo creería ver algunos vestigios de ella en la forma como Sofía, en presencia de su enamorado, se comporta con ellos. Se diría que no satisfecha con la ardiente pasión que por una mezcla exquisita de reserva y cariño le abrasa, se complace en irritar todavía esa misma pasión con alguna inquietud; que divirtiendo intencionadamente a los jóvenes, huéspedes suyos, agrava el tormento de Emilio demostrándoles una jovialidad que con él no se atreve a usar, pero Sofía es demasiado atenta, buena y juiciosa, para atormentarle. El amor y la honestidad sustituyen en ella a la prudencia para frenar ese peligroso estimulante; cuando es preciso sabe alarmarle y tranquilizarle en el acto, y si alguna vez le inquieta, nunca le entristece. Debemos disculpar la zozobra que causa al que ama por el temor de que nunca está bastante sujeto.
Pero, ¿qué efecto causará en Emilio este juguete? ¿Tendrá celos o no los tendrá? Esto es motivo de examen, puesto que semejantes digresiones forman parte del objeto de mi libro y me apartan poco de mi asunto.
Hice observar antes cómo en las cosas que sólo dependen de la opinión, se introduce esta pasión en el corazón del hombre. Pero en el amor es muy diferente; entonces los celos parecen estar tan unidos con la naturaleza que con dificultad se puede creer que no provengan de ella, y el mismo ejemplo de los animales, muchos de los cuales tienen furiosos celos, establece sin apariencias de réplica el dictamen opuesto. ¿La opinión de los hombres es que aprenden de los gallos a despedazarse, y de los toros a batirse hasta matarse?
El sentir aversión hacia todo lo que perturba nuestros gustos y se opone a ellos es muy natural; en esto no cabe discusión alguna. Hasta cierto punto también se halla en el mismo caso el deseo de poseer exclusivamente lo que nos complace. Pero cuando volviéndose en pasión, ese deseo se convierte en furor, o en el triste y tenebroso desvarío llamado celos, entonces es otra cosa; esta pasión puede ser o no ser natural. Importa distinguir.
El ejemplo sacado de los animales está examinado en el Discurso sobre la desigualdad, y ahora que de nuevo reflexiono sobre ello, ese examen me parece tan sólido que me atrevo a remitir a él a mis lectores, y sólo añadiré a las distinciones de mi escrito que los celos que provienen de la naturaleza tienen mucho enlace con la potencia del sexo, y cuando esta potencia es o parece ser ilimitada, los celos llegan al mayor exceso, porque como entonces el macho mide sus derechos por sus necesidades, no puede mirar a otro macho sino como a un adversario importuno. En estas mismas especies, las hembras obedecen siempre al primero que llega y perteneciendo de este modo a los machos por derecho de conquista, provocan entre ellos combates eternos.
Por el contrario, en las especies en que un macho se une con una hembra, en que el emparejamiento produce una especie de vínculo moral, una especie de matrimonio, perteneciendo la hembra por elección suya al macho que ha escogido, generalmente se niega a cualquier otro, y como el macho confía en la fidelidad de ella por el cariño de que es objeto, siente menos inquietud a la vista de otros machos y vive más pacíficamente con ellos. En estas especies, el macho toma parte en el cuidado de los hijos, y por una de las leyes de la naturaleza que se observan con enternecimiento, parece que la hembra agradece al padre el cariño que tiene puesto en sus hijos.
Si se considera a la especie humana en su primitiva sencillez, es fácil ver la limitada potencia del macho y la templanza de sus deseos, que fue destinado por la naturaleza a contentarse con una sola hembra, y esto lo confirma la igualdad numérica de los individuos de ambos sexos, por lo menos en nuestros climas; igualdad que, ni con mucho, existe en las especies en que la mayor fuerza de los machos agrupa muchas hembras para uno solo. Y si bien el hombre no empolla como el palomo, careciendo de mamilas para criar a sus vástagos; se encuentra bajo este aspecto en la clase de los cuadrúpedos: son débiles y se arrastran durante tanto tiempo los pequeños, que con dificultad podrían ellos y la madre vivir sin la protección del padre.
Todas las observaciones contribuyen a demostrar que el furor celoso de los machos en algunas especies de animales, no prueba nada con respecto al hombre, y hasta la excepción de los climas meridionales, donde se halla establecida la poligamia, no hace más que confirmar este principio, porque de la pluralidad de las mujeres proviene la tiránica precaución de los maridos, y el sentimiento de su propia flaqueza incita al hombre a que recurra a la sujeción para eludir las leyes de la naturaleza.
Entre nosotros, donde estas mismas leyes menos eludidas en esta parte lo son en sentido contrario y más odioso, el motivo de los celos se funda más en las pasiones sociales que en el instinto primitivo. En la mayor parte de las relaciones de amor, el amante más odia a sus rivales que lo que quiere a su amada, y si teme no ser el único favorecido, es debido al, amor propio, cuyo origen he demostrado, y su vanidad sufre mucho más que su amor. Por otra parte, nuestras torpes instituciones han hecho a nuestras mujeres tan disimuladas [16], y han inflamado tanto sus apetitos, que casi no se puede contar con el cariño mejor probado, y ellas ya no pueden demostrar preferencias que extingan el miedo a los rivales.
En cuanto al verdadero amor, es una cosa muy distinta. Ya observé en el escrito señalado antes que este afecto no es tan natural como se piensa, y que existe una gran diferencia entre el dulce hábito que aficiona al hombre a su compañera y el ardor desenfrenado que le embriaga. Esta pasión, que sólo respira exclusiones y preferencias, se diferencia de la vanidad en que, como ésta todo lo exige y nada otorga, siempre es inicua, y el amor, dándole todo lo que exige, es por sí mismo un afecto lleno de equidad. Por otra parte, cuanto mayor es su exigencia, mayor es su credulidad; la misma ilusión que le causa facilita el convencerle. Si el amor es inquieto, la estimación es confiada, y nunca en un corazón honrado ha existido amor sin estimación, porque nadie ama en el objeto amado otras cualidades que las que aprecia.
Puesto en claro todo esto, puede decirse con certeza de qué especie de celos es capaz Emilio, porque en cuanto el germen de esa pasión apunta en el corazón humano, sólo la educación determina su forma. Enamorado y celoso, Emilio no será sañudo, suspicaz, desconfiado, sino delicado, sensible y tímido; estará más alarmado que irritado, y se esforzará más por ganar a su dama que en amenazar a su rival; le desviará, si puede, como un obstáculo, sin odiarle como a un enemigo; si le aborrece, no será porque se atreve a disputarle un corazón que sabe suyo, sino por el peligro de perderle; su orgullo no se ofenderá neciamente porque otro se declare rival suyo; convencido de que el derecho de preferencia se funda únicamente en el mérito, y que en el triunfo está vinculada la honra, su sentimiento le impulsará a ser amable y probablemente lo conseguirá. Si la generosa Sofía irrita su amor con algunos sobresaltos, sabrá regularlos y reparar el daño, y no tardará en expulsar los rivales que únicamente consentía por ponerle a prueba.
¿Pero adónde me veo arrastrado sin darme cuenta? ¡Ah, Emilio!, ¿cómo eres ahora? ¿Puedo reconocer en ti a mi alumno? ¡Qué decaído te veo! ¿Dónde está aquel joven formado con tanta dureza, que arrostraba los rigores de las estaciones, que entregaba su cuerpo a los más rudos trabajos y su alma a las leyes de la sabiduría; inaccesible a la preocupación y a las pasiones, que sólo amaba a la verdad, únicamente cedía a la razón y sólo lo que había en él le interesaba? Ahora, entregado a una vida ociosa, se deja gobernar por mujeres; sus ocupaciones son simples pasatiempos, y sus lees la voluntad de una mujer; una joven es el árbitro de su destino; se postra, se arrastra por el suelo ante ella y el grave Emilio es el juguete de una criatura.
Tal es el cambio de las escenas de la vida; cada edad posee sus resortes que la hacen mover, pero el hombre siempre es el mismo. A los diez años se le domina con pasteles y a los veinte con una amada; a los treinta son los deleites, a los cuarenta es la ambición, a los cincuenta es la avaricia..., ¿y cuándo persigue la sabiduría? Dichoso es el que llega a ella aun contra su voluntad. ¿Qué importa el guía de que nos sirvamos con tal que nos lleve a la meta? Los héroes, y hasta los mismos sabios, han pagado este tributo a la flaqueza humana, y hasta hubo quien rompió husos con sus dedos, y no por eso dejó de ser un gran hombre.
La eficacia de una feliz educación, ¿queréis que se extienda a la vida entera? Pues prolongad durante la juventud los buenos hábitos de la niñez, y cuando vuestro alumno sea lo que deba ser, procurad que continúa siendo el mismo en todos los tiempos. Esta es la perfección que os falta dar a vuestra obra. Por esto particularmente es importante el dejar un ayo a los jóvenes; en cuanto a los demás, no hay que temer que sin él no sepan enamorar. Lo que engaña a los instructores, y más a los padres, es que se figuran que un modo de vivir excluye otro, y que cuando uno es mayor debe renunciar a todo lo que hacía siendo pequeño, pero si fuese así, ¿de qué serviría cuidar de la infancia, puesto que del buen o mal uso que hiciesen de ella dependería todo, y tomando modos de vivir absolutamente diversos, por necesidad adquirirían otros modos de pensar?
Como sólo las graves enfermedades constituyen una solución de continuidad en la memoria, así también las pasiones fuertes nacen de las costumbres, y si bien nuestros gustos y nuestras inclinaciones varían, esta mudanza, a veces atropellada, se suaviza con los hábitos. En la sucesión de nuestras inclinaciones, como en una buena gradación de colores, el artista debe hacer imperceptibles los pasos, confundir y mezclar las tintas, y para que no sobresalga ninguna, extenderá muchas en el lienzo. Esta regla la confirma la experiencia; las personas inmoderadas mudan de aficiones todos los días, de gustos y sentimientos, y sólo en el vicio de variar son constantes, pero el hombre ordenado vuelve siempre a sus antiguas costumbres, y ni en la vejez pierde el gusto de los deleites que amaba de niño.
Si procuráis que cuando los jóvenes pasan a una nueva edad no desprecien la anterior, que cuando con. traigan nuevos hábitos no abandonen los antiguos, y que siempre quieran hacer lo que está bien, sin tener en cuenta el tiempo en que empezaron a hacerlo, sólo entonces habréis puesto a salvo vuestra obra y estaréis seguros de ellos hasta el fin de su vida, porque la revolución más temible es la de la edad que ahora veláis. Como siempre sentimos su falta con tristeza, perderemos más tarde los gustos que hemos conservado, pero una vez interrumpidos, ya no se recobran.
La mayor parte de los hábitos que hacéis contraer a los niños jóvenes no son verdaderos hábitos, porque los han adquirido a la fuerza, y como los siguen contra su voluntad, únicamente aguardan la ocasión para dejarlos. Nadie se aficiona a la cárcel por vivir en ella; entonces el hábito, lejos de disminuirla, aumenta la aversión. Con Emilio no sucede así, pues, no habiendo hecho en su niñez nada que no fuese voluntariamente y con agrado, si continúa haciendo lo mismo cuando es hombre, a la dulzura de la libertad añade el placer de la costumbre. La vida activa, los trabajos manuales, el ejercicio, el movimiento, se le han hecho necesarios de tal manera, que no podría renunciar a ellos sin molestia. Sería aprisionarle, encadenarle, retenerle en un estado de violencia y apremio el reducirle a una vida sedentaria, y no dudo que su índole y su salud se resentirían. Apenas si respira a su gusto en una habitación cerrada, y necesita aire libre, movimiento y fatiga. Hasta estando con Sofía mira con codicia el campo y desea correr con ella. Sin embargo, cuando es preciso está parado, pero se siente inquieto, agitado, parece que lucha, consigo mismo; no se mueve porque se encuentra encadenado. Me diréis que son necesidades a las cuales yo le he amoldado, sujeciones que le he impuesto, y es verdad: le he sujetado al estado del hombre.
Emilio ama a Sofía, ¿pero cuáles son los primeros encantos que le han enamorado? La sensibilidad, la virtud, el amor de las cosas honestas. Si ama ese amor en su dama, ¿cómo le ha de haber perdido por sí mismo? ¿Qué precio se ha puesto Sofía? El de todos los afectos que son naturales en el corazón de su amante: la estimación de los verdaderos bienes, la frugalidad, la sencillez, el desinterés generoso, el menosprecio del fausto y las riquezas. Antes de que el amor le hubiera impuesto estas virtudes, Emilio ya las poseía. ¿Pues, en qué ha cambiado? Tiene nuevos motivos para ser el mismo, y únicamente en este punto se diferencia de lo que era antes.
No pienso que nadie que lea este libro con alguna atención crea que se han reunido por casualidad todas las circunstancias de la situación en que Emilio se encuentra. ¿Es casualidad el que, ofreciendo las ciudades tantas jóvenes amables, la que le gusta esté en un sitio tan lejano y aislado? ¿Es una casualidad el dar con ella? ¿Es .una casualidad si se convienen? ¿Es casualidad si no pueden vivir en el mismo lugar? ¿Es casualidad si la ve tan pocas veces y está obligado a tantas fatigas para darse la satisfacción de verla? Decís que se afemina, y por el contrario se endurece, y es preciso que sea tan robusto como yo le he formado para resistir las fatigas que Sofía le hace sufrir. Vive a dos leguas de su casa, y esa distancia sirve de estímulo a su amor. Si viviesen puerta por puerta, o si pudiera ir a verla cómodamente
sentado en un buen coche, tal vez por esa misma facilidad la amaría menos. ¿Habría querido morir Leandro por Hero si no les hubiera separado el mar? Ahorradme, lector, más detalles; si sois capaz de entenderme, los seguiréis sin vacilar.
Las primeras veces que fuimos a ver a Sofía, pedimos caballos para llegar más pronto, y nos pareció cómodo, y la quinta vez aún seguimos yendo a caballo. Nos esperan; a más de media legua de la casa vemos gente en el camino. Emilio observa, el corazón le late, se acerca, reconoce a Sofía, salta del caballo, corre, vuela y ya está con la amable familia. Emilio prefiere briosos caballos, y el suyo lo es; se siente libre y corre por el campo; yo le sigo, le alcanzo con mucha dificultad y me lo traigo. Sofía tiene miedo de los caballos y no me atrevo a acercarme a ella. Emilio no ve nada, pero Sofía le dice al oído el trabajo que ha dejado que se tome su amigo. Emilio acude avergonzado, coge los caballos y se queda atrás, pues es justo que le toque a cada uno su vez. Se va el primero para librarse de la montura. Dejando de esta manera a Sofía detrás, ya no encuentra que el caballo sea un medio tan cómodo, y vuelve jadeando y nos encuentra a mitad de camino.
Al siguiente viaje, Emilio ya no quiere más caballos. «¿Por qué? -le digo-; tomaremos un lacayo que cuide de ellos.» «No -me contesta-; ¿hemos de aumentar los gastos de tan respetable familia? Ya veis que lo quieren mantener todo, hombres y caballos.» «Es verdad -admito-; tienen la noble hospitalidad de la pobreza. Avarientos los ricos en medio de su fausto, sólo alojan a sus amigos, pero los pobres también alojan a los caballos de sus amigos.» «Vamos a pie -dijo; ¿no tenéis ánimos para ello, vos que con tan buena voluntad compartís las fatigas de vuestro hijo?» «Con mucho gusto», le respondo al momento, y la verdad es que también a mí me parece que no se requiere tanto ruido para enamorar.
Al llegar hallamos a la madre y a la hija todavía más lejos que la primera vez. Hemos venido como el rayo; Emilio está empapado de sudor; una mano querida se digna enjugarle las mejillas con su pañuelo. Habían de sobrar caballos en el mundo antes de sentir otra vez la tentación de servirnos de ellos.
No obstante, es muy cruel el no poder permanecer juntos más tiempo que la tarde. El otoño se acerca y empiezan a ser más cortos los días. Por más que nos excusemos, no nos permiten que regresemos de noche, y cuando no venimos por la mañana, tenemos que irnos poco después de llegar. De tanto quejarnos, y compadeciéndose de nosotros, a la madre se le ocurre que no siendo posible alojarnos con decencia en su casa, tal vez se pueda encontrar en el lugar un albergue para pasar algunas veces la noche. Al oír estas palabras, Emilio da palmadas y salta de alegría, y Sofía le da más besos que nunca a su madre el día que se le ocurre esta solución.
Poco a poco se establecen y consolidan entre nosotros la dulzura de la amistad y de la inocencia. Los días señalados por Sofía o por su madre, regularmente voy con mi amigo, pero algunas veces le dejo que vaya solo. La confianza enaltece el alma y un hombre no debe ser tratado como una criatura. ¿Qué habría adelantado hasta aquí si mi alumno no mereciera mi total estimación? Algunas veces también yo voy sin él, y entonces se queda triste, pero no murmura, ¿pues de qué le valdrían sus quejas? Por otra parte sabe muy bien que yo no voy a perjudicar sus intereses. En lo que se refiere a lo demás, lo mismo si vamos juntos que separados, se entiende que no nos importa el tiempo, orgullosos por llegar en estado que no inspire lástima. Por desdicha, Sofía nos priva de este honor y nos prohíbe viajar con mal tiempo. Esta es la única vez que la encuentro rebelde a las reglas que le dicto secretamente.
Un día que ha ido solo, y que yo no le esperaba hasta el siguiente, veo que llega la misma tarde y le digo mientras le abrazo: «Amado Emilio, ¿te vuelves con tu amigo?» Pero en vez de corresponder a mi halago me dice con acento de enfado: «No creáis que vuelvo tan pronto por mi gusto, sino contra mi voluntad. Ha querido que regresase, y lo hago por ella, no por vos». Enternecido con esta ingenuidad le abrazo otra vez, diciéndole: «Alma franca, amigo sincero, no me robes lo que me pertenece. Si vienes por ella, por mí lo dices; tu vuelta es obra suya, pero tu franqueza es mía. Conserva siempre ese candor de las almas nobles. Dejemos que piensen como quieran los indiferentes, pero es un delito consentir que un amigo nos agradezca lo que no hemos hecho por él».
Me guardo bien de disminuir a sus ojos el valor de esta confesión, encontrando en ella más amor que generosidad y diciéndole que no se quiere quitar tanto el mérito de esta vuelta como atribuírselo a Sofía. Pero me dice lo que siente su corazón sin que piense en ello; si ha vuelto despacio, y soñando en sus amores, Emilio es el fiel, el amante de Sofía; si llega de prisa, sofocado, aunque murmure por lo bajo, Emilio es el amigo de su mentor.
Por estas circunstancias se ve que mi joven está muy lejos de pasarse la vida al lado de Sofía y verla cuando quiera. Los permisos que le dan los limitan a un viaje o dos por semana, y sus visitas, que muchas veces no son más que de medio día, rara vez llegan al siguiente. Gasta más tiempo esperando verla o en disfrutar el placer de haberla visto, que en verla realmente. Del tiempo que emplea en sus viajes, pasa más en el camino que al lado de Sofía. Verdaderas, puras, deliciosas, pero más imaginarias que reales, sus satisfacciones irritan su amor sin entibiar su corazón.
Los días que no la ve no permanece ocioso y sedentario; esos días todavía es Emilio, y no está transformado. La mayor parte de las veces recorre las campiñas inmediatas, sigue su historia natural, observa, examina las tierras, sus producciones y su cultivo; compara las labores que ve con las que ya conoce y averigua los motivos de las diferencias; cuando juzga otros métodos que son preferibles a los usados en el país, se los enseña a los labradores; si propone un tipo de arado mejor, lo manda construir conforme a su dibujo; si encuentra una veta de marga les enseña su uso, ignorado en el país; muchas veces, él mismo pone mano a la obra; se quedan atónitos al contemplar que maneja con más habilidad que ellos sus aperos, que abre surcos más derechos y profundos que los suyos, que siembra con mayor igualdad y traza los arriates con más seguridad. No se burlan de él como de un peripuesto charlatán de agricultura, pues se dan cuenta de que verdaderamente sabe. En una palabra, su celo y sus afanes abrazan todo le bueno y útil, y no se limita a eso: visita las casas de los labradores, se informa de su estado, de sus familias, del número de sus hijos, de la extensión de sus tierras, de la naturaleza de las producciones, de su venta, de sus cargas y sus deudas. Da poco dinero, pues sabe que generalmente lo emplean mal, pero él mismo se cuida de su empleo y procura que les sea provechoso incluso contra su voluntad. Les ofrece operarios y muchas veces les paga los jornales para las labores que necesitan.
A uno le hace reparar o techar su choza medio agrietada, al otro desmontar su tierra abandonada por alta de medios, a éste otro le da una vaca, una mula, o unas reses que le compensen de las que ha perdido; dos vecinos que entablen un pleito, los persuade y reconcilia; si enferma un aldeano, le hace cuidar y le cuida él mismo [17]; otro sufre la opresión de un vecino poderoso, y él lo recomienda y le ampara; si dos jóvenes pobres se quieren casar, les ofrece su ayuda para que se casen; si una infeliz mujer ha perdido a su hijo, le hace una visita, la consuela y la acompaña durante un largo rato; no desdeña a los miserables, y muchas veces come en casa de los rústicos que asiste, como también acepta las invitaciones de vecinos que no le necesitan; es el bienhechor de unos y amigo de otros, y nunca deja de ser el mismo. Por último; siempre hace tanto bien con su persona como con su dinero.
Alguna vez dirige sus paseos hacia la venturosa mansión; tal vez espere divisar a Sofía, verla paseando sin que ella lo advierta. Pero Emilio no gasta rodeos en su modo de obrar, ni sabe ni quiere eludir nada. Posee aquella amable delicadeza que con el buen testimonio de sí mismo alimenta el amor propio y le halaga. Cumple rigurosamente su destierro, y nunca se acerca lo suficiente para alcanzar del acaso lo que sólo quiere deber a Sofía. En cambio, vaga placenteramente en las inmediaciones buscando de hallar las huellas de los pasos de su amada, enterneciéndose con la molestia que se ha tomado y las caminatas que ha realizado por condescendencia de él. La víspera de los días que la debe ver, entra en un caserío inmediato a preparar una merienda para el día siguiente. Dirige su paseo hacia esta parte como por casualidad, entran en el caserío, y se encuentran con frutas, pasteles y nata. Estas atenciones complacen mucho a la golosa Sofía, y agradece nuestra previsión, pues yo siempre tomo parte en el cumplimento, aunque no haya tenido ninguna en la diligencia que la motiva, pero es una astucia de muchacha para dar las gracias con mas afecto. Su padre y yo comemos unos bollos y bebemos vino, pero Emilio se pega a las mujeres, estando siempre al acecho para coger el plato de nata en el que Sofía haya metido la cuchara.
A propósito de bollos, hablo a Emilio de sus antiguas carreras. Sienten curiosidad para saber en qué consistían estas carreras; lo explico, se ríen y le preguntan si todavía sabe correr. Mejor que nunca, responde, y sentiría mucho haberlo olvidado. Alguno de los presentes tiene muchas ganas de verle correr y no se atreve a decirlo; otro se encarga de la propuesta, y la acepta; se reúne a dos o tres mozos de las inmediaciones, se fija un premio, y para imitar mejor los antiguos juegos, se pone un bollo encima de la meta. Cada uno ya está preparado; el padre da la señal con una palmada. El ágil Emilio atraviesa el viento, y llega al final de la carrera cuando los otros tres patanes acaban de arrancar. Emilio recibe el premio de las manos de Sofía, y no menos generoso que Eneas, reparte dádivas a los vencidos.
En medio de los aplausos del triunfo, Sofía se atreve a desafiar al vencedor, y se jacta de correr tanto como él. Emilio acepta, y mientras ella se dispone para la carrera, levantándose un poco la falda, y con más deseos de mostrar a Emilio una pierna bien formada que de vencer en la carrera, mira si queda demasiado corto el vestido, él dice una palabra al oído de su madre, que sonríe, y le hace una señal de aprobación. Luego se pone al lado de su competidora, y tan pronto como se da la señal, la ve que parte ligera como un pájaro.
Las mujeres carecen de disposición para correr, y cuando huyen es para que las alcancen. La carrera no es lo único que hacen sin habilidad, pero sí que es lo único que hacen sin gracia; sus codos echados atrás y pegados al cuerpo les dan una postura ridícula y los altos tacones sobre los cuales se empinan les dan una apariencia de saltamontes que quieren correr sin dar saltos.
Emilio no se imaginaba que Sofía corriese mejor que otra mujer, y no se digna moverse de su sitio, viéndola partir con una sonrisa burlona. Pero como Sofía es ágil y no lleva tacones, no necesita ningún artificio para que se vea la pequeñez de su pie, y se aleja con tal velocidad que él apenas tendrá tiempo para alcanzar a esta nueva Atalanta. Por fin se lanza adelante, como el águila que se arroja sobre la presa, la sigue, casi tropieza con ella cuando la alcanza y se ve cómo jadea; le ciñe con suavidad el cuerpo con su brazo izquierdo, la levanta como una pluma y, estrechando sobre su pecho la dulce carga, termina de este modo la carrera, pero haciendo que sea ella quien primero toque la meta, y grita: ¡Victoria por Sofía!»; seguidamente dobla la rodilla ante ella y se reconoce vencido.
A estas diversas ocupaciones se añade la del oficio que hemos aprendido. Por lo menos un día a la semana, y todos aquellos en que el mal tiempo no nos permite salir al campo, Emilio y yo vamos a trabajar en casa de un maestro. No trabajamos por cumplido y como personas superiores a esta condición, sino de veras y como verdaderos artesanos. La vez que recibimos la visita del padre de Sofía, nos encuentra trabajando, y no deja de contar con admiración a su hija y a su esposa lo que ha visto. «Id a ver -les dice- a ese joven al taller y veréis si tiene en poco la condición de pobre.» Podéis imaginar si Sofía oiría con satisfacción estas razones. Halan de ello y quisieran cogerle trabajando. Indirectamente me preguntan y, habiéndose informado del día fijo, la madre y la hija toman un coche y el día señalado vienen a la ciudad.
Al entrar en el taller, Sofía descubre al otro extremo a un joven con una blusa, despeinado y tan ocupado en lo que está haciendo que no la ve; se detiene y hace una seña a su madre; Emilio con un escoplo en una mano y el martillo en la otra, concluye una muesca; luego asierra una tabla y pone una parte de ella sobre el banco para cepillarla. Este espectáculo tan respetable no hace reír a Sofía, sino que la emociona. Mujer, honra a tu jefe; él es quien trabaja para ti, quien te gana el pan y quien te mantiene; ése es el hombre.
Mientras le observan, yo me doy cuenta de ellas, tiro a Emilio de una manga, se vuelve y las ve, arroja las herramientas y de un salto llega hasta a ellas, dando un grito de júbilo. Luego de sus primeros arrebatos, las hace sentar y se vuelve a su trabajo, pero Sofía no puede estar sentada, y recorre el taller, lo mira todo, toca las tablas pulimentadas, pisotea las astillas del suelo, mira nuestras manos, y después dice que ese oficio le gusta porque es limpio. La locuela también quiere imitar a Emilio. Con su débil y blanca mano empuja el cepillo sobre la tabla, pero le resbala y no prende. Cree que ve al amor riéndose en los aires, batiendo las alas y gritar alegremente: «Hércules está vengado».
Entre tanto, la madre hace preguntas al jefe: «Señor maestro, ¿cuánto paga usted a esos oficiales?» «Señora, les doy un franco diario a cada uno y comida, pero si ese joven quisiera, ganaría mucho más, pues es el mejor oficial de esta tierra.» «¿Un franco al día y la comida?»,
dice mirándonos enternecida la madre. «Sí, señora», afirma el maestro. Al oír estas palabras, corre hacia Emilio, le abraza casi llorando y repitiendo varias veces: «¡Hijo mío, hijo mío...!».
Después de pasar Emilio un rato en conversación con nosotros, pero sin dejar el trabajo, la madre dice que hay que irse, pues es ya tarde y las estarán esperando. Luego se acerca a Emilio y, dándole una palmadita en la mejilla, le dice: «Buen oficial, ¿no quiere venir con nosotras?» El responde con voz muy triste: «He dado mi palabra; dígaselo usted al maestro». Le preguntan al maestro si nos deja ir, y responde que no puede. «Tengo -dice-, un trabajo que urge y debo entregarlo pasado mañana. Contando con estos señores, no he admitido a otros trabajadores que se me han presentado, si éstos me faltan no sé dónde encontrar otros y no podré entregar la obra el día que he prometido.» La madre no replica y espera a que hable Emilio, quien baja los ojos y calla. «Señor -le dice, sorprendida por su silencio-, ¿no dice usted nada?» Emilio mira con tiernos ojos a la hija y responde sólo estas palabras: «Usted ya ve que debo quedarme». Al oírle, ellas se van y nos dejan. Emilio las acompaña hasta la puerta, las sigue con los ojos hasta perderlas de vista, suspira y vuelve a su trabajo sin hablar.
Ya en el camino y contrariada, la madre habla a su hija de lo absurdo del procedimiento. «¿Cómo?, ¿era tan difícil contentar al maestro sin verse obligado a quedarse? ¿Un joven tan pródigo, que tira sin necesidad el dinero, no encuentra la solución que conviene?» «Mamá -responde Sofía-, no quiera Dios que Emilio conceda tanto poder al dinero, valiéndose de él para romper sus compromisos personales, para faltar impunemente a su palabra y hacer que otro falte a la suya. Estoy segura de que fácilmente resarciría al jefe del ligero perjuicio que le causaría su ausencia, pero obrando de este modo sometería su alma a las riquezas, se acostumbraría a dejar a un lado sus obligaciones y a creer que el que paga está dispensado de todo. Emilio tiene otro modo de pensar y espero que yo no seré la causa de que cambie. ¿Creéis que no le ha dolido tenerse que quedar? El ha hecho eso por mí; me lo han dicho muy bien sus ojos.»
Esto no quiere decir que Sofía sea indulgente en los verdaderos sentimientos del amor; por el contrario, es imperiosa, exigente, y antes preferiría no ser amada que serlo a medias. Tiene el noble orgullo del mérito propio, y lo estima y quiere ser correspondida como él corresponde. Desdeñaría a un corazón que la amase por sus encantos más que por sus virtudes, un corazón que no la prefiriese a todo lo demás. No ha querido un amante que sólo obedeciese la ley de ella; quiere reinar en un hombre que no haya cambiado. Es así como Circe desprecia a los compañeros de Ulises que ella ha humillado y sólo se entrega a él, a quien no ha podido cambiar.
Pero dejando aparte este inviolable y sagrado derecho, excesivamente celosa de todos los suyos, Sofía observa con qué escrúpulos los respeta Emilio, con qué fervor cumple su voluntad, con qué facilidad la adivina; con qué puntualidad llega en el instante convenido; no quiere que se retarde ni que se adelante, sino que sea puntual. Adelantarse es preferirse a ella; retrasarse es un desaire. ¡Desairar a Sofía! No ocurriría dos veces. La injusta sospecha de un desaire los puso al borde de una ruptura, pero Sofía es sensata y sabe reparar sus faltas.
Una tarde nos esperan; Emilio ha recibido la orden. Vienen a recibirnos y no llegamos. ¿Qué ha pasado? ¿Qué desgracia les habrá sucedido? Nadie les da noticias y pasan las horas esperándonos. La pobre Sofía nos cree muertos, se desconsuela, se atormenta y no para de llorar. Al anochecer, mandan a un mensajero para informarse de nosotros y les lleve noticias nuestras a la mañana siguiente; el enviado es seguido de otro nuestro, que les presenta nuestras excusas y diciéndoles que estamos bien. Poco más tarde, aparecemos. Entonces la escena cambia; Sofía enjuga sus lágrimas, y si las vierte son de ira. Su altivo corazón no ha ganado nada con torturarse; Emilio vive y ha hecho que ella le esperara inútilmente.
Cuando llegamos quiere encerrarse. Le mandan que se quede, y tiene que obedecer, pero en seguida toma una decisión, y finge una alegría que engañaría a otros. Su padre viene a recibirnos, y nos dice: «Mucha angustia nos han hecho pasar, amigos; aquí hay quien no se lo perdonará fácilmente». «¿Quién es, papá?», pregunta Sofía, sonriendo, sin que su sonrisa le pase de los labios. «¿Qué importa -contesta su padre-, mientras no seas tú?» Sofía calla y se fija en su labor. Su madre nos recibe con frío y estudiado gesto; Emilio, cortado, no se atreve a acercarse a Sofía, pero ella le habla, le pregunta cómo está, le invita a que se siente y disimula de tal modo que el pobre joven, que todavía no conoce el lenguaje de las vehementes pasiones, se desconcierta de tanto aplomo, y casi se indigna más de lo que lo está ella.
Para apaciguarle voy a coger la mano de Sofía y quiero llevármela á los labios, como hago algunas veces, pero ella la retira bruscamente y exclama: «¡Señor!», en un tono tan vivo, que este involuntario movimiento la descubre al instante a los ojos de Emilio.
La misma Sofía, viendo que se ha traicionado, se apacigua un poco. Su aparente serenidad se convierte en un irónico desdén. A todo lo que le dicen responde con monosílabos, insegura la voz, como temerosa de que se advierta su indignación. Emilio, muerto del susto, la mira con dolor y trata de que ella le mire a los ojos y lea sus nobles sentimientos. Más irritada Sofía con su confianza, le dirige una mirada que le quita el deseo de pedirle otra. Confundido y temblando, Emilio no se atreve a mirarla, ni hablarle, pues aunque no tenga ninguna culpa, si hubiera soportado su cólera, ella no se lo hubiera perdonado nunca.
Entonces, viendo yo que ha llegado mi hora, y que hay que explicarse, vuelvo a Sofía. Cojo otra vez su mano, que ya no la retira porque le falta poco para desmayarse, y le digo con suavidad- «Querida Sofía, somos desgraciados, pero vos sois razonable y justa, y no debéis juzgarnos sin antes oírnos; escuchadnos». Ella no responde, y yo le digo esto:
«Salimos ayer a las cuatro, teníamos que llegar aquí a las siete, y siempre nos tomamos más tiempo del necesario para poder descansar cuando estamos ya cerca. Habíamos andado las tres cuartas partes del camino cuando llegaron a nuestros oídos unos dolorosos lamentos que salían de un barranco cercano. Acudimos a los gritos, y hallamos a un desventurado aldeano que, volviendo de la ciudad un poco bebido, había caído y se había roto una pierna. Dimos voces llamando a gente, pero nadie contestó; probamos de montarlo en el caballo y no pudimos; al menor movimiento, el desventurado chillaba de dolor. Decidimos atar al caballo en un rincón del bosque y, haciendo cama con nuestros cuatro brazos, cogidas las manos, cargamos al desgraciado y anduvimos muy despacio, siguiendo sus indicaciones, por el camino que le llevaba a su casa. El trecho era largo y tuvimos que descansar muchas veces. Al fin llegamos, rendidos de fatiga, y nos encontramos con la triste sorpresa de ver que conocíamos la casa, pues el infeliz que con santo cuidado llevábamos era el mismo que tan cordialmente nos recibió el primer día de nuestra visita a esta casa. La turbación de los tres, hizo que no nos reconociésemos hasta entonces.
»No tenía más que dos críos que no le podían auxiliar en nada, y como su mujer estaba próxima a dar a luz al tercer hijo, se asustó de tal modo al verle, que se sintió con agudos dolores y alumbró poca horas después. ¿Qué podíamos hacer en una apartada choza donde no era posible esperar ningún socorro? Emilio fue a buscar el caballo que habíamos dejado en el bosque y corrió a llamar a un médico, al que le dio el caballo; y no habiendo podido encontrar a una mujer que los cuidase, volvió a pie con un criado, después de despacharos un propio, mientras que yo, apurado como os podéis figurar, entre un hombre con la pierna rota y una mujer que iba de parto, disponía lo que creía que, era necesario para ayudar a los dos.
»No os contaré con detalle lo demás, pues eso ya no importa. Eran las dos de la madrugada antes de que consiguiésemos que el uno y el otro descansaran un poco. En fin, que hemos llegado antes del amanecer a nuestro albergue, aquí cerca, donde hemos esperado la hora de que estuvieseis despierta para daros cuenta de nuestro accidente.»
No digo más, pero antes de que nadie hable, Emilio se acerca a su amada, y con una firmeza que yo no hubiera esperado, le dice a ella: «Sofía, sois árbitro de mi suerte, bien lo sabéis. Podéis matarme de pesar, pero no esperéis que me olvide de los derechos de la humanidad, más sagrados para mí que los vuestros y a los cuales nunca renunciaré por vos».
Sofía, en vez de contestarle, se levanta, le ciñe el cuello con un brazo, le besa una mejilla y, tendiéndole la mano, le dice: «Emilio, toma esta mano; es tuya. Serás, cuando tú quieras, mi esposo y mi dueño, y yo trataré de merecer ese honor».
Apenas le ha abrazado, cuando su padre, encantado, da palmadas, gritando: «Otro, otro», y Sofía, sin hacerse rogar, le da dos besos en la otra mejilla, pero al momento, asustada con lo que acaba de hacer, se echa a los brazos de su madre, y en el seno maternal esconde su rostro, rojo de vergüenza.
No describiré la común alegría, pues todo el mundo se lo puede imaginar. Después de comer, Sofía pregunta si la casa de esos pobres enfermos está muy lejos, para ir a visitarlos. Sofía quiere, y es una buena obra. Vamos allá y los encontramos a cada uno en una cama, pues Emilio hizo traer una, y hallamos gentes que los cuidan, que Emilio también ha buscado. Pero hay tal desorden, que sufren por lo incómodo y por su situación. Sofía busca un delantal de la buena mujer y arregla su cama; después hace lo mismo con el hombre, y su tierna y hábil mano sabe encontrar lo que le duele y consigue la postura que le permita descansar mejor. Cuando ella se les acerca, se sienten más aliviados. Ahora esta delicada joven, no siente asco ni de la suciedad ni del mal olor, y lo limpia todo sin pedir ayuda y sin molestar a los enfermos. Siempre tan modesta y a veces tan desdeñosa, que ni por todo el oro del mundo habría tocado con la punta del dedo la cama de un hombre, mueve y da vueltas al herido sin ningún escrúpulo, le coloca en una posición más cómoda para que pueda descansar mucho tiempo. El celo de la caridad le va bien a la modestia; lo que hace, lo hace con tal habilidad y ligereza, que el enfermo se siente aliviado sin casi darse cuenta de que le hayan tocado. El marido y la mujer bendicen a la amable joven que les sirve, que les compadece y los consuela. Es un ángel del cielo que Dios les ha enviado, en su angelical rostro, hay gracia, dulzura y bondad. Enternecido, Emilio la mira en silencio. Hombre, ama tu compañera; Dios te la ofrece para que te consuele en tus penas, para que te alivie en tus males, y eso es la mujer.
Se bautiza al recién nacido. Los dos amantes son los padrinos, y sólo desean proteger a otras criaturas. Sueñan en el instante tan deseado, y todos los escrúpulos de Sofía han desaparecido..., pero empiezan los míos. Aún no han llegado adonde creen, y a cada uno le espera su turno.
Una mañana, después de dos días sin verse, entro en la habitación de Emilio con una carta en la mano y le digo, mirándole fijamente: «¿Qué haríais si os dijesen que ha muerto Sofía?» Da un grito terrible, se levanta descompuesto, y sin contestar, me mira aterrado. Continúo con la misma tranquilidad, le digo que conteste y, enfurecido ante mi frialdad, se me acerca mirándome con ira, se detiene y su gesto es una amenaza. «¿Qué haría? No lo sé, pero sí sé que no volvería a ver en mi vida a quien me lo hubiese dicho.» «Tranquilizaos -le respondo sonriendo-, pues vive, está bien, piensa en vos y nos espera esta tarde. Pero vamos a dar un paseo y hablaremos.»
La pasión que tanto le absorbe no le permite entregarse como antes a diálogos en los que se considera todo, y debo despertar su interés para estudiar su misma pasión, a fin de que ponga atención en mis lecciones. Con este terrible preámbulo estoy seguro de que me escuchará.
«Hay que ser feliz, querido Emilio; el fin de todo ser sensible es ése, el primer deseo que nos imprimió la naturaleza y el único que no nos abandona. ¿Pero dónde está la felicidad? ¿Quién lo sabe? Todos la buscan y nadie la encuentra. Pasamos la vida corriendo tras ella y morimos sin alcanzarla. Querido joven, cuando naciste, tomándote en mis brazos y poniendo a Dios por testigo, prometí que me disponía a sacrificar mi vida por tu felicidad. ¿Sabia yo a lo que me obligaba? No lo sé, pero sabía que haciéndote feliz, yo también lo sería. Velando por ti, velaría por los dos.
»Mientras ignoramos lo que debemos hacer, la sabiduría consiste en permanecer en la inacción. Esta es entre todas las máximas la más necesaria al hombre y la que menos sabe seguir. Buscar la felicidad ignorando dónde está exponerse a huir de ella y correr tantos peligros como sendas hay para descarriarse. Pero a todo el mundo le es posible estar quieto. En la inquietud del deseo por nuestro bienestar preferimos engañarnos corriendo tras él antes que dejar lo que sea para encontrarlo, y una vez nos alejamos de donde está, ya no sabemos retroceder.
»Traté de evitar el mismo error con la misma ignorancia. Cuidando de ti, determiné no dar un paso inútil e impedir que lo dieras tú. No me aparté de la senda de la naturaleza, puesto que ella me enseñaba la senda de la felicidad. Ha resultado que eran una misma y que sin pensarlo la había seguido.
»Sé mi testigo, sé mi juez, y jamás te recusaré. Tus primeros años no han sido sacrificados a los que debían venir después, y has disfrutado de todos los bienes que la naturaleza te había otorgado. De los males a que te sujeto, y los que he podido evitar, sólo has sufrido los que podían endurecerte para los demás. No has soportado ninguno que no fuera para evitar otro mayor. No has conocido ni el odio ni la esclavitud; contento y libre, has sido justo y bueno pero el pesar y el vicio son inseparables y solo son malvados los desgraciados. Ojalá que el recuerdo de tu infancia te dure hasta la vejez. Espero que tu buen corazón siempre se acordará de ella para bendecir la mano que la dirigió.
»Al entrar en la edad de uso de razón, te guardé de la opinión de los hombres; al hacerse sensible tu corazón, te preservé del imperio de las pasiones. Si hubiera podido prolongar esta interior tranquilidad hasta el fin de tu vida, yo habría afirmado mi obra y siempre serías todo lo feliz que un hombre puede ser, pero en vano, querido Emilio, he templado tu alma en la Estigia, pues no he conseguido hacerla invulnerable por todas partes; se presenta un nuevo enemigo que aún no has aprendido a vencer y del que no puedo liberarte. Ese enemigo eres tú mismo. La naturaleza y la fortuna te habían dejado libre. Podías soportar la miseria, sufrir los dolores corporales y desconocías los del espíritu; no estabas obligado más que a tu condición humana, y ahora lo estás con todos los vínculos en que tú te has atado; al aprender a desear, te has convertido en esclavo de tus deseos. Sin que cambie nada en ti, sin que nada te ofenda, sin que nada toque tu ser, muchos sinsabores pueden ensombrecer tu alma. Muchos dolores puedes sentir sin estar enfermo y muchas muertes puedes padecer sin morir. Una mentira, un error, una duda, puede conducirte a la desesperación.
»En el teatro has visto a los héroes, víctimas de grandes dolores, que ensordecen con sus alaridos, que se afligen como mujeres, que lloran como criaturas y se ganan el aplauso del público. Recuerda la sorpresa que estas lamentaciones, estos clamores y estas quejas te causaban en hombres de los que sólo los actos de constancia y de entereza debían esperarse. Decías, indignado, si eran los ejemplos que querían que siguiésemos, los modelos que debíamos imitar. "Temen que el hombre no sea lo bastante mezquino, desventurado y débil, y todavía vienen a exaltar a su flaqueza con la falsa imagen de la virtud", agregabas. Pues, querido joven, de hoy en adelante sé más indulgente con el teatro del mundo, que ya eres uno de sus héroes.
Sabes sufrir y morir, sabes soportar la ley de la necesidad en los males físicos, pero aún no han impuesto leyes a los apetitos del corazón, y los pesares de nuestra vida, más que de nuestras necesidades, nacen de nuestra casi nula fuerza. El hombre está unido con mil cosas por sus anhelos, y por sí mismo no lo está con nada, ni siquiera con su misma vida; cuanto más aumenta sus vínculos, más multiplica sus penas. Por la tierra todo pasa rápidamente; todo lo que amamos, tarde o temprano ha de faltarnos, y sentimos ese amor como si hubiera de durar eternamente. ¡Qué terror ante la sospecha de la muerte de Sofía! ¿Has creído que ha de vivir siempre? ¿No muere ninguna a sus años? Tiene que morir, hijo mío y quizá antes que tú, y, ¿quién sabe si en este momento vive? La naturaleza te había sujetado a una sola muerte, y tú te sujetas a una segunda, y te hallas en el caso de morir dos veces.
»Sometido así a tus desordenadas pasiones, ¡qué compasión merecerás! Siempre privaciones, pérdidas y sobresaltos, nunca disfrutarás de lo que te han dejado. El temor de perderlo todo evitará que poseas nada, y por haber querido seguir tus pasiones, nunca podrás satisfacerlas. Siempre desearás el sosiego, y huirá siempre de ti; serás desgraciado y te volverás malo. ¿Y cómo podrías no serlo si no tienes otra ley que tus desenfrenados deseos? Si no puedes sufrir las privaciones involuntarias, ¿cómo te has de imponer las voluntarias? ¿Cómo has de sacrificar tu inclinación y resistirte a tu corazón por escuchar la razón? Tú, que ya no quieres ver al que te anunciase la muerte de tu amada, ¿cómo verías a quien quisiera quitártela viva, a quien se atreviese a decirte que para ti ha muerto? Si forzosamente has de vivir con ella, sea o no casada Sofía, seas tú libre o no, te ame o te deteste, que te la den o te la nieguen, nada importa que tú la quieras; es forzoso que la poseas a cualquier precio. Dime, pues, ¿en qué delito incurre el que no sigue otras leyes que los ímpetus de su corazón y a nada de lo que desea sabe resistirse?
»Hijo mío, no existe felicidad sin valor, ni virtud sin resistencia. La palabra "virtud" viene de "fuerza", y la fuerza es la base de toda virtud. La virtud sólo pertenece a un ser débil por su naturaleza y fuerte por su voluntad, y aunque digamos que Dios es bueno, no le llamamos virtuoso, porque para obrar bien no necesita hacer esfuerzo alguno. He esperado a que estuvieses en la edad de entenderme para explicarte esta palabra tan profana. Cuando no cuesta nada practicarla hay poca necesidad de conocer la virtud. Esta necesidad llega cuando las pasiones se despiertan, y para ti ya ha llegado.
»Educándote con toda la sencillez de la naturaleza, en lugar de prescribir penosas obligaciones, te he preservado de los vicios que hacen penosas estas obligaciones; he hecho que aborrezcas la mentira porque es inútil; te he enseñado a darle a cada uno lo suyo y a no interesarte por lo que no es tuyo, y antes he tratado de que fueses bueno que virtuoso. Pero el que es bueno y no disfruta siéndolo, no se mantiene en esa situación; la bondad se rompe y muere con el choque de las pasiones, y el hombre que no únicamente es bueno, sólo es bueno para sí mismo.
»¿Pues cuál es el hombre virtuoso? El que sabe vencer sus afectos, porque entonces sigue la norma de la razón y de la conciencia, cumple con su deber, persiste fiel al orden y nada puede apartarle de él. Hasta aquí tu libertad sólo era aparente; poseías la ínfima libertad de un esclavo a quien no han ordenado nada. Ahora aprende a ser dueño de ti y a ser efectivamente libre. Manda, Emilio, en tu corazón, y serás virtuoso.
»He aquí otro aprendizaje que te espera, más penoso que el primero, pues la naturaleza nos libra de los males que nos impone, o nos enseña cómo hay que sufrirlos; mas en los que provienen por nuestra causa, no nos ayuda, nos abandona a nosotros mismos, dejando que, víctimas de nuestras pasiones, nos rindamos a nuestros inútiles dolores, y aun nos desahogamos con llantos que debieran avergonzarnos.
»Esta es tu primera pasión, y quizá la única digna de ti. Si como hombre sabes regirla, será la última; dominarás las demás y sólo obedecerás la que atañe a la virtud.
»Sé que esta pasión no es culpable y que es tan pura como las almas que la sienten. La honestidad la crea y la inocencia la nutre. ¡Venturosos amantes! Los encantos de la virtud no tienen otros efectos que la de aumentar en vosotros los del amor, y el suave yugo que os aguarda es unía recompensa que proviene más de vuestro recato que de vuestro cariño. Pero dime, hombre sincero, ¿no te ha dominado esa pasión tan pura? ¿No te ha hecho su esclavo? Y si mañana dejara de ser inocente, ¿la estrujarías en el acto? Ha llegado la hora de probar tus fuerzas, pues debe hacerse cuando es necesario. Los peligros deben afrontarse antes de que sea tarde. El soldado no se ejercita para la lucha delante del enemigo, sino que se dispone antes de la guerra y cuando se presenta ya está preparado.
»El distinguir las pasiones en lícitas y prohibidas, para abandonarse a las primeras y negarse a las otras, es un error. Para quien las sabe dominar, todas son buenas, como son malas para el que se deja vencer por ellas. Lo que nos tiene vedado la naturaleza, es extender nuestros lazos más allá de lo que permiten nuestras fuerzas; lo que rechaza la razón es pretender lo que no podemos alcanzar; lo que nos prohíbe la conciencia no son las tentaciones, sino que nos dejemos vencer por ellas. El tener o no tener pasiones no depende de nosotros, pero sí depende de nosotros el regularlas. Todos los sentimientos que sepamos dominar son legítimos, y despreciables todos los que nos dominan. Un hombre no peca por amar a la mujer de otro si sujeta esta desdichada pasión a la ley del deber, pero sí peca cuando ama a su propia mujer hasta el extremo de sacrificarlo todo a su amor.
»No esperes de mí largos preceptos de moral; sólo tengo que darte uno y ése comprende todos los demás. Sé hombre; limita tu deseo a los límites de tu condición. Estudia y conoce estos límites, pues si uno se encierra en ellos, por estrechos que sean, nunca será infeliz, pero lo es el que los rebasa, el que con sus desatinados deseos cree posible lo que no lo es, el que se olvida de su estado de hombre para forjarse otro imaginario, del que ya no se libra. Los únicos bienes cuya privación nos es un sacrificio son aquellos a los que creemos que tenemos derecho. La imposibilidad de poderlos alcanzar nos detiene y nos atormentan los deseos sin esperanza. Un mendigo no sufre con el deseo de ser rey, y un rey quiere ser Dios sólo cuando cree que es más que hombre.
»La fuente de nuestros mayores males son las ilusiones del orgullo, pero siempre nos modera la contemplación de la miseria humana. Permanece en su puesto, no se impacienta por salir de él, ni gasta inútilmente sus fuerzas para disfrutar lo que no puede conservar, y empleándolas todas en la posesión de lo que tiene, en realidad es más poderoso y rico en todo lo que desea con menos intensidad que nosotros. Siendo yo mortal y deleznable, ¿he de poner lazos con nudos externos sobre esta tierra, donde todo cambia, todo para y de donde desapareceré mañana? ¡Ah, Emilio, hijo mío!, si te perdiera, ¿qué es lo que quedaría de mí? Pero es preciso que me vaya acostumbrando a perderte, porque, ¿quién sabe cuándo me serás robado? ¿Quieres, pues, vivir feliz y sabio? No entregues tu corazón más que a la belleza, que nunca muere; limita tu condición, tus deseos, y que tus obligaciones sean antes que tus inclinaciones; extiende la ley de la necesidad a las cosas morales, aprende a perder lo que te pueden quitar, y a dejarlo todo cuando lo manda la virtud, a superar los acontecimientos adversos antes de que destrocen tu corazón, a ser fuerte en las horas difíciles, a someterte a tu obligación para no ser un delincuente. Entonces serás feliz a despecho de la fortuna y feliz y sabio a pesar de las pasiones; entonces, en la misma posesión de los bienes frágiles, encontrarás un deleite que nada podrá perturbar; los poseerás sin que te posean, y sabrás que el hombre de quien todo huye, sólo goza de lo que sabe perder. Es verdad que carecerás de los placeres imaginarios, pero también te librarás de los sufrimientos que producen. De este cambio sacarás mucha ventaja, porque los sufrimientos son reales y frecuentes, y los placeres son raros y vanos. Vencedor de tantas opiniones falaces, también lo serás de la que tanto premio atribuye a la vida; pasarás la tuya sin turbación y la terminarás sin espanto; sabrás desprenderte de ella como de todas las cosas. Otros, invadidos por el terror, piensan que dejan de existir cuando la dejan, pero tú, consciente ya de que la vida no tiene ningún valor, creerás que comienzas a vivir. La muerte es el fin de la vida del malvado y el principio de la del justo.»
Temiendo de este preámbulo alguna conclusión siniestra, Emilio me escucha con una atención mezclada de inquietud. Tiene el presentimiento de que, habiéndole expuesto la necesidad de ejercitar la fuerza de ánimo, le quiero sujetar a esta dura prueba, y como el herido que se estremece al ver acercarse al cirujano, ya cree sentir la dolorosa mano en su llaga, que, benéfica, impide que se gangrene. Irresoluto, perturbado, ansioso por saber adónde quiero ir a parar, en vez de responder, me pregunta con miedo. «¿Qué es lo que hay que hacer?» «Lo que conviene hacer -le respondo con firmeza-, es dejar a Sofía.» «¿Qué decís? -exclama arrebatado-; ¡dejar a Sofía!, ¡abandonarla, engañarla, ser un hombre falso, un traidor, un perjuro...!» «¿Cómo? -le replico, interrumpiéndole-, ¿piensas aprender de mí a merecer esos nombres?» «No -continúa con el mismo ímpetu-; ni de vos ni de nadie, pues yo sabré, para conservar vuestra obra, no merecerlos.»
Esa irascibilidad ya la esperaba yo, y sin inquietarme, dejo que se le pase. Si no tuviese la moderación que le predico, mal me estaría predicársela. Emilio me conoce muy bien para creerme capaz de exigirle nada que sea malo, y también sabe que obraría muy mal si dejara a Sofía, en el sentido que le da a esa palabra. Por lo tanto espera que yo me explique. Entonces reanudo mi discurso.
«¿Creéis, querido Emilio, que un hombre puede ser, en cualquier situación en que se encuentre, más feliz que lo que lo sois vos desde hace tres meses? Si lo pensáis, debéis desengañaros. Antes de gozar de los deleites de la vida, tenéis ya vacío el vaso de la felicidad. No hay más de lo que ya habéis gozado. La felicidad de los sentidos es transitoria; el estado del corazón siempre pierde con ella. Habéis gozado más con la esperanza que lo que nunca gozaréis en realidad. La imaginación, que cubre todo lo que deseamos, en la posesión la abandona. Fuera del único ser existente para él, no hay nada más hermoso que lo que no existe. Si ese estado hubiese podido durar siempre, habríais hallado la suma felicidad. Pero habéis de saber que todo lo que depende del hombre se resiente de su miseria; todo termina, todo es efímero en la vida humana, y aun cuando el estado que nos hace felices durara sin cesar, el hábito de gozarlo nos quitaría el gusto de poseerlo. Si en el exterior nada sufre ningún cambio, sí cambia el corazón; la dicha nos deja o la dejamos nosotros.
»Mientras duraba vuestro delirio, el tiempo transcurría sin que os dieseis cuenta, pero el verano se acaba y se acerca el invierno. Aun cuando pudiéramos repetir nuestras caminatas en tan mala estación, no nos lo consentirían. Por fuerza, aun a pesar nuestro, tenemos que cambiar el modo de vivir. Observo en vuestros impacientes ojos que esta dificultad no os preocupa mucho; el consentimiento de Sofía y vuestros propios deseos os indican un medio fácil para evitar la nieve y no tener que hacer más caminatas para ir a verla. El expediente sin duda resulta cómodo, pero llegada la primavera la nieve se derrite y el noviazgo sigue, pero hay que pensar en todas las estaciones del año.
»Queréis casaros con Sofía y todavía no hace cinco meses que la conocéis. Queréis casaros, no porque os conviene ella, sino porque os gusta, como si el amor no se engañase nunca acerca de las conveniencias, y como si nunca los que empiezan amándose acabasen despreciándose. Es virtuosa, lo sé, ¿pero basta con eso? ¿Es suficiente el ser personas honestas para avenirse? No es de su virtud de lo que dudo, sino de su carácter. ¿El de una mujer se revela en un día? ¿Sabéis en cuántas situaciones hay que verla para conocerla bien? Cuatro meses de cariño, ¿os responden de la vida entera? Dos meses de ausencia tal vez sean suficientes para que os olvide, y quizá otro espera a que estéis lejos para borraros de su pecho; acaso cuando volváis la encontraréis tan indiferente como hasta ahora la habéis hallado sensible. Los afectos no dependen de los principios; puede seguir siendo muy digna y dejar de amaros. Yo me inclino a creer que será constante y fiel, ¿pero quién os responde de ella, y quién le responde a ella de vos mientras no habéis llegado a las mayores pruebas? Para la prueba, ¿esperáis que sea inútil? Para conoceros, ¿esperáis a cuando ya no os podréis separar?
»Sofía aún no tiene dieciocho años y vos acabáis de cumplir veintidós; esta edad es la del amor, pero no la del matrimonio. ¡Qué padre y madre de familia! Para saber educar niños, esperad por lo menos que no lo seáis. ¿Sabéis cuántos jóvenes han visto su salud alterada y cuántas han muerto a causa de un embarazo precoz? ¿Ignoráis cuántos niños, por no haber tomado su primera sustancia de un cuerpo lo suficientemente desarrollado, han vivido endebles y enfermizos? Cuando el crecimiento de la madre y el del hijo vayan a la par, y se reparte la sustancia necesaria para el incremento de cada uno, ni a él ni a ella les llega lo que señala la naturaleza, ¿y cómo es posible, entonces, que los dos no sufran? O conozco muy mal a Emilio, o querrá tener más tarde hijos y mujer robustos en vez de que su impaciencia sacrifique su vida y su salud.
»Hablemos de vos, Emilio. Aspiráis al estado de esposo y padre, ¿pero habéis pensado en vuestras obligaciones? Haciéndoos cabeza de familia, os vais a hacer miembro del Estado. ¿Y qué es ser miembro del Estado? ¿Lo sabéis? Habéis estudiado vuestras obligaciones de hombre, ¿pero conocéis las de ciudadano? ¿Sabéis qué cosa es Gobierno, leyes y patria? ¿Sabéis a qué precio os es lícito vivir y por quién debéis morir? Creéis que todo lo habéis aprendido y todavía no sabéis nada. Antes de tomar asiento en el orden civil, aprended a conocerlo y a saber qué puesto os corresponde.
»Emilio, hay que dejar a Sofía; no digo abandonarla, aunque si fueseis capaz, para ella sería una gran dicha no casarse con vos; es preciso dejarla para volver siendo digno de ella. No seáis tan vano pensando que ya la merecéis. ¡Con lo que aún tenéis que hacer! Venid a
desempeñar esta noble tarea, venid a aprender a sufrir la ausencia-, venid a ganar el premio de la fidelidad, para que al volver podáis honraros por algo junto a ella, y pedir su mano, no como una gracia, sino como una recompensa.»
No acostumbrado todavía a luchar contra sí mismo, aún inexperto en desear una cosa y querer otra, el joven no se rinde y se resiste, diciendo: «¿Por qué he de rehusar la felicidad que me espera? ¿No sería desdeñar la mano que me brindan si tardase en aceptarla? ¿Qué necesidad tengo de apartarme de ella para saber lo que le debo? Y aun cuando así fuese necesario, ¿por qué no dejar con indisolubles vínculos la prenda segura de mi vuelta? Siendo su esposo, estoy dispuesto a separarme de ella; unámonos y la dejo sin temor». «¿Uniros para separaros, querido Emilio? ¡Qué contradicción! Es muy hermoso que un hombre pueda vivir sin su amante, pero un marido no debe dejar a su mujer sin necesidad. Observo que para atenuar vuestros escrúpulos, vuestras dilaciones han de ser involuntarias; es preciso que le podáis decir a Sofía que la dejáis contra vuestra voluntad. Bien está, contentaos, y puesto que no obedecéis a la razón, reconoced a otro dueño. No habréis olvidado el compromiso que habéis contraído conmigo. Emilio, hay que dejar a Sofía; yo lo ordeno.»
Ante estas palabras inclina la cabeza, calla, medita un momento, y luego, mirándome con entereza, me dice «¿Cuándo nos vamos?» «Dentro de ocho días -le contesto-; hay que preparar a Sofía para esta partida. A las mujeres se les deben más contemplaciones, y como esa ausencia no es para ella una obligación como lo es para vos, le es lícito el sufrirla con menos conformidad.»
Tentado estoy de prolongar hasta la separación de mis dos jóvenes el diario de sus amores, pero hace mucho tiempo que estoy abusando de la indulgencia de mis lectores, por lo que debo terminar de una vez. ¿Se atreverá Emilio a tener con su amada la misma entereza que conmigo? Así lo creo; de la misma verdad de su amor debe sacar esa seguridad. Más confuso estaría en su presencia si le fuese menos costoso el dejarla; la dejaría como cargado de culpa, y este papel es siempre difícil para un corazón honrado; cuanto mayor es su sacrificio, más se honra a los ojos de la que le es tan querida. No teme que su amada no acierte el motivo que lo determina, y parece que con cada mirada le dice «Sofía, lee dentro de mi corazón y me serás fiel; tu amante no es un hombre sin virtud».
La altiva Sofía procura sufrir con dignidad el imprevisto golpe que la hiere. Hace esfuerzos para parecer insensible, pero no teniendo, como Emilio, el afán de combatir y vencer, flaquea su entereza. Llora, gime contra su voluntad, y el temor de verse olvidada hace más agudo el dolor de la separación. Pero no llora delante de él, no le demuestra sus temores, y antes se ahogaría que dejar que se le escapase un suspiro; en cambio, teniéndome a mí por confidente, soy yo el que recoge su dolor y ve sus lágrimas. Las mujeres son sagaces y saben fingir; cuanto más murmura para sí contra mi tiranía, más se desvive en serme grata, pues sabe que su suerte está en mis manos.
La consuelo, la tranquilizo, le respondo de su amante, o más bien de su esposo, porque si ella le guarda la misma fidelidad que él, le aseguro que lo será dentro de dos años. Me aprecia lo suficiente para creer que no la quiero engañar. Soy el fiador del uno para el otro. Sus corazones, su virtud, mi probidad, la confianza de sus padres, todo los anima. ¿Pero qué vale la razón contra la debilidad? Se separan como si ya no tuviesen que volver a verse.
Es entonces cuando Sofía, acordándose del sentimiento de Eucaris, cree que realmente está en su lugar. No dejemos que se despierten estos fantásticos amores durante la ausencia. «Sofía -le dije un día-, haced con Emilio un cambio de libros. Dadle vuestro Telémaco para que aprenda a parecérsele y él os dará el Espectador, cuya lectura os gusta. Estudiad en él las obligaciones de las esposas honestas, pues dentro de dos años estas obligaciones van a ser las vuestras.» Este cambio complace a los dos y les inspira confianza. Por fin llega el triste día, hay que separarse.
El digno padre de Sofía, con quien lo he concertado todo, me abraza al despedirnos, y en seguida, llevándome aparte, me dice con grave y expresivo acento las siguientes palabras: «Yo he hecho lo que habéis querido para complacer-os; sabía que trataba con un hombre de honor, y sólo me falta deciros dos palabras: No olvidéis que vuestro alumno firmó en la boca de mi hija su contrato de matrimonio».
¡Qué distinto el aspecto de los dos amantes! Emilio, impetuoso, ardiente, agitado, fuera de sí, gime, vierte raudales de lágrimas sobre las manos del padre, de la madre y de la hija; abraza sollozando a la gente de casa, y repite mil veces las mismas cosas con un desorden tal que en otras circunstancias harían reír. Sofía, abatida, pálida, los ojos enrojecidos, la mirada turbia, no llora, no ve a nadie, ni siquiera a Emilio. En vano él la coge de las manos y la estrecha en sus brazos; permanece inmóvil, insensible a sus llantos, a sus halagos y a todo lo que hace; para ella él ya se fue. Eso conmueve más que los quejidos y el aparatoso desconsuelo de su amante, y él lo ve, lo siente y se le desgarra el corazón; me lo llevo a la fuerza, pues si le dejo un instante más, no querrá partir. Estoy muy satisfecho de que se lleve impresa esta triste imagen. Si alguna vez le viniera la tentación de olvidarse de lo que debe a Sofía, recordándola tal como la ha visto en el momento de su partida, ha de tener un abyecto corazón si no se lo devuelvo a ella.
DE LOS VIAJES
Se pregunta si es útil que los jóvenes viajen, y se discute mucho sobre esto. Si lo propusieran de otro modo, y preguntaran si es útil que hayan viajado los hombres, quizá no discutirían tanto.
El abuso de los libros mata la ciencia. Creyendo que sabemos lo que hemos leído, ya no creemos que tengamos que aprender. La mucha lectura sólo sirve para hacer ignorantes presuntuosos. No ha habido siglo en que se haya leído tanto como en éste y en que haya menos ciencia; entre todos los países de Europa no hay uno en el que se impriman tantas historias, relaciones y viajes como en Francia, ni ninguno donde menos se conozcan el genio y costumbres de las otras naciones. Tantos libros nos hacen olvidar el libro del mundo, y si aún leemos en él, sólo son más páginas. Aun cuando yo no supiera el dicho «¿Es posible ser persa?», de tanto oírlo habría adivinado que se dijo en el país donde las preocupaciones nacionales son una obsesión.
Un parisién cree que conoce a los hombres, y sólo conoce a los franceses; en su capital, llena siempre de extranjeros, mira a cada uno como un fenómeno extraordinario que no tiene par en el resto del mundo. Hay que haber visto desde cerca a los burgueses de esta gran
ciudad, y haber vivido entre ellos para creer que con tanto espíritu puedan ser tan estúpidos. Lo extraño es que cada uno ha leído quizá diez veces la descripción del país de que tanto se admira cuando ve a uno de sus habitantes.
Es excesivo el tener que observar a la vez las preocupaciones de los autores y las nuestras para llegar a la verdad. He pasado mi vida leyendo relatos de viajes, y nunca he encontrado dos que me dieran la misma idea de un mismo pueblo. Comparando lo poco que podía observar con lo que había leído, he terminado por dejar a los viajeros y sentir el tiempo gastado en su inútil lectura, convencido de que en cuanto se refiere a observaciones de cualquier género, no se ha de leer, sino que se ha de ver. Esto sería verdad en esta ocasión, aunque fuesen sinceros todos los viajeros, o sólo dijesen lo que han visto y lo que creen y únicamente disfrazasen los falsos colores que a sus ojos tiene la verdad. ¿Qué será cuando también sea necesario comprenderla a través de su mala fe y sus mentiras?
Dejemos, pues, el recurso de los libros á los que son capaces de contentarse con ellos. Es bueno, como el Arte magna de Raimundo Lulio, para aprender a hablar de lo que no se entiende o para adiestrar Platones de quince años a filosofar y a ilustrar sobre los usos y las costumbres de Egipto y de las Indias, según las aportaciones de Pablo Lucas o de Tabernier.
Tengo por máxima indiscutible que aquel que sólo ha visto un pueblo, en vez de conocer a los hombres, únicamente conoce las gentes con las cuales ha vivido. Esto es otra forma de fiar la cuestión de los viajes. ¿Es suficiente con que un hombre bien educado no conozca más que a sus compatriotas, o le importa conocer a los hombres en general? Aquí ya no cabe ninguna discusión ni duda. La solución de una cuestión difícil a veces depende del modo de presentarla.
Pero para estudiar a los hombres, ¿hay que recorrer toda la tierra? ¿Hay que ir al Japón para observar a los europeos? Para conocer la especie, ¿hay que conocer a todos los individuos? No, puesto que hay hombres tan parecidos que no hace falta que se los estudie separadamente. Quien haya visto a diez franceses es como si los hubiera visto a todos. Aunque no pueda decirse lo mismo de los ingleses ni de otras naciones, pues cada nación tiene su carácter propio, que se saca por inducción, no de la observación de uno de sus miembros, sino de muchos. El que haya comparado a diez pueblos conoce a los hombres, como el que ha visto a diez franceses conoce a los franceses.
Para instruirse no basta recorrer países, sino saber viajar. Para observar, hay que tener ojos y fijarlos en el objeto que se quiere conocer. Hay muchas gentes a las que todavía instruyen menos los viajes que los libros porque ignorando el arte de pensar, en la lectura el autor guía su espíritu, y en sus viajes nada saben ver por sí mismos. Otros no se instruyen porque no quieren instruirse. Llevan un fin distinto, y todo les impresiona poco, y es mucha casualidad que veamos con exactitud lo que no nos interesamos en mirar. De todos los pueblos del mundo, el francés es el que más viaja, pero saturado de sus costumbres, todo lo que no tiene un parecido con ellos lo confunde. Donde quiera que sea hay franceses, y en ningún país hay mayor número de personas que hayan viajado que en Francia, y con todo eso, el pueblo de Europa que más recorre los otros el que menos los conoce.
También viaja el inglés, pero éste lo hace de otro modo; es forzoso que estos dos pueblos sean contrarios en todo. La nobleza inglesa viaja y la francesa no; la plebe francesa viaja y la inglesa no. Esta diferencia me parece muy honrosa para los ingleses. Los franceses casi siempre llevan algún asunto de interés comercial en sus viajes, pero los ingleses no van a buscar fortuna en las otras naciones, sino que incrementan su comercio y van con las manos llenas; cuando viajan es para gastar su dinero y no para vivir de su industria; son demasiado orgullosos para ir a humillarse fuera de su patria. También esto es causa de que en país extranjero se instruyan peor que los franceses, quienes llevan otras ideas en la cabeza. No obstante, también tienen sus preocupaciones nacionales los ingleses, y quizá más que ningún otro país, pero sus preocupaciones son hijas de la pasión, no de la ignorancia. El inglés tiene las preocupaciones de la soberbia, y el francés las de la vanidad.
Por regla general, los pueblos menos cultivados, los más cuerdos y los que menos viajan, hacen mejor sus viajes, pues al ser menos adelantados que nosotros en nuestras frívolas investigaciones, y menos ocupados en los objetos de nuestra vana curiosidad, ponen toda su atención en lo que es verdaderamente útil. No conozco más que los españoles que viajen de esta forma.
Mientras que un francés frecuenta a los artistas de un país, un inglés hace dibujar alguna antigüedad y un alemán lleva su álbum a casa de los sabios, el español estudia en silencio el gobierno, las costumbres y la policía, y él es el único de los cuatro que saca del viaje observaciones útiles para su patria.
Sabemos de los antiguos que viajaban muy poco, que leían menos y que escribían escasos libros, y, no obstante, en los que nos quedan vemos que se observan mejor unos a otros que lo que nosotros observamos a nuestros contemporáneos. Sin remontarnos a los escritos de Homero, el único poeta que nos transporta a los países que describe, no se le puede negar a Herodoto el honor de haber pintado las costumbres en su Historia, aunque abunde más en narraciones que en reflexiones, y siempre mejor que nuestros historiadores llenando sus libros de retratos y caracteres. Tácito describió mejor a los germanos de su tiempo que ningún historiador moderno ha descrito a los alemanes. Los que están versados en la historia antigua, indiscutiblemente, conocen a los griegos, cartagineses, romanos, galos y persas mejor que ningún pueblo de nuestro tiempo a sus vecinos.
Es necesario también advertir que, desapareciendo paulatinamente los caracteres primitivos de los pueblos, es más difícil conocer el carácter propio de cada uno. A la vez que se mezclan las castas y se confunden los pueblos, poco a poco vemos desaparecer aquellas diferencias nacionales que antes se notaban a primera vista. En la antigüedad, cada nación permanecía más encerrada dentro de sí misma había menos comunicaciones, menos relaciones políticas y civiles de un pueblo con el otro, y tampoco habían tantos conflictos de los que llamamos negociaciones, ni embajadores ordinarios o residentes perpetuos; las largas navegaciones escaseaban y era muy exiguo el comercio lejano, y el poco que se hacía lo emprendía el mismo príncipe sirviéndose de extranjeros, o lo ejercían hombres despreciables que no se sujetaban a ley ninguna ni aproximaban a las naciones entre sí. Hay actualmente cien veces más relación entre Europa y Asia que la que antiguamente había entre la Galia y España; Europa estaba más aislada que lo que hoy lo está el globo entero.
Agréguese a esto que considerándose la mayor parte de los pueblos antiguos como autóctonos, u oriundos de su propio país, pues lo ocupaban desde los remotos tiempos en que se establecieron en ellos sus antepasados y el clima ya había tenido tiempo de absorberlos, entre nosotros, después de las invasiones romanas, las emigraciones modernas de los bárbaros lo han mezclado todo y confundido. Los franceses de hoy ya no son aquellos cuerpos rudos, blancos y rubios de otros tiempos; los griegos tampoco son aquellos bellos hombres para servir de modelo al arte; los mismos romanos han variado de carácter y de constitución; los persas, oriundos de la Tartaria, van perdiendo su primitiva fealdad con la mezcla de la sangre circasiana ; los europeos ya no son ni galos, ni germanos, ni iberos, sino escitas que han degenerado de diversas formas en la figura, y todavía más en las costumbres.
Queda aquí descrita de una forma palpable por qué las antiguas distinciones de las castas, las calidades del aire y del terruño deslindaban con mayor energía de la que actualmente podemos emplear, las costumbres y los caracteres, pues la falta de permanencia constante en la población europea no da tiempo a ninguna causa natural para imprimir sus caracteres, y taladas las selvas, desecados los pantanos y cultivada la tierra con mayor uniformidad pero peor, ya no permite, ni siquiera en lo físico, tan notables diferencias ni de país.
Quizá, reflexionando de esta forma, pondríamos menos en ridículo a Herodoto, Ctesias y Plinio por haber representado a los moradores de ciertos países con caracteres originales y diferencias muy marcadas que ya no les encontramos. Habría que ver de nuevo a los mismos hombres para reconocer en ellos las mismas figuras y que nada los hubiera hecho variar para que fuesen iguales. Si pudiésemos contemplar a un mismo tiempo todos los hombres que han existido, ¿cabe la menor duda de que los encontraríamos más diversos de un siglo a otro que ahora de una a otra nación?
A la vez que aumentan las dificultades para las observaciones, se ejecutan de una forma peor y con mayor negligencia, y es otra de las razones que justifican el poco fruto de nuestras investigaciones en la historia del género humano. La instrucción obtenida de los viajes se refiere a la causa que los motiva; si ésta es un sistema filosófico, el viajero ve únicamente lo que quiere ver; si es el interés, absorbe la atención de los que se dedican a él. El comercio y las artes, que mezclan y confunden los pueblos, también son obstáculos para su estudio. Cuando ya saben el beneficio que pueden reportarse mutuamente, ¿qué necesidad tienen de saber otras cosas?
Para el hombre es útil conocer todos los sitios donde se puede vivir más cómodamente. Si cada uno se bastara a sí mismo, no le interesaría conocer más que el país que le puede mantener; el salvaje, que no necesita a nadie y tampoco desea nada, no conoce ni trata de conocer otro país que el suyo. Si para vivir se ve forzado a salir de él, se aparta de los sitios habitados, y sólo persigue a los animales porque necesita comer. Pero nosotros, siéndonos necesaria la vida civil, y porque no podemos vivir sin comer, nuestro interés es frecuentar los países donde más fácil es encontrar el sustento. Por eso hay tanta afluencia en Roma, en París y en Londres. Es siempre en las capitales donde se vende más barata la sangre humana. Así que sólo conocemos las grandes ciudades y todas se parecen.
Se dice que tenemos sabios que viajan para instruirse, y esto es un error: los sabios hacen esos viajes por interés, como los demás. Ya no hay Platones ni Pitágoras, y si los hay, están muy lejos de nosotros. Nuestros sabios sólo viajan por orden de la corte; los despachan, los mantienen, los pagan para ver un objeto determinado, el cual no es un objeto moral. A este objeto único le dedican su tiempo, y son demasiado honestos para robar el dinero. Si a su costa en un país cualquiera viajan curiosos, no es para estudiar a los hombres, sino para instruirlos, y para eso no necesitan ninguna ciencia, sino ostentación. ¿Cómo en sus viajes han de aprender a sacudir el yugo de la opinión cuando sólo los hacen por ella? H ay una gran diferencia entre viajar para ver países o para ver sus pueblos. Lo primero es siempre propio de los curiosos, y lo segundo es accesorio. Mientras no puede observar a los hombres, el niño observa las cosas; el hombre debe empezar observando a sus semejantes, y después, si tiene tiempo, las cosas.
Por lo tanto, no se puede deducir que los viajes sean inútiles cuando viajamos mal. Una vez reconocida la utilidad de los viajes, ¿se deduce que son convenientes a todo el mundo? Muy al contrario; convienen a poca gente, y sólo son convenientes para hombres dueños de sí mismos, que sepan escuchar las lecciones del error sin dejarse seducir, y ver los ejemplos del vicio sin dejarse arrastrar.
Los viajes empujan la inclinación hacia su pendiente y terminan por hacer bueno o malo al hombre. El que regresa de correr el mundo, ya es lo que será durante su vida; son más los que vuelven malos que no buenos, pues entre los que emprenden viajes, son más los inclinados a lo peor que a lo mejor. Los jóvenes mal educados y mal conducidos, contraen en sus viajes todos los vicios de los pueblos que visitan, pero ni una de las virtudes mezcladas con estos vicios; en cambio, los que tienen buenas inclinaciones, aquellos en quienes se ha cultivado su buen natural y que viajan con intención de instruirse, regresan mejores y más juiciosos de lo que eran. Así viajará mi Emilio; así había viajado aquel joven digno de un siglo mejor, cuyo mérito asombró a la atónita Europa y que murió por su país en la flor de sus años, pero que merecía vivir, y cuya tumba, adornada únicamente con sus virtudes, esperaba ara ser honrada, que una mano extranjera esparciese ores sobre ella. (El conde de Siron.)
Todo lo que se hace de una forma racional tiene sus reglas. Los viajes mirados bajo el punto de vista educativo, también deben tener las suyas. El viajar por viajar es andar errante, ser un vagabundo; el viajar para instruirse todavía es un objeto muy vago, ya que la instrucción sin un fin determinado es nula. Yo quisiera excitar en el joven un vivo interés por instruirse, y este interés, bien escogido, también fijaría la naturaleza de la instrucción, pues es la consecuencia del método que he procurado practicar.
Así, pues, luego de haberse considerado por sus relaciones físicas con los demás seres, y por sus relaciones morales con los demás hombres, le falta considerarse por sus relaciones civiles con sus conciudadanos. A esta finalidad necesita que primero estudie la naturaleza del Gobierno en general, sus diversas formas, y, por último, el Gobierno particular en que cada uno ha nacido, para saber si le conviene vivir en él, porque en virtud de un derecho que nadie puede revocar, todo hombre, al ser mayor de edad y dueño de sí mismo, tiene el derecho de denunciar el contrato por el cual está ligado a la comunidad, dejando el país donde vive. Únicamente por la estancia que hace en él después de su mayoría de edad, confirma el compromiso adquirido por sus antepasados. El derecho de renunciar a su patria lo ha adquirido como renuncia de la sucesión de su padre, y siendo el sitio de nuestro nacimiento un don de la naturaleza, cede lo que le pertenece quien a él renuncia. En un riguroso derecho, cada hombre permanece libre por su cuenta y riesgo en cualquier país que nazca, a menos que de una forma espontánea se sujeto a las leyes para adquirir el derecho de ser amparado por ellas.
Yo le diría, por ejemplo: «Hasta aquí habéis vivido bajo mi dirección porque vuestra edad no era para gobernaros vos mismo. Pero llegáis a la época en que permitiéndoos las leyes disponer de vuestro caudal, os hacen dueño de- vuestros pasos. Os vais a ver solo en la sociedad, dependiente de todo, hasta de vuestro patrimonio. Tenéis voluntad de estableceros, una idea loable, porque esta es una de los obligaciones del hombre, pero antes de casaros es indispensable que sepáis lo que queréis ser, en qué queréis emplear la vida, cuáles son las medidas que vais a tomar para asegurar vuestro pan y el de vuestra familia; pues, aunque no deba mirarse esto como lo principal de la vida, es indispensable no descuidarlo. ¿Queréis depender de los hombres que despreciáis? ¿Queréis cimentar vuestro caudal y fijar vuestro estado, en las relaciones civiles, a discreción de los demás y que os obliguen, para libraros de pícaros, a serlo sólo de vos?
Después le hablaré de todos los medios posibles para que su patrimonio le produzca beneficios, ya sea en el comercio, ya en los cargos o rentas públicas, y le haré observar que no hay uno que carezca de riesgos, y que le conviene cambiar de costumbres, de opinión y de conducta, tomando ejemplo de los otros.
Le diré que hay otro medio de emplear el tiempo y su persona, que es el de servir en el ejército, o sea, cobrar una miseria para ir a matar gente que ningún daño le ha hecho. Este oficio es muy apreciado entre los hombres, y tienen en gran estima los que sólo sirven para él. En lo referente a lo demás, lejos de soslayar otros recursos, deben tenerse en cuenta, porque es una parte del honor de este estado el arruinar a los que a él se dedican. Es verdad que no empobrece a todos y que se va introduciendo la moda de enriquecerse como en los otros, pero dudo que explicándoos cómo se las arreglan los que logran esto, deseéis imitarlos.
Ved que en esta misma profesión ya no se trata de valor ni de esfuerzo, como no sea quizá por las mujeres; por el contrario, el más rastrero, el más adulador, el más servil, es siempre el más honrado, y si pensáis cumplir con vuestra obligación, seréis despreciado, aborrecido, tal vez expulsado de vuestro cuerpo o bien os aislarán procurando que vuestros camaradas os posterguen por haber cumplido con vuestro deber en la trinchera, mientras ellos cumplían el suyo en el tocador de las damas.
Ya se puede uno dar cuenta de que todos estos diversos empleos no serán del agrado de Emilio. «Pues, ¿acaso se me han olvidado los juegos de mi niñez? ¿He agotado mis fuerzas? ¿No sé trabajar? ¿Qué me importan estos soberbios empleos y las necias opiniones de los hombres? No conozco otra gloria que la de ser justo y benéfico, ni otra felicidad que la de vivir independiente con lo que uno quiere, teniendo todos los días apetito y salud para trabajar. Toda esa barahúnda de que me habláis me afecta muy poco. No aspiro a otras riquezas ? que la de un pequeño hogar en un rincón del mundo. Toda mi avaricia se limitará a cultivar el huerto y vivir sin inquietudes. Sofía y mi campo, y seré rico.»
Sí, amigo mío, para la dicha del sabio basta con una mujer y un campo que sean suyos, pero estos tesoros, aunque modestos, no son tan comunes como pensáis. El más raro ya lo habéis visto, y hablemos del otro.
Un campo que sea vuestro, querido Emilio. ¿Y en qué país lo escogeréis? ¿En qué rincón de la tierra podréis decir: «Aquí soy dueño de mí mismo y del terreno que me pertenece»? Sabemos en qué lugares están los parajes donde enriquecerse es fácil, pero, ¿quién sabe dónde se puede vivir libre careciendo de riquezas, dónde con independencia y libertad no tendrás que perjudicar a nadie ni temerás que se le haga ningún daño? Si hay algún medio legítimo y seguro para poder vivir sin intrigas, sin negocios ni dependencia, debo decir que es el de vivir de su trabajo y cuidando su tierra. Pero, ¿cuál es la situación en que uno puede decir que la tierra que pisa es suya? Antes de elegir esta magnífica tierra, debéis aseguraros de que en ella encontraréis la paz que buscáis; tened presente que lo mismo un Gobierno violento que una religión perseguidora con perversas costumbres pueden perturbar-os. Fijaos en los impuestos excesivos que destrozarán el fruto de vuestro trabajo, y con los continuos pleitos que irán disminuyendo vuestro capital. Procurad que viviendo rectamente no tengáis necesidad de obsequiar a los intendentes, a los jueces, a sus clérigos, a los poderosos vecinos y a todo género de bribones siempre a punto para atormentaras si os distraéis. Guardaos de las vejaciones de los grandes y de los ricos, pensad que vuestras tierras en todos los lugares pueden confinar con la viña de Nabot. Si por desgracia un hombre de valimiento pretende comprar o construir una casa cerca de la vuestra, ¿quién os ha asegurado que no hallará ningún medio, con cualquier excusa, para ocupar vuestra propiedad y ensanchar la suya, o que el día menos pensado veréis vuestra posesión convertida en un camino real? Y si tenéis crédito para evitar todos estos inconvenientes, también podréis conservar vuestras riquezas, pues no os será muy difícil guardarlas. Tanto la riqueza como el crédito se fortalecen de forma recíproca, y la primera sin la segunda siempre es de mal sostenimiento.
Tengo más experiencia que vos, querido Emilio, y por eso veo mejor lo difícil que es vuestro proyecto No obstante, es bello, honroso, y en realidad os haría feliz; debemos hacer todos los esfuerzos para ponerlo en práctica. Tengo que haceros una proposición: pongamos nuestro empeño, durante los dos años que hemos señalado para la época de vuestro regreso, en buscar un rincón en Europa, donde podáis vivir feliz con vuestra familia, salvando todos los peligros que os he seña lado últimamente. Si logramos conseguirlo, habréis alcanzado la verdadera felicidad por la que tantos se desviven en vano, y no os daréis cuenta del tiempo invertido para conseguirla. Si no podemos lograrlo, os libraréis de una idea fantástica, os consolaréis de una desdicha inevitable y os sujetaréis a la ley de la necesidad.
Ignoro si mis lectores saben adónde nos conducirá esta investigación así propuesta, pero sé que si al regreso de sus viajes y hechos con esa idea, Emilio no regresa enterado de todas las materias del Gobierno, moral pública y máximas de Estado de toda especie, es necesario que seamos muy cortos, él de inteligencia y yo de discernimiento.
El derecho político todavía está por nacer, y es presumible que no nacerá jamás. Grocio, el maestro de todos nuestros sabios en esta cuestión, es un niño, y lo peor es que lo es de mala fe. Al ver cómo se encumbra a Grocio hasta las estrellas y execran a Hobes, me doy cuenta de las gentes de juicio que leen o comprenden a estos dos autores. Lo cierto es que son exactamente semejantes y que sólo se diferencian en las expresiones y en el método. Hobes se apoya en sofismas y Grocio en los poetas; todo lo demás les es común.
El único escritor moderno capaz de crear esta inútil y vasta ciencia hubiera sido el ilustre Montesquieu, pero tuvo mucho cuidado en no tratar de los principios del derecho político, limitándose a tratar del derecho positivo de los Gobiernos establecidos, y no hay nada más distinto que esos dos estudios.
No obstante, el que pretenda formarse un juicio verdadero de los Gobiernos, tal como son, forzosamente tiene que reunir los dos; es indispensable saber lo que hay para ver con acierto lo que no hay. La más grave dificultad para poner en claro estas importantes materias es saber contestar a estas dos preguntas: ¿Qué me importa? ¿Qué tengo que ver yo con esto? A nuestro Emilio lo hemos preparado ya para poder responder a la una y a la otra.
La segunda dificultad procede de las preocupaciones de la niñez, de las máximas que nos han inculcado, y, de un modo especial, de la parcialidad de los autores, que siempre hablan de la verdad en que no piensan y sólo atienden a su interés, del que no hablan. Pero si el pueblo no ofrece cátedras, ni pensiones, ni empleos académicos, fíjense cómo debe establecer sus derechos esta gente. He procurado que tampoco existiera para Emilio esta dificultad. Casi ignora lo que es un Gobierno, y lo único que le importa es encontrar el mejor; su finalidad no es la de componer libros, y si alguna vez los escribe, no será para adular a los poderosos, sino para defender los derechos de la humanidad.
Queda la tercera dificultad, más aparente que sólida, la cual no quiero resolver ni proponer; basta con que mi celo no se impresione; es verdad que en esta clase de investigaciones es menos tener un gran talento que un sincero amor a la justicia y un verdadero respeto a la verdad. Por consiguiente, si se pueden tratar en algún caso sin pasión las materias de gobierno, a mi modo de ver es en el que nos encontramos, y, en caso contrario, jamás.
Antes de proceder a la observación, es necesario la adquisición de reglas para hacer las observaciones pertinentes y construir una escala para con ella comparar las medidas que se hayan tomado. Esta escala la constituyen nuestros principios de derecho político, y nuestras medidas las leyes políticas de cada país.
Nuestros elementos serán claros, sencillos y tomados inmediatamente de la naturaleza de las casas, y se formarán por las cuestiones que se ventilen entre nosotros, las que no convertiremos en principios hasta que no estén resueltas.
Por ejemplo, subamos primero al estado de naturaleza, veamos si los hombres nacen esclavos o libres, asociados o independientes; si se reúnen de forma espontánea o bien obligados, si en algún caso la fuerza que fue motivo de reunión puede constituir un derecho permanente en virtud del cual esa fuerza anterior obligue, aun cuando fuese superada por otra, de tal forma que desde la fuerza del rey Nembrod, que, según dicen, sujetó a los primeros pueblos, todas las otras fuerzas que destruyan aquélla, sean infames y usurpadoras, y no hayan otros reyes legítimos que los descendientes del tal rey Nembrod, o los que de él derivan su título, o bien si cesando esta primera fuerza, la que le sucede obliga alternativamente y destruye la obligación de la otra de tal forma que nadie está obligado a obedecer sino cuando se ve forzado a ello, y de este modo queda dispensado de la obligación de oponer resistencia, con derecho a que a mi modo de ver significaría poco más que la fuerza, y esto sólo sería un juego de palabras.
Examinaremos si no se puede decir que toda enfermedad nos viene de Dios y si de esto se puede deducir que el llamar al médico es un delito.
También examinaremos si obligados en conciencia, estamos en condiciones de tener que entregar nuestro bolsillo a un bandolero que nos lo pide en el camino porque su pistola también es un poder.
Si en este caso la palabra poder quiere decir otra cosa que legítimo, es a consecuencia de las leyes que le dieron el ser.
Suponiendo que ese derecho de la fuerza sea rechazado y admitido el de la naturaleza, o el de la autoridad paterna como el principio de las sociedades, buscaremos la medida de esa autoridad, qué fundamento tiene en la naturaleza, si su debilidad reconoce otro origen distinto que el de la utilidad del hijo y el natural cariño de su padre; por consiguiente, el haber terminado ya la debilidad del hijo y haber madurado su razón, no se convierte en juez natural, de lo que resulta conveniente para su conservación el ser dueño de sí mismo, y sin depender de otro hombre, aunque sea su padre, porque es más que cierto que el hijo siente más amor hacia sí mismo que no el padre hacia el hijo.
Si cuando el padre ha muerto los hijos están obligados a obedecer al hermano mayor, o a otro que no les tenga el cariño natural del padre, y si de generación en generación tiene que haber siempre una cabeza única a la cual toda la familia está obligada a obedecer, averiguaremos cómo se ha podido dividir la autoridad, y qué derecho hay para que en toda la tierra exista más de una autoridad que gobierne el linaje humano.
Suponiendo que los pueblos hayan sido formados con su libre consentimiento, distinguiremos el derecho consumado y preguntaremos si habiéndose sujetado de esta forma a sus hermanos, tíos o parientes, no por obligación, sino por su propia voluntad, esta especie de sociedad no queda en una asociación libre y voluntaria.
Pasando luego al derecho de esclavitud, miraremos si de una forma legítima un hombre puede enajenarse a otro, sin resistencia ni reserva, ni ninguna clase de condición, o sea, si puede renunciar a su persona, a su vida, a su razón, a «su yo» a toda moralidad en sus acciones; en una palabra, dejar de existir antes de -su muerte contra la voluntad de la naturaleza, que le encarga su propia conservación, y contra su conciencia y su razón, que le ordena lo que debe hacer y de lo que se debe abstener.
Y si hay alguna reserva, alguna restricción en el acta de esclavitud, deliberaremos si el acta no se convierte en un verdadero contrato, en el cual, no teniendo ambos contrayentes, en calidad de tales, un superior común [18], permanecen sus jueces propios en cuanto a las condiciones del contrato, libres, por consiguiente, en esta parte y árbitros para romperlo en cuanto se consideren perjudicados.
Y si un esclavo no puede liberarse sin reserva de su duelo, ¿cómo un pueblo puede liberase sin reserva de su caudillo? Y si el esclavo sigue siendo juez del cumplimiento del contrato por su dueño, ¿cómo no ha de seguir siendo juez el pueblo de la observación del contrato por su caudillo?
Obligados a volver atrás y teniendo en consideración el significado de la palabra «pueblo», veremos si para fundar éste es necesario un contrato, entendiendo que ha de ser anterior al que suponemos.
Puesto que antes de que el pueblo elija rey, el pueblo ya es pueblo, ¿qué es lo que le concede la condición de pueblo si no el contrato social? Entonces, el contrato social es el fundamento de toda sociedad civil, y en la naturaleza del acta debe hacerse la de la sociedad que forma.
Averiguaremos la condición de este contrato, y no es posible enunciarlo con esta fórmula sin una pequeña diferencia: Cada uno de nosotros aporta a la comunidad sus bienes, su persona, su vida y su poder bajo la superior dirección de la voluntad general, y todos en un cuerpo recibimos a cada uno de los miembros como una indivisible parte del todo.
Esto supuesto, para definir los términos que nos son necesarios, observaremos que en lugar de la persona particular de cada contrayente, esta acta de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, el cual consta de tantos miembros como votos tiene la asamblea. Esta persona pública en general se llama «cuerpo político», al cual sus miembros llaman «estado» cuando es pasivo, «soberano» cuando es activo y «poder» cuando se compara con sus semejantes. En lo que hace referencia a los mismos miembros, colectivamente considerados, es llamado «pueblo», y en particular «ciudadanos» como miembros de la ciudad o partícipes de la autoridad soberana, y «súbditos» en cuanto están sujetos a esta misma autoridad.
observaremos, además, que esta acta de asociación contiene un compromiso recíproco del pueblo y los particulares, y viéndose cada individuo, por decirlo así, obligado bajo dos conceptos, esto es, como miembro del soberano hacia los particulares y como miembro del Estado hacia el soberano.
Todavía queda otra observación, y es que no estando ninguno obligado a los compromisos que consigo ha contraído, la deliberación pública que puede obligar a todos los súbditos con el soberano, a causa de los dos aspectos distintos bajo el cual está mirado cada uno de ellos, no puede obligar al Estado. De donde infiere que no puede haber otra ley fundamental que con propiedad pueda llamarse así como no sea el pacto social, lo que no significa que en ciertos aspectos no pueda el cuerpo social contraer compromisos con otro, ya que con respecto a los otros países se convierte en un simple individuo.
Las dos partes contratantes, o sea, cada particular y el público, no habiendo un superior común que pueda juzgar en sus diferencias, observaremos si uno de los dos es dueño de romper el contrato cuando le acomode, es decir, renunciar a él cuando se considere perjudicado.
Con el fin de poner en claro esta cuestión, observaremos que no pudiendo actuar el soberano de conformidad con el pacto social, a no ser por las voluntades generales y comunes, sus actas tampoco deben tener otros fines distintos de los comunes y generales; de donde se deduce que un individuo no puede ser perjudicado directamente por el soberano sin que lo sean todos los demás, lo cual no puede suceder, debido a que sería perjudicarse a sí mismo. Por consiguiente, el contrato social no necesita otra fianza que el de la fuerza pública, ya que la lesión sólo puede provenir de los particulares, y entonces no por eso quedan libres de su obligación, sino que son castigados por haberla violado.
Para solucionar debidamente las cuestiones que tienen analogía, debemos recordar siempre que el pacto social es de naturaleza particular y propia de él solo en cuanto que el pueblo únicamente se debe a sí mismo, esto es, el pueblo en cuerpo como soberano, con los particulares como súbditos, condición que crea el artificio y el juego de la máquina política y que constituye empeños legítimos, racionales y exentos de riesgo, pues sin eso serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más grandes abusos.
Como los particulares se han sometido al soberano, y como la autoridad soberana no es otra cosa que la voluntad general, veremos de qué modo, obedeciendo cada hombre al soberano, sólo se obedece a sí mismo, y cómo es más libre en el pacto social que en el estado de naturaleza.
Cuando hayamos comparado la libertad natural con la civil, en lo referente a las personas y a los bienes, haremos la del derecho de propiedad con el de soberanía, la del dominio particular con el prominente. Si la autoridad soberana está basada en el derecho de propiedad, es este el derecho que más se debe respetar, pues es inviolable y sagrado mientras exista el derecho individual y particular, pero desde el momento que se considera común a todos los ciudadanos, queda sujeto a la voluntad general, la cual puede destruirlo. Entonces el soberano carece de derecho para tocar los bienes de un particular ni los de nadie, pero puede legítimamente apoderarse de los bienes de todos, tal como se hizo en Esparta en los tiempos de Licurgo; en cambio, la abolición de deudas por Solón fue un acto ilegítimo.
Ya que sólo obliga a los súbditos la voluntad general, se debe averiguar la forma cómo se manifiesta esta voluntad, las señales seguras que tiene para reconocerla, en qué consiste la ley y cuáles son sus caracteres verdaderos. Este asunto es nuevo y falta dar la definición de la ley.
Desde el momento en que el pueblo considera en particular a uno o a muchos de sus miembros, se divide. Entre el todo y su parte se forma una relación que los constituye en dos seres separados, uno de los cuales es la parte y el otro es el todo menos dicha parte. Pero el todo menos una parte no es el todo; por lo tanto, mientras subsista esta relación, no existe el todo, sino dos partes desiguales.
Y al revés: cuando todo el pueblo establece unos estatutos sobre todo el pueblo, se considera a sí mismo, y si se forma una relación, es el objeto entero bajo otro punto de vista, sin división del todo. Entonces el objeto sobre el que estatuye es general y lo es también la voluntad que impone los estatutos. Haremos un examen por si hay alguna otra clase de acta que merezca el nombre de ley.
Si el soberano sólo puede hablar por medio de las leyes, y si la ley nunca puede tener otro objeto que no sea general y relativo a todos los miembros del Estado por igual, se deduce que el soberano nunca está facultado para estatuir sobre un objeto particular, y como es importante, para la conservación del Estado, que se decida también acerca de los asuntos particulares, estudiaremos de qué forma se puede hacer.
Las actas del soberano únicamente pueden ser actas de voluntad general, o sea, leyes; después son precisas actas determinantes, actas de fuerza o de gobierno, para la ejecución de estas mismas leyes, las cuales, por el contrario, sólo pueden tener objetos particulares. Así, el acta por la cual el soberano estatuye que se elija un jefe es una ley, y el acta por la cual se elige, en cumplimiento de la ley, ese jefe, sólo es un acta de gobierno. Así tenemos el tercer aspecto bajo el cual podemos considerar al pueblo congregado, es decir, como magistrado o ejecutor de la ley que como soberano ha dictado [19].
Haremos un examen para ver si es posible que el pueblo se desprenda de su derecho de soberanía para que recaiga en un hombre o en muchos, pues al no ser el acta de elección una ley, ni siendo soberano el mismo pueblo, no vemos cómo puede transmitir un derecho de que carece.
Ya que la esencia de la soberanía consiste en la voluntad general, tampoco vemos cómo puede ser posible asegurarse de que una voluntad particular tenga que estar siempre de acuerdo con la voluntad general. Se debe presumir que muchas veces se halla en contradicción con ella, ya que el interés privado siempre aspira a las preferencias, mientras que el público tiende a la igualdad, y aun cuando fuera posible esta concordancia, bastaría que no fuese indestructible y necesaria para que no pudiese resultar de ella el derecho soberano.
Veremos, sin violar el pacto social, si los caudillos son otra cosa, sea lo que fuere su denominación, que unos oficiales del pueblo a quienes éste ordena que hagan cumplir las leyes; si esos caudillos no le deben rendir cuentas de su administración, y si ellos mismos no están sujetos a las leyes por cuyo cumplimiento deben velar.
Si un pueblo no puede enajenar su derecho supremo, ¿podrá confiarlo por un tiempo determinado? Si no puede nombrar dueño, ¿podrá nombrar representantes? Esta importante cuestión merece que se discuta.
Si un pueblo no puede tener ni soberano ni representantes, veremos cómo puede imponer las leyes por sí mismo, si debe tener muchas, si deben cambiarse frecuentemente, y si es fácil que un gran pueblo sea su propio legislador. Si no era un pueblo grande el pueblo romano, y si conviene que haya pueblos grandes.
De las precedentes consideraciones, se deduce que en el Estado hay un cuerpo intermedio, compuesto de uno o muchos miembros, que está encargado de loa administración pública, de la ejecución de las leyes y de mantener la libertad civil y política.
Sus miembros son llamados magistrados o reyes, es decir, gobernadores. El cuerpo entero, en lo que se refiere a los hombres que lo componen, se llama príncipe, y considerado por su acción, se llama gobierno.
Si tenemos en cuenta la acción del cuerpo entero actuando en sí mismo, o sea, la relación del todo con el todo, o del soberano con el Estado, podemos establecer una comparación entre esta relación con la de los extremos de una proporción continua cuyo término medio es el Gobierno. El magistrado recibe del soberano las órdenes que da el pueblo; y regulado todo, su producto o su potencia está en el mismo grado que el producto o la potencia de los ciudadanos, que son súbditos por una parte y soberanos por otra. No es posible la alteración de ninguno de los tres términos sin romper la proporción. Si el soberano quiere gobernar, si el príncipe quiere dar leyes, o si el súbdito se niega a la obediencia, el desorden sustituye a la regla, y disuelto el Estado, cae en el despotismo o en la anarquía.
Supongamos que el Estado esté formado por diez mil ciudadanos. El soberano sólo puede considerarse colectivamente y en cuerpo, pero cada particular tiene, ` como súbdito, su existencia individual e independiente, de tal modo que el soberano está con el súbdito en la relación de diez mil a uno, esto es, que a cada miembro del Estado sólo le corresponde la diez milésima parte de la autoridad soberana, aunque esté sujeto a ella. Si el pueblo consta de cien mil hombres, el estado de los súbditos no sufre variación, y cada uno de ellos lleva siempre sobre sí el imperio de las leyes, ya que reducido su voto a una cien milésima, tiene diez veces menos influencia en su redacción. Así, siendo el súbdito siempre uno, queda aumentada la relación del soberano en razón del número de ciudadanos. De ahí que cuanto más se engrandece el Estado, más disminuye su libertad.
Ahora bien, cuanto menor sea la concordancia de las voluntades particulares con la voluntad general, o sea, las costumbres con las leyes, mayor debe ser la fuerza represiva. Proporcionando la grandeza del Estado más tentaciones y medios para que abusen de ella los depositarios de la autoridad pública, cuanto mayor es la fuerza de que dispone el Gobierno para contener al pueblo, mayor debe ser también la del soberano para contener al Gobierno.
De esta relación doble se infiere que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, sino una consecuencia de la naturaleza del Estado. Al ser fijo uno de los extremos, el pueblo, también se deduce que siempre que se aumenta o disminuye, aumenta o disminuye la razón simple, lo cual no puede ser si sufre cambio otras tantas veces el término medio, de donde se puede sacar la consecuencia de que no hay constitución de gobierno que sea única y absoluta, sino que debe haber tantos Gobiernos de diferente naturaleza como haya Estados de diferente importancia.
Si el país es muy poblado, concuerdan menos las leyes con las costumbres, y veamos si por una analogía bastante evidente, podremos afirmar que cuanto más numerosos son los magistrados, más débil es el Gobierno.
Para poner en claro esta máxima, haremos una distinción en la persona de cada magistrado, tres voluntades esencialmente distintas; primero, la voluntad propia del individuo, que sólo aspira a su provecho personal; segundo, la voluntad común de los magistrados, que sólo se refiere al beneficio del príncipe, que podemos llamar de cuerpo y que es general con respecto al Gobierno y particular con respecto al Estado de que es parte el Gobierno; tercero, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, la cual es general, tanto en lo referente al Estado considerado como el todo, como en lo referente al Gobierno considerado como parte del todo. En una legislación perfecta, la voluntad individual y particular debe ser casi nula, muy subordinada debe ser también la del cuerpo propio del Gobierno, y regla, por consiguiente, de todas las demás voluntades, la general y soberana. Por el contrario, siguiendo el orden natural, a medida que estas diversas voluntades se van concentrando se vuelven más activas, pues la voluntad general es siempre la más débil; luego viene la de cuerpo y después la individual, que se prefiere a todo, de tal modo que cada uno es primero él mismo, luego magistrado y después ciudadano; una graduación opuesta a la que exige el orden social.
Sentado esto como base, supondremos el Gobierno a manos de un solo hombre. Aquí están reunidas la voluntad particular y la de cuerpo, y, por lo tanto, posee el mayor grado de intensidad posible. Pero como de este grado depende el uso de la fuerza, y como la fuerza absoluta del Gobierno no sufre ningún cambio, puesto que siempre es la del pueblo, se deduce que el Gobierno más activo es el gobierno de uno solo.
En cambio, unamos el Gobierno con la autoridad suprema, hagamos príncipe al soberano y los ciudadanos otros tantos magistrados-, entonces perfectamente confundida la voluntad del cuerpo con la general, no tendrá otra actividad que ésta y abandonará toda su fuerza a la particular. Entonces el Gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, permanecerá en el menor grado de actividad.
Estas reglas son incontestables, y otras consideraciones sirven para confirmarlas. Vemos que los magistrados son más activos en su cuerpo que el ciudadano en el suyo, y que, por lo tanto, la voluntad individual tiene mayor influencia, porque cada magistrado casi siempre tiene a su cargo alguna función particular del Gobierno, pero cada ciudadano, tomado individualmente, no desempeña ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el Estado, más aumenta su fuerza real, aunque aumente en relación directa con la de su extensión, pero siendo el Estado el mismo, en vano se multiplican los magistrados, pues no por eso adquiere más fuerza real el Gobierno, ya que es depositario de la del Estado, la que suponemos siempre igual. De modo que con esta pluralidad, la actividad del Gobierno disminuye sin que pueda aumentar su fuerza.
Después de advertir que el Gobierno se debilita a medida que los magistrados se multiplican, y que cuanto más numeroso es el pueblo, la fuerza represiva del Gobierno debe aumentar, concluiremos que la relación de los magistrados con el Gobierno debe estar en relación inversa a la de los súbditos con el soberano, o sea, que cuanto más se extiende el Estado, más se debe apiñar el Gobierno, de forma que disminuya el número de jefes en proporción a lo que haya aumentado la población.
Para que esta diversidad de formas queden pronto fijadas con denominaciones más rigurosas, observaremos que el soberano puede confiar el depósito del Gobierno a todo el pueblo o a la mayor parte de él, de tal modo que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares. Esta forma de Gobierno es llamada «democracia».
También puede concentrarse el Gobierno en un número de ciudadanos más pequeño, de manera que haya más ciudadanos que magistrados; esta forma toma el nombre de «aristocracia».
Por último, puede reunir todo el Gobierno en manos de un magistrado único. Esta forma es la más común y se llama monarquía o Gobierno real.
Subrayemos que todas estas formas de Gobierno, o por lo menos las dos primeras, son capaces de más o menos, y tienen bastante latitud, pues la democracia puede comprender todo el pueblo, o reducirse a la mitad. De la misma forma puede limitarse la aristocracia desde la mitad del pueblo hasta los números más bajos. Hasta el cetro en algunas ocasiones puede ser como partido, sea entre el padre y el hijo, entre dos hermanos o de otra forma. En Esparta siempre había dos reyes, y en el Imperio romano incluso se vieron ocho emperadores a la vez sin que pudiese decirse que el Imperio estuviese dividido. Existe un punto en el cual cada forma de Gobierno se confunde con la inmediata, y bajo tres específicas denominaciones, el Gobierno es realmente capaz de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el Estado.
Todavía hay más: como bajo diferentes puntos de vista cada uno de estos Gobiernos puede subdividirse en diversas partes, una administrada de una manera y otra de distinta forma, de la combinación de estas tres formas pueden resultar numerosas formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.
Se ha discutido siempre en todos los tiempos sobre la mejor forma de Gobierno, sin tener en cuenta que cada una es la mejor en un caso determinado y la peor en otros. Por lo que afecta a nosotros, si en los diversos Estados el número de los magistrados [20] debe ser inverso al de los ciudadanos, concluiremos, que en general, conviene el Gobierno democrático a los Estados pequeños, el aristocrático a los medianos y el monárquico a los grandes.
Por el curso de estas investigaciones llegaremos a saber cuáles son los deberes y derechos de los ciudadanos y si es posible separar unos de otros, qué es la patria, en qué consiste precisamente y por dónde cada uno puede comprender si tiene o no tiene patria.
Luego de examinar de este modo a cada especie de sociedad civil en sí misma, las compararemos con el fin de observar sus diversas relaciones, unas grandes y otras pequeñas, acometiéndose, ofendiéndose y destruyéndose entre sí, y en esta acción y reacción continua hace más hombres miserables y cuesta más vidas que si todos hubieran conservado su primitiva libertad. Veamos si la institución social ha ido muy adelante o se ha quedado muy atrás, si los individuos sujetos a las leyes y a los hombres, mientras las sociedades conservan entre sí la independencia de la naturaleza, no permanecen expuestos a los males de los dos estados, sin que se gocen sus beneficios, y si no sería mejor que no hubiera sociedad civil en el mundo en vez de que haya muchas, y ni una ni otra segura, per quem neutrum licet, nes tanquam in bello paratum esse, nec tanquam in pace seculorum? Esta imperfecta y parcial asociación, ¿no es la que produce la guerra y la tiranía? ¿Y no son los dos azotes más crueles de la humanidad?
Por último analizaremos la especie de remedios que contra estos inconvenientes se han imaginado con las ligas y confederaciones que, dejando a cada Estado árbitro suyo en lo interior, lo arman en lo exterior contra todo agresor injusto. Indagaremos el modo cómo se puede establecer una buena asociación federativa, que es lo que puede hacerla duradera y hasta qué punto puede extenderse el derecho de la confederación, sin causar perjuicio al de la soberanía.
El abate de Saint-Pierre propuso una asociación todos los Estados de Europa con el fin de mantener entre ellos una paz perpetua. ¿Era practicable esta asociación? Y suponiendo que se hubiera establecido, ¿era de presumir que hubiera durado? [21]. Estas indagaciones nos conducen directamente hacia todas las cuestiones de derecho público, que pueden ayudar a aclarar las de derecho político.
Finalmente, pondremos los verdaderos principios del derecho de guerra, y veremos por qué Grocio y los otros no han hecho más que sentar principios falsos.
No sería de extrañar que en medio de nuestros razonamientos, mi joven, poseedor de un sano juicio, me dijera: «Dirán que levantamos nuestro edificio con tablas y no con hombres a medida que ponemos en línea cada pieza según la regla». «Es cierto, amigo mío, pero ved que no se doblega el derecho a las pasiones de los hombres, y que entre nosotros se trata de sentar primero los verdaderos principios del derecho político. Ahora que ya tenemos puestos los cimientos, venid a ver todo lo que sobre ellos han edificado los hombres y podréis apreciar bellas cosas.»
Después le hago leer Telémaco y que siga su camino; buscamos la feliz Salento y el buen Idomeneo, prudente a fuerza de desdichas. En la ruta encontraremos a muchos Protesilaos y a ningún Filocles. Tampoco a Adrasto, rey de los daunos, es posible hallarlo. Pero dejemos que los lectores imaginen nuestros viajes o que los hagan con Telémaco en la mano, y no les sugiramos tristes aplicaciones que el mismo autor aparta de sí o ejecuta contra su voluntad.
En cuanto a lo demás, como Emilio no es rey ni yo soy Dios, no nos atormentamos por no poder imitar a Telémaco y a Mentor en el bien que proporcionaban a los hombres; nadie sabe mantenerse mejor que nosotros en su puesto, ni tiene menos deseos de salir de él. Sabemos que fue señalada la misma tarea a todos, que la ha desempeñado con todo corazón quien ama lo bueno y lo ejecuta con todo su poder. También sabemos que Mentor y Telémaco no son otra cosa que ficciones. Emilio no hace sus viajes como un hombre ocioso, sino como si fuese un príncipe. Si fuésemos reyes no seríamos bienhechores. Y si fuésemos lo uno y lo otro, aun sin quererlo, haríamos mil males reales por un bien aparente. Si fuésemos reyes y sensatos, el primer bien que a nosotros y a los demás querríamos hacer sería el de abdicar y volver a ser lo que somos.
Ya he dicho la causa de que los viajes sean infructuosos, y es por como los hace todo el mundo. Lo que todavía hace que sean más inútiles para la juventud es el modo como se la obliga a viajar. Los ayos, más atentos a su propia diversión que a la instrucción de sus alumnos, los llevan de pueblo en pueblo, de palacio en palacio, de concurrencia en concurrencia, y si son sabios o eruditos, transcurre su tiempo en registrar bibliotecas, visitar anticuarios, contemplar monumentos antiguos y copiar inscripciones medio borradas. En cada país se ocupan de otro siglo, que es como si se ocuparan de otro país, por lo que después de recorrer una gran parte de Europa, abandonándose a frivolidades o al fastidio, regresan sin que hayan visto nada que les sea útil.
Todas las capitales se parecen, se mezclan todos los pueblos, se confunden las costumbres y no son sitios para el estudio de las naciones. Londres y París son para mí una misma ciudad. Sus habitantes tienen algunas preocupaciones distintas, pero no las tienen en menor número los unos que los otros y sus máximas y sus prácticas son las mismas. Sabemos la especie de hombres que deben reunirse en las cortes, no ignoramos la clase de costumbres que se dan en todas partes con el hacinamiento del pueblo y con la desigualdad de bienes materiales. Tan pronto como se me habla de una ciudad de doscientas mil almas, sé cómo viven en ella. Lo poco más que sabría viajando no merece el esfuerzo que me significaría.
En las más apartadas provincias, donde hay menos movimiento y menos comercio y por donde viajan menos los extranjeros, cuyos habitantes salen menos de su pueblo y cambian menos de posición y de estado, necesitan estudiar el carácter y las costumbres de una nación. Contemplad de paso la capital, pero id a ver los lugares apartados del país. Los franceses no están en París, sino en Turena ; los ingleses son más ingleses en Merci que en Londres, y los españoles le son más en Galicia que en Madrid.
En estos sitios alejados, un pueblo se caracteriza y se manifiesta tal como es, sin mezcla, y es donde se observan mejor los buenos y malos efectos del Gobierno, como en el extremo de un radio mayor es más exacta la medida de los arcos.
Las necesarias relaciones de las costumbres con el Gobierno se hallan tan bien explicadas en el libro el Espíritu de las leyes, que lo mejor es leer esta obra para estudiar esas relaciones. Pero, en general, hay dos reglas fáciles y sencillas para juzgar de la bondad relativa de los Gobiernos. Una es la población. En todo país que se despuebla, el Estado propende a su ruina, y el que aumenta de población aunque sea el más pobre, es el mejor gobernado [22].
Mas para ello es preciso que este aumento sea producido por un efecto natural del Gobierno y de las costumbres, porque si resultase de colonias o de otras causas accidentales y transitorias, entonces probarían el mal por el remedio. Las leyes promulgadas por Augusto contra el celibato, eran una muestra de la decadencia del Imperio romano. Es preciso que la bondad del Gobierno induzca a los ciudadanos a casarse, y no que lo hagan obligados por la ley; no debe analizarse lo que se hace a la fuerza, pues la ley que impone la Constitución se evita y se frustra, más que lo que se hace por la influencia de las costumbres y la bondad del Gobierno, pues sólo estos medios tienen una eficacia constante. La política del buen abate de Saint-Pierre era siempre buscar un medicamento para cada dolencia particular en vez de subir a su fuente común y ver si podía curarlos a todos al mismo tiempo. No se trata de curar separadamente cada úlcera en el cuerpo de un enfermo, sino de purificar la sangre que las produce. Dicen que en Inglaterra se premia a la agricultura; no quiero saber más, pues no prosperará mucho tiempo.
La segunda señal de la bondad relativa del Gobierno y las leyes, también se obtiene de la población, pero de otro modo, de su distribución y no de su cantidad. Dos Estados iguales en territorio y en población puede que sean muy desiguales en fuerza, y siempre el más poderoso es aquel cuyos habitantes están repartidos con más igualdad; el que no tiene ciudades tan populosas, y, por consiguiente, brilla menos, siempre vencerá al otro. Las ciudades populosas son las que dejan a un Estado exhausto y son su debilidad; la riqueza que producen es ilusoria y aparente, es mucho dinero y poco efecto. Se viene diciendo que la ciudad de París vale para el rey de Francia tanto como una provincia, pero creo que le cuesta algunas, pues en muchos aspectos París se mantiene de las provincias, y la mayor parte de las rentas afluyen a esta ciudad y se quedan en ella sin que vuelvan jamás ni al pueblo ni al rey. Es increíble que en este siglo de calculadores no haya quien vea que Francia sería mucho más poderosa si se destruyese a París. Una mala distribución del pueblo no sólo no es provechosa para el Estado, sino que es más funesta que la misma despoblación, porque ésta produce un producto nulo y el mal entendido consumo lo da negativo. Cuando oigo a un francés y a un inglés enorgullecidos por la grandeza de sus capitales y discuten si tiene más habitantes París o Londres, para mí es como si discutieran sobre cuál de los dos tiene el honor de ser peor gobernado.
Estudiad a un pueblo tuera de sus ciudades y sólo así lo conoceréis. Ver la forma aparente de un Gobierno con todo el aparato de la administración y el lenguaje de los administradores, es no ver nada si no estudiamos también su naturaleza por los efectos que produce en el pueblo y si no la estudiamos en todos los grados de la administración. Encontrándose repartida entre todos estos grados, la diferencia de lo que es pura fórmula y lo que es en realidad, sólo cuando se confunden se aprecia esta diferencia. En este país se comienza a sentir el espíritu del ministerio por las maniobras de los subdelegados, y en el otro, es necesario ver elegir a los miembros del Parlamento para comprender si la nación es libre. En todo país, sea el que fuere, es imposible que conozca su Gobierno quien sólo recorre las ciudades, ya que nunca es el mismo el espíritu de las ciudades y el del campo. Ahora es el campo el que hace al país, y el pueblo del campo el que hace a la nación. Este estudio de los varios pueblos que viven en sus apartadas provincias, y en la sencillez de su carácter original, ofrece una visión general favorable a mi epígrafe y que consuela al corazón humano, y es que, observadas así las naciones, parece que aumenta su valor, y cuanto más se acercan a la naturaleza, más predomina la bondad en su carácter; sólo encerrándose en las ciudades y alterándose a fuerza de cultura, se depravan y convierten en perniciosos y agradables vicios algunos defectos más groseros que destructores.
De esta observación resulta una nueva ventaja en la forma de viajar que propongo, y es que los jóvenes, en las ciudades populosas donde hay una horrible corrupción, están menos expuestos a contraerla, y entre hombres más sencillos y en ciudades menos pobladas, conservan un gusto más sano y costumbres más honestas. Pero esta epidemia no será temible para mi Emilio, pues está preparado para defenderse. Entre las precauciones que he tomado veo, como la más eficaz, los sentimiento que le he inculcado.
Yo no sé todo lo que puede lograr el verdadero amor en las inclinaciones de los jóvenes, pues sus dirigentes, que no lo ignoran menos que ellos, los desvían de él. No obstante, es indispensable que el joven esté enamorado, si no es un disoluto. Imponerse por las apariencias es fácil. Me citarán mil jóvenes que, según dicen, viven con mucha castidad, pero cítenme un hombre maduro que diga que pasó así su mocedad. En todas las virtudes y en todas las obligaciones sólo buscan la apariencia, y yo quiero la realidad, y me engaño o no hay para conseguirla otros medios que los que propongo.
La idea de procurar que Emilio se enamore antes de hacerle viajar, no es una invención mía, sino que me la sugirió lo que voy a relatar.
Estaba yo en Venecia en casa del ayo de un joven inglés; era invierno y nos hallábamos alrededor de la lumbre. El ayo recibe las cartas del correo, las lee, y luego su alumno lee otra en voz alta. Estaba escrita en inglés y no la entendía, pero durante la lectura me di cuenta de que el joven rasgaba unos bonitos encajes que tenía en la manga y los arrojaba al fuego con el mayor disimulo posible para que no lo advirtiesen. Extrañándome, le miro de frente y creo que le veo cierta emoción, pero los signos exteriores de las pasiones tienen diferencias en cada país, acerca de los cuales es fácil engañarse, ya que los pueblos tienen distinta expresión tanto en su lenguaje como en su semblante. Espero el final de la lectura, y señalando luego al ayo los puños desnudos de su alumno, que éste procura esconder, le digo: «¿Se puede saber qué significa esto?»
Viendo el ayo lo sucedido, soltó la risa, abrazó a su alumno con la mayor satisfacción, y después de obtener su consentimiento, me dio la explicación que yo pedía.
«Los encajes que acaba de rasgar John -me dijo-, son un regalo que hace poco le hizo una señora de este pueblo. Pero debéis saber que John está comprometido en su país con una señorita a la que quiere mucho y la cual lo merece todo. Esta carta es de la madre de su amada, y voy a traduciros el párrafo culpa del arrebato que habéis visto.
»"Lucía no deja nunca los vuelos de lord John. Su amiga Beta Roldán vino ayer a pasar la tarde con ella y quiso ayudarle en un bordado. Sabiendo que hoy Lucía se había levantado más temprano que de costumbre, quise ver lo que hacía, y la encontré deshaciendo lo que hizo Beta. No quiere que en su regalo haya ni un punto que sea de otra mano que la suya".»
Poco después salió John para repasar otros encajes y yo le dije a su ayo: «Tenéis un alumno de un carácter excelente, pero decidme la verdad: ¿es cierta esa carta de la señorita Lucía que dice haberla recibido de su madre, o es un expediente arreglado por vos contra la dama de los encajes?». «No -me dijo-, es la pura verdad, no he puesto tanto arte en mis cuidados; sólo me valgo de la sencillez, y Dios ha bendecido mi obra.
Nunca he olvidado la acción de ese joven y tenía que impresionar una cabeza tan imaginativa como la mía. Es tiempo de terminar. Llevemos a lord John ante su Lucía, es decir, a Emilio delante de su Sofía. Un corazón no menos enamorado que antes de su partida y un espíritu más ilustrado, y lleva á su país la ventaja de haber conocido los Gobiernos con todos sus vicios y los pueblos con todas sus virtudes. He procurado que en cada nación se hiciera amigo de algún hombre de mérito mediante lazos de hospitalidad, como hacían los antiguos, y no me dolerá que por medio de la correspondencia continúe cultivando esas relaciones. Además de que puede ser provechoso y siempre es agradable tener corresponsales en países alejados, es una excelente precaución contra el imperio de las preocupaciones nacionales, que acometiéndonos continuamente durante toda la vida, tarde o temprano ejercen sobre nosotros alguna influencia. Con el fin de neutralizarla, lo más conveniente es el trato desinteresado con los hombres juiciosos a quienes apreciamos, y que careciendo de precauciones, exponiéndoles las nuestras, nos proporcionan los medios de contrarrestar las unas con las otras, y de este modo preservarnos de todas. El tratar con los extranjeros en nuestro país no es lo mismo que tratarlos en el suyo. En el primer caso, siempre tienen para el país dónde viven algunas reservas que encubren lo que piensan de él, o piensan favorablemente mientras residan en él, pero al regresar al suyo van rectificando la opinión que se llevaron, y casi siempre son justos. Me gustaría mucho que el extranjero a quien yo consultase hubiese recorrido mi país, pero sólo estando en el suyo le preguntaría su parecer respecto al mío.
Después de recorrer durante cerca de dos años algunos de los grandes Estados de Europa, y otros pequeños; luego de aprender las dos o tres lenguas principales y haber visto lo más interesante, en historia natural, en gobierno, en artes, en hombres, Emilio devorado por la impaciencia me advierte que nuestro plazo llega al final. Entonces yo le digo: «Muy bien, amigo mío; recordáis el principal objeto de nuestros viajes; habéis visto y habéis observado. ¿Cuál es el resultado de vuestras observaciones? ¿En qué os habéis fijado más? O estoy equivocado con mi método o más o menos me responderéis esto »"¿En qué me he fijado? ¿Qué decido? Pues ser como habéis logrado que sea y no añadir voluntariamente ninguna otra cadena distinta de la que me han cargado la naturaleza y las leyes. Cuando con mayor detalle analizo la obra de los hombres en sus instituciones, más me doy cuenta de que a fuerza de aspirar a ser independientes se hacen esclavos, y que invierten su propia libertad en inútiles esfuerzos para asegurarla. Para no ceder al torrente de las cosas, se forman mil sujeciones, y después, cuando pretenden dar un paso, no pueden, y les asombra verse atados a todo. Creo que para vivir libre no hay que hacer nada; basta con no querer dejar de serlo. Vos, maestro mío, me habéis hecho libre enseñándome a ceder ante la necesidad. Que se presente cuando quiera, que yo me dejaré llevar sin oposición, y como no pretendo combatirla, no recurriré a nada que me retenga. En nuestros viajes he procurado ver si hallaría un rincón de tierra que pudiera ser absolutamente mío, pero entre los hombres, ¿dónde no depende uno de sus pasiones? Bien examinado, he visto que este anhelo mío es contradictorio, pues aunque no estuviera ligado a ninguna otra cosa, quedaría sujeto a la tierra donde me hubiese fijado; mi vida estaría atada a la tierra, al igual que lo estaba la de las dríadas a los árboles. He comprendido que las palabras imperio y libertad son incompatibles y que no podría ser dueño de una choza si no fuese dueño de mí mismo."»
«Hoc erat in votis: modus agri non ita magnus.»
"Recuerdo que la causa de nuestras investigaciones fueron mis bienes. Con una gran solidez me demostrabais que yo no podía conservar a la vez mi riqueza y mi libertad, pero cuando queríais que fuese libre y sin necesidades, pretendíais dos cosas incompatibles, puesto que no puedo salir de la dependencia de los hombres sin entrar en la de la naturaleza. Entonces, ¿qué voy a hacer de los bienes que me dejaron mis padres? Lo primero será evitar el depender de ellos; romperé los nudos que me sujetan; si me los dejan, los conservaré, y si me los quitan, no seré arrastrado con ellos. No me atormentaré para retenerlos y seguiré firme en mi puesto. Pobre o rico, seré libre y no lo seré sólo en un país, o en una comarca, sino que lo seré en cualquier parte del mundo. Quedan rotos para mí todos los lazos de la opinión; solamente conozco los de la necesidad. Desde mi infancia aprendí a llevarlos, y los llevaré hasta la muerte, porque soy hombre; ¿y por qué no los he de llevar siendo libre si también sería forzoso llevarlos siendo esclavo, y los de la esclavitud por añadidura?
»"¿Qué me importa mi condición en la tierra? ¿Qué me importa el país donde viva? En todas partes donde vivan hombres, sea cualquiera, convivo con mis hermanos, y donde no los haya, estoy en mi casa.
»"En tanto pueda seguir independiente y rico, poseo caudal para vivir y viviré. Cuando me sujete mi caudal, sin pesar alguno lo abandonaré; tengo brazos para trabajar, y viviré. Cuando me falten los brazos, viviré si me dan de comer, o moriré si me abandonan, pero también moriré sin que me abandonen, pues la muerte no es el castigo de la pobreza, sino una ley de la naturaleza. Cualquiera que sea la época que viva, puedo afirmar que me encontrará haciendo preparativos para vivir, sin que nada pueda evitarme el haber vivido.
»'ved, mi buen padre, cómo y qué determino. Si no tuviera una pasión, vivirías en mi estado de hombre, independiente como Dios mismo, pues deseando únicamente lo que existe, jamás tendría necesidad de luchar contra el destino. No tengo más que un solo yugo, el único al que siempre estaré ligado, y del cual me puedo enorgullecer. Dadme a Sofía y soy libre.".
»No sabes, querido Emilio, lo mucho que me complace oírte razones de hombre y ver los sentimientos de tu corazón. No me disgusta ese desinterés excesivo a tu edad. Será menor cuando tengas hijos, y entonces serás lo que debe ser un buen padre de familia y un hombre sensato. Antes de que emprendieras tus viajes ya sabía yo cuáles serían los efectos, sabía que, observando nuestras instituciones, estarías muy distante de poner en ellas la confianza que no se merecen. Es inútil aspirar a la libertad bajo el amparo de las leyes. ¡Leyes! ¿Dónde las hay? ¿Y dónde son respetadas? En todas partes sólo has visto el interés particular y las pasiones humanas. Pero hay las leyes eternas de la naturaleza y del orden, que para el sabio sustituyen la ley positiva; están escritas en lo más íntimo de nuestro corazón por la razón y la conciencia; para poder ser un hombre libre es preciso que primero uno se haga esclavo de ellas, y no hay más esclavo que el que obra mal, pues siempre va movido por fuerzas contrarias a las de su voluntad. La libertad no está en ninguna forma de Gobierno, pero está en el pecho del hombre libre y la lleva consigo a todas partes, mientras que el hombre vil lleva a todas partes la esclavitud. El uno sería esclavo en Ginebra y el otro lo sería en París.
"Si te hablara de los deberes del ciudadano, tal vez me preguntaras dónde está la patria, y creerías que me habías confundido. Pero te engañarías, querido Emilio, porque quien no tiene patria, tiene por lo menos un país. Siempre hay un Gobierno y simulacros de leyes bajo los cuales ha vivido tranquilo. ¿Qué importancia tiene que no se haya cumplido el contrato social si le ha amparado el interés particular como lo hubiera hecho la voluntad general, si la pública violencia le ha preservado de las violencias particulares, si lo malo que ha visto hacer ha sido la causa de que amara lo que era bueno, y si nuestras instituciones han hecho que conociera y odiara sus propias iniquidades? ¡Ah, Emilio! ¿Dónde está el hombre de bien que no debe nada a su país? Sea quien fuere, le debe lo más hermoso que hay para el hombre: la moralidad de sus acciones y el amor a la virtud. Nacido de la selva, hubiera vivido más venturoso y más libre, pero careciendo de obstáculos a los cuales tuviera que vencer para seguir sus inclinaciones, habría sido ser bueno sin mérito alguno, pero no virtuoso, mientras que ahora lo es, a pesar de sus pasiones. La sola apariencia del orden le induce a que lo conozca y lo quiera. El bien público, que sirve de simple pretexto para los demás, para él sólo es un motivo real. Aprende a combatirse, a vencerse y a sacrificar su interés al de los demás. El provecho que obtiene de las leyes consiste en que le inspiran e' desee de ser justo, incluso entre los malvados. También le han hecho libre, puesto que le han enseñado a ser dueño de sí mismo.
»Entonces, no digas: "¿Qué me importa el sitio donde estoy?". Es importante para ti estar donde puedas cumplir tus deberes, y uno de ellos es sentirte raíz de la tierra donde naciste. Tus compatriotas te protegieron siendo niño, y tú debes amarlos siendo hombre. Tienes que vivir entre ellos, en un lugar donde les puedas ser útil y donde te puedan encontrar así alguna vez si necesitan de ti. Hay circunstancias en que un hombre puede ser más útil a sus conciudadanos viviendo fuera de su patria que en ella. Entonces sólo debe escuchar su celo y sufrir sin quejarse su destierro, puesto que ese destierro es uno de sus deberes. Pero tú, buen Emilio, a quien nadie ha impuesto tan dolorosos sacrificios; tú, que no te has tomado la triste obligación de decir la verdad a los hombres, vete, vive con ellos, cultiva su amistad con suave trato, sé tú su bienhechor y su modelo, y les será más provechoso tu ejemplo que todos nuestros libros, y las buenas acciones que vean en ti les valdrán más que todos nuestros discursos.
»Con esto no te exhorto para que vayas a vivir en las grandes ciudades, sino al contrario; uno de los ejemplos que los buenos deben a los demás es el de la vida patriarcal y compasiva, la vida primitiva del hombre, la más pacífica, más natural y más dulce para quien no tiene cansado el corazón. ¡Dichoso el país donde no hay que ir a buscar la paz en un desierto! Pero, ¿cuál es ese país? Un hombre generoso satisface mal esa inclinación suya en las ciudades, donde casi no halla a quien pueda favorecer, si no cae en las tretas de los intrigantes y los bribones. La acogida que se hace a los incautos que van a probar fortuna acaba de arruinar al país, cuando debería repoblarse a costa de las ciudades. Todos los que huyen de las grandes urbes son útiles por el solo hecho de irse, pues todos sus vicios provienen de ser muy pobladas. También son útiles cuando pueden llevar al desierto la vida, la cultura y el amor de su primitivo estado. Me conmuevo pensando en los beneficios que pueden aportar Emilio y Sofía desde su sencillo retiro, la vida que pueden proporcionar a las campiñas y cómo van a reanimar el apagado celo del infeliz aldeano. Ya creo ver cómo el pueblo se multiplica, cómo se fertilizan los campos, cómo se engalana la tierra con nuevos frutos y la muchedumbre y la abundancia transforman en fiestas los trabajos y se elevan bendiciones y alegres clamores en torno a la amable pareja que ha reanimado los rústicos juegos. Tratan de fantástico el siglo de oro, y lo será siempre para quien tenga estragados el gusto y el corazón. Tampoco es cierto que sientan haberlo perdido, pues ese sentimiento siempre es vano. ¿Qué se necesita para que renazca? Una sola cosa, pero imposible amarle.
»Ya me parece que está renaciendo alrededor de la morada de Sofía; no haréis más que acabar juntos lo que sus dignos padres han empezado. Pero no rechaces, querido Emilio, las obligaciones penosas si alguna vez te las imponen; acuérdate de que los romanos abandonaban el arado por la toga consular. Si el príncipe o el Estado te llama para el servicio de la patria, déjalo todo para desempeñar el puesto que se te señale, el honroso papel de ciudadano. Si esta función te resultase costosa, hay un medio decente y eficaz para librarte de ella, y es desempeñarla con tanta integridad que se te releve al poco tiempo. No deben inquietarte las dificultades de semejante carga; mientras hayan hombres de este siglo, no será a ti a quien irán a buscar para servir al Estado.»
Si pudiera pintar la vuelta de Emilio a casa de Sofía y el fin de sus amores, o mejor, el principio del amor conyugal que los une... Amor fundado en la estimación, tan duradero como la vida; en las virtudes, que no se desvanecen con la hermosura; en la armonía de los caracteres, que hacen amable el trato y prolongan en la vejez el encanto de la unión primera. Pero estos detalles pudieran distraer sin ser provechosos, y hasta aquí sólo he descrito las circunstancias agradables que me han parecido útiles. ¿Abandonaré ese sistema al final de mi tarea? No, y veo, además, que mi pluma siente ya el cansancio. Muy débil para tan extenso trabajo, lo abandonaría si estuviera menos adelantado, dejándolo imperfecto, pero ya es hora de que lo concluya.
Al fin veo nacer el más encantador de los días de Emilio y el más feliz de los míos; veo coronados mis afanes y empiezo a saborear su fruto. Que se una la muy digna pareja con una indisoluble cadena; lo dice su boca y confirma su corazón que sus juramentos no serán vanos; son ya esposos. Al regreso del templo, se dejan conducir; no saben dónde están, ni adónde van, ni lo que harán a su alrededor. No oyen, no responden más que palabras confusas; sus temblorosos ojos no ven nada. ¡Oh, delirio y flaqueza humana! El sentimiento de la felicidad entontece al hombre, sin fuerzas para resistirlo.
Son muy pocos los que en el día de una boda sepan hablar con los novios en el tono más conveniente. El triste decoro de unos y las chocarrerías de otros, me parecen del mismo modo impertinentes. Preferiría que dejasen que estos jóvenes corazones se recogieran dentro de sí mismos y se abandonaran a una agitación que tiene cierta delicia, en vez de distraerlos con tanta crueldad, entristeciéndolos con una inoportuna seriedad, o incomodándolos con humoradas que si los hubieran divertido en otra ocasión, son más que importunas en ese día.
Veo que mis dos jóvenes, en la dulce emoción que los turba, no escuchan nada de todo lo que se les dice. Yo, que deseo que el hombre goce de todos los días de la vida, ¿he de permitir que pierdan uno tan precioso? No; quiero que lo gusten, que lo paladeen, que disfruten de sus delicias. Les arranco de la indiscreta muchedumbre que les cansa, y llevándomelos a pasear en un sitio apartado, les llamo a la realidad hablándoles de ellos. No sólo quiero llegar a su oído, sino también a su corazón, y no ignoro cuál es el único asunto con que han de llenar este día.
«Hijos míos -les digo, cogiéndolos de la mano-, hace tres años que vi nacer esta viva y pura llama que hoy es vuestra felicidad. Ha ido en aumento, y en vuestros ojos leo que ha llegado a su mayor grado de vehemencia, y no se puede debilitar.» Lectores, ¿no veis los arrebatos, la emoción, los juramentos de Emilio, el aire desdeñoso con que Sofía desprende su mano de la mía y las tiernas protestas que sus ojos se hacen mutuamente de adorarse hasta el último aliento? Les dejo que sigan y vuelvo a mi tema.
«He pensado muchas veces que si se pudiera prolongar la dicha del amor en el matrimonio, habría el paraíso en la tierra. Hasta hoy nunca se ha visto. Pero si no es totalmente imposible, uno y otro sois dignos de dar un ejemplo que de nadie habéis recibido y que pocos esposos sabrán imitar. ¿Queréis, hijos míos, que os diga los medios que imagino para ello y que creo los únicos posibles?»
Se miran sonriendo y burlándose de mi simplicidad. Emilio me agradece mis palabras y me dice que cree que Sofía tiene una receta mejor que la mía y que a él con eso le basta. Sofía aprueba, y parece muy confiada; no obstante, en medio de su risueña expresión, creo percibir cierta curiosidad. Observo a Emilio; sus ardientes ojos devoran los encantos de su esposa; es lo único que le interesa, y mis razonamientos no le dicen nada. Yo me sonrío diciéndome que pronto conseguiré que me haga caso.
La diferencia casi imperceptible de estos movimientos secretos señalan una muy característica en los dos sexos y muy contraria a las preocupaciones admitidas, y es que, por regla general, los hombres son más inconstantes que las mujeres y se fatigan más pronto del amor satisfecho. Desde muy atrás, la mujer presiente la inconstancia del hombre y se alarma [23]. Esto la vuelve celosa. Cuando él empieza a entibiarse, ella aumenta los cuidados que le dedicó en otros tiempos para serle grata, y llora, se humilla y pocas veces con buen resultado. El cariño y los obsequios se ganan los corazones, pero no tienen el poder de recobrarlos. Vuelvo a mi receta contra el enfriamiento del amor en el matrimonio.
»Es fácil y sencillo: el secreto está en que sigan siendo amantes cuando son esposos.» «Efectivamente -dice Emilio, riéndose del secreto-. Esta receta no nos será pesada seguirla.» «Pesada será para vos que habláis de lo que no sabéis. Dejad que me explique.
»Los nudos que se quieren apretar demasiado se rompen. Esto es lo que sucede con el matrimonio cuando se le quiere dar más fuerza de la que debe tener. La fidelidad que impone a los esposos es el más santo de todos los derechos, pero el poder que da a cada uno sobre el otro es demasiado. La violencia y el amor son de mal unir, y el deleite no se dirige. No os sonrojéis, Sofía, ni os vayáis. Dios no permita que yo quiera ofender vuestra modestia, pero aquí se trata de vuestro destino. Ante tan importante causa, debéis sufrir de un padre y un esposo razones que de otros no soportar dais.
»La posesión no causa el hastío que produce la sujeción, y el hombre que tiene una querida le conserva el cariño mucho más tiempo que a su propia mujer. ¿Cómo ha sido posible transformar en obligación los más tiernos cariños y en derecho las más dulces prendas de amor? El deseo mutuo hace el derecho, y la naturaleza no conoce otro. La ley puede restringir este derecho, pero no extenderlo. El deleite es dulce por sí mismo. ¿Ha de recibir de la sujeción la fuerza que no haya podido lograr con sus atractivos? No, hijos míos; en el matrimonio están ligados los corazones, pero no están esclavizados los cuerpos. Os debéis fidelidad, pero no condescendencia. Cada uno de los dos sólo puede ser del otro, pero ninguno debe ser del otro más que cuando a éste le plazca.
»Por lo tanto, querido Emilio, si es verdad que queréis ser amante de vuestra mujer, ella debe ser siempre dueña de vos y de sí misma; sed un amante feliz, pero respetuoso; debéis alcanzarlo todo del amor sin exigir nada de la obligación, y los más pequeños favores no deben ser nunca derechos, sino gracias para vos. Ya sé que el pudor aparta los consentimientos malos y pide que sea vencido, pero con verdadero amor y delicadeza, ¿se engaña el amante acerca de la voluntad secreta? ¿No sabe cuándo los ojos y el corazón otorgan lo que la boca niega? Que cada uno tenga derecho a ser dueño de su persona y de su cariño, sin debérselo conceder contra su propia voluntad. Recordad que ni siquiera en el matrimonio el deleite es legítimo cuando no es compartido. No temáis de que esta ley os desvíe al uno del otro; por el contrario, hará que los dos os esforcéis en agradaros, y evitaréis el hastío. Limitados el uno al otro, os acercarán la naturaleza y el amor.» Al oír estas y otras semejantes razones, Emilio se enoja y gruñe; Sofía, avergonzada, se tapa los ojos con su abanico y no dice nada. El más descontento de los dos no es, tal vez, el que más se queja. Sin ablandarme, insisto; avergüenzo a Emilio por su poca delicadeza, salgo fiador de Sofía, quien admite el pacto, la invito a que hable y veo que no se atreve a desmentirme. Emilio, inquieto, consulta con los ojos a su esposa y observa, en medio de su cortedad, que hay en los de ella una deliciosa turbación que le tranquiliza contra los riesgos de la confianza. Se arroja a sus pies, besa la mano que ella le ofrece y jura que, excepto la prometida fidelidad, renuncia a cualquier otro derecho sobre ella. «Sé tú, amada mía -le dice-, árbitro de mis placeres como lo eres de mi vida y de mi destino. Aunque tu crueldad tuviese que costarme la vida, te hago entrega de mis queridos derechos. No quiero deber nada a tu complacencia; lo que quiero es tu corazón.»
Buen Emilio, tranquilízate. Sofía es demasiado generosa para dejarte morir víctima de tu generosidad. Por la noche, al despedirme, les digo en el tono más grave que puedo: Acordaos el uno y el otro de que sois libres, que no haya diferencias falsas, que no se trata de obligaciones conyugales». ¿Quieres venir, Emilio? Sofía te lo permite. Enfurecido. Emilio querrá pegarme. ¿Y vos, Sofía, qué decís? ¿Queréis que me lo lleve? La embusterilla, sonrojada, dirá que sí. ¡Bella y dulce mentira que vale más que la verdad!
Al día siguiente... La imagen de la felicidad complace a los hombres; la corrupción del vicio ha depravado su gusto no menos que sus corazones. Ya no saben sentir lo tierno ni ver lo amable. Vosotros, que para pintar el deleite nunca imagináis más que dichosos amantes embriagados en el seno de las delicias, qué imperfectas son todavía vuestras pinturas; sólo ofrecéis la más grosera mitad, los atractivos más dulces del deleite no los recogéis. ¿Quién de vosotros no vio jamás dos esposos jóvenes salir del tálamo nupcial, y en su lánguido y casto mirar, el reflejo de los dulces deleites que acaban de disfrutar, la amable serenidad de la inocencia y la certidumbre de vivir juntos toda su vida?
Este es el objeto más encantador que puede presentarse al corazón del hombre y la verdadera pintura del deleite; la habéis visto cien veces sin reconocerla; vuestros endurecidos corazones no están hechos para amar. Dichosa y serena, Sofía pasa el día en brazos de su madre, blando descanso para la que ha pasado la noche en los de su esposo.
Al otro día observo ya un cambio. Emilio quiere dar muestras de descontento, pero a través de esa afectación noto un ardor tan tierno y tanto rendimiento, que no auguro nada que sea triste. Sofía está más alegre que el día anterior, en sus ojos brilla una visible satisfacción, es muy cariñosa con Emilio, casi le provoca, .y parece que él se enfada más con sus halagos.
Estos cambios son poco notables, pero no se me escapan. Inquieto, consulto a Emilio a solas, y me entero de su mucho sentimiento porque, a pesar de sus instancias, ha tenido que dormir en otra cama la noche pasada. La imperiosa se ha dado prisa en hacer uso de su derecho. Se explican, Emilio se queja con amargura, Sofía bromea y, por último, viendo que se pueda enfadar de verdad, fija una mirada de dulzura en él, y apretándome la mano, pronuncia esta palabra, pero con un acento que llega al alma: «¡Ingrato!». Emilio es tan tonto que no entiende nada de eso. Yo sí lo entiendo, y apartando a Emilio, hablo con Sofía.
«Ya veo, le digo, la razón de ese capricho. No es posible tener más miramiento, ni emplearlo más inoportunamente. Tranquilizaos, querida Sofía; es un hombre el que os he dado, y debéis tener miedo de tratarle como a un hombre; estáis en las primicias de la juventud, y con ninguno la ha gastado él y la conservará para vos.
»Es necesario, querida niña, que os explique con más una mujer se parece a Sofía, merece que el marido sepa. Tal vez sólo visteis como un modo de hacer uso con economía de vuestros deleites para que fuesen duraderos. No, Sofía; era otro objeto más digno de mis cuidados. Convertido en vuestro esposo, Emilio pasa a ser vuestro dueño; la naturaleza lo quiere así. Mas cuando una mujer se parece a Sofía, merece que el marido sea llevado por ella, también es una ley de la naturaleza y para que tengáis tanta autoridad en su corazón como su sexo os la da a vuestra persona, yo os he hecho árbitro de sus gustos. Lo conseguiréis a costa de privaciones, pero reinaréis en él si sabéis reinar en vos, y lo que ha sucedido me demuestra que ese difícil arte no es superior a vuestras fuerzas. Reinaréis por el amor mucho tiempo sí hacéis que sean preciosos y escasos vuestros favores, si sabéis hacerlos valer. ¿Queréis ver siempre a Emilio a vuestros pies? Mantenedle siempre a cierta distancia de vuestra persona, pero sed modesta en vuestra severidad, y no caprichosa; que os vea reservada y no maniática; evitad que por no hastiar su amor dude del vuestro. Lograd que os ame por vuestros favores y os respete por vuestras repulsas, y que adore la castidad de su mujer sin tener que sentir agravios por su tibieza.
»De esta forma os entregará su confianza, escuchará vuestros consejos, os consultará en sus negocios y no resolverá nada sin antes meditarlo con vos. De este modo lo podéis llevar a la razón cuando se extravíe, reducirle mediante una dulce persuasión, haceros amable para ser útil, emplear el arte de agradar en servicio de la virtud y el amor en servicio de la razón.
»Sin embargo, no vayáis a creer que siempre puede daros resultado este arte. Por más precauciones que se tomen, el gozo gasta los deleites, y el amor antes que todos los demás. Pero cuando el amor ha durado mucho tiempo, un dulce hábito llena su vacío, y a los raptos de la pasión suceden los atractivos de la confianza. Los hijos forman un vínculo no menos suave y a veces más fuerte que el mismo amor entre los padres. Cuando dejéis de ser la amante de Emilio, seréis su mujer y su amiga, seréis la madre de sus hijos. Entonces, en lugar de vuestra primera reserva, estableced la mayor intimidad entre vosotros; no más lecho aparte, no más repulsas, no más caprichos. Sed su otra mitad, que no pueda vivir sin vos y tan pronto como se separe de vuestro lado, que se sienta lejos de sí mismo. Vos que conseguisteis que reinaran en casa de vuestros padres los encantos de la vida doméstica, procurad que también reinen en la vuestra. Todo hombre que se encuentra a gusto con su familia ama a su mujer. No olvidéis que si vuestro esposo vive feliz en casa, seréis una mujer feliz.
»Por lo que hace al presente, no seáis tan severa con vuestro amante, pues es merecedor de la mayor condescendencia, y vuestros temores le ofenderían; no miréis tanto por su salud a costa de su dicha, y gozad de la vuestra. No se debe esperar que venga el hastío, ni repeler el deseo, ni se ha de negar por el simple capricho de negar, sino para aumentar el valor a lo que se concede.»
Acto seguido los reúno y delante de ella, digo al joven esposo:
«Hay que soportar el yugo que uno mismo se ha impuesto, y entonces proceded de suerte que seáis merecedor de que os lo hagan más suave. Ante todo, debéis mostraros agradecido por las gracias recibidas, y no debéis pensar que se gana nada demostrando descontento. No es difícil lograr la paz, y cualquiera acierta las condiciones.» El tratado se firma con un beso. Después le añado -a mi discípulo: «Querido Emilio, tienes que saber que el hombre necesita durante el transcurso de su vida consejo y guía. Yo he hecho todo lo que me ha sido posible para cumplir esta obligación contigo, pero aquí termina mi larga tarea y comienza la de otro. Hoy renuncio a la autoridad que me confiasteis, y de ahora en adelante aquí tenéis a vuestro guía.»
Poco a poco se va calmando el primer delirio, y les deja que gocen en paz el momento de su nuevo estado. ¡Dichosos amantes, dignos esposos para honrar sus virtudes y trazar el cuadro de su felicidad, habría que escribir la historia de su vida. ¡Cuántas veces, contemplando en ellos mi obra, siento cómo me palpita, estremecido, el corazón! ¡Cuántas veces estrecho con las mías sus manos y bendigo a la Providencia entre mis más hondos suspiros! ¡Cuántos besos imprimo sobre esas manos que aprietan las mías! ¡ Y cuántas lágrimas mías de gozo sobre sus manos! También a ellos les conmueven mis transportes. Sus respetables padres gozan por segunda vez de la juventud viendo la felicidad de sus hijos; vuelven, por decirlo así, a comenzar su vida en ellos, o comprenden por primera vez el valor que tiene la vida, y maldicen sus antiguas riquezas, las que cuando tenían la misma edad impidieron que disfrutasen tan deliciosa suerte. Si existe la felicidad en la tierra, hay que venir al albergue donde vivimos para encontrarla.
Al cabo de algunos meses, Emilio entra en mi habitación y dándome un abrazo me dice: «Maestro mío, felicitad a vuestro hijo, pues espera para muy pronto tener el honor de ser padre. ¡Oh, cuántos desvelos nos esperan y cuánto vamos a necesitar de vos! Que Dios no permita que yo os deje educar a mi hijo después de haber educado a su padre, ni que otro que sea yo desempeñe un deber tan dulce y santo, aunque pudiese escoger con tanto acierto para él como escogieron para mí. Pero queremos que seáis el maestro de los maestros jóvenes. Aconsejadnos, dirigidnos, pues nosotros seremos dóciles, y mientras yo viva, tendré siempre necesidad de vos. Os necesito más que nunca, porque ahora comienzan mis funciones de hombre. Vos habéis cumplido las vuestras; guiadme para imitaros. Ha llegado el tiempo de que descanséis».
Notas
editar- ↑ Yo he notado que las repulsas por melindres y provocativas son comunes en casi todas las hembras, incluso en los animales, y hasta cuando están más dispuestas a rendirse; es preciso no haber observado nunca sus procedimientos para discrepar de esta opinión.
- ↑ Puede haber tanta desproporción en la edad y en la fuerza que haya una violencia real, pero como aquí trato del estado relativo de los sexos según el orden de la naturaleza, los considero ambos en la relación común que constituye este estado.
- ↑ Sin eso la especie humana forzosamente iría a menos; para que ésta se conserve, es indispensable que, compensándolo todo, cada mujer tenga cuatro hijos sin demasiado tiempo entre uno y otro, ya que muriendo cerca de la mitad de los niños que nacen, es necesario que queden dos para representar al padre y la madre. Obsérvese si las ciudades dan esa población.
- ↑ La timidez; de las mujeres también es un instinto de la naturaleza contra el doble peligro que corren durante su embarazo.
- ↑ Un niño es inoportuno cuando se da cuenta de que le conviene serlo, pero nunca pedirá dos veces la misma cosa si la primera negativa ha sido irrevocable.
- ↑ Las mujeres que tienen la piel tan blanca que no necesitan encajes, darían mucho que sentir a las otras si no los usasen. Casi siempre son las feas las que introducen las modas, a las que las bonitas se someten tontamente.
- ↑ Si donde he puesto no la sé, la chica responde de otro modo, conviene no fiarse de su respuesta y hacérsela explicar con claridad.
- ↑ La chica dirá esto porque lo ha oído decir, pero hay que asegurarse de si tiene una verdadera idea de la muerte, porque esta idea no es tan sencilla, ni está tan al alcance de los niños como se cree. En el poemita Abel puede verse un ejemplo del modo cómo se le debe dar. Esta deliciosa obra respira una sencillez que encanta y de la que nunca se saturará demasiado quien haya de conversar con las criaturas.
- ↑ La idea de la eternidad no se puede aplicar a las generaciones humanas más que con el consentimiento del espíritu. Toda sucesión numérica reducida en acto es incompatible con esta idea.
- ↑ «La mujer recurre a todas las astucias para coger en sus redes a un nuevo amante. Con nadie ni nunca aparece con el mismo rostro. Según el momento, cambia de actitud y de aspecto»
- ↑ Sé muy bien que las mujeres que han tomado su resolución en cierto aspecto, pretenden hacerse estimar por su franqueza, y juran que, excluida ésta, poseen todas las otras dotes estimables, pero también sé que nunca han persuadido a nadie más que a necios. Quitado el freno más poderoso de su sexo, ¿qué les queda que las contenga? ¿Qué honor han apreciado las que han renunciado al suyo? Habiendo dado rienda suelta a sus pasiones, ya no tienen ningún interés en resistirlas. Nec femina, amissa pudictia, alia abnuerit, «Que la mujer, perdido el pudor, a nada se niega». ¿Conoció algún autor el corazón humano, mejor que quien dijo esto?
- ↑ Una de las cuatro cosas que no podía comprender el sabio era la vida del hombre en su juventud; la quinta era el descaro de la mujer adúltera. Qua comedit, et tergens os suum dicit: Non sum operata malum. «Que come, y limpiándose la boca, dice: No he obrado mal». Prov. XXX, vers. 20.
- ↑ Dice Brantome que, en tiempos de Francisco I, una joven que tenía un amante muy locuaz le impuso un ilimitado y absoluto silencio, y con tanta exactitud obedeció durante dos años que creyeron que por alguna enfermedad se había vuelto mudo. Un día, en medio de una gran concurrencia, su dama, que en aquellos tiempos en que guardaban secreto los enamorados no era conocida por tal, alardeó de que le curaría inmediatamente, y lo hizo con esta sola palabra: «Hablad». ¿No hay algo heroico y grande en este amor? ¿Qué más hubiera hecho con todo su empaque la filosofía de Pitágoras? ¿Imaginamos a una divinidad que con una sola palabra da el órgano de la voz a un mortal? No es posible que yo crea que la belleza sin virtud consiguiese semejante Milagro. Todas las mujeres de hoy, a pesar de sus artificios, se verían muy apuradas para conseguirlo.
- ↑ «Al salir del palacio se encuentra un gran jardín de cuatro aranzadas, acotado y vallado, con grandes árboles floridos, y dan peras, manzanas, granadas y otras frutas de las más bellas especies, higueras de dulce fruto y verdes olivos. Durante el año, nunca están sin fruto estos hermosos árboles; invierno y verano, el dulce soplo del viento del Oeste hace al mismo tiempo prender unos y madurar otros. Se ven la pera y la manzana que se pasan y se secan en el árbol, el higo en la higuera y el racimo en el sarmiento, la inagotable vid no cesa de dar uvas nuevas; unas las cuecen y pasan al sol en un arca, mientras otras las vendimian, dejando en la planta las que aún están en flor, en agraz o comienzan a tomar color. En uno de los extremos, dos cuadros bien cultivados y cubiertos de flores por todo el alto, adornados con dos fuentes, una de las cuales se reparte por el jardín y la otra atraviesa el palacio y llega a un edificio de la ciudad para surtir de agua a sus habitantes. Esta es la descripción del jardín real de Alcinoo, en el séptimo libro de la odisea; jardín en el que, para mengua de Hornero, el soñador caduco, y de los príncipes de su época, no se ven ni verjas, ni estatuas, ni cascadas, ni cenadores.
- ↑ Confieso que le agradezco a la madre de Sofía que no haya dejado que unas manos tan suaves, como las de su hila, que tantas veces ha de besar Emilio, se endurecieran lavando ropa.
- ↑ Esta clase de disimulo de que hablo, es opuesto al que les conviene y deben a la naturaleza, el cual consiste en encubrir los afectos que sienten y el otro es fingir lo que no sienten.Todas las mujeres se pasan la vida haciendo gala de su pretendida sensibilidad, y en realidad sólo se aman a si mismas.
- ↑ Cuidar a un campesino que está enfermo no consiste en purgarle ni darle medicinas, ni mandarle el médico. Esas pobres gentes no necesitan nada de eso en sus dolencias, sino alimento de mayor sustancia y más abundante. Estad vosotros a dieta cuando tengáis calentura, pero cuando los jornaleros del campo la tengan, dadles carne y vino; casi todas sus enfermedades proceden de inanición y miseria; tenéis en vuestra bodega la más eficaz tisana para ellos y su único boticario debe ser vuestro carnicero.
- ↑ Si uno tuviese este superior común, no sería otro que el soberano, y el derecho de esclavitud, fundándose entonces en el de soberanía, no sería su principio.
- ↑ La mayor parte de estas cuestiones y proposiciones están extractadas del Tratado del contrato Social, el cual es el extracto de una obra de más envergadura, pero emprendida sin antes haber consultado mis fuerzas y abandonado hace ya mucho tiempo. Será publicado aparte el breve tratado que he sacado de ella y cuyo resumen ofrezco aquí.
- ↑ Se debe tener presente que aquí sólo hablo de los magistrados supremos o jefes de la nación, no siendo los otros más que sustitutos suyos en tal o cual parte.
- ↑ Después de haber escrito esto, se han deducido las razones en favor del extracto de este proyecto; las razones contrarias, o las que me han parecido sólidas, se hallarán en la colección de mis obras, a continuación de este mismo extracto.
- ↑ No conozco más que una excepción de esta regla, la China.
- ↑ En Francia, se apartan primero las mujeres: será porque teniendo poco temperamento, y no pretendiendo más que homenajes, cuando el marido ya no responde, dejan de preocuparse por él. Por el contrario, en los demás países, es el marido quien se aparta primero, lo que quizá es así porque las mujeres, fieles pero indiscretas, los abonen con sus caprichos y se cansan de ellas. Estas verdades generales pueden tener muchas excepciones, pero ahora creo que son verdades generales.