Libro II


Este es el segundo plazo de la vida, y en el que propiamente termina la infancia, pues las voces infans y puer no son sinónimas. La primera está comprendida en la otra y significa «que no puede hablar», de donde viene que en Valerio Máximo se encuentre puerum infantem. Pero yo continúo sirviéndome de esta palabra según el uso de nuestra lengua, hasta la edad en que adopta otros nombres.

Cuando los niños comienzan a hablar, lloran menos. Este progreso es natural: un lenguaje es substituido por el otro. Cuando pueden expresar que sufren por medio de palabras, ¿por qué lo harán sirviéndose de los gritos? Si entonces siguen llorando, se debe a la gente que les rodea. En cuanto Emilio diga «tengo daño» será porque siente agudos dolores que le hacen llorar.

Si el niño es delicado y sensible hasta llorar por nada, al darse cuenta de que- sus gritos son inútiles y no producen efecto, pronto agota sus lágrimas. Mientras llore, yo no me acerco a él, y cuando calla acudo a su lado. Pronto su manera de llamarme será la de callarse, o a lo más dará un solo grito. Esto es debido a que los niños juzgan su significación por el resultado sensible, única forma para hacerse entender, y cuando está solo, aunque el niño se haga algún daño, es muy raro que llore, a no ser que tenga esperanzas de que le oigan.

Si cae, si se hace un chichón, si le sale sangre por la nariz, si se da un golpe en los dedos, en lugar de acudir alarmado, me quedaré tranquilo, siquiera durante un rato. El mal ya está hecho y es preciso que lo soporte y se habitúe; mi precipitación sólo serviría para asustarle más y para aumentar su sensibilidad. En el fondo, le atormenta más el temor que el golpe cuando se ha lastimado. Esta inquietud yo se la evitaré, puesto que dará importancia al mal según vea la que yo le doy; si me ve inquieto, que le consuelo y le compadezco, pensará que la cosa es grave, pero si me ve tranquilo, recobrará el sosiego y se creerá sano tan pronto como le desaparezca el dolor. Las primeras lecciones de valor se inician en esta edad, y padeciendo sin asustarse dolores leves, se aprende gradualmente a soportar los mayores.

En vez de estar atento a que Emilio no se haga daño, me disgustaría mucho que nunca se lo hiciera y creciese sin experimentar el dolor. Sufrir es lo primero que debe aprender, y lo que tendrá más necesidad de saber. Parece que los niños, por ser pequeños y débiles, no puedan aprender estas importantes lecciones sin sufrir daño. Si el niño cae al suelo, no se romperá una pierna; si se golpea con un bastón, no se romperá un brazo; si coge un hierro afilado, no apretará mucho, y no será honda la herida. No sé que nunca un niño al que se ha dejado en libertad se haya muerto ni se haya hecho un daño de consideración, a no ser que indiscretamente se le haya puesto en un sitio alto o dejado solo cerca del fuego, o que tenga en su poder instrumentos peligrosos. ¿Qué decir de esos juguetes peligrosos con que se quiere que se distraigan los niños, para que cuando sean mayores e inexpertos, se crean muertos al pincharse con un alfiler, o se desvanezcan al ver una gota de sangre?

Esa manía pedantesca de enseñar siempre a los niños lo que por sí mismos aprenderían mucho mejor, y olvidarnos de lo que sólo nosotros les podemos enseñar. ¿Hay nada más ridículo que tomarse la molestia de enseñarles a andar, como si se hubiera visto alguno que, por la negligencia de su nodriza, no supiera andar siendo mayor? ¡Cuántas personas, por el contrario, se ve que andan mal durante su vida precisamente porque no se les enseñó a caminar bien!

Emilio no tendrá ni burletes, ni canasta con ruedas, ni carretilla, ni andadores; desde que comenzara a poner un pie delante del otro, no se le tendrá más que en los sitios enlosados, y se hará que los cruce de prisa [1]. En lugar de dejarle en el aire viciado de una habitación, se le lleva diariamente a un prado, y que corra, que se tienda en el suelo, que caiga cien veces al día, así aprenderá antes a levantarse solo. El bienestar de la libertad compensa el daño de los golpes recibidos. Mi alumno sufrirá con frecuencia contusiones; en compensación, siempre estará alegre. Si los vuestros sufren menos golpes, en cambio están siempre contrariados, siempre encadenados y siempre tristes. Yo dudo que el provecho sea de su parte.

Otra evolución hace que a los niños les sea menos necesario el quejarse: es la del aumento de sus fuerzas. Poseyendo más poder para realizar las cosas por sí mismos, tienen con menor frecuencia necesidad de recurrir a los demás. Con su fuerza se desenvuelve el conocimiento que los hace capaces de dirigirla. Es en esta segunda evolución cuando empieza propiamente la vida del individuo; es entonces cuando él toma conciencia de sí mismo. La memoria extiende el sentimiento de la identidad sobre todos los momentos de su existencia; se vuelve verdaderamente uno, él mismo, y por consiguiente capaz de felicidad o de desgracia. Importa, pues, comenzar a considerarle aquí como un ser moral.

Aunque se asigne de un modo aproximado el más largo fin de la vida humana y las probabilidades que se tienen de aproximarse a este término, nada es más incierto que la duración de la vida en particular, y son muy pocos los que llegan al término supuesto. Los mayores peligros de la vida están en sus principios, y quien menos ha vivido, menos esperanza de vivir puede tener. De los niños que nacen, todo lo más la mitad llegan a la adolescencia, y quizá vuestro alumno no llegue a la edad del hombre.

¿Qué habrá que pensar, pues, de esa inhumana educación que sacrifica el tiempo presente a un porvenir incierto, que carga con cadenas de toda especie a un niño, y lo tortura preparándole para una lejana época una ignota felicidad, la cual tal vez no disfrutará jamás?

Aunque yo supusiera esta educación razonable en su objeto, ¿cómo ver sin indignación a unos pobres desventurados sometidos a un yugo insoportable y condenados a trabajos continuos como galeotes, sin estar seguros de obtener ningún fruto de tantos sufrimientos? La edad de la alegría se pasa entre llantos, castigos, amenazas y esclavitud. Por su bien, se atormenta al desventurado, y no se dan cuenta que es a la muerte a quien llaman, y que le llegará en mitad de este triste aparato. ¿Quién sabe cuántos niños perecen víctimas de la extravagante sabiduría de un padre o de un maestro? Felices son en escapar así de su crueldad, ya que el único fruto que obtienen de tanta crueldad de la que han sido víctimas es morir sin lamentar una vida de la que únicamente han conocido los tormentos.

Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber; sedlo en todos los estados, en todas las edades y por todo lo que no le es extraño al hombre. ¿Qué sabiduría tendréis fuera de la humanidad? Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto. ¿Quién de vosotros no ha sentido deseos alguna vez de retornar a la edad en que la risa no falta de los labios y en la cual el alma siempre está serena? ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros? Padres, ¿sabéis tal vez en qué instante la muerte espera a vuestros hijos? No motivéis nuevos llantos privándoles de los escasos momentos que la naturaleza les ofrece; tan pronto como puedan gozar del placer de la existencia, haced que disfruten de él, y que cuando llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber disfrutado de la vida.

¡Cuántas voces se van a levantar contra mí! ¡Oigo de lejos los clamores de esa falsa sabiduría que nos echa incesantemente fuera de nosotros, que desprecia siempre el tiempo presente, y, persiguiendo sin descanso un porvenir que huye a medida que nos adelantamos, y que a fuerza de querer trasladarnos adonde no estamos, nos transporta hacia donde no estaremos jamás!

Este es el tiempo, me contestaréis, de corregir las malas inclinaciones del hombre; en la edad de la infancia, en que las penas son menos sensibles, las cuales hace falta multiplicarlas con el fin de eludirlas en la edad de la razón. ¿Pero, quién os ha dicho que todo este arreglo está a vuestra disposición, y que todas esas bellas instrucciones con que agobiáis el débil entendimiento de un niño no le hayan de ser un día más perniciosas que útiles? ¿Quién os asegura que le evitáis algo con las penas que ahora le prodigáis? ¿Por qué le proporcionáis un mayor número de males que el que puede soportar su estado, sin tener la certeza de que los males presentes le servirán de alivio para los futuros? ¿Y cómo me probaréis que estas malas inclinaciones de las cuales queréis curarle no le vienen más de vuestros deseos mal entendidos que de la naturaleza? Infeliz previsión, que hace un ser actualmente miserable, sobre la bien o mal fundada esperanza de hacerle un día feliz. Y si estos razonadores vulgares confunden la licencia con la libertad, que aprendan a distinguirlos.

Con el fin de no correr detrás de quimeras, no nos olvidemos tampoco de lo que conviene a nuestra condición. La humanidad tiene su puesto en el orden de las cosas; la infancia posee también el suyo en el orden de la vida humana; es indispensable considerar al hombre en el hombre, y al niño en el niño. Debemos asignar a cada uno su lugar y fijarle en el mismo, ordenar las pasiones humanas según la constitución del hombre, y es todo esto lo que nosotros podemos hacer para su bienestar. Lo restante depende de causas extrañas que no están en nuestro poder.

No sabemos lo que es la dicha o desdicha absoluta. Todo está mezclado en esta vida; uno no se complace con ningún sentimiento puro, ni permanecemos dos momentos en el mismo estado. Las inclinaciones de nuestras almas, como las modificaciones de nuestro cuerpo, están en un flujo continuo. El bien y el mal son comunes a todos, aunque en medidas diferentes. El más feliz es el que menos penas padece, y el más miserable es el que menos placeres disfruta. Siempre se poseen más sufrimientos que goces: he ahí la diferencia que es común a todos. La felicidad del hombre en este mundo no es otra cosa que un estado negativo; se la debe medir por la menor cantidad de males que se sufren.

Todo sentimiento de dolor es inseparable del deseo de librarse del mismo; toda idea de placer va unida al deseo de disfrutarlo; todo deseo supone privación, y todas las privaciones que sentimos son penosas; nuestra miseria consiste, pues, en la desproporción entre nuestros deseos y la de nuestras facultades. Un ser sensible en el cual las facultades fuesen iguales a los deseos sería un ser absolutamente feliz.

¿En qué consiste, pues, la sabiduría o la ruta de la verdadera felicidad? Precisamente no está en disminuir nuestros deseos, ya que si estuvieran por debajo de nuestro poder, una parte de nuestras facultades quedaría ociosa, y nosotros no gozaríamos de todo nuestro ser. Esto no consiste en otra cosa que extender nuestras facultades, pues si nuestros deseos se extendieran al mismo tiempo en mayor cantidad, seríamos más infelices. Pero esto es disminuir el exceso de los deseos sobre las facultades y poner en perfecta igualdad el poder y la voluntad. Solamente entonces es cuando todas las fuerzas están en actividad; el ánimo, sin embargo, permanecerá tranquilo, y el hombre disfrutará de un justo equilibrio.

Es así como la naturaleza a primera vista lo ha constituido, ya que ella lo ha hecho todo de la mejor manera. No le da inmediatamente más que los deseos necesarios a su conservación y las facultades suficientes para satisfacerlas. Ha puesto todas las otras en el fondo de su alma como de reserva para desenvolverse a medida que las necesite. Es en este estado primitivo cuando el equilibrio del poder y del deseo se encuentran y cuando el hombre deja de ser desgraciado. Tan pronto como sus facultades virtuales se ponen en acción, la imaginación, la más activa de todas, se despierta y las adelanta. Es la imaginación lo que extiende por nosotros la medida de las cosas posibles, tanto si es en bien como en mal, y por consiguiente excita y nutre los deseos con la esperanza de satisfacerlos. Mas el objeto que parecía a primera vista estar al alcance de la mano huye tan velozmente que no se le puede perseguir; cuando uno cree alcanzarlo, se transforma y se presenta a mucha distancia de nosotros. No viendo más el terreno ya recorrido, no lo contamos por nada; el que nos falta recorrer se nos ha aumentado y se extiende sin cesar. Así uno se rinde sin llegar a su término, y cuanto más nos acercamos hacia el goce, más la desgracia se aleja de nosotros. Por el contrario, cuanto más el hombre está cerca de su condición natural, más pequeña es la diferencia entre sus facultades y la de sus deseos, y por consiguiente está menos lejos de ser un hombre feliz. Jamás es menos miserable que cuando parece desprovisto de todo, pues la miseria no consiste en la privación de las cosas, sino en el deseo o necesidad que uno siente de ellas.

El mundo real tiene sus límites y el imaginario es infinito; no pudiendo ensanchar el uno, estrechamos el otro, ya que sólo de su diferencia nacen todas las penas que nos hacen verdaderamente desgraciados. Separad la fuerza, la salud, y el buen testimonio de sí propio; todos los demás bienes de esta vida consisten en la opinión; si hacéis caso omiso de los dolores del cuerpo y de los remordimientos de conciencia, todos nuestros males son imaginarios. Este principio es común, se dirá; de acuerdo, pero su aplicación práctica no es ninguna cosa común, y aquí únicamente se trata de la práctica.

Cuando se dice que el hombre es débil, ¿qué es lo que se pretende decir? La palabra debilidad indica una condición, una cualidad del ser al cual se aplica. Está donde la fuerza rebasa las necesidades; sea un insecto, o un gusano, es un ser fuerte, pero aquel en el cual las necesidades exceden a la fuerza, sea un elefante o un león, un conquistador o un héroe, y aunque sea un dios, éste es un ser débil. El ángel rebelde que desconoció su naturaleza era más débil que el venturoso mortal que vive en paz según la suya. El hombre es muy fuerte cuando está contento de ser lo que es, y es muy débil cuando quiere encumbrarse por encima de la humanidad. No penséis, pues, que dando más extensión a vuestras facultades queden dilatadas vuestras fuerzas; por el contrario, disminuyen si vuestro orgullo toma mayor extensión que ellas. Midamos el radio de nuestra esfera, y quedémonos en el centro, como hace el insecto en medio de su tela; nos bastaremos siempre para nosotros mismos y no tendremos que lamentar nuestra flaqueza, ya que no la sentiremos jamás.

Todos los animales tienen exactamente las facultades necesarias para conservarse. Solamente el hombre las tiene superfluas. ¿No es bien extraño que esta superfluidad sea el instrumento de su miseria? En todos los países, los brazos de un hombre tienen más valor que el de su subsistencia. Si tuviera el suficiente juicio para despreciar este sobrante, siempre tendría lo necesario, porque nunca le sobraría nada. «Las grandes necesidades, dice Favorin, tienen su origen en los grandes bienes, y con frecuencia el mejor medio de adquirir las cosas que nos hacen falta consiste en privarnos de las que poseemos.» Es a fuerza de trabajar para aumentar nuestra felicidad como la convertimos en miseria. Todo hombre que no deseara más que vivir, sería feliz; por consiguiente, sería bueno, porque, ¿qué utilidad sacaría de ser malo?

Si nosotros fuésemos inmortales, seríamos los seres más miserables. Es duro morir, sin duda, mas es muy dulce saber que no viviremos siempre, y que las penalidades de esta vida han de terminar en otra mejor. Si nos ofrecieran la inmortalidad sobre la tierra, ¿quién es el que quisiera aceptar esta triste ofrenda? [2]. ¿Qué remedio, qué esperanza, qué consuelo nos quedaría contra los rigores de la suerte y contra las injusticias de los hombres? El ignorante, quien no prevé nada, aprecia poco el valor de la vida, y le asusta poco el perderla; el hombre ilustrado ve otros bienes que tienen mayor valor y los prefiere a la vida. Los hay de mediana ciencia y una falsa sabiduría, quienes, prolongando sus miras hasta la muerte, y no más allá, la ven como el peor de los males. La necesidad de morir no es para el hombre sabio otra cosa que una razón para soportar las penas de la vida. Si no estuviéramos seguros de perderla un día, nos costaría mucho conservarla.

Todos nuestros males morales están en la opinión, excepto uno sólo, que es el delito, y éste depende de nosotros; nuestros males físicos o se destruyen o nos destruyen; nuestros remedios son el tiempo o la muerte, pero padecemos tanto más cuanto menos sabemos padecer, y tenemos más prisa por curar nuestras dolencias que el que precisaríamos para tolerarlas. Vive según la naturaleza, sé sufrido y despide a los médicos; no evitarás la muerte, cero no la sentirás más que una vez, en tanto que ellos la llevan cada día a tu turbada imaginación, y su arte engañador, en vez de prolongar tus días, te priva de su goce. Preguntaré siempre cuál es el verdadero bien que ha hecho este arte a los hombres. Algunos de los que han curado hubieran muerto, es verdad, pero quedarían con vida los millones que matan. Hombre sensato, no juegues, pues, en esta lotería, la mayor parte de las probabilidades están contra ti. Sufre, muérete o cúrate, pero sobre todo vive hasta tu última hora.

No hay más que locura y contradicción en las instituciones humanas. Nos inquietamos más por nuestra vida a medida que el valor de la misma disminuye. Los viejos la temen más que los jóvenes; ellos no quieren perderla después que han hecho todo lo posible para gozarla; a los sesenta años es bien cruel morir antes de haber empezado a vivir. Se cree que el hombre tiene un vivo amor a su conservación, y esto es verdad, pero no se da cuenta de que este amor, tal como nosotros lo sentimos, es en gran parte la obra de los hombres.

Naturalmente, el hombre siente el afán de conservarse mientras tiene los medios necesarios en su poder, mas así que estos medios le faltan, se tranquiliza y muere sin atormentarse inútilmente. La primera ley de la resignación nos viene de la naturaleza. Los salvajes, lo mismo que los animales, se debaten poco contra la muerte y expiran casi sin quejarse. Destruida esta ley, se forma otra que viene de la razón, pero pocos saben atraerla, y esa resignación ficticia jamás es tan llena y entera como la primera. ¡La previsión!, la previsión que nos lleva sin cesar más allá de nosotros, con frecuencia nos coloca a donde nunca llegaremos; he ahí el verdadero manantial de todas nuestras miserias.

¡Qué manía tiene un ser tan transitorio como el hombre de mirar siempre a lo lejos, hacia un porvenir que raramente viene, y de descuidar lo presente, donde está lo seguro! Manía tanto más funesta cuanto que ella aumenta incesantemente con la edad, y que los viejos, siempre desconfiados, previsores, avaros, prefieren rehusar lo hoy necesario que carecer de lo superfluo dentro de cien años. De este modo nos ligamos a todo, y nos acogemos a todo; los tiempos, los lugares, los hombres, las cosas, todo cuanto está, todo lo que será, importa a cada uno de nosotros; nuestro propio individuo no es otra cosa que la menor parte de nosotros mismos. Cada uno se extiende, por así decirlo, sobre la tierra entera, y deviene sensible sobre toda esa gran superficie. Es extraño que nuestros males se multipliquen en todos los puntos por donde nos pueden herir. ¡Cuántos príncipes se desconsuelan por la pérdida de un país que no han visto ,jamás! ¡A cuántos comerciantes es suficiente tocarlos en las Indias para que alcen el grito en París! [3].

¿Es la naturaleza la que lleva así a los hombres tan lejos de sí mismos? ¿Es ella quien quiere que cada uno aprenda su destino de los demás, y que algunas veces sea el último en aprenderlo, de tal forma que murió feliz o desgraciado, sin haberlo sabido jamás? Yo veo un hombre alegre, vigoroso y sano; su presencia inspira alegría, sus ojos anuncian el contento el bienestar, y trae consigo la imagen de la dicha. Lega una carta del correo, la mira el hombre feliz, es para él, la abre y la lee... Al momento cambia de actitud, pierde el color y cae desmayado. Vuelto en sí, llora, se agita, solloza, se arranca los cabellos, el eco repite sus clamores y parece acometido de horribles convulsiones.

¡Loco! ¿Qué daño te ha hecho este papel? ¿Qué miembro te ha roto? ¿Qué delito ha cometido en ti para que te pongas en ese estado?

Si la carta se hubiera perdido, si una mano caritativa la hubiera arrojado al fuego, me parece que habría sido un problema extraño la suerte de este mortal, dichoso y desdichado a un tiempo. Se dirá que su desdicha era real. Muy bien, pero él no la sentía. ¿Dónde estaba pues? Su felicidad era imaginaria. Ya comprendo: la salud, la alegría, la serenidad, el ánimo contento no son otra cosa que visiones. Nosotros no existimos ya donde estamos y existimos donde no estamos. ¿Merece la pena temerse tanto la muerte, siempre que no muera aquello en que vivimos?

¡Hombre!, encierra tu existencia dentro de ti, y no serás desgraciado. Quédate en el sitio que te marcó la naturaleza en la cadena de los seres, y nada te podrá forzar a que salgas de él; no des coces contra el duro aguijón de la necesidad, y no te agotes por resistir unas fuerzas que no te dispensó el cielo para ensanchar o prolongar tu existencia, sino para conservarla cómo y mientras él quisiese. Tu poderío y tu libertad alcanzan hasta donde rayan tus fuerzas naturales, pero no más allá; todo lo demás es mera esclavitud, ilusión, apariencia. Hasta la dominación es vil cuando se funda en la opinión, porque pende de las preocupaciones. Para conducirlos a tu albedrío es necesario que te conduzcas por el suyo; si mudan ellas de modo de pensar, será forzoso que mudes tú de modo de obrar. A los que se acercan a ti, les basta con saber gobernar las opiniones del pueblo que crees tú que gobiernas, o de los privados que te gobiernan a ti, o las de tu familia, o las tuyas propias; esos visires, esos cortesanos, esos sacerdotes, esos soldados, esos criados, y hasta los niños, , aunque tuvieras el superior ingenio de Temístocles [4], te van a llevar, como si fueras tú también una criatura, en medio de tus legiones. Haz lo que quieras; jamás tu autoridad real excederá a tus facultades reales. De manera que es preciso ver mediante ojos ajenos y querer por medio de la voluntad ajena. «Mis pueblos son mis vasallos», dices envanecido. Está bien, ¿pero tú qué eres, vasallo de tus ministros? Y tus ministros, ¿qué son? Vasallos de sus secretarios, de sus danzas, criados de sus criados.

Tomadlo todo, usurpadlo todo, desparramad luego el dinero a manos llenas, levantad baterías de cañones, alzad patíbulos, encended hogueras, promulgad leyes, edictos, multiplicad los espías, los soldados, los verdugos, las cárceles, las cadenas. ¡Pobres hombrecillos! ¿Qué vale todo eso? Ni seréis mejor servidos, ni menos robados, ni menos engañados, ni más absolutos. Siempre repetiréis «queremos», y haréis siempre lo que quieran los demás.

El único que actúa según su propia voluntad es el que para realizarla no precisa del auxilio ajeno, de donde se deduce que el más apreciable de los bienes no es la autoridad, sino la libertad. El hombre verdaderamente libre solamente quiere lo que puede y hace lo que le conviene. Esta es mi máxima fundamental; trato de aplicarla a la infancia, y observaremos cómo se derivan de ella todas las reglas de educación.

La sociedad no solamente ha hecho al hombre más débil, privándole del derecho que tenía en sus propias fuerzas, sino procurando hacerlas insuficientes; de aquí que sus necesidades sean multiplicadas en razón directa a su debilidad, y eso es lo que constituye la de la infancia comparada con la edad adulta. Si el hombre es un ser fuerte, el niño es débil, no es porque tenga el primero más fuerza que el segundo, sino porque el adulto puede naturalmente bastarse a sí mismo, y el niño no. De tal modo que el hombre debe poseer más voluntades y el niño más voluntariedades, entendiéndose por voluntariedad los deseos que no son verdaderas necesidades y que sólo pueden satisfacerse mediante el auxilio ajeno.

Ya dije la razón de este estado de flaqueza; la naturaleza la ha remediado con el cariño de los padres y de las madres, pero este cariño puede ser por exceso, por defecto y abusivo. Los padres que viven en el estado civil, y llevan a este estado a su hijo antes de la edad necesaria, aumentan sus necesidades y acrecientan su flaqueza en vez de disminuirla. Del mismo modo la aumentan exigiendo al niño lo que no haría la naturaleza, y sujetan a la voluntad de los padres la poca fuerza de que dispone el niño para realizar o cumplir su propia voluntad, y así convierten por una y otra parte en esclavitud la dependencia recíproca en que les retiene a él su flaqueza y a ellos su cariño.

El hombre sabio permanece en su puesto, pero el niño que desconoce el suyo, no se puede mantener en él. Hay para nosotros mil maneras de salirse de un sitio, pero esta tarea no resulta nada fácil para los que le gobiernan y le deben retener. No debe ser ni bestia ni hombre, sino niño; ello hace que sienta su flaqueza, y no debe sufrir por tal causa; que dependa y no que obedezca, que pida y no que mande. Está sometido a los demás a causa de sus necesidades, porque éstos ven mejor que él lo que es más de su conveniencia y lo que puede ayudar a su conservación. Nadie tiene derecho, ni siquiera su padre, a mandar a un niño lo que puede serle de algún provecho.

Antes que los prejuicios y las instituciones humanas hayan alterado nuestras inclinaciones naturales, la felicidad de los niños, así como la de los hombres, consiste en el uso de su libertad, pero esta libertad está limitada en los primeros, debido a su debilidad. Aquel que hace lo que quiere es feliz si se basta a sí mismo, que es el caso el hombre que vive en estado de libertad aparente, semejante a la que en el estado social disfrutan los hombres. No siendo posible vivir cada uno de nosotros de un modo independiente de los demás, volvemos otra vez al estado de miseria y debilidad. Nosotros fuimos hechos para ser hombres, pero las leyes y la sociedad nos han sumergido en la infancia. Los ricos, los reyes y los grandes, son todos unos niños que, viendo que tienen prisa para aliviar su miseria, arrancan de esta misma una vanidad pueril, y están todos confiados en los deseos que nunca alcanzarían si fueran hombres formados.

Estas consideraciones son importantes y sirven para resolver todas las contradicciones del sistema social. Hay dos clases de dependencia: la de la cosas, que nace de la naturaleza; la de los hombres, la cual es debida a la sociedad. La dependencia de las cosas, no poseyendo ninguna moralidad, no perjudica a la libertad ni engendra vicios; la dependencia de los hombres, siendo desordenada [5], los produce todos, y es por esto que el amo y el criado se corrompen mutuamente. Si existe algún medio para remediar este mal de la sociedad, es la de sustituir la ley al hombre y en armar las voluntades generales con una fuerza real, mayor que la acción de toda voluntad particular. Si las leyes de las naciones pudieran poseer, como las de la naturaleza, una inflexibilidad que ninguna fuerza humana ha podido vencer, la dependencia de los hombres volvería a ser la de las cosas; se reunirían en la república todas las ventajas del estado natural a las del estado civil; se juntaría, a la libertad del hombre exento de vicios, la moralidad que le levanta hacia la virtud.

Mantened al niño dentro de la sola dependencia de las cosas, y habréis seguido el orden de la naturaleza en el progreso de su educación. No ofrezcáis jamás a sus voluntades indiscretas más que obstáculos físicos ni castigos que no nazcan de las mismas acciones, y que se le recuerde cuando se presente la ocasión; sin defenderle de su mal hacer, es suficiente con estorbárselo.

La experiencia o la impotencia por sí solas deben mantenerlo en el lugar de la ley. No complazcáis sus deseos porque lo pida, sino porque lo necesita. Que él no sepa, cuando obra, qué es obediencia, ni qué cosa es imperio cuando se trabaja por él; que sienta por igual su libertad en sus acciones y en las vuestras. Aportadle la fuerza que le falta, precisamente porque la necesita para ser libre y no para ser despótico. Y que, recibiendo vuestros servicios con cierta humillación, aspire al momento en que pueda prescindir de ellos y tenga el honor de servirse a sí mismo.

La naturaleza tiene, para fortalecer el cuerpo y hacer que crezca, los medios que nunca deben ser contrariados. No se le debe obligar a permanecer quieto cuando sienta ganas de andar, ni a que ande cuando quiera estar quieto. Cuando la voluntad de los niños no ha sido corrompida por nuestra culpa, ellos no quieren nada inútilmente. Hace falta que salten, que corran, y que griten cuando ellos tengan o sientan necesidad de ello. Todos sus movimientos provienen de las necesidades de su constitución, que busca el modo de fortificarse, pero se debe desconfiar de lo que ellos desean sin que por sí solos puedan ejecutarlo, y que los demás están obligados a realizar por ellos. Entonces cabe distinguir el cuidado con la verdadera necesidad, la necesidad natural del capricho que ya empieza a nacer, o de lo que no viene más que de la superabundancia de vida, de la cual hablé anteriormente.

Ya tengo dicho lo que procede hacer cuando un niño llora por obtener cualquier cosa. Sólo añadiré que desde el momento en que el niño puede pedir hablando lo que desea, y que para obtenerlo más pronto o para vencer una negativa, apoya con llantos su petición, ello le debe ser rehusado terminantemente. Si la necesidad es la causa que ha hecho que el niño hable, debéis conocerlo, y hacer al instante lo que pida, pero ceder a sus lágrimas, es excitarle a que las vierta, es enseñarle a que dude de vuestra voluntad y a creer que el insistir puede hacer más efecto sobre vosotros que vuestra misma benevolencia. Si él no os considera buenos, pronto él será malo; si os considera débiles, en breve él será terco; importa determinar siempre a su primera señal lo que no se le quiere negar. No seáis, pues, pródigos en rehusar, pero nunca las revoquéis.

Guardaos sobre todo de enseñar al niño vanas fórmulas de cortesía, que le sirvan cuando lo desee de palabras mágicas, con el fin de sujetar a su voluntad a cuantos le rodean y conseguir al instante lo que pretende. En la educación ceremoniosa de los ricos, en la cual nunca falta el hacerlos cortésmente imperiosos, preceptuándoles los términos que han de usar para que nadie se atreva a resistirles, no usan el tono ni los giros suplicantes; son tanto o más arrogantes cuando piden que cuando mandan, debido a que están seguros de que serán obedecidos. Uno ve en seguida que cuando ellos dicen: «Si usted quiere», significa «quiero», y «suplico a usted» es igual a «mando a usted». Admirable cortesía, que cambia el significado de las palabras, y con la que no se puede hablar como no sea en sentido imperativo. Yo, que temo menos que Emilio sea descortés que arrogante, prefiero que pida rogando «haz esto», que ordenando «yo ruego». Este no es el término que le importa, y del cual se vale, sino la significación que le da.

Hay un exceso de rigor y otro de indulgencia, y ambos deben evitarse igualmente. Si dejáis sufrir a los niños, os exponéis a que peligre su salud, incluso su vida, y al presente los hacéis miserables; si los preserváis con sobrado tiento de todo género de disgustos, les preparáis grandes miserias, los educáis delicados, sensibles, les sacáis del estado de hombres, al cual, a pesar vuestro, volverán un día. Por no exponerles a algunos males de la naturaleza, vosotros sois los artesanos de éstos, que aquélla no se los ha producido. Me diréis que caigo en el caso de aquellos malos padres a los cuales les reprochaba que sacrificasen la felicidad de sus hijos a la consideración de un tiempo que aún está lejos y al que acaso no lleguen.

Y no es así, porque la libertad que yo doy a mi alumno le resarce de las ligeras incomodidades a las que yo dejo que se exponga. Yo veo a unos pequeños traviesos jugando en la nieve, amoratados, tiritando y que apenas pueden mover los dedos. Son libres de irse á calentar y no lo hacen; si se les obligase a ello sentirían cien veces más los rigores del mandato que los del frío. ¿De qué os quejáis, pues? ¿Hago miserable a vuestro hijo no exponiéndole a otras incomodidades que las que él quiere sufrir? Le hago feliz en el momento presente dejándole libre; le hago feliz preparándole para el futuro, armándole contra los males que él debe soportar. Si él pudiera escoger entre ser mi alumno o el vuestro, ¿pensáis que vacilaría un instante?

¿Concebiréis que un ser pueda gozar de alguna felicidad verdadera fuera de su constitución? ¿No es sacar de ella a un hombre el querer exceptuarle igualmente de todos los males de su especie? Sí, yo lo sostengo, pues para experimentar los bienes grandes es necesario que conozca los males pequeños. Si lo físico va demasiado bien se corrompe lo moral. El hombre que no conoce el dolor, no conocería ni la ternura de la humanidad ni la dulzura de la conmiseración; nada moverá su corazón, no será sociable, será un monstruo entre sus semejantes.

¿Sabéis cuál es el medio más seguro de hacer miserable a vuestro hijo? Acostumbrarle a conseguirlo todo, porque como crecen sin cesar sus deseos por la facilidad de complacerle, tarde o temprano os obligará, al no poderle satisfacer, a contentarle con una negativa, y no estando acostumbrado, le causará más tormento que la privación de lo que desea. Primero querrá el bastón que lleváis, pronto querrá vuestro reloj, en seguida querrá el pájaro que vuela, la estrella que ve brillar... En fin, todo cuanto vea, y a menos de ser Dios, ¿cómo le vais a contentar?

Esto es una disposición natural del hombre de mirar como suyo todo cuanto está en su poder. En este sentido el principio de Hobbes tiene razón hasta cierto punto: multiplíquense con nuestros deseos los medios de satisfacerlos y cada uno se hará dueño de todo. Así el niño a quien basta con querer para obtener, se cree el amo del universo, mira a todos los hombres como esclavos suyos, y cuando un día se ven en la precisión de negarle algo, él, creyendo que todo es posible cuando da órdenes, toma la negativa como van acto de rebelión; todas las razones que se le dan en una edad incapaz de raciocinar no son sino meros pretextos, por todas partes ve mala voluntad, el sentimiento de una injusticia de que es víctima agria su carácter, odia a todo el mundo, y sin saber el grado de la complacencia, le indigna toda oposición.

¿Cómo creeré yo que un niño así dominado por la cólera y devorado por las más irascibles pasiones, pueda ser nunca feliz? ¿Feliz él, que es un déspota, y a la vez el más vil de los esclavos y la más miserable de las criaturas? Yo he visto a los niños educados de esta manera que querían destruir la casa de un empujón, que les diesen la veleta que veían en un campanario, que parasen la marcha de un regimiento para oír los tambores más tiempo, y rasgaban el aire con sus gritos, sin querer escuchar a nadie que tardase en complacerles. En vano se esforzaban todos en complacerles; irritándose sus deseos por la facilidad de obtenerlos, se obstinaban en cosas imposibles, y en todas partes sólo hallaban contradicciones, obstáculos, penas y dolores. Siempre riñendo, siempre rabiando, siempre furiosos, pasan los días gritando y lamentándose. ¿Eran unos seres afortunados? La debilidad y la dominación reunidas únicamente engendran locura y tristeza. De dos niños mimados, el uno golpea la mesa y el otro ordena que azoten el mar; tendrán que azotar y golpear mucho antes de vivir contentos.

Si estas ideas de mando y de tiranía les envilecen desde su infancia, ¿qué será cuando crezcan y comiencen a extenderse y a multiplicarse sus relaciones con los demás hombres? Acostumbrados a ver que todo cede ante ellos, ¡qué sorpresa cuando, al invadir el mundo, vean que todo se les resiste y se sientan aplastados por el peso de un universo que pensaban mover a su antojo!

Sus insolentes ademanes y su pueril vanidad sólo les acarrean mortificaciones, desdenes y escarnios; beben afrentas como agua; pruebas crueles les demuestran pronto que no conocen ni su estado ni sus fuerzas; no pudiéndolo todo, creen que nada pueden. Tantos obstáculos desacostumbrados los desalientan, tantos desprecios les envilecen, y se vuelven cobardes, medrosos, soeces, y tanto caen por debajo de sí mismos cuanto por encima se levantaron antes.

Volvamos a la regla primitiva. La naturaleza ha hecho a los niños para que fuesen amados y protegidos, ¿pero les hizo para que fueran obedientes y creyentes?, ¿les ha dado un aire imponente, una mirada severa, una voz áspera y amenazadora, con el fin de que infundieran miedo? Yo comprendo que los rugidos de un león espanten a los animales y que tiemblen al ver su terrible melena, pero jamás se ha visto un espectáculo tan indecente, odioso y ridículo como el que presenta un cuerpo de magistrados con el jefe a la cabeza y en traje de ceremonia postrados ante un niño en mantillas, los cuales le discursean en términos pomposos, y él, por toda respuesta, grita y babea.

Al considerar la infancia en sí misma, ¿existe en el mundo un ser más débil, más indefenso, más a merced de todo lo que le rodea, que sienta gran necesidad de piedad, de solicitud y protección que un niño? ¿No parece que si él muestra un semblante tan dulce y un gesto tan agradable es con el fin de que todo eso que se le acerca se interese por su debilidad y se apresure a socorrerle? ¿Pues qué hay más extraño, más contrario al orden, que ver a un niño imperioso y de mala condición ordenar a todos cuantos le rodean y tomar impunemente el tono de amo con aquellos que no tienen más que abandonarlo para que perezca?

Por otra parte, ¿quién no ve que la debilidad de la primera edad encadena a los niños de tantas maneras, que es bárbaro añadir a esta sujeción la de nuestros caprichos, privándole de una libertad tan limitada, de la que no puede abusar, tan inútil para él, y para nosotros que se la hemos quitado? Si no existe objeto que sea tan digno de burla como un niño engreído, tampoco lo hay que merezca tanta piedad como un niño medroso. Puesto que con la edad de la razón empieza la servidumbre civil, ¿para qué hacer que le preceda la servidumbre privada? Consintamos que exista un instante en la vida exento de este yugo que no nos impuso la naturaleza, y dejemos a la infancia el uso de la libertad natural que, por lo menos durante algún tiempo, la desvía de los vicios que se adquieren con la esclavitud. Vengan esos instructores severos, esos padres esclavos de sus hijos; vengan unos y otros con sus frívolas objeciones, y antes de hablar de métodos, escuchen y aprendan el de la naturaleza.

Vuelvo a la práctica; ya he dicho que nada debe conseguir vuestro hijo porque lo pida, sino porque lo necesite [6], y que no debe hacer nada por obediencia sino por necesidad; de forma que las voces obedecer y mandar se proscriban de su léxico, y más aún las de obligación y deber, pero las de fuerza, necesidad, impotencia y precisión deben ocupar un destacado lugar. Antes de la edad de la razón, no es posible tener ninguna idea de los seres morales, ni de las relaciones sociales; por tanto se ha de evitar, hasta donde sea posible, el uso de las voces que las expresan, por temor a que el niño aplique inmediatamente a esas palabras ideas falsas, que luego no sabremos o nos será posible destruir. La primera idea falsa que entra en su cabeza es el germen del error y del vicio, por lo que es necesario poner mucha atención ante este primer paso. Haced que, mientras sólo le muevan las cosas sencillas, todas sus ideas se paren en las sensaciones; haced que por todas partes sólo el mundo físico distinga alrededor suyo; de lo contrario, estad seguros de que no os escuchará, o que se hará del mundo moral de que le habláis nociones fantásticas que no podréis borrar en adelante.

Discutir con los niños es la máxima fundamental de Locke, y actualmente es la más usada, pero me parece que no es el fruto que de ella se saca la que debe hacerla muy digna de crédito, y yo no veo nada más insensato que esos niños con quienes tanto se ha razonado. Entre todas las facultades del hombre, la razón, que por decirlo así es un compuesto de todas las demás, es lo que con más dificultad y lentitud se desarrolla, ¡y de ella se quieren apoyar para desarrollar las primeras! La obra maestra de una buena educación es formar a un hombre racional, ¡y se pretende educar a un niño por la razón! Eso es comenzar por el final, y querer hacer del instrumento la obra. Si los niños escuchasen la razón, no habría necesidad de que fueran alumnos, pero con hablarles desde su más tierna edad una lengua que no entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a controlar todo cuanto les dicen, a creerse tan sabios como sus maestros, a hacerse disputadores y revoltosos, y todo cuanto piensan obtener de ellos por motivos razonables, nunca lo obtienen sino por los de la codicia, el miedo o la vanidad, que siempre es necesario juntarlos.

He aquí la fórmula a la que poco más o menos se pueden reducir todas las lecciones de moral que se dan y puedan darse a los niños.

EL MAESTRO: No se debe hacer eso.

EL NIÑO: ¿Y por qué no se debe hacer?

EL MAESTRO: Porque está mal hecho.

EL NIÑO: ¡Mal hecho! ¿Qué está mal hecho?

EL MAESTRO: Lo que te prohiben.

EL NIÑO: ¿Y por qué es malo hacer lo que me prohíben?

EL MAESTRO: Te castigarán por haber desobedecido.

EL NIÑO: Yo lo haré de manera que no sepan nada.

EL MAESTRO: Te espiarán.

EL NIÑO: Me esconderé.

EL MAESTRO: Te preguntarán.

EL NIÑO: Mentiré.

EL MAESTRO: No se debe mentir.

EL NIÑO: ¿Por qué no se debe mentir?

EL MAESTRO: Porque está mal hecho, etc.

He aquí el círculo inevitable; salid de él y el niño no os entenderá. ¿No son utilísimas estas instrucciones? Mucho celebraría saber con qué se podría sustituir este diálogo. El propio Locke se hubiera visto apurado. Conocer el bien y el mal, sentir la razón del porqué de los deberes del hombre no es cosa de niños.

La naturaleza quiere que los niños sean niños antes de ser hombres. Si nosotros queremos invertir este orden, produciremos frutos precoces que no tendrán madurez ni gusto y que no tardarán en corromperse; tendremos jóvenes doctores y viejos niños. La infancia tiene maneras de ver, de pensar, de sentir, que le son propias; no hay nada más insensato que quererlas sustituir por las nuestras; tanto equivale exigir que un niño tenga cinco pies de alto que juicio a los diez años. En efecto, ¿para qué le serviría la razón a esa edad? Ella es el freno de la fuerza, y el niño no necesita ese freno.

Tratando de inculcar a vuestros alumnos la idea de la obediencia, juntad a esa pretendida persuasión la fuerza y las amenazas, o, lo que es peor, los halagos y las promesas. Así, pues, movidos por el interés o impelidos por la fuerza, parece que han sido convencidos por la razón. Ven muy bien que la obediencia es ventajosa y la rebeldía se halla en detrimento, con lo que tienen conocimiento de una y de otra, pero como todo cuanto les mandáis es desagradable para ellos, y siendo por otra parte penoso obedecer la voluntad ajena, se esconden para hacer la suya, convencidos de que obran bien si no se descubre su desobediencia, pero resueltos a confesar el mal, si los descubren, por temor a otro más grave. Como la razón del deber excede los alcances de esta edad, nadie hay en el mundo que se la pueda hacer verdaderamente palpable, pero el temor al castigo, la esperanza del perdón, la importunidad, el aturdimiento en las respuestas, les sacan todas las confesiones que les piden, y creen que los han convencido cuando no han hecho más que intimidarlos o fastidiarlos.

¿A qué conclusión se llega? Primeramente, imponiéndoles una obligación de la que no están convencidos, los exasperáis contra vuestra tiranía y los retraéis de que os amen les enseñáis a disimular, a ser falsos y embusteros para conseguir recompensas o evitar castigos y, finalmente, acostumbrándolos a encubrir siempre con un motivo aparente otro secreto, vosotros mismos les dais medios de que abusen sin cesar e impiden que conozcáis su verdadero carácter y os satisfagan con palabras vanas cuando se presenta la ocasión. Las leyes, me diréis, aunque obligatorias para la conciencia, acosan también a los adultos. Estoy de acuerdo, pero estos hombres, ¿qué son si no unos niños mimados por la educación?, precisamente lo que se ha de prevenir. Emplead la fuerza con los niños y la razón con los hombres; tal es el orden natural, pues el sabio no necesita leyes.

Tratad a vuestro alumno conforme a la edad. Ponedle en su puesto y retenedle en él de manera que no haga tentativas para salirse. Entonces será práctico en la lección más importante, que es la sabiduría, antes de saber lo que es ésta. No le mandéis nunca nada, sea lo que sea, absolutamente nada, ni dejéis que imagine que pretendéis tener alguna autoridad sobre él. Que sólo sepa que él es débil y vosotros fuertes, que por su estado o el vuestro está necesariamente a vuestra merced; que lo sepa, que lo aprenda, y que sienta pronto sobre su cabeza altiva el duro yugo que la naturaleza impone al hombre, el pesado yugo de la necesidad, bajo el cual es necesario que todo ser se rinda; que vea esta necesidad en las cosas, pero nunca en el capricho [7] de los hombres; que el freno que le retenga sea la fuerza y no la autoridad. No le prohibáis las cosas de que deba abstenerse; evitad que las haga, sin explicación ni raciocinio; lo que le concedáis, concedédselo a la primera palabra que diga, sin inquirir, sin ruegos, y sobre todo sin condiciones. Conceded con gusto y no neguéis con repugnancia, pero que todas vuestras repulsas sean irrevocables; no os doblegue importunidad alguna; que el no que se pronuncie sea un muro de bronce, contra el cual, apenas haya probado el niño cinco o seis veces sus fuerzas, ya no intentará abatirlo.

De esta forma le haréis paciente, sereno, resignado, sosegado, aun cuando no haya alcanzado lo que quería, porque es natural en el hombre sufrir con paciencia la necesidad de las cosas, pero no la mala voluntad ajena. Las palabras «no hay más» son una respuesta que nunca irritó a ningún niño, a no ser que sospechase que era mentira. En cuanto a lo demás, es necesario o no exigir de él nada absolutamente o doblegarle desde el principio a una total obediencia. La educación peor es dejarle que fluctúe entre su voluntad y la vuestra y que le disputéis cuál de los dos ha de ser el amo. Yo quisiera cien veces mejor que él lo fuera siempre.

Muy extraño es que desde que se dedican los hombres a la educación de los niños, no hayan imaginado otra forma para conducirlos que la emulación, los celos, la envidia, la vanidad, el ansia, el miedo, las pasiones más peligrosas, las que más pronto fermentan y las más capaces de corromper al alma, aun antes de que esté formado el cuerpo. Cada instrucción prematura que quieren introducir en su cabeza, planta un vicio en lo interno de su corazón; instructores faltos de juicio piensan de buena fe que aciertan cuando los malean por enseñarles qué es la bondad, y luego nos dicen gravemente: «Así es el hombre». Sí, ese es el hombre que vosotros habéis formado.

Se han ensayado todos los instrumentos menos uno, precisamente el único que puede surtir efecto: la libertad bien aplicada. No conviene que se encargue de educar un niño quien no lo sepa conducir a donde quiera por las solas leyes de lo posible y lo imposible. La esfera del uno y del otro son para él igualmente desconocidas, y se ensancha o se estrecha a su alrededor como uno quiere. Solamente con el vínculo de la necesidad, sin que él exprese la menor queja, se le encadena, se le empuja o se le contiene; sólo con la fuerza de las cosas se le transforma en dócil y manejable, sin permitir que le penetre ninguna clase de germen, ya que al no producir ningún efecto, quedan aplacadas las pasiones.

No deis a vuestros alumnos lecciones verbales de ninguna clase, puesto que sólo deben recibirlas de la experiencia; tampoco les debéis imponer ningún castigo, ya que ignora lo que puede significar culpabilidad; ni les obliguéis a pedir perdón, puesto que no tienen el poder indispensable para ofenderos. Careciendo de moralidad en sus acciones no pueden realizar ningún acto inmoral ni que sea merecedor de reprensión o de castigo.

Ya veo al lector impresionado al formar un juicio sobre este niño, estableciendo una comparación con los nuestros, pero se engaña. La sujeción continua en la cual tenéis a vuestros alumnos irrita su vivacidad, y cuanto más retraídos aparecen delante de vosotros, más revueltos están al librarse de vuestra presencia, ya que es indispensable, si les es posible, compensar los efectos producidos por el duro encogimiento en que los habéis retenido. Dos estudiantes de la ciudad producen más daños en un lugar que toda la juventud de un pueblo. Encerrad a un niño de la ciudad y a otro de una aldea en una habitación; el primero lo derribará y destrozará todo antes de que el segundo se haya movido de su sitio. ¿Por qué esto sucede de tal modo si no es porque uno corre a aprovecharse de su instante de licencia mientras el otro, convencido siempre de su libertad, no siente prisa para apropiársela? No obstante, los hijos de los aldeanos, que frecuentemente sufren los efectos de ciertas contemplaciones o violencias, están aún muy distanciados del estado en el cual yo deseo que se críen.

Pongamos por máxima incontestable que los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos; no hay perversidad original en el corazón humano; no se halla en él un solo vicio que no se pueda averiguar cómo y por dónde se introdujo. La sola pasión natural en el hombre es el amor de sí mismo o el amor propio tomado en un sentido amplio. Este amor propio en sí, o en cuanto hace referencia a nosotros, es útil y bueno, y como carece de la relación indispensable con otro bajo este punto de vista, es naturalmente indiferente; sólo por el uso que del mismo se hace y las relaciones que se le dan, se convierte en bueno o malo. Hasta que le guíe el amor propio, o sea la razón, es conveniente que un niño no haga nada porque le ven o le oyen, o sea con respecto a los demás, sino que debe actuar según los dictados de la naturaleza, y entonces no hará ningún acto que no sea bueno.

Con esto no quiero decir que jamás no cometa ningún destrozo ni que alguna vez se haga alguna herida, v si lo encuentra a mano, no rompa un mueble de valor. Podría hacer mucho daño sin obrar mal, ya que el acto malo depende de la intención con que se hace, v el niño jamás lo realizará con tal fin. Si una sola vez la tuviese, todo estaría ya perdido y sería malo, casi sin remedio.

Hay cosas que son malas a los ojos de la avaricia, pero que dejan de serlo a los ojos de la razón. Dejando a los niños con plena libertad de ejercitar su atolondramiento, es conveniente apartar de ellos todo cuanto pueda serles gravoso, y no ponerles al alcance de la mano ninguna cosa frágil y preciosa. Su estancia debe estar amueblada con muebles voluminosos y sólidos, sin espejos, porcelanas ni objetos de lujo.

En cuanto a mi Emilio, que educo en el campo, no habrá en su cuarto ningún otro objeto que los propios de otro muchacho campesino. ¿Qué utilidad tiene que se le adorne la habitación con tanto esmero, si tan pocos ratos estará en ella? Pero me equivoco, pues pronto veremos cómo la adorna por sí mismo y qué objetos aporta.

Si, a pesar de vuestras precauciones, el niño comete algún desorden, como romper algún mueble, no le castiguéis por vuestra negligencia ni le riñáis; que no oiga una sola palabra de reprensión; no le dejéis comprender que os ha molestado; haced como si se hubiera roto el mueble por casualidad, y convenceos de que habéis logrado mucho si lográis libraros de hacerle ninguna amonestación.

¿Me atreveré a exponer aquí la mayor, la más importante, la más útil regla de toda la educación? No es la de ganar tiempo, sino, por el contrario, perderlo. Lectores corrientes, perdonadme mis paradojas; cuando se reflexiona, son indispensables, y a pesar de todo lo que se pueda decir, es preferible ser un hombre de paradojas que uno lleno de preocupaciones. El más peligroso tiempo de la vida humana es el que va desde el nacimiento hasta la edad de doce años, debido a que es cuando brotan los errores y los vicios, sin que haya aún ningún instrumento capaz de destruirlos, y cuando éste se obtiene, las raíces están tan profundas que ha pasado el tiempo propicio para arrancarlas. Si los niños saltaran de un solo golpe desde el pecho de la madre hasta la edad del uso de la razón, quizá podría serles conveniente la educación que se les da, pero, según el progreso natural, es necesario una que sea totalmente opuesta.

Haría falta que no hicieran uso de su alma hasta que ésta poseyera todas sus facultades, debido a que es imposible ver la llama que le presentáis cuando aún está en estado de ceguera, y que él siga, en la inmersa llanura de las ideas, una ruta que la razón señala con rasgos casi imperceptibles, incluso para los ojos más perspicaces.

La primera educación debe ser, pues, puramente negativa, la cual no consiste en enseñar ni la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el corazón y el espíritu del error. Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones se abrirían los ojos de su entendimiento a la razón sin baches ni preocupaciones; nada habría en él que pudiera obstaculizar el buen resultado de vuestros afanes. De este modo, en vuestras manos se convertiría en el más sabio de los hombres, y omitiendo toda intervención en un principio, realizaríais un prodigio de educación.

Obrad de un modo totalmente opuesto del que se acostumbra actualmente y casi es seguro de que acertaréis. Como los padres y los maestros no quieren que el niño sea niño, sino doctor, no ven el momento de enmendar, corregir, reprender, acariciar, amenazar, prometer, instruir... Obrad de un modo mejor, sed racionales y argumentad con vuestro alumno, especialmente con la finalidad de que apruebe lo que no es de su agrado, ya que el mal traer a la razón en cosas desagradables, termina por hacérsela fastidiosa y desacreditarla muy pronto en un alma que todavía no es capaz de entenderla. Haced que se ejerciten su cuerpo, sus órganos, sus sentidos y sus fuerzas, pero mantened ociosa su alma el mayor tiempo posible. Debéis sentir miedo a todos los afectos que sean anteriores al juicio que los valúa. Se deben contener las impresiones que le vengan del exterior, y para poner un estorbo al nacimiento del mal, no os deis prisa alguna en producir el bien, ya que éste nunca es real hasta que viene alumbrado por la razón.

Debéis ver todas las demoras como ventajas, porque es ganar mucho, pues se avanza hasta el fin sin perder nada; dejad que madure la infancia en los niños. Por último, si se hiciera necesaria alguna lección, guardaos de dársela hoy si podéis demorarla sin peligro hasta mañana.

Otra consideración que confirma la utilidad de este método es la del genio particular del niño, puesto que es indispensable conocerlo muy bien a fin de que se le pueda aplicar el régimen moral que mejor le conviene. Cada espíritu tiene su forma propia según la cual necesita ser gobernado, y para obtener el fruto de los anhelos que se toman, es indispensable que sea gobernado por esta forma y no por otra. Hombre prudente, espía durante mucho tiempo la naturaleza, observa minuciosamente a tu alumno antes que le digas una palabra, espera que primero se muestre con toda libertad el germen de su carácter, no le fuerces en ninguna cosa con el fin de observarle mejor por completo. ¿Piensas que es perdida para el niño esta época de libertad? Todo lo contrario; será el mejor empleado; pues aprende tú a no perder un solo momento el tiempo más precioso, y si empiezas a actuar antes de saber lo que conviene hacer, obrarás a la ventura, te expondrás a que queden frustrados tus propósitos, tendrás que volver atrás y te encontrarás más alejado de la meta que si no hubieras llevado tanta prisa para alcanzarla. No obres como el avaro, que por no perder nada, pierde mucho. Debes sacrificar en la edad primera un tiempo que recuperarás con creces en una edad más avanzada. El médico prudente no ofrece de una manera atolondrada sus remedios desde la primera visita, pues antes de recetar estudia el temperamento del enfermo; comienza tarde a curarle, pero le sana, mientras que el que se precipita le mata.

Pero, ¿dónde debemos colocar a este niño para educarle de este modo como un ser insensible, como un autómata? ¿Le colocaremos en la Luna o en una isla desierta? ¿Le apartaremos de todos los humanos? ¿El mundo no le ofrecerá de un modo continuo el espectáculo y el ejemplo de las pasiones? ¿No verá nunca otros niños de su edad? ¿No verá nunca a sus parientes, a sus vecinos, a su nodriza, a su ama, a su lacayo, a su mismo ayo, que al fin no ha de ser un ángel?

Esta objeción es fuerte y sólida. Pero, ¿os he dicho yo que sea una empresa fácil una educación natural? ¡Oh, hombres!, si habéis hecho difícil todo cuanto es bueno, ¿es culpa mía? Yo conozco estas dificultades, las confieso y quizá sean insuperables, pero siempre es verdad que, dedicándose a evitarlas, tienen un límite remediable. Yo marco la meta hacia donde debe dirigirse la carrera; no afirmo que se pueda llegar a ella, pero aseguro que el que se acerque más al final, es el que mayores ventajas sacará.

Debéis tener presente que antes de atreverse a comenzar la empresa de formar un hombre es del todo imprescindible que uno mismo se haya hecho hombre, y hallar en sí mismo el ejemplo que se debe proponer. Mientras el niño carece aún de conocimiento, hay tiempo para disponer todo lo que se le acerca, de tal forma que a sus primeras miradas no se le presenten otros objetos que los que le conviene ver. Haced que todo el mundo os respete, comenzando por obrar de suerte que todos los que os rodean os amen y procure cada uno complaceros. No podéis ser el árbitro del niño, si antes no lo sois de todo lo que le circunda, y jamás esta autoridad será suficiente si no lleva por cimientos el aprecio de la virtud. No se trata de vaciar el bolsillo y de esparcir el dinero a manos llenas; nunca he visto que el dinero hiciera amar a nadie. No debe ser uno avaro ni duro, ni ha de compadecer la miseria que puede ser aliviada, pero es inútil abrir las arcas si al propio tiempo no se abre el corazón; de lo contrario, el de los demás permanecerá cerrado. Vuestro tiempo, vuestra solicitud, vuestro afecto, vosotros mismos, eso es lo que tenéis la obligación de dar, pues, aunque hagáis más, se ve claramente que vuestro dinero no sois vosotros. Existen testimonios de interés y de benevolencia de más eficacia y mayor provecho, que todas las dádivas. ¡Cuántos desgraciados y enfermos hay que precisan más de consuelos que de limosna! ¡Cuántos seres oprimidos hay a los cuales les sería más útil la protección que el dinero! Poned en paz a las personas que se indisponen, evitad los pleitos, convenced a los hijos de sus obligaciones y a los padres de la indulgencia; promoved matrimonios felices, estorbad las vejaciones, usad con largueza del crédito de los parientes de vuestro alumno, amparando al débil a quien niegan justicia y que es oprimido por el poderoso. Sed un sustento firme de los desdichados. Procurad ser justos, humanos y benéficos; no hagáis solamente limosnas, sino también caridad, pues mejor alivian las obras de misericordia que el dinero. Si amáis a los otros, seréis también amados por ellos; servidlos y os servirán; sed hermano suyo y serán vuestros hijos.

Esta es una más de las razones por la cual yo quiero educar a Emilio en el campo, lejos de la chusma de criados, los últimos de los humanos después de sus amos; lejos de las disolutas costumbres de las ciudades, que el pulimentado barniz de que están cubiertas hace atractivas a los niños. Los vicios de los campesinos, sin adorno y con toda su rusticidad selvática, son más para rechazar que para seducir cuando no se tiene el menor interés en imitarlos.

En un pueblecito el ayo será mucho más dueño de los objetos que quiera poner delante del niño; su prestigio, sus palabras, su ejemplo, tendrán una autoridad que no pueden tener en la ciudad, debido a que sirve útilmente a todos, y también anhelan complacerle, procuran granjearse su cariño y se presentan delante del alumno como desea el maestro, y si no se corrigen sus vicios, procuran evitar el escándalo, que es todo lo que precisamos para el logro de nuestro objeto.

No culpéis a los demás de vuestros propios yerros, ya que menos corrompe a los niños el mal que ven que el que vosotros les enseñáis. Siempre con vuestros sermones, vuestra moral y pedantería, por cada idea que les insinuáis, creyendo que es buena, les ofrecéis otras veinte carentes de valor, y llenos de lo que tenéis en la cabeza, no os dais cuenta del efecto que producís en la suya. En este flujo de palabras que continuamente les soltáis, ¿creéis que no haya una que la entiendan equivocadamente? ¿Pensáis que no comentan a su modo vuestras difusas explicaciones y que no encuentran materia para formar un sistema a su alcance, y que, cuando llegue su momento, sabrán oponeros?

Escuchad a uno de estos pequeños hombres a quienes se acaba de aleccionar; dejadle que hable, que haga preguntas, que disparate a su placer, ,y quedaréis asombrados del extraño giro que vuestros razonamientos han metido en su cabeza; lo confunde todo, lo transforma todo; os impacienta, os calláis o le hacéis callar. ¿Y qué puede pensar de este mutismo de un hombre que tanto se muere por hablar? Si alguna vez alcanza este triunfo y lo advierte, adiós educación; en este punto todo se acabó; ya no procura instruirse, procura refutaros.

Maestros celosos, sed prudentes, sencillos, reservados; no os apresuréis a obrar si no es en el caso de que vuestros actos sirvan de estorbo para que otros obren; lo repito continuamente: aplazad todo lo posible una instrucción buena por temor de dar una mala. En esta tierra que la naturaleza hubiera hecho el primer paraíso del hombre, debéis sentir miedo de no realizar el oficio del tentador, queriendo dar a la inocencia el conocimiento del bien y del mal; no pudiendo impedir que se instruya el niño con los ejemplos que ve, poned todo vuestro empeño en grabar en su ánimo estos ejemplos con la imagen que le convenga.

Las pasiones impetuosas producen un gran efecto en el niño que las presencia, debido a que tienen señales muy sensibles, las cuales le impresionan intensamente y le obligan a prestarles la mayor atención. La ira sobre todo es tan ruidosa en sus arrebatos, que si uno está a su lado, casi es imposible el no advertirla. Esto no obliga a pedir si es esta una ocasión propicia para que un pedagogo haga un gran discurso. Fuera los discursos, ni una palabra. Dejad que hable el niño; asombrado con el espectáculo, dejará de haceros preguntas. La respuesta es simple y se saca de los mismos objetos que han impresionado sus sentidos. Ve un rostro inflamado, unos ojos ardientes, un aire amenazador; oye gritos, y todo demuestra que su cuerpo no está en su verdadero estado natural. Decidle pausadamente y sin misterio: «Este pobre hombre está enfermo, tiene un exceso de fiebre». Y podéis aprovechar la ocasión de manifestarle, con pocas palabras, lo que son las enfermedades y los efectos que producen, puesto que son una cosa natural y uno de los lazos de la necesidad hacia la cual se debe sentir obligado.

Podría ser que sobre esta idea, que no es falsa, adquiriera a su debido tiempo una repugnancia hacia los excesos de las pasiones, las cuales tendrá o considerará como enfermedades. ¿Creéis que una noción parecida, dada oportunamente, no producirá efectos más saludables que el más plúmbeo sermón sobre la moral? Ahora observad las consecuencias de esta noción para el futuro: Estáis autorizado para tratar a un niño irascible como a un enfermo; le imponéis una dieta, hacéis que se asuste de sus nacientes vicios, que se le hagan odiosos, y quizá tendréis que recurrir a la severidad para curarle. Y si os sucede que en algún momento de irritabilidad perdéis la moderación que debéis conservar tan cuidadosamente, no le ocultéis vuestro error; como una amorosa queja y con acento ingenuo, decidle: «Amiguito, me has puesto malo».

En lo que resta, es importante que todas las gracias que pueda producir en un niño la simplicidad de ideas, en las cuales está criado, jamás sean puestas de relieve en su presencia, ni se hable de ellas de manera que él pueda comprenderlo. Una explosión de risa indiscreta puede anular el trabajo de seis meses y causar un irreparable perjuicio para toda la vida. No me cansaré de repetir que para ser el árbitro del niño, es indispensable serlo de sí mismo. Yo me imagino a mi pequeño Emilio en el momento de más dureza de una riña entre dos vecinas, dirigiéndose a la más enfurecida y diciéndole en tono compasivo: «Buena mujer, está usted enferma, y lo siento mucho». Esta piedad no dejará de producir un gran efecto entre los espectadores, y tal vez entre las protagonistas de la pelea. Sin reírme, ni reñirle, ni elogiarle, me lo llevo de buen grado o por fuerza antes de que pueda darse cuenta de tal efecto, o por lo menos antes de que tenga tiempo para pensar en él, y a tal fin me apresuro a distraerle con otros objetos que le hagan olvidar lo sucedido lo más pronto posible.

Mi deseo no es, pues, entrar en detalles, sino solamente exponer las máximas generales y proporcionar ejemplos para las ocasiones difíciles. Yo tengo por imposible que en el seno de la sociedad pueda llegar un niño a los doce años sin que se le den algunas ideas de las relaciones que existen de hombre a hombre y de la moralidad de los actos humanos. Es suficiente tener un gran cuidado de que no precise estas nociones hasta lo mas tarde posible, y cuando ya sean inevitables, que queden limitadas a la utilidad del momento, sólo con el fin de que no se considere el dueño de todo ni perjudique al prójimo sin ningún escrúpulo o por ignorancia. Existen caracteres dulces y tranquilos que se pueden llevar muy lejos sin peligro alguno en su primera inocencia, pero también los hay de naturaleza violenta cuya irascibilidad se manifiesta muy pronto, y es forzoso darse prisa en hacerlos hombres para no hallarnos en la obligación de tenerlos encadenados.

Nuestros primeros deberes se refieren a nosotros, y nuestros sentimientos primitivos se concentran en nosotros mismos; todos nuestros movimientos naturales se refieren primero a nuestra conservación y a nuestro bienestar. Así, el primer sentimiento de la justicia no nos viene de la que nosotros somos deudores, sino de la que nos deben; por ese motivo, hablar siempre de las obligaciones a los niños y nunca de sus derechos, comenzando por decirles lo contrario de lo que necesitan, cosa que no les interesa, ni pueden entender, es uno de los defectos comunes de la educación.

Si hubiera que conducir a uno de estos que acabo de suponer, diría: «Un niño nunca ataca a las personas, sino a las cosas» [8]; y muy pronto le enseña la experiencia a los que tienen más fuerza y más edad; pero las cosas no se defienden por sí mismas. La primera idea que se le debe sugerir es de que es de menos importancia la de la libertad que la de la propiedad, y para que él pueda adquirir esta idea, hace falta que sea dueño de algo: sus vestidos, sus muebles, sus juguetes, etc. Si sólo puede disponer de estas cosas, ignora por completo la causa de que estén en sus manos. Al decirle que las tiene porque se las han dado, no adelantamos nada, ya que para dar es necesario poseer; por consiguiente, existe una propiedad que es anterior a la suya, y es el principio de la propiedad lo que él quiere explicarse o comprender, sin tener en cuenta que la donación es un convenio, y que el niño no puede saber todavía lo que es una convención [9]. Lectores, os ruego que notéis en este ejemplo y en otros cien mil, cómo saturando la cabeza de los niños de palabras que carecen de significación para ellos, creen, erróneamente, que les han dado alguna instrucción.

Es menester, pues, llegar hasta el origen de la propiedad, puesto que de este punto debe originarse la primera idea de ella. El niño que vive en el campo tiene alguna noción de los trabajos agrícolas; para esto no precisa más que ojos y espacio, y tiene lo uno y lo otro. Es propio de todas las edades, y especialmente en la suya, el afán que tiene el hombre de crear, imitar, producir, y el de dar señales de actividad y poderío.

Por los principios anteriormente expuestos, yo no me opongo a su deseo; por el contrario, le favorezco, tomo parte en él, trabajo con él, no por hacer su gusto, como él cree, sino por hacer el mío; soy su mozo en la huerta, y mientras él va adquiriendo fuerzas, yo cavo la tierra; él toma posesión sembrando un haba, y en verdad que más sagrada y respetable es esta posesión que la que de la América meridional tomó Núñez de Balboa en nombre del rey de España, plantando su estandarte en las playas del mar del Sur.

Viene todos los días a regar las habas, y las vemos crecer llenos de alegría. Yo acreciento su júbilo diciéndole: «Esto te pertenece», y explicándole el significado de la palabra pertenencia, procuro que comprenda que ha invertido en el cultivo un tiempo, su trabajo, su esfuerzo y por último su dedicación constante; que hay en esta tierra algo que es suyo, que puede reclamarlo contra quien sea, lo mismo que si él tratase de librar su brazo de la mano de otro hombre que se lo quisiera sujetar.

A lo mejor llega un día con la regadera en la mano. ¡Oh, espectáculo; oh, dolor! Todas las habas las han arrancado, la tierra removida y ni siquiera reconoce la plantación. ¡Ah!, ¿qué se ha hecho de mi trabajo, de mi obra, de mis sudores y afanes? ¿Quién me ha robado mi caudal? ¿Quién me ha robado mis habas? El tierno corazón se subleva y el primer sentimiento de la injusticia vierte en él su áspera amargura; sale de sus ojos un caudal de lágrimas, y el desconsolado niño llena el aire de gritos y sollozos. Uno toma parte en su pena e indignación, e indagamos, nos informamos, tratamos de saber quien y cómo, hasta que descubrimos que ha sido el hortelano, y le llamamos.

Pero ahora vemos que todo es distinto de lo que creímos. Al saber el hortelano el motivo de nuestra protesta, empieza a quejarse más violentamente que nosotros. «¿Con que son ustedes, señores, los que me han echado a perder mi trabajo? Yo había sembrado unos melones de Malta cuyas pepitas me habían dado como un tesoro; quería regalarles algunos cuando madurasen, y ahora, por sembrar sus malditas habas, han arrancado los melones que ya habían nacido, sin que disponga de más pepitas de su clase. Me han ocasionado un perjuicio irreparable y se han privado del gusto de comer unos melones que habrían sido exquisitos.»

JUAN JACOBO: Dispénsenos usted, buen Roberto, por haberle malogrado su trabajo. Veo muy bien que hemos echado a perder sus esfuerzos, pero mandaremos a buscar otras pepitas de Malta y no trabajaremos la tierra sin asegurarnos antes de que no la cultiva otro.

ROBERTO: Bah, si es así, señores, ya pueden ustedes dedicarse a dormir, porque aquí ya no hay tierras baldías. Yo trabajo las que heredé de mi padre, como hacen otros aldeanos; todas las tierras que ven tienen dueño desde hace mucho tiempo.

EMILIO: Señor Roberto, ¿se perderán muchas veces las pepitas de melón?

ROBERTO: Perdóname, niño, pero no se pierden, porque no tenemos muchos señoritos atolondrados como tú. Nadie toca el huerto de su vecino y cada uno respeta el trabajo de los demás, para que también respeten el suyo.

EMILIO: Pero yo no tengo huerto.

ROBERTO: ¿Qué me importa a mí? Si tú te metes en el mío, te echaré, porque no quiero perder mi trabajo.

JUAN JACOBO: ¿No nos podríamos arreglar con el buen Roberto? Que nos dé a mi amiguito y a mí un rincón de su huerto, con la condición de que le daremos la mitad de lo que produzca.

ROBERTO: Yo se lo doy a ustedes sin condición, pero sepan que iré a levantar sus habas si tocan mis melones.

En este ensayo sobre la manera de inculcar a los niños las nociones primitivas, vemos cómo la idea de propiedad es natural al derecho del primer ocupante por el trabajo. Esto es claro, franco, sencillo y siempre al alcance del niño. Desde este punto, 'hasta llegar al derecho de propiedad y las permutas, no falta mas que un paso, y una vez dado ya no se debe seguir adelante. Es de observar cómo una explicación que he limitado en dos páginas, tal vez sea la materia de nuestro trabajo durante un año en el terreno práctico, puesto que en la carrera de las ideas morales no es posible su avance si no es con una gran lentitud, ni sobra el delicado cuidado que se ponga en asegurar firmemente cada uno de los pasos que se den. Jóvenes maestros, os suplico que meditéis sobre este ejemplo y tengáis presente que vuestras lecciones deben estar fundamentadas más en las acciones que en discursos, ya que los niños se olvidan fácilmente de cuanto han dicho y oído, y recuerdan muy bien lo que han realizado y les ha sucedido.

Más pronto o más tarde deben darse enseñanzas de esta clase, como he manifestado, según se apresure o retarde la necesidad de aleccionar por la índole pacífica o revoltosa del alumno; la necesidad de enseñar es de una evidencia palpable, pero para no dejar nada importante en lo que se refiere a cosas dificultosas, daremos todavía otro ejemplo.

Vuestro desobediente niño estropea todo lo que toca, pero no debéis enfadaros y sólo procede desviar o apartar de él lo que puede echar a perder. ¿Rompe los muebles de los cuales ha de servirse? Pues no os deis prisa en darle otros, y procurad que sienta todo el daño de la privación. ¿Rompe los cristales de sus ventanas? Dejad que le dé el viento de día y de noche, sin preocuparos de sus resfriados, ya que más vale que se resfríe que no que siga con sus locuras. Nunca os quejaréis de las incomodidades que os produce, pero debéis procurar que sea él quien las sufra primero. Después, hacéis poner los cristales sin decirle nada. ¿Los vuelve a romper? Cambiad entonces de método; decidle con sequedad pero sin enojo: «Las ventanas son mías y quiero que no me moleste el aire». Luego le encerráis en un cuarto oscuro y sin ventanas. Después de tan extraño proceder, grita y alborota, pero nadie le hace el menor caso. Pronto se cansa, se aturde y cambia de sistema; ahora se lamenta y solloza, se presenta un criado y el alborotador le ruega que le saque de allí. Sin molestarse en buscar argumentos para complacerle, responde el criado: «También yo tengo cristales que quiero conservar», y se marcha. Por último, transcurridas algunas horas en su encierro, el tiempo preciso para fastidiarse y no olvidar la lección, alguien irá a sugerirle la idea de que os proponga un convenio en virtud del cual no romperá más cristales a cambio de su libertad. No desea otra cosa; os hará llamar, acudiréis, hará su propuesta, y la admitiréis al instante, diciéndole: «Eso está muy bien pensado y los dos ganaremos; ¿por qué no se te ocurrió antes esa idea?». Después, sin exigir confirmaciones de su promesa, le daréis un cariñoso abrazo y le llevaréis seguidamente a su aposento, considerando este convenio tan inviolable y sagrado como si se hubiera realizado bajo un solemne juramento. ¿Cuál será la idea que tendrá de esta forma de actuar, de la fe en los convenios y de su utilidad? O estoy equivocado o no hay en la tierra un niño, sino está corrompido de antemano, que piense en romper adrede un cristal. Dedúzcase de todo cuanto hemos manifestado el encadenamiento que existe en todo ello; cuando hacía un agujero para sembrar unas habas no pensaba que existía un calabozo en el cual no tardaría mucho en encerrarle su ciencia [10].

Estamos aquí en el mundo moral y ved ahí la huerta abierta al vicio; con los pactos y las obligaciones nacen la mentira y el engaño. Tan pronto como se adquiere la libertad de hacer lo que no se debe, procuramos ocultar lo que hemos hecho, de tal modo que el interés nos obliga a prometer, y otro interés mayor tiene fuerza para que se viole la promesa; sólo se trata de violarla impunemente, siendo el recurso natural esconderse y mentir. Al no haberse podido prevenir el vicio, hemos caído en la obligación de castigarlo. Estas son las miserias de la vida humana, las cuales tienen sus inicios con los errores.

He expuesto lo suficiente para que se comprenda que jamás se debe castigar a los niños como tal castigo, sino que el castigo siempre les debe venir como natural consecuencia de una mala acción. No haréis, pues, discursos, contra la mentira, y no les castigaréis precisamente por haber mentido, sino que debéis procurar que cuando mientan recaigan todos sus efectos sobre ellos, como, por ejemplo, la de no creerles cuando dicen la verdad, o acusarles de algo que no han hecho, aunque ellos lo nieguen. Pero es necesario que antes expliquemos qué cosa es mentir a los niños, para que no se vean o se crean injustamente castigados.

Existen dos clases de mentiras: la de hecho, que se refiere a una acción pasada, y la de derecho, que es la que tiene relación con lo futuro. Cuando uno niega lo que ha realizado o afirma haber hecho lo que no hizo, y de un modo general habla a sabiendas contra la verdad de las cosas, la mentira pertenece a la primera clase. La segunda está en la promesa que no se tiene intención de cumplir, y en manifestar una intención contraria a la que se tiene. En algunos casos ambas mentiras pueden concretarse en una sola [11], pero aquí sólo las considero en lo referente a sus diferencian.

Aquel que siente la necesidad del auxilio de los demás y continuamente le alcanza su benevolencia, no tiene ningún interés en engañarlos; por el contrario, tiene un evidente interés en que vean las cosas tal como son por temor de que se engañen en perjuicio suyo. Se ve claramente, pues, que la mentira de hecho no es natural a los niños, pero es la ley de la obediencia lo que despierta la necesidad de mentir, porque siendo la obediencia penosa, en secreto se la rehúye todo lo posible, y el interés por evitar la represión o el castigo puede más que la parodia de expresar la verdad. En la educación libre y natural, ¿por qué ha de mentir vuestro hijo? ¿Qué es lo que tiene que ocultaron? Si no le reprendéis, no le castigáis por nada, ni exigís nada de él, ¿por qué os ha de ocultar lo que ha hecho, diciéndolo con la misma ingenuidad con que se lo diría a un camarada suyo? El no ve más peligro en confesarlo a uno o a otro.

La mentira de derecho todavía es menos natural, ya que las promesas de hacer o de abstenerse son actos convencionales que salen del campo natural y derogan la libertad. Pero debe tenerse presente que todas las obligaciones de los niños son de carácter nulo en sí mismas, debido a que, no pudiendo percibir las cosas más allá de lo presente, ignoran lo que hacen en el momento en que se obligan. Comprometiéndose, casi no es posible que mienta un niño, porque pensando solamente en salir del apuro del momento, le parece indiferente todo medio que carece de un efecto inmediato, no promete nada cuando lo hace para un tiempo futuro, y estando su imaginación todavía adormecida, carece del poder necesario para extender su estado a dos épocas distintas. Si pudiese evitar unos azotes, o se le prometiera un paquete de dulces a condición de al día siguiente arrojarse por el balcón, lo prometería en el acto. Por la misma causa las leyes no toman en consideración ninguna de las obligaciones de los niños, y si los padres y los maestros más severos exigen que las cumplan, se debe a que se trata de cosas que debería realizar el niño, aun cuando no lo hubiera prometido.

No sabiendo el niño a lo que se obliga cuando promete, se ve claramente que no se halla en condiciones de poder mentir. No podemos decir lo mismo cuando falta a una palabra, que es también una especie de mentira retroactiva, ya que él recuerda perfectamente que prometió cumplirla, pero de lo que no se da cuenta todavía es de la importancia que tiene. Fuera de pensar en el porvenir, no puede prever las consecuencias dé nada, y cuando incumple sus promesas, no hace nada que esté contra la razón de su edad.

De esto se deduce que las mentiras de los niños son la obra de los maestros, y querer que aprendan a decir la verdad no es más que enseñarles a mentir. Con el afán de dictarles reglas, gobernarles e instruirles, nunca hallan medios suficientes para conseguir sus propósitos; pretenden enlazar su espíritu con máximas infundadas, con preceptos faltos de razón, y prefieren que sepan su lección y mientan a que se queden ignorantes y sean veraces.

Nosotros, que sólo damos a nuestros alumnos lecciones prácticas, y que antes los preferimos buenos que sabios, no exigimos de ellos la verdad, por miedo a que la falseen, ni les obligamos a que prometan nada que pueda ser causa de caer en la tentación de no cumplir. Si se ha cometido durante mi ausencia algún disparate y yo ignoro quién ha sido, me abstendré de acusar a Emilio o de preguntarle: «¿Has sido tú?» [12]. Pues, ¿qué otra cosa haría con esto sino enseñarle a negar? Y si por su natural difícil me obliga a llegar a algún convenio con él, tomaré mis medidas de tal modo que la propuesta siempre proceda de él, y no de mí, y una vez se haya obligado, procuraré que siempre tenga un vivo interés en cumplir su palabra, y si alguna vez faltase a ella, que era mentira le produzca molestias que vea que salen del mismo orden de las cosas y no de la venganza de su maestro. Pero, lejos de tener que recurrir a expedientes tan crueles, estoy casi seguro de que Emilio sabrá más tarde qué cosa es mentir, y que cuando lo sepa se quedará admirado y no comprenderá para qué puede ser buena la mentira. Es indiscutible que el hacer más independiente su bienestar, tanto de la voluntad como del juicio ajeno, más aparto de él todo interés en mentir.

Cuando no se lleva prisa en instruir, tampoco debemos exigir, y se toma el tiempo suficiente para no exigir nada que esté fuera de razón. De este modo es como se va formando el niño y no se le echa a perder. Pero cuando un preceptor desconcertado, que no sabe qué hacer, le obliga a cada instante a que prometa esto o aquello, sin distinción, ni elección, ni medida, el niño, fastidiado y abrumado con todas estas promesas, las descuida, se olvida de ellas las desdeña, y, por último, mirándolas como cláusulas de un vano formulario, tanto le da cumplirlas como rehusarlas. Si queréis que permanezca fiel en el cumplimiento de su palabra, es preciso que se le exija con mucha discreción.

El detalle en que acabo de entrar, referente a la mentira, puede ser aplicado bajo muchos aspectos a todas las otras obligaciones, que al mismo tiempo que las ordenan a los niños, se las hacen aborrecibles además de impracticables. A causa de predicarles la virtud, les hacen amar todos los vicios, y les son inspirados prohibiéndoles que los contraigan. Cuando los quieren hacer piadosos, los llevan a que se aburran en la iglesia, obligándoles a que balbuceen incesantemente oraciones entre dientes y a que aspiren a la dicha de no tener necesidad de encomendarse a Dios. Con el fin de inspirarles la caridad, les hacen dar limosna, como si los maestros tuviesen a menos al darla ellos mismos, olvidando que no es el niño quien debe dar, sino el maestro; por mucho afecto que tenga a su alumno, no le debe ceder este honor, y debe inculcarle que por su edad no es aún acreedor a él. La limosna es una acción del hombre que sabe el valor de lo que da y la necesidad que tiene de ella su semejante; por consiguiente, el niño, que ignora eso, está imposibilitado para la adquisición de algún mérito al dar limosna al necesitado. El da sin caridad ni beneficencia, casi avergonzado, basándose en el ejemplo de que sólo los niños dan limosna, y nunca los mayores.

Se debe tener presente que nunca hacen dar al niño otras cosas que aquellas cuyo valor desconoce: piezas de metal que lleva en el bolsillo y que sólo le sirven para eso. Antes daría un niño cien doblones que un pastel. Que se le diga a este repartidor tan espléndido que dé las cosas que más le gustan: sus juguetes, sus dulces, su merienda, y pronto veremos si habéis conseguido que sea generoso.

Hay también otro recurso para esto, el cual consiste en devolverle al niño lo que ha dado, y pronto veremos que da aquello que sabe que se lo devolverán. Sólo he observado en los niños estas dos clases de generosidad: dar lo que de nada les sirve, o dar lo que están seguros que les restituirán. «Obrad de modo, dice Locke, que por experiencia se convenzan de que siempre el más liberal sale mejor librado»; eso es hacer el niño liberal en apariencia y avaro en realidad. Luego añade que así contraerán los niños el hábito de la liberalidad; sí, de una liberalidad usuraria que da uno para sacar ciento. Se debe atender al hábito del alma, no al de las manos. A ésta se parecen todas las demás virtudes que enseñan a los niños. ¡Y por predicarles virtudes tan sólidas, consumen en la tristeza sus primero años! Rechazad una educación tan sabia.

Maestros, dejad estas puerilidades, sed virtuosos y buenos y procurad que vuestros ejemplos queden grabados en la memoria de los alumnos, hasta que puedan penetrar profundamente en su tierno corazón. En lugar de exigirle a mi alumno obras de caridad, prefiero hacerlas yo en su presencia, y aún trataré de evitar que me imite, debido a que no es conveniente a su corta edad, ya que es importante que no considere las obligaciones de los hombres como costumbres de los niños.

Y si al ver que auxilio a los pobres me hace preguntas sobre esto, y veo que es oportuno contestarle [13], le diré: «Amigo mío, esto es porque cuando los pobres consintieron en que hubiera ricos, los ricos prometieron ayudar a todos aquellos que ni con sus bienes ni con su trabajo se pudieran mantener». «Entonces, ¿también usted lo prometió?» «Claro que sí, porque sólo soy el dueño de los bienes que pasan por mis manos, con la condición de que no es absoluta mi propiedad.»

Después de oír este discurso (y ya se ha visto cómo debe prepararse al niño para que esté en condiciones de entenderlo), otro que no fuera Emilio caería en la tentación de imitar y se comportaría como un hombre rico, y en este caso procuraría ponerle algún estorbo para que no lo hiciera con ostentación; preferiría que me quitase mi derecho y se escondiera para hacer la dádiva. Por ser propio de su edad, sería el único fraude que yo le perdonaría.

Yo sé que las virtudes de imitación son como las de los monos, y que una buena acción, no porque lo es, sino porque la realizan los demás, no es moralmente buena. Pero es necesario procurar que los niños imiten los actos cuyo hábito queremos que adquieran, puesto que a su edad todavía no siente nada su corazón, y mientras va llegando el tiempo del discernimiento, pueden realizarlos por amor al bien. Sabemos que el hombre es un ser que imita a los demás, lo mismo que los animales. La propensión a imitar sale de la naturaleza bien ordenada, pero en la sociedad degenera en vicio. Imita el mono al hombre, a quien teme, y en cambio no imita de los animales, a los que desprecia, cree bueno todo lo que hace un ser superior a él. Entre los hombres sucede lo contrario; nuestros graciosos de todas las especies imitan lo hermoso y bello para rebajarlo y hasta ridiculizarlo; convencidos íntimamente de su ruindad, se proponen igualarse con los que valen más que ellos, y si se esfuerzan en imitar lo que les parece digno de admiración, en la elección de los objetos demuestran el mediocre gusto de los imitadores, los cuales prefieren antes engañar a los otros o elogiar su propio talento, que ilustrarse y mejorar. El fundamento de la imitación entre nosotros viene del deseo de no ser siempre el mismo. Si yo salgo bien de mi empresa, mi Emilio no deseará hacer lo mismo; de este modo, será necesario renunciar al aparente bien que puede producir.

Adentraos en lo más íntimo de las reglas de vuestra educación y las hallaréis totalmente opuestas a la razón, particularmente en lo que se refiere a las virtudes y a las costumbres. La sola lección de moral que conviene a la infancia y la que más importancia tiene en todas las edades es la de no causar ningún mal a nadie. El mismo precepto de hacer el bien, cuando no está subordinado al otro, es peligroso, falso y contradictorio. ¿Quién hay que no haga el bien? Todo el mundo hace algo bueno, lo mismo el perverso como los otros, el cual hace un hombre dichoso a costa de cien miserables, y de aquí vienen todas nuestras calamidades. Las más sublimes virtudes son negativas, y son también las más difíciles, porque van desprovistas de ostentación y ocupan un lugar más elevado que el mismo placer, tan dulce para el corazón del hombre, deseoso de que otro se vaya contento y satisfecho de nosotros.

¡Oh, cuánto bien hace a sus semejantes aquel que, si hay alguno, nunca hace mal! ¡Qué carácter tan íntegro y qué ánimo tan intrépido el suyo! Esto no consiste en razonar sobre esta máxima, sino procurando ponerla en práctica, viendo lo que es noble y lo que se debe rechazar [14].

He aquí algunas breves ideas acerca de las precauciones con que quisiera yo que a los niños se les dieran las instrucciones que a veces no se les pueden negar, sin exponerlos a que hagan daño a los demás o a sí mismos, especialmente en contraer malos hábitos, que más tare serían difíciles de corregir, pero podemos estar seguros de que serán raras las veces que nos encontraremos en esta necesidad con niños educados como deben serlo, debido a que no hay posibilidad de que se vuelvan indóciles, malos y embusteros, si no han arraigado en su corazón los vicios que los descarrían, de tal manera que cuanto llevo dicho sobre este punto, más que a las reglas se aplica a las excepciones, pero éstas son más comunes a medida que los niños tienen más ocasiones de salir de su estado y contraer los vicios de los hombres. Aquellos que en medio del bullicio del mundo se educan con precisión, les son necesarias unas instrucciones más precoces que a los que están educados en la soledad. Esa educación sería preferible, aunque no hiciera otra cosa que dar tiempo para que madure la infancia.

Hay otro género de excepciones contrarias para aquellos que un feliz natural les hace superiores a su edad. Así como hay hombres que nunca salen de la infancia, hay otros, por así decirlo, que no se detienen en la niñez, y casi son hombres desde que nacen. El mal está en que esta última excepción es rarísima, muy difícil, y al figurarse cada madre que su niño puede ser un portento, termina convencida de que lo es en realidad, y aún hacen más, pues consideran como indicios extraordinarios los normales: la viveza, la improvisación, el atolondramiento, las ingenuidades graciosas, señales características de la edad y que demuestran con toda claridad que el niño no es otra cosa que niño. ¿Qué tiene de extraño que aquel a quien dejan hablar mucho v le permiten que diga lo que se le antoje, que no se halla sujeto por consideraciones ni respetos de ninguna clase, le salga por casualidad alguna feliz ocurrencia? Lo extraordinario sería que no tuviera alguna, de la misma manera que lo sería el que un astrólogo, entre mil mentiras, no predijese alguna verdad. «Ellos mentirán tanto -decía Enrique IV-, que por último darán con la verdad.» Quien pretenda decir ingeniosidades, no tiene más que decir muchas tonterías. ¡Que Dios libre de todo mal a las personas que siguen la moda, las cuales no tienen otro mérito que el de imitar!

Los pensamientos más brillantes pueden estar en el cerebro de los niños, o mejor, que los dichos más agudos salidos de la boca de un niño, al igual que los diamantes de más valor puestos en sus manos, no son suyos, a pesar de tenerlos; puesto que en esta edad no hay propiedad verdadera de ninguna especie.

Las palabras que pronuncia un niño no tienen el mismo significado para él que para nosotros, ni les atribuye las mismas ideas, las cuales, si es que tiene algunas, permanecen en su cerebro sin orden ni conexión, por lo que en todo lo que piensa no hay nada que sea fijo ni seguro.

Si analizamos ese pretendido portento, en algunos momentos encontraremos en él un resorte de una actividad extremada, una claridad dé entendimiento que cala en el vacío; frecuentemente parece un entendimiento flojo, decaído y como que esté cercado de una densa niebla. En unas ocasiones corre más que nosotros, y en otras se queda parado. Hay momentos que diríamos que tiene un raro ingenio, y poco después advertiríamos que es tonto, y siempre caeríamos en un error, ya que él es un niño. Es un aguilucho que vuela por un momento en el aire y luego vuelve a caer en su nido.

Tratadle, pues, como conviene a su edad, a pesar de las apariencias, y procurad no apurar sus fuerzas obligándolas a un excesivo ejercicio. Si observáis que se calienta este centro nuevo y os dais cuenta de que ya empieza a hervir, dejad que fermente libremente, pero no le excitéis nunca, para que no se evapore, y cuando se hubiesen evaporado los primeros alientos, debéis comprimir y contener los restantes, hasta que con los años quede todo transformado en calor vivificante y en verdadera fuerza. Si dejaseis de realizarlo, perderíais el tiempo y el trabajo, y destruiríais lo realizado, y después de haberos extasiado locamente con todos estos vapores inflamables, sólo os quedaría un residuo carente de fuerza alguna.

De los niños atolondrados salen hombres vulgares; no conozco una observación más general y verdadera que ésta. No hay nada más difícil que distinguir en la infancia la verdadera estupidez de la aparente y engañosa estupidez, que preanuncia las almas ánimos fuertes. Que tengan ambos extremos unos signos tan parecidos nos parece extraño a primera vista, pero es necesario que sea así, porque en una edad en la cual el hombre carece todavía de una verdadera idea, la diferencia que media entre el que está dotado de un verdadero ingenio y el que no tiene ninguno está en que éste sólo admite ideas falsas y el otro no halla ninguna verdadera y las desecha todas, pareciéndose al necio que no es capaz de nada, en que nada le conviene. La señal única capaz de hacer una distinción depende del azar, el cual suele presentar al último una idea a su alcance, mientras que el primero es el mismo siempre y en todos los casos. Catón el menor, durante su infancia, en su casa le creían imbécil porque era callado y terco. Pero su tío lo fue conociendo en la antecámara de Sila, y si no hubiese tenido esa oportunidad, tal vez le habría creído un necio hasta que hubiera llegado al uso de razón; de no haber vivido César, quizá se hubiera tratado de visionario a Catón, quien precisó su funesto ingenio y previó de tan lejos sus proyectos. ¡Oh, cómo están expuestos a engañarse aquellos que tan precipitadamente emiten una opinión sobre los niños! Muchas veces resultan más niños que los mismos niños.

Ya en su edad avanzada traté a un hombre [15] que me honraba con su amistad, y era considerado corto de alcances por sus familiares y amigos. Esta excelente cabeza iba madurando en silencio, y de repente se reveló como un gran filósofo, y no dudo de que la posteridad le asignará un honroso y eminente lugar entre los que mejor han elucubrado, consagrándose entre los más profundos metafísicos de su siglo. Respetad a la infancia y no os deis prisa en juzgarla ni para el bien ni para el mal. Dejad que se declaren, se prueben y se confirmen durante largo tiempo las excepciones antes de que adoptéis métodos particulares. Esperad a que obre durante un largo tiempo la naturaleza antes de que vosotros os metáis a obrar en su lugar, a fin de que no impidáis la eficacia de sus operaciones. Decís que sois conocedores del valor que tiene el tiempo, que no queréis perderlo, y no os dais cuenta de que más se pierde haciendo un mal uso de él, que no haciendo que sea bien empleado, y que más lejos está de la sabiduría un niño mal instruido que otro que no ha recibido ninguna instrucción.

Os asustáis al ver que pierde sus primeros años sin hacer nada. ¿Cómo? ¿No es nada el ser feliz? ¿No es nada que pueda saltar, correr y jugar todo el día? Jamás en su vida estará más ocupado. Platón, en su República, que tan austera se considera, educa a los niños en fiestas, juegos, cánticos y pasatiempos; cuando les ha enseñado a divertirse bien, parece que ya lo tiene todo terminado, y Séneca, hablando de la antigua juventud romana, dice que siempre estaba en pie, y que jamás les enseñaba nada que no pudieran permanecer en pie. Cuando la juventud llegaba a la edad viril, ¿perdía algo con esa actitud, con esa aparente ociosidad? ¿Qué diríais de uno que por aprovechar toda la vida no quisiera dormir? Seguro que diríais que carece de sensatez, que no goza del tiempo que se le ofrece, y que por evitar el sueño se da prisa para alcanzar la muerte. Debéis pensar que aquí sucede lo mismo, y que la infancia es el sueño de la razón. Esta facilidad aparente que tienen los niños para aprender es la causa de que se pierdan. No nos damos cuenta de que esta misma facilidad nos demuestra que nada aprenden. Su cerebro, liso y pulimentado, refleja como si se tratara de un espejo los objetos que se le presenta, pero no retiene nada, nada le penetra. El niño repite las palabras, las ideas le llegan por reflejo; los que los escuchan las entienden, v él es el único que no sabe lo que dice.

Aunque la memoria y el raciocinio sean dos facultades esencialmente distintas, en realidad no se desarrolla verdaderamente la una sin la otra. El niño no recibe ideas antes del uso de razón, sino solamente imágenes, y la diferencia entre unas a otras, consiste en que las imágenes no son otra cosa que pinturas absolutas de los objetos sensibles, y las ideas son nociones de los objetos determinados por sus relaciones. Una imagen puede existir sola en el alma que se la representa, pero toda idea supone otras. El que imagina, se limita a ver, y el que concibe, compara. Nuestras sensaciones son sólo pasivas, pero todas nuestras percepciones o ideas proceden de un principio activo que juzga. Demostraremos esto más adelante.

No siendo los niños capaces de juicio, digo, pues, que no tienen verdadera memoria. Retienen sonidos, figuras, sensaciones, rara vez ideas y menos veces su relación entre sí. Quien me rebata diciendo que aprenden algunos principios de geometría, cree que ha demostrado el error de mis afirmaciones, cuando por el contrario, las confirman, pues demuestran que en vez de saber razonar por sí mismos, no son capaces de apropiarse la interpretación de otros. Seguido de cerca a esos pequeños geómetras en su método, y pronto veréis que sólo han retenido la impresión de la figura y los términos de la demostración. No son capaces de responder a la más pequeña objeción; basta con invertirles la figura, y se quedan totalmente desorientados. Todo esto nos demuestra que su inteligencia se limita a las sensaciones, sin llegar al entendimiento; su misma memoria no es más perfecta que sus otras facultades, puesto que casi siempre tienen que volver a aprender cuando son mayores las cosas cuyas palabras aprendieron de niños.

No obstante, estoy muy lejos de creer que los niños no razonen nada [16]. Por el contrario, se puede observar que razonan muy bien en todo lo que conocen y tiene relación con su presente y sensible interés. Pero es respecto a sus conocimientos en lo que nos engañamos, porque les atribuimos los que no poseen, y queremos que razonen sobre lo que son incapaces de comprender.

También nos engañamos cuando pretendemos que valoren sobre consideraciones que no les atraen, como su interés por el futuro, su felicidad cuando sean hombres, el aprecio de que serán objeto en el futuro; discursos que dirigidos a seres carentes de previsión, no significan nada para ellos. Y todos los estudios a que se ven obligados estos pobres desventurados tratan asuntos que no están al alcance de su inteligencia. Júzguese, pues, la atención que les pueden dedicar.

Los pedagogos, que tan aparatosamente exponen las instrucciones que dan a sus discípulos, están imposibilitados para hablar de otra forma; no obstante, por su modo de hacer uno se da cuenta de que piensan exactamente como yo, porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo que les enseñan? Palabras, más palabras, y siempre palabras.

Entre la diversidad de ciencias que tanto se ufanan de enseñarles, tratan de no escoger las que les serían de un verdadero provecho, ya que serían ciencias de cosas y no realizarían los progresos debidos, sino en las que al parecer se saben cuando se conocen los términos: blasón, geografía, cronología, lengua, etc; estudios todos tan distantes del hombre, y especialmente del niño, que resultaría casi milagroso si algo de todo esto le pudiera ser útil sólo una vez en su vida.

Sé que es una cosa sorprendente el que mire como una de tantas inutilidades de la educación el estudio de los idiomas, pero se debe tener presente que aquí únicamente me refiero a los estudios en su primera edad, y creo que hasta llegar a los doce o quince años, ningún niño, si exceptuamos a los superdotados, ha aprendido verdaderamente los idiomas.

Si el estudio de las lenguas consistiera sólo en el aprendizaje de palabras, estaría de acuerdo en que este estudio podría serles conveniente a los niños, porque sólo consistiría en el aprendizaje de las figuras o de los sonidos, pero mudando las lenguas y los signos, también quedan modificadas las ideas que representan. Se forman las cabezas por las lenguas, y los pensamientos se tiñen del color de los idiomas. Sólo la razón es general; el raciocinio tiene en cada lengua su forma propia y peculiar, y esta diferencia, que podría ser la causa o efecto de los caracteres nacionales, radica en que en todas las naciones del mundo la lengua sigue las mismas vicisitudes que las costumbres, y con ellas se conserva o se altera.

Entre estas diversas formas, el uso da una al niño, y es la única que conserva hasta la edad de razón. Para que pudiera tener dos, precisaría que supiera comparar las ideas. Se comprende fácilmente que si aún no está en la edad de concebirlas, tampoco puede estarlo para establecer comparaciones sobre ellas. Puede dar a cada cosa una infinidad de signos diferentes, pero no puede dar a cada idea más que una sola forma; esta es la causa de que sólo pueda aprender a hablar una sola lengua. A pesar de cuanto he manifestado, se me dice que aprenden muchas, lo que yo niego de una forma rotunda. He visto a algunos de estos portentosos niños que se figuraban que hablaban cinco o seis lenguas, y les he oído hablar de una forma sucesiva alemán con palabras latinas, francesas e italianas; en realidad, manejaban cinco o seis diccionarios, pero no hablaban otro idioma que el alemán. En una palabra, se pueden dar a los niños todos los sinónimos que se quiera, se podrán cambiar sus voces, pero nunca su lengua, ya que jamás sabrán más que una.

Con la finalidad de que esta incapacidad no quede de manifiesto, los ejercitan preferentemente en las lenguas muertas, ya que no existen jueces que puedan recusarles. Como hace muchos siglos que se ha perdido su uso familiar nos limitamos a imitar cuanto hallamos escrito en los libros, y a eso es lo que muchos llaman hablarlas. Si éste es el latín y el griego de los maestros, uno ya se puede dar cuenta del conocimiento que pueden tener los discípulos. Cuando apenas han aprendido de memoria algunos rudimentos y ni una palabra entienden, es cuando les preparan para redactar un discurso francés en palabras latinas; después, cuando están más adelantados, les hacen escribir en prosa frases de Cicerón, y en verso muchas de Virgilio. Entonces se quedan convencidos de que hablan latín, pues nadie les va a contradecir.

Sea el estudio que sea, de nada valen los signos que representan si carecen de las ideas de las cosas que representan. A pesar de ello, siempre limitan al niño a estos signos, sin que logren nunca que comprenda nada. Cuando pretenden que conozcan los mapas, sólo les enseñan nombres de ciudades, de países, de ríos, que el niño no concibe que existan en otra parte más que en el papel donde se los muestran. Recuerdo que vi, no sé dónde, una geografía que comenzaba así: «¿Qué es el mundo? Un globo de cartón». Esta es precisamente la geografía de los niños. Confirmo como una cosa incontestable que, después de dos años de esfera y de cosmografía, no hay ni un solo niño de diez años que, en virtud de las reglas que le han dado, supiera ir de París a Saint-Denis. Considero como incontestable que no hay uno que con un plano del jardín de su padre sepa seguir las vueltas y revueltas sin extraviarse. Esos son los doctores que saben a punto fijo la situación de Pekín, de Isfahan, de México y todos los países.

Oigo decir que es conveniente que se ocupen los niños en estudios que sólo precisen de ojos, y así podría ser si hubiera estudios que no necesitasen más que ojos, pero yo no sé que haya ninguno.

Hay un error todavía más ridículo, el que les obliga a estudiar la Historia, imaginándose que está a su alcance porque consideran que no es más que una simple recopilación de hechos. ¿Pero qué se entiende por hechos?

Consideran que las relaciones que los hechos históricos determinan son tan fáciles de comprender, que sin un gran esfuerzo se puede formar una idea de ellos en el espíritu de los niños. Piensan que es posible separar el verdadero conocimiento de los sucesos de sus causas, de sus efectos, y que es tan pequeño el enlace de lo histórico con lo moral que puede conocerse perfectamente el uno prescindiendo del otro.

Si en las acciones humanas no veis otra cosa que los movimientos externos y puramente físicos, no sé comprender qué es lo que podéis aprender en la Historia. Afirmo que absolutamente nada; y privado su estudio de todo interés, no les produce ni gusto ni instrucción alguna. Si queréis daros cuenta de las relaciones morales que presiden estas acciones, debéis procurar que vuestros alumnos entiendan estas relaciones, y entonces veréis si la Historia está adecuada a su edad.

Lectores, tened siempre presente que quien os habla no es un sabio ni un filósofo, sino un hombre sencillo, amante de la verdad, sin partido ni sistema alguno; un solitario que al tener poca comunicación con los hombres, tiene menos ocasiones para empaparse de sus preocupaciones, quedándole de este modo más tiempo para reflexionar sobre lo que le extraña cuando les trata. Mis principios tienen su fundamento en los hechos más que en las razones, y entiendo que el daros algún ejemplo de mis observaciones os será muy útil para poneros en condiciones de juzgar sobre su verdad.

Estuve algunos días en el campo, en casa de una buena madre de familia que cuida con el mayor celo la educación de sus hijos. Una mañana que estaba yo presenciando las lecciones del mayor, su maestro, que le había instruido muy bien en la Historia antigua, al referirse a Alejandro le habló del suceso, tan sabido, del médico Filipo, del que hay una tabla muy merecida. El preceptor, hombre de mérito reconocido, hizo sobre la intrepidez de Alejandro muchas reflexiones que no me gustaron, pero para no ponerle en evidencia y empequeñecer el concepto que de él tenía su alumno, no quise contradecirle. Durante la comida, según es costumbre, no dejaron de hacer hablar al chiquillo, quien con la viveza propia de su edad y con la ilusión de que le aplaudiesen, dijo una serie de necedades, y entre ellas algunos destellos de agudeza, que bastaron para que se olvidasen de sus errores. Luego, llegó el momento de explicar la historia de Filipo, que narró con mucho desparpajo. Después de los acostumbrados elogios que su madre anhelaba y el niño esperaba, se hicieron comentarios sobre lo que había expresado el pequeño. La mayoría reprochó la temeridad de Alejandro, y algunos, imitando al preceptor, exaltaron su valor y su entereza, lo cual me hizo ver que ninguno de los presentes sabía en qué consistía la belleza de su rasgo. Yo les dije que si en la acción de Alejandro hubo el menor valor o entereza, no fue más que una locura. Todos emitieron después una nueva opinión, y convinieron en que fue una locura. Cuando iba a responder, una mujer que estaba a mi lado y que no había despegado los labios, en voz baja me dijo: «Cállate, Juan Jacobo, que tampoco van a entenderte». La miré sorprendido y callé.

Después de la comida y sospechando por algunos indicios que el niño no había entendido nada de la historia que tan bien nos había explicado, le cogí de la mano, dimos una vuelta por el jardín, empecé a hacerle preguntas, y vi que más que a los otros le parecía admirable el valor tan considerado por todo el mundo de Alejandro. ¿Pero sabéis en qué lo veía? En el de beberse de un trago un brebaje de muy mal gusto sin vacilar y sin que le asquease. Era natural, porque al muchacho le habían hecho beber un purgante hacía quince días, y le costó mucho tomárselo, pareciéndole que aún sentía aquel mal sabor en la boca; la muerte y el tóxico no eran, a su entender, otra cosa que desagradables sensaciones, y el único veneno que concebía eran las hojas de sen. Sin embargo, debo confesar que la entereza del héroe había impresionado mucho a su joven corazón, y que ante la primera purga que le impusieron se dispuso a ser un Alejandro. Sin entrar en explicaciones que excedían a su capacidad, le alenté para que siguiera siempre dispuesto a afrontarlo todo, y me marché riéndome en mi interior de los padres y del preceptor que creen que enseñan historia a los niños. El hacerles repetir los nombres de reyes, imperios, guerras, conquistas y leyes no es nada difícil, pero cuan se trata de que tengan ideas claras sobre estas mismas palabras, no habrá mucha distancia de la conversación del hortelano Roberto.

Quedándose descontentos algunos lectores con el «Cállate, Juan Jacobo», sospecho que me van a preguntar dónde hallo yo la sublimidad de Alejandro. Desdichados. ¿Cómo la podréis entender si necesitáis que os la digan? En que Alejandro creía en la virtud, en que, a costa de su cabeza, a riesgo de su propia vida, era capaz su generosa alma de creer en ella. ¡Oh, qué brillante profesión de fe era la bebida de esta purga! Jamás ningún mortal hizo una profesión de fe tan sublime. Si halláis algún Alejandro moderno, debéis mostrármelo con unos rasgos parecidos.

Al no existir ninguna ciencia de las palabras, tampoco existe ningún estudio apropiado a los niños; si ellos carecen de verdaderas ideas, tampoco tienen una verdadera memoria, pues no la llamo así a la que sólo retiene las sensaciones. ¿No es verdad que de nada les ha de servir imprimir en su cabeza un catálogo de signos que no representan nada para ellos? ¿Estos signos no los aprenderán en el momento de aprender las cosas? ¿No es inútil que las tengan que aprender dos veces? Y dando vueltas sobre el mismo asunto, ¡cuántas preocupaciones les empiezan a inspirar queriendo que se tenga por ciencia palabras que para ellos carecen de significado alguno! Desde la primera palabra con la cual se satisface al niño, desde la primera cosa que aprende, debido a que otra persona se la enseña sin que él vea para qué sirve, se ha extrañado su juicio; tendrá que figurar entre los necios durante mucho tiempo antes de que supere esta pérdida [17].

Si la naturaleza da al cerebro del niño esa flexibilidad que le capacita para recibir toda clase de impresiones, no será para que en él se impriman nombres de reyes, fechas, términos heráldicos, de esfera, de geografía, y toda otra clase de palabras que para su edad carecen de todo significado y que de nada le sirven y con las cuales abruman su infancia. Que todas las ideas que puede concebir y le sean de utilidad, y todas cuantas se relacionen con su felicidad y deben darle en su momento las luces sobre sus obligaciones, le queden grabadas de una forma invariable y le sirvan para que se conduzca durante toda su vida del modo más conveniente a su modo de ser y a sus facultades.

La especie de memoria que puede tener un niño no queda estancada porque no se estudie en libros; retiene y se acuerda de todo cuanto ve y oye, retiene en el interior de su cabeza una idea de las acciones y los discursos de los hombres, y todo cuanto se acerca a él es el libro con el cual, sin pensar en ello, enriquece su memoria hasta que sea capaz de aprovecharla su razón. En saber elegir estos objetos, en la atención de presentarle continuamente los que pueda conocer y ocultarle los que debe ignorar, consiste el verdadero arte de cultivar en él esta primera facultad; de este modo le daremos un caudal de conocimientos que le servirán para su educación en la juventud y para su conducta en todo tiempo. Cierto que este método no conseguirá que haya niños portento, ni es para que se luzcan las ayas ni los preceptores, pero es capaz de formar hombres de juicio, robustos y de entendimiento sano, que sin haber sido la admiración de los demás cuando niños se convierten más tarde en hombres dignos de respeto.

Emilio nunca aprenderá nada de memoria, aunque sean las fábulas de La Fontaine, con todo su mérito, porque las palabras de las fábulas han de ser de fábulas, como las de historia lo son de historia. ¿Cómo puede ser uno tan ciego que diga que las fábulas son la moral de los niños, sin tener en cuenta que el cuento divierte a los niños de una manera falsa o mentirosa, los cuales, atraídos por la mentira, no advierten la verdad, y lo que se hace con el fin de que les sea grata la instrucción, les resulta un estorbo para aprovecharse de ella? Las fábulas pueden instruir a los hombres, pero a los niños debe decírseles siempre la verdad, sin tergiversaciones de ninguna clase; cuando se la encubren con un velo, no se toman el trabajo de descorrerlo.

Si hacéis aprender a los niños las fábulas de La Fontaine, os podréis dar cuenta en seguida de que no hay ni uno que las entienda; la verdad es que aún sería peor que las entendiesen, ya que es tan intrincada su moral, y tan desproporcionada a su edad, que más antes los llevaría al vicio que a la virtud. Otras paradojas, me diréis. Sea, pero vamos a ver si son verdades.

Aunque nos empeñemos mucho en hacer que las comprenda, yo afirmo que un niño no comprende las fábulas que le hacen aprender, porque la instrucción que de ellas queremos obtener no requiere que le inculquemos ideas que él no puede apreciar, y su estilo poético, si bien le ayuda a que las aprenda de memoria, hace que aún las entienda con mayor dificultad, con lo que a costa de la claridad se sacrifica el deleite.

Prescindiendo de una gran cantidad de fábulas que son del todo ininteligibles y que carecen de provecho para los niños, y que demuestra el poco discernimiento que tienen los que les obligan a que las aprendan, debido a que están mezcladas con las demás, nos limitamos a aquellas que parece que el autor escribió exclusivamente para ellos.

Yo no conozco en toda la colección de La Fontaine más que cinco o seis fábulas donde brilla eminentemente la ingenuidad; de estas cinco o seis yo tomo, por ejemplo, la primera [18], puesto que la moral de esta fábula es propia de cualquier edad; los niños la aprenden con gusto, es una de las que mejor comprenden, y es por este motivo que el autor le ha dado la preferencia y la ha colocado al comienzo de su libro. Suponiendo que cumpla el objetivo de ser entendida por los niños, de ser de su gusto y de instruirles, esa fábula es seguramente su obra maestra, lo cual me permite seguirla y examinarla en pocas palabras.

EL CUERVO Y EL ZORRO

FÁBULA

Maestro cuervo, subido a un árbol.

Maestro, ¿qué significa esta palabra en sí misma? ¿Qué significado tiene delante de un nombre propio? ¿Cuál es el sentido que tiene?

¿Qué es un cuervo?

¿Qué es esto de que está subido a un árbol? Yo no he dicho subido a un árbol, sino sobre un árbol. Por consiguiente, hace hablar de las inversiones de la poesía y obliga a decir lo que es la prosa y lo que es verso.

Tenía en su pico un queso.

¿Qué es un queso? ¿Era un queso de Suiza, de Brie de Holanda? Si el niño no ha visto un cuervo, ¿qué ganáis con hablarle del cuervo? Si lo ha visto, ¿cómo puede comprender que retenga un queso en el pico? Valeos siempre de las imágenes, igual, como nos las muestra la naturaleza.

Señor zorro, por el olor atraído.

¡Todavía un señor!, pero es un buen título: él es señor consumado en su hogar. Es necesario explicar lo que es un zorro y distinguir su verdad natural del carácter convencional que hay en las fábulas.

Atraído, engolosinado: esta palabra no es usada. Se debe explicarla; hay que decir que únicamente sirve para el verano. El niño preguntará por qué se le habla igualmente en verso que en prosa. ¿Qué le responderéis?

Engolosinado por el olor de un queso. Este queso que retiene un cuervo encaramado en un árbol, debía oler mucho para que sintiese el zorro estando en un soto o en su madriguera. ¿Es así como ejercitáis a vuestro alumno en este espíritu de crítica juiciosa que no se deja vencer por las buenas enseñanzas y sabe discernir la verdad de la mentira en las narraciones de los otros?

Tiene él un lenguaje aproximado a éste.

Este lenguaje. ¿Los zorros hablan, entonces? ¿Hablan, pues, el mismo lenguaje que los cuervos? Sabio preceptor, ponte en guardia, pesa bien tu respuesta antes de darla; esto tiene más importancia de lo que tú has pensado.

Hola, buenos días, señor cuervo.

¡Señor! Título que el niño ve como una burla antes de que sepa que es un título de honor. Los que dicen «señor cuervo» harán bien en referir otros asuntos antes que razonar lo que han dicho.

¡Qué hermoso sois, me parecéis muy bello!

Ya está: redundancia inútil. El niño, viendo repetir la misma cosa expresada en otros términos, aprende a hablar con descuido. Si le habéis dicho que esta redundancia es un arte del autor, la cual entra en el deseo del zorro, que quiere multiplicar los elogios con las palabras, esta excusa será buena para mí, pero nunca lo será para mi alumno.

Sin mentir en vuestro gorjeo.

Sin mentir. ¿Se miente, pues, alguna vez? ¿Qué pensará el niño si vosotros le hacéis aprender que el zorro ha dicho «sin mentir», cuando él miente?

Respondería a vuestro plumaje.

Respondería. ¿Qué significado tiene esta palabra? Enseñad al niño a comparar las cualidades que diferencian la vez del plumaje, y veréis cómo os entenderá.

Vos seréis el fénix de los habitantes de estos bosque.

El fénix. ¿Qué es un fénix? Nosotros aquí nos metemos de pronto en la mentalidad antigua, cercana a la mitología.

Los habitantes de estos bosques. ¡Qué discurso tan figurado! La lisonja ennoblece su lenguaje y le da más dignidad con el fin de serle más seductor. ¿Un niño será capaz de entender esta delicadeza? ¿Sabe o puede?

A estas palabras, el cuervo no se siente complacido.

Es preciso haber experimentado ya las pasiones muy fuertes para sentir esta expresión proverbial.

No olvidéis que, para entender este verso y toda la fábula, el niño debe saber lo que es eso de la bella voz del cuervo.

El abre su largo pico, deja caer su presa.

Este verso es admirable y su armonía nos proporciona imagen del mismo. Yo veo un grande y feo pico abierto, yo comprendo lo de caer el queso por entre las ramas, pero esta clase de belleza no existe para los niños.

El zorro se sorprende y dice "mi buen señor".

He aquí, pues, la bondad transformada en bestialidad. Seguramente que no se pierde el tiempo para instruir a los niños.

Sabed que todo es lisonja.

Es una máxima general y nosotros no somos más.

Vive a expensas de aquel que le escucha.

Jamás un niño de diez años ha entendido este verso.

Esta lección bien vale un queso, sin duda.

Esto se entiende, y el pensamiento es muy bueno. Pero aún habrá muy pocos niños que sepan comparar una lección con un queso y que no prefieran el queso a la lección. Se puede advertir que esta proposición no es más que una ridiculez. ¡Qué delicadeza para los niños!

El cuervo, perplejo y confuso.

Otro pleonasmo, mas éste es inexcusable.

Jura, pero un poco tarde, que no se lo quitará más.

Jura. ¿Cuál es el torpe maestro que se atreve a explicar al niño lo que es un juramento?

He aquí los detalles, mucho menos, sin embargo, que lo que hará falta para analizar todas las ideas de esta fábula y reducirlas a ideas simples y elementales.

¿Pero y quién es el que cree que precisa de este análisis para que sea comprendido por los niños? Ninguno de nosotros es capaz de ponerse en el lugar de un niño. Vamos ahora a la parte moral.

¿Se puede considerar como una cosa buena la de instruir a un niño de seis años donde hay hombres que mienten y adulan según sus conveniencias? Lo más que se podría hacer seria educarle en la idea de que hay graciosos que se divierten con la ingenua vanidad de los niños, y luego se ríen de ellos, pero el queso lo echa a perder todo; tanto da que les enseñemos a que no se lo dejen caer del pico como que se lo hagan caer a otro. Esta es mi segunda paradoja, y no es la que tiene menos importancia. Deben ser observados los niños cuando aprenden las fábulas, y se verá que cuando se ven en la necesidad de aplicarlas, casi siempre lo hacen de un modo contrario al propuesto por el fabulista, y en lugar de enmendarse del defecto del cual éste quiere corregirlos, se inclinan por el amor al vicio, con lo cual se saca partido de los defectos de los demás. En la fábula que hemos analizado, los niños se burlan del cuervo, y todos se aficionan al zorro; en la de La cigarra y la hormiga, ¿creéis que rechazan el ejemplo de la cigarra y de que toman el de la hormiga? A nadie le place ser desairado; siempre escogerán el papel brillante, que es la elección del amor propio, y la más natural. Pero ¡qué horrible lección para la infancia! El más inaudito de los fenómenos sería un niño cruel y avaro que supiera qué es lo que le piden y qué es lo que él niega.

En todas las fábulas en que uno de los personajes es el león o el águila, como sucede ordinariamente, es el que mas brilla, y por consiguiente el niño no deja de convertirse en león o en águila, y cuando está encargado de hacer algún reparto, instruido por su modelo, intenta por todos los medios quedárselo todo. Pero si el escarabajo hace caer del nido los huevos del águila, entonces el niño ya no quiere ser el águila, sino el escarabajo, aprendiendo de este modo a arrojar puñados de inmundicia a los que no se atreve a atacar limpiamente.

En la fábula El lobo flaco y el perro grueso, en lugar de la lección sobre sus deberes la prefiere sobre sus derechos. Jamás me olvidaré de una niña a quien vi que lloraba con el mayor desconsuelo al conocer esta fábula, prometiéndose a que fuese dócil. Nos costó mucho el averiguar la causa de su llanto. La pequeña no soportaba el estar siempre atada a su sillita, veía que tenía el cabello muy corto y lloraba porque no era lobo.

Se ve así de un modo palpable que la moral de la primera fábula para el niño no es otra cosa que una descarada adulación, la de la segunda abiertamente un alarde de inhumanidad, la tercera para sátira, y la cuarta una lección de independencia.

Aunque esta última resulte para mi alumno superflua, no deja de ser un inconveniente para los alumnos. Dándoles preceptos que se contradicen los unos a los otros, no podéis esperar la recogida de frutos que satisfagan vuestros afanes. Pero, quizá por la misma causa que yo, no quiero admitir las fábulas en mi sistema educativo, aunque vosotros las conservéis en los vuestros.

En la sociedad son indispensables dos morales distintas: una que consiste en palabras y otra que es la producida por las acciones, en las cuales no encontramos ningún parecido. De la primera clase hallamos un ejemplo en el catecismo y de la segunda en las fábulas de La Fontaine para los niños.

Pongámonos de acuerdo, señor La Fontaine. Por mi parte prometo leeros con agrado y mucha atención, e instruirme con vuestras fábulas, debido a que confío en que no voy a equivocarme sobre su objeto, pero espero que me permitáis que mi alumno no estudie ninguna, hasta que me demostréis que le conviene aprender cosas de las cuales no entiende ni la cuarta parte, y que en las que sea capaz de comprender algo, no tome el camino opuesto, y en lugar de enmendarse huyendo de lo que hace el burlado, no quiera imitar al burlador.

Librando de esta forma a los niños de todos sus deberes, estoy convencido de que les quito los instrumentos que les torturan, que son los libros. El azote de la infancia es la lectura y casi no sabemos emplearla en otra cosa. Cuando tenga doce años Emilio apenas sabrá qué es un libro. Pero es necesario, se me objetará, que por lo menos sepa leer. De acuerdo con esta opinión, pero necesario cuando le sea útil la lectura, pues pienso que hasta entonces únicamente sirve para fastidiarle.

Si nada debe exigirse de los niños por obediencia, se deduce que tampoco nada agradable ni útil pueden aprender como no sepan las ventajas que les significa, y entonces, ¿qué motivo les estimularía para aprenderlo? El arte de hablar y oír hablar a los ausentes, el de comunicarles sin intermediario nuestros sentimientos, voluntades y deseos, es un arte cuya utilidad puede ser evidente en todas las edades. ¿Por qué prodigio se ha convertido tan agradable y útil arte en tormento de la infancia? El haberla violentado a que se aplique contra su voluntad y el usarlo para cosas que no entiende. No se preocupa mucho un niño de perfeccionar el instrumento con que le atormentan, pero consigue que ese instrumento sirva para su diversión, y pronto se dedicará a él aunque sea contra vuestra voluntad.

Se considera muy importante contar con los mejores métodos de enseñar a leer; se agrupan láminas y mapas y el cuarto de un niño parece un taller de imprenta. Locke quiere que aprenda a leer con dados. ¿No es una invención exquisita? ¡Qué lástima! Hay un camino más firme que todos ésos y que siempre olvidan: el deseo de aprender. Debéis infundir al niño este deseo, dejad los cartones y los dados, pues cualquier método será bueno para él.

El interés actual es lo único que conduce con seguridad y nos lleva muy lejos. Algunas veces recibe Emilio de su padre, su madre, sus parientes, sus amigos, invitaciones para una comida, un paseo, una partida de pesca, una feria; las esquelas son breves, claras y bien escritas. Es indispensable uno que se las lea, y éste no se tiene siempre a mano, o paga con la misma moneda la falta de condescendencia que el pequeño tuvo con él el día antes; de este modo se deja pasar la oportunidad. Por último le leen la esquela, pero ya ha pasado el tiempo. ¡Ah, si hubiera sabido leer! Se reciben otras igualmente breves, siendo su contenido muy interesante. Ponemos todo el interés en descifrarlas; unas veces hallamos quien nos ayuda, y otras se niegan a ayudar. Con grandes esfuerzos hemos descifrado la mitad de la esquela; se trata de ir mañana a comer requesones..., pero no sabemos adónde ni con quién. ¡Cuántos esfuerzos hacemos por leer lo demás! No creo que Emilio necesite muestras.

¿Hablaré ahora de cómo escribir? No, pues me da vergüenza divertirme con estas nimiedades en un tratado de educación.

Sólo añadiré una palabra, la cual constituye una máxima importante, y es que por lo común alcanza uno con mucha facilidad y prontitud lo que no se da mucha prisa en alcanzar. Estoy casi seguro de que Emilio sabrá leer y escribir perfectamente antes de sus diez años, precisamente porque me importa muy poco que sepa hacerlo antes de los quince, pero preferiría que nunca supiera leer que comprar esta ciencia a cambio de todo cuanto pueda hacerla útil. ¿De qué le servirá la lectura cuando hayan conseguido que aburra para siempre la lectura? Id imprimís cavere oportebit, ne studia, qui amare nondum potest, oderit, et amaratudinem semel perceptam etiain ultra rudes annos reformidet.

Al insistir sobre mi método inactivo, más reconozco que se esfuerzan los que me hacen objeciones. Si nada aprenden de vosotros vuestros alumnos, aprenderán de los demás. Si con la verdad no precavéis el error, aprenderán mentiras; las preocupaciones que tenéis miedo que sientan las recibirán de los que se les acerquen; se introducirán por todos sus sentidos o agotarán su razón antes de que esté formada, o, por el contrario, entorpecido su entendimiento por tan dilatada inacción quedará absorbido en la materia. Si le acostumbramos a que piense en su infancia, quedará privado de esta facultad para el resto de su vida.

A mí me parece que podría responder a estas objeciones con bastante facilidad, ¿pero, por qué tengo que responder siempre? Al responder a las objeciones, mi método es bueno por sí mismo; si no respondo, entonces no vale nada. Sigo adelante.

Si conforme al plan que acabo de trazar seguís las reglas directamente opuestas a las establecidas; si en lugar de llevar el entendimiento de vuestro alumno hacia remotas distancias; si en vez de extraviarle sin parar en apartados climas, en otros siglos, en los extremos de la tierra, y hasta en los cielos, os dedicáis a retenerle siempre dentro de sí mismo, y a que esté atento a lo que de inmediato le toca, le hallaréis capaz de percepción, de memoria y hasta de raciocinio. Este es el orden de la naturaleza. Al mismo tiempo que se va convirtiendo en un ser activo el ser sensitivo, aumenta su discernimiento en proporción a sus fuerzas, y sólo con la fuerza que precisa para conservarse, recobra la facultad especulativa propia para emplear en todos los usos este exceso de fuerza.

Si queréis cultivar la inteligencia de vuestro alumno, cuidad bien de las fuerzas que "debe gobernar. Debéis procurar de forma continua que ejercite su cuerpo; hacerle robusto v sano, con el fin de hacerle racional y un hombre cuerdo; que trabaje, corra, grite, que esté en movimiento siempre, que sea hombre por el vigor, y de este modo pronto lo será por la razón. Con este método es cierto que se embrutecería si siempre estuvieseis dirigiéndole y siempre diciéndole «Vete, quédate, haz esto, no hagas lo otro», puesto que si sus brazos son siempre conducidos por vuestra cabeza, la suya le resulta inútil. Debéis tener siempre presentes nuestras conclusiones; si sois un pedante, es inútil que me leáis.

Creer que el ejercicio corporal es algo que perjudica, es uno de los mayores errores en que podemos caer, tanto si se refieren a las operaciones del espíritu como si no hubiera necesidad de que marcharan acordes estas dos operaciones, y no debiera dirigir siempre la una a la otra.

Sabemos que hay dos clases de hombres cuyos cuerpos están en continuo ejercicio, pero uno no piensa en cultivar su inteligencia, como los aldeanos y los salvajes. Estos son rústicos y desmañados; los otros son célebres por su cordura, lo son también por la sutileza de su inteligencia; en general no existe un ente más torpe que un lugareño ni más listo que un salvaje. ¿De dónde viene esta diferencia? De que el primero hace siempre lo que le mandan, o lo que vio hacer a su padre, o lo que siempre ha hecho él mismo desde su niñez; siempre se guía por la práctica, y ocupado durante una vida casi maquinal en las mismas faenas, el hábito y la obediencia sustituyen en él a la razón.

Muy de otra forma ocurre con el salvaje; careciendo de apego a sitio alguno y no teniendo otra ley que la que le dicta su voluntad, se ve obligado a razonar cada una de sus acciones, y sin haber calculado previamente las consecuencias, ni se mueve ni da un paso. De esta forma, cuanto más ejercicio realiza su cuerpo más se ilustra su entendimiento; crecen al unísono su fuerza y su razón y aumentan la una merced a la otra.

Vamos a ver, sabio maestro, cuál de nuestros dos alumnos se parece al salvaje y cuál al campesino. El vuestro, que está sujeto a una autoridad, no realizará nada si no se le ordena; no se atreve a comer cuando tiene hambre, ni a beber cuando le atormenta la sed, ni a reírse cuando está alegre, ni a llorar cuando está triste, ni a presentar una mano por otra, ni a mover el pie si no se lo indican, y pronto no se atreverá a respirar sin seguir vuestras reglas. ¿Cómo queréis que piense si le tenéis acostumbrado a hacerlo vosotros por él? Estando seguro de vuestra precisión no necesita tenerla él para nada. Viendo que os encargáis de su conservación y de su bienestar, él se libra de este afán, somete su juicio al vuestro; todo lo que no le habéis prohibido lo verifica sin reflexión, sabiendo que con ello no corre riesgo de ninguna clase. ¿Qué necesidad tiene de aprender a prever la lluvia? El ya sabe que vosotros observaréis las nubes. ¿Para qué necesita pensar en su paseo? No tiene ningún temor de que dejéis pasar la hora de comer. Con tal de que no le prohibáis que coma, él come, y si es al revés, no come; dejando de atender las exigencias de su estómago, atiende las vuestras.

Inútilmente hacéis flexible su cuerpo con la inacción, y no por eso haréis más claro su entendimiento; por el contrario, anuláis su razón haciendo que malgaste la poca que tiene en las cosas que más inútiles le parecen. No comprobando para qué sirve, cree que no sirve para nada. Lo peor que le puede suceder, cuando discurre mal, es que le reprendan, y esto le sucede tantas veces que ya no hace ningún caso, ya no le asusta un peligro tan repetido.

A pesar de ello, halláis en él desparpajo; lo tiene, en efecto, para charlar con las mujeres, por el estilo de lo que ya he dicho anteriormente, pero si llega la ocasión de que tenga necesidad de arriesgar su persona, de solucionar un problema difícil, observaréis que es cien veces más torpe que el hijo del más rústico labrador.

Pero mi alumno, o por decirlo mejor, el alumno de la naturaleza, habituado tempranamente a bastarse a sí mismo en lo posible, no tiene por costumbre recurrir a los demás, menos hacer gala de su mucho saber; en cambio, juzga, prevé, y reflexiona en todo lo que tiene alguna relación inmediata con él. No habla, pero actúa; no sabe una palabra de cuanto sucede en el mundo, pero sabe desenvolverse muy bien en todo lo que le afecta. Como está en movimiento continuamente, se ve precisado a observar muchas cosas, a conocer muchos efectos, y muy pronto adquiere experiencia, aprende las lecciones de la naturaleza y no la de los hombres, y eso le instruye más porque no ve intención de instruirle en ninguna parte, por lo que al mismo tiempo se ejercitan su espíritu y su cuerpo. Como actúa siempre de conformidad con sus propias ideas, consigue dos ventajas: al mismo tiempo que se hace robusto y fuerte, se hace también racional y juicioso. Por este modo de obrar alcanza un día lo que se cree incompatible y que han reunido casi todos los grandes hombres: la fuerza del cuerpo y del espíritu, el talento de un sabio y el vigor de un atleta.

Joven maestro, te propongo un arte difícil, como es el de dirigir sin preceptos y lograrlo todo sin hacer nada. Estoy convencido de que este arte no es el apropiado a tu edad, de que no es el más adecuado para que luzcas tu talento ni consigas el aprecio de los padres, pero debo repetirte que es el único para conseguir el fin educativo. Nunca alcanzarás el éxito de formar sabios si no formas primero tunantuelos, que era el sistema educativo de los espartanos; en vez de tener pegados los niños a los libros, les enseñaban a robar lo que tenían que comer.

Los espartanos, cuando mayores, no por eso eran hombres toscos. Nadie ignora la energía y la agudeza de sus reacciones. Habituados a vencer a sus enemigos, en toda clase de guerra los arrollaban, y los atenienses temían sus ocurrencias tanto como sus golpes.

En las educaciones más esmeradas manda el maestro y cree que dirige, y quien en efecto dirige es el niño, el cual se vale de lo que exigís de él para alcanzar de vosotros lo que se le antoja y lograr con ocho días de anticipación vuestra condescendencia por una hora de aplicación. A cada instante hay 'que llegar a convenios con él. Estos tratados que proponéis a vuestro modo, y que él ejecuta a su manera, siempre son en beneficio suyo, y de un modo especial si se cae en la torpeza de hacer constar, como una condición que ha de ser en beneficio, suyo, lo que está seguro que ha de alcanzar, tanto si cumple la condición que le ha sido impuesta como si deja de cumplirla. Generalmente el niño lee mucho mejor en el alma del maestro que éste en la del niño, y debe ser así, puesto que toda cuanta sagacidad hubiera puesto en cuidar de su conservación, el niño la emplea ahora en sacar su libertad natural de las cadenas de su tirano, mientras éste, que no tiene tanta urgencia e interés en adivinar lo que el otro piensa, algunas veces ve que le resulta más conveniente dejarle abandonado a su pereza y a su vanidad.

Ya podéis daros cuenta de que seguís un camino opuesto al de vuestro alumno, que cree que él es siempre el dueño, pero debéis serlo vosotros de verdad. No hay ninguna sujeción más completa como la que posee todas las apariencias de libertad, ya que de este modo está cautiva la voluntad misma. ¿No está a vuestra disposición un pobre niño que nada sabe, que lo ignora todo? ¿No sois vosotros los que disponéis de todo lo que tiene relación con él y de todo lo que está cerca de él? ¿No están en vuestra mano, sin que él lo sepa, sus tareas, sus juegos, sus deleites, sus penas y todo lo demás? No hay duda de que no debe hacer otra cosa que lo que él quiera, pero sólo lo que admitís que haga, pues no debe dar un paso sin que vosotros lo tengáis previsto, ni desplegar los labios sin que sepáis lo que va a decir.

Después podrá realizar los ejercicios corporales propios de su edad, sin embrutecer su entendimiento, y luego, en vez de imaginar tretas para poder escapar de un imperio incómodo, veréis cómo se preocupa por sacar de todo el fruto más provechoso, y entonces quedaréis admirados de su agudeza para apropiarse de todos los objetos que estén a su alcance y disfrutar de las cosas sin la aprobación ajena.

Obrando de modo que sea dueño de su voluntad, no fomentaréis sus caprichos, y dejando que haga lo que quiera, pronto no hará más que lo que él debe hacer, y aunque esté su cuerpo en un continuo movimiento, al tratarse de su interés del momento os daréis cuenta de cómo se desenvuelve la razón de que es capaz y del modo más adecuado para él, mejor que con estudios de pura especulación.

De esta manera, viendo que no le contrariáis y poniendo él su confianza en vosotros, además de no tener necesidad de ocultaros nada, no os engañará ni os mentirá; se manifestará tal como es; tendréis ocasión de estudiarlo y de preparar las lecciones que queráis darle, sin que advierta que las está recibiendo.

Tampoco se habrá convertido en un espía de vuestras costumbres movido por ninguna curiosidad, ni se sentirá complacido secretamente al cogeros en una falta. Este inconveniente que prevenimos es importante. Ya os he dicho repetidas veces que uno de los primeros afanes de los niños es el de poder descubrir la parte débil de sus dirigentes. Esta inclinación conduce a la malicia, pero no proviene de ella; nace de la necesidad de sortear una autoridad que les es enojosa. Ponen su empeño en sacudirse el yugo que les imponen y los agobia, y los defectos que hallan en sus preceptores les proporcionan los medios adecuados.. Mientras tanto, van adquiriendo el hábito de observar los defectos de los demás, y se complacen en encontrarlos. Se ve claramente que hemos evitado que se vea una sucesión de vicios en el corazón de Emilio, pues como no tiene ningún interés en encontrar mis defectos, no los buscará, ni deseará saber los de otros.

Todas estas prácticas parecen difíciles porque no se piensa en ellas, pero en el fondo no lo son. Hay motivos para suponeros con las luces precisas para desempeñar la profesión que habéis elegido,` y hay que creer que conocéis el natural progreso del corazón humano, que sabéis estudiar hacia qué se inclinará la voluntad de vuestro alumno observando los objetos que interesen a su edad y que haréis pasar por delante de sus ojos. Poseer los instrumentos y saber utilizarlos, ¿no es ser dueño de la operación?

Me opondréis los caprichos del niño, y no tenéis razón. El capricho de los niños jamás ha sido obra de la naturaleza, sino de una defectuosa disciplina; ellos han obedecido o mandado, y he dicho cien veces que no debía ser ni lo uno ni lo otro. Vuestro alumno no tendrá otros caprichos que los que le habréis permitido, y es justo que paguéis vuestras faltas. Me preguntaréis cómo se pueden remediar. Eso se soluciona con una conducta mejor y con mucha paciencia.

Yo me encargué durante algunas semanas de un niño acostumbrado no sólo a hacer su voluntad, sino también a que los demás se le sometieran, lo que quiere decir que le sobraba fantasía. El primer día, para poner a prueba mi benignidad, se quiso levantar a media noche. Cuando mejor dormía yo, saltó de la cama, cogió su ropa y me llamó. Me' levanté y encendí la luz; él no deseaba más, pero al cabo de un cuarto de hora el sueño le venció y volvió a acostarse, muy satisfecho de su prueba. Dos días después la repitió con el mismo éxito, sin el menor signo de impaciencia en mí. Como me dio un abrazo al volverse a acostar, yo le dije sin destemplanzas: «Mi pequeño amigo, bien está, pero no vuelvas a hacerlo». Estas palabras espolearon su curiosidad, y a la noche siguiente, deseando saber si me atrevería a desobedecerle, volvió a levantarse a la misma hora y me llamó. Yo le pregunté qué deseaba. Me dijo que no podía dormir. «Eso es peor», le contesté, y me quedé quieto. Me pidió que encendiese la luz. «¿Para qué?», y seguí quieto. Esta sobriedad comenzó a molestarle. A tientas fue a buscar el eslabón y fingió que encendía la yesca; yo no podía por menos de reírme oyendo los golpes que se daba en los dedos. Por último, persuadido de que no podría salirse con la suya, me trajo el eslabón a la cama; yo le dije que no lo necesitaba, y me volví del otro lado. Entonces empezó a correr atolondradamente por la habitación, gritando, haciendo mucho ruido, dándose contra la mesa y las sillas unos golpes que ya cuidaba él de que no fueran muy fuertes, sin dejar de gritar, esperando que yo me alarmase. Nada le valió, y vi que esperaba, que yo le reprendiese, lo que no consiguió, desconcertándole mi indiferencia. Sin embargo, resuelto a vencer mi paciencia a fuerza de tenacidad, continuó su alboroto con tanto fruto que al fin me enfurecí, pero presintiendo que lo iba a echar todo a perder con mi importuno impulso, tomé otra determinación. Me levanté sin decir nada, busqué el eslabón, que no encontré, se lo pedí y me lo dio, con mucha satisfacción por haber triunfado. Cogí la yesca, encendí la luz, tomé de la mano a mi pequeño hombre, me lo llevé tranquilamente a un aposento inmediato, cuyas ventanas estaban bien cerradas y donde no había nada que pudiere romper; le deje sin luz, cerré la puerta con llave y volví a acostarme sin haberle dicho una palabra. No hace falta decir cuál fue el escándalo, pero yo lo esperaba y no hice caso. Por último cesó el ruido, escuché, comprendí que se había resignado y me tranquilicé. Al día siguiente entré en el aposento y hallé a mi pequeño revoltoso tendido en una camita y durmiendo profundamente, que bien lo debía necesitar después de tanto alboroto.

La cosa no finalizó aquí. La madre supo que el niño había pasado gran parte de la noche fuera de su cama. En seguida se perdió todo, ya estaba el niño poco menos que muerto. Viendo que era una buena ocasión para vengarse, se hizo el enfermo, sin prever que no iba a ganar nada. Llamaron al médico. Desgraciadamente para la madre el médico era un gracioso que procuraba aumentar sus temores para reírse de ellos. Sin embargo, me dijo al oído: «Déjelo usted por mi cuenta; yo le aseguro que el niño quedará por algún tiempo curado de la fantasía de estar enfermo». En efecto, le prescribió una dieta y le prohibió salir de la habitación, encomendándolo al boticario. Yo sentía ver a la pobre madre, de quien se reían todos los de casa, excepto yo, a quien tomó odio, precisamente porque yo no la engañaba.

Después de muy duros reproches, me dijo que su hijo estaba delicado, que era el único heredero de su familia, que era preciso conservarle a cualquier precio y que no quería que lo contrariasen. En esto yo también estaba de acuerdo, pero ella entendía que no contrariar al niño era obedecerle en todo. Comprendí que debía emplear con la madre la misma escuela que con el hijo, y con la mayor serenidad le dije: «Señora, no conozco la forma de educar a los herederos, y lo más importante es que no me interesa aprenderla; así es que usted deberá arreglárselas como mejor le parezca. Necesitaban de mí algún tiempo más; el padre se conformó, la madre escribió al preceptor, pidiéndole que regresase pronto, y el niño, dándose cuenta de que no ganaba nada en turbarme el sueño ni con estar enfermo, decidió dormir y portarse bien.

No es posible imaginarse a cuántos caprichos semejantes había sometido el pequeño tirano a su desdichado ayo, pues su educación se llevaba delante de la madre, la cual no admitía que el heredero fuera desobedecido en nada. A cualquier hora quería salir de casa, había que estar preparado para acompañarle, o más bien a seguirle, y siempre procuraba elegir el momento en que veía al ayo más ocupado. Quiso conseguir el mismo imperio conmigo, y vengarse por el día de reposo en que por fuerza tuvo que dejarme de noche. Yo me presté buenamente a todo; comencé por de mostrarle el placer que tenía en satisfacerle, y después, cuando fue cuestión de curarle de su fantasía, cambié de táctica. Fue indispensable primero que se diere cuenta de que la culpa era suya, y no fue difícil. Sabiendo que los niños sólo piensan en el presente, me tomé la fácil ventaja de la previsión, e hice que encontrara en casa una distracción que sabía que era muy de su gusto, y en el momento en que estaba más entusiasmado con ella, le propuse que diéramos un paseo, y no quiso; insistí y no me escuchó; fue necesario que yo me rindiese, lo que le halagó mucho por lo que vio en mí de sumisión.

Pero al día siguiente me llegó mi turno. Se fastidió, pues yo lo había dispuesto todo para que aconteciera así, y fingí que estaba muy ocupado. Hacía falta esto para que se revolviese. No tardó en querer que dejase mi trabajo para que le llevase a paseo en seguida; yo me negué y él se obstinó. «No, le dije; como tú haces tu voluntad, yo haré la mía, y no quiero salir». «Está bien, replicó irritado: saldré solo». «Como te parezca», y continué mi trabajo.

Se viste un poco intranquilo al ver que no me opongo y no le imito. Preparado para salir, viene a despedirse y yo me despido de él; al oírle se habría creído que iba al fin del mundo. Sin inmutarse, le deseo buen viaje y aumenta su turbación. Sin embargo, se domina, y antes de salir le dice al criado que le siga, pero el criado está prevenido y le contesta que no tiene tiempo, que ocupado por orden mía, antes debe obedecerme a mí que a él. Esta vez el niño ya no sabe dónde está. ¿Cómo puede comprender que le dejen salir solo cuando cree que sólo él importa a los demás y piensa que el cielo y la tierra desean su compañía? No obstante, comienza a sentir su fragilidad; se da cuenta de que se va a ver solo entre gente que le conoce, y prevé los peligros que puede correr; sólo le alienta la terquedad; despacio y confuso baja la escalera y sale a la calle, tranquilizándole la esperanza de hacerme responsable a mí si le ocurre algo.

Yo le aguardaba aquí y lo tenía todo previamente preparado, y como se trataba de una especie de escena pública, yo había conseguido el permiso del padre. Apenas ha dado algunos pasos oye a la derecha y a la izquierda frases que se refieren a él: «Vecino, ¡qué niño más hermoso!». «¿Adónde va solo? Se va a extraviar; voy a decirle que entre en casa.» «Vecino, id con cuidado. ¿No veis que es un granujilla que lo han echado de su casa? No recojamos a los golfillos; dejadle ir donde quiera.» «Pues vaya con Dios y que El le proteja, pero sentiría que le ocurriese nada.» Un poco más lejos encuentra a unos pilluelos de casi su misma edad, que le cierran el paso y se burlan de él. Cuanto más avanza, más obstáculos halla. Solo y sin protección, se da cuenta de que choca a todo el mundo, y no sin sorpresa comprueba que sus medias de seda y sus hebillas doradas no hacen que se le respete.

Sin embargo, uno de mis amigos, a quien él no conocía y al que yo había encargado que lo observara y le siguiera sin que él se apercibiera, se le acercó cuando lo vio necesario. Para ese papel, similar al del mayordomo del duque en la ínsula de Sancho, precisaba un hombre hábil, y cumplió perfectamente. Sin asustarle ni desanimarle le hizo comprender tan bien la imprudencia de su conducta, que me lo trajo al cabo de media hora, confundido y sin atreverse a levantar los ojos.

Para rematar su desastrosa excursión, en el mismo instante en que entraba él, su padre bajaba la escalera para salir y le encontró. Tuvo que decir de dónde venía y por qué no iba yo con él [19]. El pequeño habría preferido que se lo tragase la tierra. Sin perder el tiempo en reprenderle, su padre le dijo secamente: «Cuando usted quiera salir solo, puede hacerlo, pero como yo no quiero vagabundos en mi casa, cuando vuelva encontrará la puerta cerrada».

Yo le acogí sin reproches y sin burlarme de él, pero con mucha seriedad, y temiendo que sospechase que era juego todo lo que había acontecido, no le quise sacar a paseo aquel día, y al siguiente disfruté lo mío viendo que paseaba conmigo con un gesto de triunfo por delante de las mismas personas que el día anterior se habían burlado de él porque le vieron solo. Por ahí se puede comprender que no me volvería a amenazar con salir sin ir conmigo.

Valiéndome de estos métodos y de otros parecidos, conseguí durante el poco tiempo que todavía seguí con él que hiciera todo lo que yo deseaba, sin mandarle nada, sin prohibirle nada, sin sermones ni exhortaciones y sin aburrirle con lecciones inútiles. Además, cuando yo hablaba, él estaba contento, pero mi silencio le inspiraba miedo, pues comprendía que había hecho algo que no estaba bien, y siempre sacaba una lección oportuna. Pero volvamos a lo nuestro.

Estos constantes ejercicios, abandonados de este modo a la sola dirección de la naturaleza, no sólo vigorizan el cuerpo sin entorpecer el espíritu, sino que, por el contrario, forman en nosotros la única especie de razón de que sea susceptible la primera edad y que es necesaria en todas. Nos enseñan a emplear bien nuestras fuerzas, las relaciones de nuestro cuerpo con los cuerpos que nos rodean y el uso de los instrumentos naturales que están a nuestra disposición y convienen a nuestros órganos. No hay torpeza mayor que la de educar a un niño en casa y bajo mirada de su madre, la cual, ignorando el peso y la resistencia, quiere arrancar un árbol o levantar una roca. La primera vez que salí de Ginebra quise seguir a un caballo que iba a galope, eché piedras contra el monte de Seleve, que estaba a dos leguas lejos; fui el hazmerreír de todos los niños de allí, que me tenían por un verdadero idiota. A los dieciocho años, en física se aprende qué es una palanca, y no hay ningún aldeano de doce que no sepa emplearla mejor que el primer mecánico de la Academia. Las lecciones que los escolares aprenden entre sí en los patios de los colegios les son más útiles que todas las que se les enseña en la clase.

Fijaos en un gato que entra por primera vez en una habitación: visita, observa, olfatea, no está ni un momento quieto, no se fía de nada hasta que lo ha visto y reconocido todo. De igual modo obra un niño que comienza a andar y que se introduce, por decirlo así, dentro el espacio del mundo. Toda la diferencia estriba en que la vista del niño y la del gato coinciden en observar las manos que le otorgó la naturaleza al primero v el sutil olfato con que dotó al segundo. Esta disposición bien o mal cultivada hace a los niños hábiles o ineptos, torpes o dispuestos, atolondrados o prudentes.

Los primeros movimientos naturales del hombre se deben, pues, medir todo cuanto le rodea y experimentar en cada objeto que percibe todas las cualidades sensibles que puedan tener relación con él; su primer estudio es una especie de física experimental relativa a su propia conservación, sin que le desvíen los estudios especulativos antes de reconocer cuál es su sitio en la tierra. Mientras sus órganos delicados y flexibles se pueden ajustar sobre los cuerpos en que deben actuar, y mientras sus sentidos todavía puros están exentos de ilusiones, es el momento de ejercitar unos y otros en las funciones que les son propias; es la ocasión de aprender a conocer las relaciones sensibles que las cosas tienen con nosotros. Como todo lo que entra en el entendimiento humano viene por los sentidos, la primera razón del hombre es una razón sensitiva, la cual sirve de base a la razón intelectual, y así nuestros primeros maestros de filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. Reemplazar con libros todo esto, no es aprender a pensar, sino aprender a servirnos de la razón de otro, aprender a creer mucho y no saber jamás nada.

Para cultivar un arte hay que empezar por procurarse sus instrumentos, y para poderlos emplear útilmente es necesario hacerlos tan consistentes que resistan el uso. Por consiguiente, para aprender a pensar es preciso ejercitar nuestros miembros, nuestros sentidos y nuestros órganos, que son los instrumentos de nuestra inteligencia, y para obtener todo el partido posible de estos instrumentos conviene que nuestro cuerpo, que nos los abastece, sea robusto y sano. En vez de que la verdadera razón del hombre se forme independientemente del cuerpo, es la buena constitución del cuerpo la que hace fáciles y seguras las operaciones del entendimiento.

Al demostrar cómo se ha de emplear la larga ociosidad de la infancia, explico detalles que parecerán ridículos. ¡Graciosas lecciones, me dirán, que según vuestra propia crítica se limitan a enseñar lo que nadie necesita aprender! ¿Por qué consumir el tiempo en instrucciones que se aprenden siempre por sí mismas y no cuestan penas ni cuidados? ¿Qué niño de doce años ignora todo cuanto queréis enseñar al vuestro, y, además, lo que le han enseñado sus maestros?

Señores, os equivocáis; yo enseño a mi alumno un arte muy amplio, muy difícil y que seguramente los vuestros desconocen: es el arte de ser ignorante, pues la ciencia del que cree que no sabe más de lo que sabe, se reduce a muy poca cosa. Vosotros proporcionáis ciencia; muy bien, pero yo me ocupo del instrumento propio para conseguirla. Se dice que un día, enseñando los venecianos con mucha fatuidad el tesoro de San Marcos a un embajador de España, éste, por todo cumplimiento, les dijo después de mirar debajo de la mesa: «Aquí no está la raíz». Yo no he visto jamás un preceptor hacer ostentación de lo que sabe su discípulo sin que me haya dado tentaciones de decirle lo mismo.

Todos los que han reflexionado sobre la forma de vivir de los antiguos, imputan a sus ejercicios gimnásticos aquel vigor de cuerpo y alma que más sensiblemente los distingue de los modernos. La manera con que Montaigne apoya este asentimiento demuestra cuán penetrado de él estaba, y lo inculcaba de mil formas. Hablando de la educación de un niño, dice: «Para vigorizar el alma hay que robustecer los músculos; habituándole al trabajo, se habitúa al dolor; acostumbrándole a la dureza de los ejercicios, se acostumbra a la dislocación, al dolor y a otros males». El inteligente Locke, el bondadoso Rollin, el sabio Fleuri, el pedante de Crouzas, que disienten mucho en todo lo demás, sólo están todos de acuerdo en un punto: ejercitar el cuerpo de los niños. Este es el más sensato de sus preceptos, y el que siempre es y será más descuidado. Ya he hablado suficientemente de su importancia, y como no es posible ofrecer en esta materia mejores razones ni reglas más juiciosas que las que se encuentran en el libro de Locke, yo me contentaré con remitiros a él, después de tomarse la libertad de añadir algunas observaciones mías.

Los miembros de un cuerpo que crece deben hallarse desahogados dentro del vestido; nada debe entorpecer sus movimientos ni su crecimiento, nada demasiado justo, ni pegado al cuerpo, ninguna ligadura. El vestido francés es incómodo e insano para los hombres y es sobre todo pernicioso para los niños. Los humores se paran y estancan sin poder circular con el sosiego aumentado por la vida inactiva y sedentaria, se corrompen y dan lugar al escorbuto, una enfermedad que cada día se extiende más entre nosotros y que apenas conocían los antiguos, porque su modo de vestir y vivir los preservaba de ella. Lejos de poner remedio a este inconveniente, el traje usual lo aumenta, y por quitar a los niños algunas ligaduras, les aprieta todo el cuerpo. Lo mejor es que usen blusa el mayor tiempo posible, darles luego vestidos muy anchos y no empeñarse en que lleven el traje ajustado, lo cual sólo sirve para desfigurarlo. Sus defectos de cuerpo y alma provienen casi todos de una misma causa, el querer que sean hombres antes de tiempo.

Existen colores alegres y colores tristes; los alegres les gustan más a los niños, e igualmente les sientan mejor, por lo que no veo la razón que impida seguir en esto lo que naturalmente les conviene; pero desde el mismo instante que prefieren un tejido porque es rico, ya está entregado su corazón al lujo, a las fantasías de la opinión, y este gusto no procede seguramente de ellos mismos. No es posible decir cuánto influye en la educación la elección de los vestidos y los motivos para escogerlos. No sólo hay madres ciegas que prometen a sus hijos recompensas que consisten en vestidos nuevos, sino que también hay preceptores insensatos hasta tal punto que amenazan a sus alumnos con ponerles como castigo un traje más tosco y más sencillo. Si no estudiáis más, si no tenéis más cuidado con la ropa, os vestirán como a un chico del campo, que es lo mismo que si se les dijese: «Sabed que no es más el hombre que lo que le hace su traje, y que todo vuestro mérito consiste en el que lleváis». ¿Por qué nos sorprende que no se aproveche la juventud de lecciones tan llenas de sentido común, que solamente valora el adorno y el mérito por el exterior?

Si tuviera que extirpar de la mente de un niño imbuido de tales ideas, tendría gran cuidado en que fuesen los más incómodos sus más ricos vestidos, que estuviese siempre oprimido, siempre violento y siempre sujeto; procuraría que su alegría y su libertad chocasen con su magnificencia, y sí quisiera ponerse a jugar con otros niños vestidos con más sencillez, se lo impediría. Por último le fastidiaría de tal manera y le hartaría de su empaque y le haría tan esclavo de su vestido dorado, que querría modificar su vida y se asustaría menos del calabozo más negro que de los preparativos de su engalanamiento. En tanto el niño no se haya convertido en esclavo de nuestras preocupaciones, su primer anhelo será siempre el de estar a gusto y libre; para él, el traje más precioso es siempre el que le vaya más cómodo y le sujete menos.

Entre los trajes los hay que son más propios para una actitud pasiva. Dejando ésta a los humores un curso igual y uniforme, debe preservar el cuerpo de las alteraciones del aire; la otra le obliga a pasar continuamente de la agitación al reposo y del calor al frío, y le debe acostumbrar a las mismas alteraciones. De esto se deduce que las personas que permanecen muchas horas en el interior de sus casas y hacen una vida sedentaria, en todo tiempo deben llevar más ropa que las demás, con el fin de conservar su cuerpo en una temperatura uniforme, la misma aproximadamente en todas las estaciones y en todas las horas del día. Por el contrario, los que siempre están expuestos al viento, al sol y a la lluvia; los que son muy activos y andan la mayor parte del día, para habituarse a todas las alteraciones del aire y grados de temperatura y no sentirse incómodos, deben llevar vestidos ligeros. Tanto a los unos como a los otros yo les aconsejaría que no cambien de traje con el cambio de las estaciones, y esta práctica constante será la que yo aplicaré con mi Emilio, sin que con esto quiera decir que en verano lleve un vestido de invierno, como las personas sedentarias, sino que en invierno lleve vestido de verano al igual que las que se dedican al trabajo. Esta costumbre, es la que siguió durante toda su vida Isaac Newton, quien vivió hasta los ochenta años.

En todas las estaciones debe llevarse el peinado con poca variación. Los antiguos egipcios llevaban siempre el cabello rapado; los persas llevaban la cabeza cubierta con grandes gorros y aún actualmente emplean espesos turbantes, cuyo uso, según Chardín, es indispensable debido al aire de aquel país. En otro lugar he anotado la distinción que hizo Herodoto en un campo de batalla entre los cráneos de los persas y el de los egipcios, y como es importante que los huesos de la cabeza se hagan más compactos, menos el cerebro, no sólo contra las heridas, sino también contra los resfriados, fluxiones y todas las impresiones del aire, debéis acostumbrar a vuestros hijos a que lleven la cabeza descubierta en invierno y en verano, de noche y de día. Y si por limpieza o porque no se les enreden los cabellos, les ponéis un gorro de noche, debe ser claro y semejante a la redecilla con que los vasos se recogen el cabello. Ya se ve claramente que la mayor parte de las madres, más atentas a la observación de Chardin que a mis razones, piensan o creen que en todas partes existe el mismo aire de Persia, pero yo no he escogido a mi alumno europeo para convertirle en un asiático.

Generalmente sé abriga demasiado a los niños, y de un modo especial en sus primeros años. El obrar de esta forma les priva de endurecerse para el frío y para el calor; el frío muy intenso jamás les incomoda si los dejan expuestos a él desde muy temprano, pero el mucho calor les produce una extenuación inevitable porque el tejido de su cutis, todavía muy tierno, no permite el paso suficiente a la transpiración. Por tal causa es de notar que mueren más niños en el mes de agosto que en ningún otro del año. De aquí que la comparación de los pueblos del Norte con los del Mediodía nos prueba que se hace más robusto el niño que soporta el exceso de frío que el que soporta el exceso de calor. Pero a medida que el niño crece y que sus fibras se fortalecen se le debe acostumbrar paulatinamente a resistir los rayos solares, y gradualmente se irá endureciendo para que no le afecten los ardores de la zona tórrida.

Locke, en medio de los preceptos varoniles y sensatos que nos ofrece, incurre en contradicciones impropias de un pensador tan consciente. El que quiere que se bañen los niños en verano en agua helada, prohíbe que cuando estén sudando beban agua fría y que se acuesten en el suelo en sitios húmedos [20]. Pero si quiere que los zapatos de los niños se llenen de agua, sea cual sea el tiempo, ¿no permite lo mismo cuando los niños tengan calor? ¿Y no se puede hacer del cuerpo, con relación a los pies, las mismas inducciones que hace él de los pies con relación a las manos, y del cuerpo con relación al rostro? Si queréis, le diría, que todo el hombre sea rostro, ¿por qué tenéis en mal concepto el que diga yo que sea todo pies?

Para impedir que los niños beban cuando tienen calor, él prescribe que se les acostumbre a comer un trozo de pan antes de beber. El que tenga que dar de comer al niño cuando en realidad tiene sed, en verdad es muy extraño, puesto que sería lo mismo darle de beber cuando tenga hambre. Nunca creeré que nuestros primeros apetitos estén de tal forma desordenados hasta el punto de que no puedan ser satisfechos sin que nos expongamos a la muerte. Si fuere así, el linaje humano se habría destruido cien veces antes de que supiera lo que había de hacerse para conservarlo.

Cada vez que Emilio tenga sed, quiero que se le dé de beber, pero agua pura y sin ninguna preparación, ni siquiera la de templarla, aunque esté sudoroso, y aunque estemos en el más fuerte rigor del invierno. La única precaución que recomiendo es la de distinguir la calidad de las aguas. Si el agua es de río, dádsela tal como sale; si es de fuente, es preciso que se deje algún tiempo al aire antes de beberla. En la estación del calor están calientes los ríos, lo que no sucede con las fuentes, las cuales no han recibido el contacto del aire; es preciso esperar a que el agua corresponda a la temperatura atmosférica. En invierno, por el contrario, el agua de las fuentes es menos dañosa que el agua de los ríos, pero no es ni natural ni frecuente que uno sude en invierno, sobre todo estando al aire libre, ya que el aire frío, pegando continuamente sobre la piel, rechaza el sudor y evita que se abran los poros de forma suficiente para darle paso libre. Pero no pretendo que Emilio haga ejercicios en invierno junto a un buen fuego, sino fuera, a la intemperie, en pleno campo, en medio de los hielos. Mientras se calienta haciendo y tirando pelotas de nieve, dejémosle que beba cuando tenga sed, que continúe haciendo ejercicios después de beber y no temamos ningún accidente. Y si por alguna otra causa o ejercicio comienza a sudar y tiene sed, que beba frío incluso en ese tiempo. Haced de suerte que vaya lejos y que poco a poco busque su agua. Con el frío que sentirá durante el camino se habrá refrescado, v cuando beba no tendrá ya ningún peligro. Sobre todo tomad estas precauciones sin que él se dé cuenta. Yo desearía que él estuviera algunas veces enfermo, que se preocupase sin cesar de su salud.

Es necesario que los niños duerman mucho, porque hacen ejercicios violentos. Como uno es la consecuencia del otro, por eso necesitan de ambos. El tiempo de reposo es la noche y así está señalado por la naturaleza. Es observación constante que el sueño es más tranquilo y más dulce mientras el sol está bajo el horizonte y que el aire caldeado con sus rayos no mantiene calmados nuestros sentidos. El hábito mas saludable es ciertamente el de levantarse y acostarse con el sol, de donde se deduce que en nuestros climas el hombre y los animales tienen, en general, necesidad de dormir más tiempo en invierno que en verano. Pero la vida civil no es tan simple, tan natural, tan exenta de revoluciones, de accidentes, que debamos acostumbrar al hombre a esta uniformidad hasta el punto de hacérsela necesaria. Sin duda conviene someterse a reglas. No ablandéis imprudentemente a vuestro alumno con la continuidad de un apacible sueño nunca interrumpido. Abandonadle primero sin estorbo a la ley de la naturaleza, pero no olvidéis que en nuestros países debe ser superior a esta ley, que debe poder acostarse tarde y levantarse temprano, y desvelarse bruscamente, y pasar las noches de pie sin incomodarse. Comenzando desde muy pequeño, yendo siempre paulatinamente y por grados, se habitúa el temperamento a las mismas cosas que le destruyen cuando le someten a ellas después de formado.

Es muy importante habituarse lo antes posible a dormir en camas un poco incómodas, y así nunca encontrará una que le parezca mala. Generalmente la vida dura, después de acostumbrada a ella, aumenta nuestras sensaciones gratas, y la vida fácil prepara una infinidad de sensaciones desagradables. Las personas educadas con excesiva delicadeza no pueden dormir si los colchones no son de pluma; las que están habituadas a acostarse sobre tablas, duermen en cualquier parte, pues no existe ninguna cama que sea dura para los que se quedan dormidos tan pronto como se acuestan.

Un mullido lecho, en el que se entierra uno entre plumas o envuelto en un edredón funde y derrite el cuerpo, por así decirlo. Los riñones muy abrigados se calientan, de lo que resultan frecuentemente el fundamento de otros achaques y de un modo infalible dan origen a una complexión delicada que es su causa fundamental.

La cama más apropiada es la que produce mejor sueño, y durante la jornada Emilio y yo nos la preparamos. No precisamos que vengan esclavos de Persia para hacerla, puesto que cavando la tierra removemos nuestros colchones.

Por experiencia sé que cuando un niño está sano se le puede hacer dormir o velar, casi a nuestra voluntad. Cuando el niño ya se ha acostado y molesta con sus charlas a la sirvienta, ésta le dice «duérmete», que viene a ser lo mismo que si se le dijera «pórtate bien» cuando está enfermo. El mejor modo de hacerle dormir es molestarle. Debéis hablar mucho vosotros con el fin de que se vea obligado a callar, y se quedará dormido pronto; de algo sirven los sermones, y da el mismo resultado predicarle que mecerle, pero si hacéis uso durante la noche de este narcótico, procurad no emplearlo durante el día.

Yo despertaré alguna vez a Emilio, no porque tema que le perjudique dormir con exceso, sino para acostumbrarle a todo, incluso a que le despierten bruscamente. Por lo demás, sería muy escaso mi talento para tal oficio si no supiera enseñarle que se despertara solo, y que se levantara, según mi voluntad, sin que yo le dijese una palabra.

Si no duerme bastante, le dejo entrever para el próximo día una mañana enojosa, y tendrá por ganancia todo el tiempo que pueda dormir, y, si duerme mucho, le anuncio para cuando se levante una distracción de su gusto. Si deseo que se levante a una hora fija, le digo: «Mañana a las seis iremos a pescar o a pasear por tal sitio; ¿quieres venir?». El consiente, y me suplica que le despierte; se lo aseguro o no se lo aseguro, según sea necesario; si se levanta tarde, ya no me encuentra. Sería muy extraño que así no aprendiera a despertarse por sí solo muy pronto.

Referente a lo demás, si se diera el caso de que un niño indolente tuviera tendencia a ser perezoso, deberíamos librarle de un vicio que le entorpecería, administrándole un estimulante que le despertara. Debe comprenderse que no es cuestión de hacerle obrar a la fuerza, sino de moverle mediante algún deseo que le excite, y este deseo cogido con juicio en orden a la naturaleza nos conduce a la vez a dos fines.

No hay nada que con un poco de habilidad no se consiga que les agrade a los niños, sin vanidad, sin emulación y sin celos. Su vivacidad, su espíritu de imitación son suficientes; sobre todo su alegría natural, instrumento que posee una segura asa y que ningún preceptor ha sabido manejar. En todos los juegos sufren sin quejarse porque están persuadidos de que es solamente un juego, incluso ríen, lo que normalmente no sufrirían sin derramar lágrimas. Los ayunos, los golpes, las quemaduras y toda clase de fatigas, son las diversiones de los jóvenes indóciles, la prueba de que hasta el dolor tiene un condimento que le quita su amargura, pero no todos los maestros saben aderezar este guisado, ni acaso todos los discípulos pueden saborearlo sin hacer muecas. Me encuentro de nuevo, si no tengo cuidado, extraviado en excepciones.

Sin embargo, lo que no admite ninguna excepción es la sujeción del hombre al dolor, a los males de su especie, a los accidentes y peligros de la vida; en fin, a la muerte. Cuanto más le familiaricemos con todas estas ideas, más le curaremos de la importuna sensibilidad que junta con el mal la impaciencia de aguantarlo, más le domesticaremos con los sufrimientos que todavía pueden alcanzarle, más le quitaremos, como habría dicho Montaigne, el aguijón de la extrañeza, y también será su alma más invulnerable y dura, su cuerpo será la coraza que hará rebotar todos los dardos que pudieran herirle en lo vivo. Una sola tribulación será verdaderamente sensible para él, que es el morir, pero como la posibilidad de la muerte no es la muerte, apenas la sentirá como tal, y no morirá; él estará vivo o muerto, nada más. De él, el mismo Montaigne habría podido decir, como dijo de un rey de Marruecos, que nadie había vivido tan dentro de la muerte. La constancia y la firmeza son como las demás virtudes, aprendizajes de la infancia, pero no se enseñan a los niños haciéndoles aprender su nombre, sino haciéndoselos saborear antes de que sepan lo que son.

Pero, a propósito de morir, ¿cómo nos conduciremos con nuestro alumno en cuanto al peligro de las viruelas? ¿Se las inocularemos en su infancia o esperaremos que se le contagien naturalmente? El primer partido, más conforme con nuestra práctica, garantiza el peligro de esta edad en que la vida es más hermosa, a riesgo de la que menos lo es, si puede calificarse de riesgo una inoculación bien dosificada.

Sin embargo, la segunda está más de acuerdo con mis principios generales; dejar obrar en todo a la naturaleza, en los cuidados con que ella protege y que abandona así que el hombre trata de intervenir. El hombre de la naturaleza siempre está preparado; dejemos, pues, que ella le inocule, que elegirá mejor que nosotros el momento más adecuado.

No se deduzca de aquí que censuro la inoculación, porque el razonamiento en virtud del cual eximo de ella a mi alumno no es aplicable a los vuestros. Vuestra educación los prepara a que no escapen de la pequeña viruela en el momento que sean atacados; si dejáis que se contagien al azar, es probable que mueran. Observo que cuanto más necesaria es la inoculación en algunos países tanto más se resisten a ella, y la razón se deduce fácilmente. Apenas me dignaré tratar de esta cuestión referente a mi Emilio. Será inoculado o no lo será, según los tiempos, los lugares y las circunstancias, lo que es casi indiferente para él. Si le inoculamos las viruelas, obtendremos la ventaja de prever y conocer la enfermedad por anticipado, que ya es algo, pero si se contagia naturalmente, le habremos preservado del médico, que aún es más.

Ante una educación exclusiva que se encamina únicamente a establecer distinción entre los educados y la gente del pueblo, prefiero siempre las instrucciones más costosas a las más comunes y por eso mismo más útiles. De esta forma, todos los jóvenes educados con esmero aprenden a montar a caballo, porque cuesta caro; por el contrario, nadie aprende a nadar, que no cuesta nada, pues un artesano puede nadar tan bien como el primero. No obstante, sin haber entrado en un picadero, cualquiera monta a caballo, se mantiene firme, y se sirve de él para cuanto necesita, pero dentro del agua, el que no nada se ahoga, y nadie sabe nadar sin haber aprendido. Finalmente, nadie está obligado a montar a caballo bajo pena de la vida, pero ninguno está cierto de evitar el peligro de ahogarse, al que tantas veces nos exponemos. Emilio se desenvolverá en el agua como en tierra. ¡Así pudiera vivir en todos los elementos! Si fuera posible volar, haría de él un águila, y si fuera posible endurecerle al fuego, haría de él una salamandra.

Se teme que un niño se ahogue cuando aprende a nadar; tanto si se ahoga al aprender o por no haber aprendido, la culpa siempre será vuestra. La vanidad es lo que nos hace temerarios, pero nadie lo es cuando se da cuenta de que no hay quien le vea. Emilio no lo sería, aunque le viera todo el universo. Como el ejercicio no depende del riesgo, en un canal del parque de su padre aprendería a cruzar hasta el Helesponto, pero es necesario habituarse al riesgo para aprender a perder el miedo, y esta es parte esencial del aprendizaje de que acabo de hablar. Referente a lo demás, siempre atento a medir el peligro y a tomar parte en él, no tendré que temer imprudencias cuando normalice el cuidado de su conservación por el que debo a la mía.

Un niño es más pequeño que un hombre; no tiene ni su fuerza ni su razón, pero ve y oye tan bien como él o casi igual; posee el gusto tan sensible, aunque no sea tan delicado, y distingue tan bien los olores, aunque no sea para ellos tan sensible. Las primeras facultades que en nosotros se forman y perfeccionan, son los sentidos; por tanto son las primeras que deberían cultivarse y las únicas que se olvidan o que mas se descuidan.

Ejercitar los sentidos, no es sólo hacer uso de ellos, sino aprender a juzgar bien por ellos; aprender, por decirlo así, a sentir, porque no sabemos tocar, ver ni oír sino como hemos aprendido.

Hay un ejercicio puramente natural y mecánico que sirve para robustecer el cuerpo sin dar ninguna preferencia al juicio. Nadar, correr, brincar, hacer bailar una peonza, arrojar piedras...; todo esto está muy bien, ¿pero es que sólo tenemos brazos y piernas? ¿No poseemos también dos ojos y dos oreas? Y estos órganos, ¿son superfluos para el uso de los rimeros? No ejercitéis solamente las fuerzas; ejercitad también todos los sentidos que las dirigen, sacad de ellos todo el partido posible, y después la impresión de uno por la de otro. Medid, contad, pesad, comparad. No empleéis la fuerza sin apreciar previamente la resistencia; haced siempre de tal forma que la estimación del efecto preceda al uso de los medios. Persuadid al niño de que jamás debe hacer esfuerzos insuficientes o superfluos. Si queréis acostumbrarle a que prevea el efecto de todos sus movimientos, y que con su propia experiencia rectifique sus errores, ¿no se ve claramente que cuanto más intensa sea su actuación mayor será su discernimiento?

¿Se trata de mover un peso? Si se vale de una palanca muy larga, gastará con exceso sobrado movimiento por el contrario, si es muy corta, no tendrá la fuerza suficiente, y la experiencia le enseña a escoger precisamente la que necesita. Esta discreción no rebasa su edad. ¿Se trata de llevar una carga? Si quiere cogerla tan pesada como la puede llevar, y no probarse con otra que sea imposible que la levante él, ¿no será necesario que a simple vista precise su peso? Cuando ya sepa comparar objetos de la misma materia y de distinto volumen, que escoja objetos de igual volumen y distintas materias, y será necesario que aprenda a comparar sus pesos específicos. Observé una vez a un joven muy bien educado, el cual no quiso creer antes de hacer la experiencia que un cubo lleno de astillas de encina pesase menos que lleno de agua.

Debemos tener en cuenta que no somos igualmente dueños de todos nuestros sentidos. Hay uno, el tacto, cuya acción no se suspende nunca mientras estamos despiertos, el cual está esparcido por toda la superficie de nuestro cuerpo como un vigilante que está atento para darnos el aviso de todo lo que puede afectarnos. Es también el sentido cuya experiencia, de grado o por fuerza, adquirimos más pronto, a causa de este ejercicio continuo, y por lo tanto menos necesidad tenemos de cultivarlo particularmente. No obstante, es de observar que los ciegos poseen el tacto más seguro y delicado que nosotros, pues porque carecen del auxilio de la vista, se ven forzados a sacar del primero de estos sentidos los juicios que nosotros sacamos del segundo. Por qué, pues, no hacemos prácticas de andar como ellos en la oscuridad, en conocer los cuerpos que podremos tocar, en emitir juicios sobre los objetos que nos rodean; en una palabra, en hacer de noche y sin luz todo lo que ellos hacen de día y sin ojos? Mientras brilla el sol, les aventajamos, pero en la oscuridad ellos son nuestros guías. Debemos tener presente que todos estamos ciegos durante la mitad de la vida, con la diferencia de que los verdaderos ciegos siempre saben conducirse, y nosotros no nos atrevemos a dar un paso en lo más oscuro de la noche. Me diréis que estamos en posesión de luces. ¿Y quién nos asegura que os han de seguir por todas partes cuando las necesitéis? Por mi parte, prefiero que Emilio lleve los ojos en la punta de sus dedos que tenerlos en la tienda de un cerero.

Si estáis encerrados en un edificio, y en plena oscuridad, al dar una palmada, por la resonancia veréis si es vasto o reducido el recinto, si estáis en el centro o en un rincón. A un paso de una pared, el aire nos causa otra sensación en el rostro. No salgáis de un sitio y corred continuamente de un lado a otro; si hay una puerta abierta, os lo advertirá una ligera corriente de aire. ¿Vais en un barco? Por la forma con que os dé el aire en el rostro os daréis cuenta no tan sólo de la dirección que lleváis, sino también si os lleva despacio o aprisa. Estas observaciones sólo pueden hacerse bien de noche, y lo mismo se puede decir de otras mil semejantes; por mucha atención que pongamos en ellas durante un día claro, siempre nos percataremos de que la vista nos ayudará o nos servirá de distracción. Pero hasta ahora aún no nos hemos servido de la mano ni del bastón. ¡Cuántos conocimientos oculares se pueden adquirir mediante el tacto, hasta sin tocar nada!

Muchos juegos nocturnos. Este consejo es más importante de lo que parece. De un modo natural la noche asusta a los hombres, y también a veces a los animales [21]. Hay muy pocas personas que se libren de este tributo por medio de la razón, de los conocimientos, el talento y el valor. Yo he visto pensadores, espíritus fuertes, filósofos, intrépidos militares durante el día, que de noche temblaban como mujeres si oían el ruido de una hoja de árbol. Este miedo es atribuido a los cuentos de la nodriza, y se engañan, pues tienen una causa natural. ¿Cuál es esta causa? Es la misma que hace que los sordos sean desconfiados y que el vulgo sea supersticioso; es la ignorancia que tenemos de las cosas cercanas a nosotros y de lo que sucede en nuestro alrededor [22]. Ya que estoy acostumbrado a ver los objetos desde lejos y a prever sus impresiones de antemano, ¿cómo no he de imaginar mil seres, mil movimientos que me pueden perjudicar, sin que sea posible resguardarme de ellos cuando soy incapaz de ver lo que tengo cerca? Aunque esté seguro del sitio en que me hallo, nunca lo sé tan perfectamente como si lo viera; por consiguiente persiste siempre en mí un motivo de temor del cual carecía en pleno día. No ignoro que un cuerpo extraño rara vez puede obrar en el mío sin que se anuncie con algún ruido; por eso, ¡qué alerta tengo siempre el oído! Al menor ruido, cuyo motivo desconozco, me fuerza el interés de mi conservación a que instantáneamente suponga todo cuanto me debe poner en cuidado, y, por lo tanto, todo lo que es capaz de asustarme.

Aunque no oiga nada absolutamente, no por eso me quedo sosegado, ya que también podrían sorprenderme sin hacer ruido. Es preciso que suponga las cosas como estaban antes, como deben estar todavía, que vea lo que no veo. Forzado de este modo a poner en ejercicio mi imaginación, pronto dejo de ser dueño de ella, y sirve para producirme más sobresalto de lo que había trabajado para serenarme. Si oigo vocerío, me parece que son ladrones; si no oigo nada, veo fantasmas; la vigilancia a que me obliga el afán de conservarme, solamente arranca en mí motivos de temor, y todo lo que debe tranquilizarme sólo existe en formas totalmente distintas. ¿De qué sirve pensar que nada hay que temer, si luego no hay nada que hacer?

Una vez que se ha encontrado la causa del mal, por sí misma indica el remedio. En todas las cosas el hábito mata la imaginación, y sólo los objetos nuevos la despiertan. En los que vemos todos los días no es la imaginación lo que actúa, sino la memoria, y esa es la razón del axioma Ab assuetis non fit passio; «De las cosas acostumbradas no resulta pasión», debido a que las pasiones únicamente se encienden con el fuego de la imaginación. Por lo tanto, no discutáis con aquel a quien tratéis de curar del miedo a la oscuridad; debéis llevarle frecuentemente hacia sitios oscuros, y podréis estar seguros de que todos los argumentos de la filosofía serán de menos valor que los de esta costumbre. A los albañiles no les da vueltas la cabeza al andar por lo tejados, y no vemos que tenga miedo a la oscuridad el que se habitúa a ella.

Ved aquí otra nueva utilidad de los juegos nocturnos que se añade a la primera, pero para que el niño se aficione a estos juegos, jamás habrá exceso si recomiendo mucha alegría. No hay nada más triste que las tinieblas, no encerréis a vuestro hijo en un calabozo, y que entre en la oscuridad riéndose, que repita la risa antes de salir de ella y mientras esté en el paraje oscuro; que la idea de la diversión que ha dejado y que al salir volverá a encontrar le preserve de las fantásticas imágenes que pudieran acosarle.

Existe un término en la vida, y cuando se ha rebasado, quien adelanta retrocede. Me doy cuenta de que he pasado ya de ese término. Vuelvo, por decirlo así, a empezar otra carrera. El vacío de la edad madura que temía se ha hecho sentir, evoco el dulce tiempo de mis primeros años. Al hacerme viejo, me vuelvo niño, y recuerdo con mayor placer lo que hacía cuando tenía diez años que lo que hice en los treinta. Debéis perdonarme, lectores, si de vez en cuando saco ejemplos de mí mismo, pues para llevar adelante este libro es necesario que me deleite con él.

Yo estaba en el campo, de huésped en casa de un ministro protestante llamado Lambercier, y conmigo también estaba un primo más rico que yo, a quien trataban como heredero, mientras que, lejos de mi padre, yo no era más que un pobre huérfano. Mi primo Bernardo era miedoso, principalmente durante la noche. Yo me burlaba tanto de su miedo que, harto de mis bravuconerías, el señor Lambercier quiso poner a prueba mi valor. Una noche muy oscura de otoño me dio la llave del templo y me dijo que fuese a buscar en el púlpito la Biblia que él se había olvidado, y para azuzar mi amor propio añadió algunas palabras que me impidieran negarme a servirle.

Me fui sin luz, y si la hubiera llevado habría sido peor todavía; era indispensable pasar por el cementerio, y lo atravesé con decisión, pues cuando he estado a cielo abierto, nunca he tenido miedo de noche.

Cuando abrí la puerta de la iglesia oí en la bóveda cierto murmullo confuso que me pareció de voces humanas, lo cual empezó a minar mi pretendida entereza. Una vez abierta la puerta quise entrar, pero aún no había dado algunos pasos me detuve. Al percibir la oscuridad que reinaba en el gran recinto sentí tal terror que se me erizaron los cabellos. Retrocedo, salgo y echo a correr temblando. En el patio encontré un perro llamado «Sultán», cuyas caricias me reanimaron. Yo, avergonzado del susto, vuelvo atrás, procurando llevar conmigo al perro, pero no quiere seguirme. Cruzo corriendo el umbral de la puerta y entro en la iglesia. Pero apenas estuve dentro me volvió el miedo, y con tal fuerza que me desorienté, y aunque sabía muy bien que el púlpito estaba a la derecha, durante mucho rato lo busqué a la izquierda, me extravié entre los bancos, y no pudiendo dar con el púlpito ni con la puerta, sentí como si el miedo me paralizara. Por último doy con la puerta, logro salir del templo y me desvío como la vez primera, resolviendo que nunca volveré a entrar solo como no sea en pleno día.

Regresé a casa. Cuando iba a entrar oí que el señor Lambercier se reía a carcajadas. Entonces pienso que son para mí, y lleno de confusión al verme expuesto a ellas, dudo si abrir o no la puerta. En este intervalo oigo que la hija del señor Lambercier, asustada con mi tardanza, dice a la sirvienta que tome el farol, y al señor Lambercier que salga a buscarme, escoltado por mi intrépido primo, al cual no hubieran dejado de atribuirle el honor de la expedición. En un momento venzo el miedo, y no me queda otro susto que el de que descubran mi fuga; corro, vuelo hacia el templo, y sin equivocarme, sin andar a tientas, llego al púlpito, subo, cojo la Biblia, bajo de un salto, doy otros tres y estoy fuera del templo, y hasta me olvido de cerrar la puerta; entro en el cuarto sin respiración, pongo la Biblia en el escritorio, azorado pero palpitando de gozo por haberme adelantado al auxilio que me preparaban.

Me preguntarán si expongo este rasgo como un modelo que debe seguirse y como ejemplo de la alegría que exijo en esta especie de ejercicios. No; lo recuerdo como prueba de que no existe otra cosa que haga cobrar más el ánimo al que está asustado con la sombra de la noche que el oír en un aposento cercano una reunión donde se ríe y se conversa tranquilamente. Yo quisiera que en lugar de divertirse el preceptor con su alumno solo, se juntaran por las noches muchos chicos de buen humor; al principio no se les debería permitir ir separados, sino en grupos, y que ninguno se aventurase yendo solo sin estar seguro de que no se asustaría.

No hay nada más útil y agradable que semejantes juegos si son ordenados con un poco de habilidad. En una gran sala yo haría una especie de laberinto con mesas, taburetes, sillas y biombos. En las vueltas y revueltas de este laberinto colocaría, en medio de ocho o diez cajas con trampa, otra caja parecida llena de golosinas; designaría en términos claros pero precisos el sitio exacto donde está la caja buena; haría una indicación que bastase para que fuese distinguida por personas más atentas y menos atolondradas que los muchachos [23]; después de haber sorteado entre los contrincantes, los mandaría a buscar uno tras otro, hasta que encontrasen la caja buena, lo cual cuidaría yo de hacer más difícil a medida de su habilidad.

Figuraos un pequeño Hércules que llega con la caja en la mano, orgulloso de su hazaña. Pone la caja encima de la mesa y la abre con toda ceremonia. Oigo desde aquí las carcajadas y el griterío de la cuadrilla cuando, en vez de los dulces que se esperaban, se encuentran con un abejorro, un escarabajo, un carbón, una bellota, un nabo, u otra cosa así, muy bien puesta encima de una rama de helecho o de un lienzo. Otras veces, en un cuarto acabado de enjabelgar, se puede colgar muy cerca de la pared algún juguete. Apenas acabe de entrar el que la trae cuando, por poco que haya faltado a la condición puesta, el ala del sombrero, la punta del zapato, la falda o la manga del vestido manchados de blanco, nos demostrarán su poca maña. Con todo esto hay lo suficiente y hasta sobra en lo referente a juegos. Si tengo que decíroslo todo, no me sigáis leyendo.

¡Cuántas ventajas saca de noche a los demás un hombre educado de tal forma! Acostumbrados sus pies a pisar firme en las tinieblas, ejercitadas sus manos en aplicarse con facilidad a todos los cuerpos inmediatos, le conducirán sin dificultad en la más densa oscuridad. Llena su imaginación de los juegos nocturnos de su niñez, difícilmente creerá ver objetos temibles. Si cree oír carcajadas, para él serán de los niños, de sus antiguos camaradas y no de los duendes. Si se le presenta una reunión no será un aquelarre de brujas, sino el aposento de su preceptor. Como la noche le recuerda ideas alegres, para él jamás será horrorosa, y en vez de temerla la amará. ¿Se trata de una expedición militar? El estará dispuesto a cualquier hora, lo mismo si tiene que ir solo que si tiene que ir con su tropa. Entrará en el campo de Saúl, lo recorrerá todo sin extraviarse y llegará sin ser visto. ¿Es necesario robar los caballos de Reso? Dirigíos a él sin recelo. Entre hombres educados de otra forma, no es probable que encontréis un Ulises.

He visto algunas personas que asustando a los niños quieren acostumbrarles a que pierdan el miedo de noche. Este método es muy malo, ya que produce un efecto diametralmente opuesto al que se desea, y sólo sirve para que sean más medrosos. Ni la razón ni el hábito pueden serenarnos acerca de la idea de un peligro actual cuyo grado y especie no conocemos, ni sobre el temor a sorpresas que ya hemos experimentado. No obstante, ¿cómo nos podemos cerciorar de que nuestro alumno no estará nunca expuesto a semejantes azares? Me parece que el mejor consuelo que podemos darle para precaverlos es el siguiente. Yo le diría a mi Emilio: «Tú te hallas en el caso de una justa defensa, porque tu agresor no te permite que sepas si quiere hacerte daño o sólo meterte miedo, y como se ha puesto en un sitio ventajoso, ni siquiera la fuga es una solución segura para ti. Entonces, coge con decisión al que te acometa de noche, hombre o animal, nada importa; apriétale, sujétalo con toda tu fuerza; si forcejea para librarse, sacúdele, no te quedes corto en tus golpes, y diga o haga lo que quiera, no le sueltes hasta que sepas quién o qué es; es presumible que entonces comprendas que no había mucho que temer, pero ese modo de tratar a los graciosos les tiene que escarmentar».

Aunque sea el tacto entre todos nuestros sentidos el que más ejercitamos, sus deducciones, no obstante, permanecen, como he indicado ya anteriormente, más imperfectos y toscos que los otros, porque continuamente con su uso mezclamos el de la vista, y, alcanzando los ojos el objeto antes que la mano, el alma juzga casi siempre sin ella. En cambio, los juicios más seguros son los del tacto, precisamente por ser los más limitados, porque como no se extienden más allá de donde pueden alcanzar nuestras manos, ratifican el criterio de los demás sentidos, que se lanzan sobre objetos que apenas perciben, mientras que todo lo que percibe el tacto lo realiza bien. Se puede añadir que cuando se acomoda la fuerza de los músculos con la acción de los nervios, por una sensación simultánea unimos, con el juicio del temple, del tamaño y la figura, el del peso y la solidez. De esta manera, al mismo tiempo que el tacto es entre todos los sentidos el que mejor nos instruye de la impresión que en nuestro cuerpo pueden hacer los extraños, es también el que más frecuentemente nos sirve y el que más pronto nos proporciona los conocimientos necesarios para nuestra conservación.

Puesto que el tacto habituado suple la vista, ¿por qué no ha de poder suplir también el oído hasta cierto límite una vez que los sonidos excitan en los cuerpos sonoros conmociones sensibles al tacto? Al poner una mano en la caja de un violoncelo somos capaces, sin el auxilio de los ojos y de los oídos, sólo por el modo de vibrar y estremecerse la madera distinguir si el tono del instrumento es grave o agudo, si procede de la prima o del bordón. Debe ejercitarse el sentido en estas diferencias, y no dudo de que con el tiempo llegaría a ser tan sensible que se podría comprender un trozo de música por el tacto. Bajo esta hipótesis, se ve claramente con qué facilidad se podría hablar a los sordos mediante la música, porque como los tonos y los tiempos no son menos aptos para combinaciones regulares que las articulaciones y las voces, también pueden tomarse por elementos del discurso.

Hay ejercicios que embotan el sentido del tacto, haciéndolo más obtuso, y por el contrario hay otros que lo aguzan y lo hacen más exquisito y delicado. Si unimos a los primeros mucho movimiento y fuerza a la continua impresión de los cuerpos duros, le dan aspereza a la piel y le quitan el sentimiento natural; los segundos varían este mismo sentimiento con un ligero y frecuente tacto, de tal suerte que el espíritu, atento a las impresiones continuamente repetidas, adquiere facilidad para juzgar todas sus modificaciones. Es sensible esta diferencia en los instrumentos musicales: la pulsación dura y atormentada del violoncelo, del contrabajo y del mismo violín dan a los dedos más flexibilidad, pero endurece las yemas. La suave pulsación del clavicordio hace flexibles los dedos y a la vez más sensibles, por lo que es preferible.

Es conveniente que se endurezca la piel con las impresiones del aire y que pueda arrostrar sus alteraciones, porque es el que defiende el resto. Aparte esto, no quisiera que aplicando la mano con excesiva fuerza a los mismos trabajos se llegara a endurecer, ni que una vez encallecida, la piel perdiese aquel tacto exquisito que deja comprender qué cuerpos tocamos, y según la clase de contacto a veces es la causa de que, en la oscuridad, nos estremezcamos de diversos modos.

¿Por qué tiene que llevar siempre mi alumno una piel de toro como plantilla de los pies? ¿Qué mal habría en que la suya pudiera servirle de suela si fuese necesario? Se ve claramente que en este sentido la delicadeza de la piel nunca servirá de nada, y aún que muchas veces puede ser perjudicial. Cuando al despertarse los ginebrinos a medianoche en la época más rigurosa del invierno se vieron con el enemigo dentro de la ciudad, hallaron más pronto sus fusiles que sus zapatos. Si ninguno hubiese podido andar descalzo, ¿quién sabe si Ginebra habría sido tomada? Debemos reparar al hombre contra los azares imprevistos. Emilio, por la mañana y en todo tiempo, anda descalzo por el aposento, por la escalera, por el jardín; en vez de reñirle, le imitaré, y sólo evitaré que en el suelo haya cristales. Pronto hablaré de los trabajos y juegos manuales. En cuanto a los demás, que aprenda a ejecutar todos los pasos que favorezcan las evoluciones del cuerpo, a tomar en todas las posturas una actitud segura y sólida; que sepa saltar hacia delante, hacia arriba, subirse a un árbol, escalar una tapia, y que mantenga siempre el equilibrio, que todos sus movimientos y ademanes vayan ordenados por las leyes ponderales mucho antes de que la estática tenga que explicárselos. Por el modo con que apoye su pie en el suelo y descanse el cuerpo sobre la pierna, debe saber si su posición es buena o mala. Un andar seguro siempre tiene gracia y las posturas más firmes son también las más elegantes. Si yo

fuera profesor de baile, no haría las monerías de Marcelo [24], las cuales están bien para el país donde él las hace, pero en lugar de enseñar a pernear a mi alumno, le llevaría junto a un pedregal y le diría cuál es la postura necesaria, cómo debe ponerse la cabeza y el cuerpo, qué movimientos hay que hacer, de qué modo se ha de poner algunas veces el pie y otras la mano para subir con agilidad los senderos escarpados y ásperos, y lanzarse de punta a punta subiendo unas veces y bajando otras. Mejor le compararía con un gamo que con un bailarín de la ópera.

Al concentrar el tacto sus operaciones alrededor del hombre, mientras tiende la vista lejos de él, muchas veces resultan engañosas; de una sola mirada abarca el hombre la mitad de su horizonte. Con la cantidad de sensaciones simultáneas que provocan, ¿cómo se ha de equivocar en ninguna? Por lo tanto, la vista es el más defectuoso de nuestros sentidos, precisamente porque se extiende más y porque, quedándose muy atrás de los otros, son prontas ,y vastas sus operaciones para que puedan rectificarlas. Todavía hay más: las ilusiones de los otros, son prontas y vastas sus operaciones para llegar a conocer la extensión y comparar sus partes. Sin las falsas apariencias nada veríamos lejos; sin las gradaciones de luz y tamaño, no podríamos apreciar distancia alguna, o no la habría para nosotros. Si en dos árboles iguales nos pareciese el que dista cien pasos de nosotros tan alto y tan claro como el que está a diez, los creeríamos uno al lado del otro. Si distinguiésemos las dimensiones de los objetos en su medida verdadera, no veríamos espacio ninguno y nos parecería que todo estaba encima.

Para juzgar del tamaño de los objetos y de su distancia, sólo tiene el sentido de la vista una medida, la apertura del ángulo que forman en nuestros ojos, y como ésta es un efecto simple de una causa compuesta, el juicio que en nosotros provoca deja indeterminada cada causa particular, por lo que es forzosamente defectuosa. Porque, ¿cómo he de distinguir a simple vista si el ángulo bajo el cual veo un objeto más pequeño que el otro es porque el objeto es más pequeño o porque está más lejos?

Entonces, hay que seguir aquí un método contrario al anterior; doblar la sensación en vez de simplificarla, o verificarla siempre por otra, sujetar el órgano visual al táctil, y reprimir, por decirlo así, la impetuosidad del primer sentido por el paso retrasado y regulado el segundo. Porque no nos acomodamos a esta práctica son muy inexactas nuestras medidas de valuación. No tenemos exactitud en el golpe de vista para precisar las alturas, las longitudes, las profundidades y las distancias, y la prueba de que no todo es culpa del sentido como de su uso, es que los ingenieros, los agrimensores, los arquitectos, los albañiles, los pintores, generalmente tienen una visión mucho más segura que nosotros y aprecian con más exactitud las medidas de extensión, porque adquiriendo la experiencia con su oficio, que nosotros no tratamos de adquirir, rectifican el error del ángulo por las apariencias que le acompañan y determinan más exactamente la relación de las dos causas de este ángulo.

Siempre es fácil obtener de los niños todo cuanto da movimiento al cuerpo sin causarle violencia. Existen mil medios para que se interesen por medir, conocer y valorar las distancias. Allí hay un cerezo muy alto; ¿qué haremos para coger cerezas. ¿Nos servirá la escalera del pajar? Allá hay un arroyo muy ancho; ¿cómo lo atravesaremos? ¿Alcanzará a las dos orillas una de las tablas del patio? Quisiéramos pescar desde nuestra ventana en los fosos de la finca; ¿cuántas brazas ha de tener nuestro cordel? Quisiera hacer un columpio entre estos dos árboles; ¿nos bastará con una cuerda de dos metros? Me dicen que en la otra casa nuestro aposento tendrá veinticinco pies cuadrados; ¿crees que nos conviene?, ¿será mayor que éste? Tenemos mucho apetito; allí hay dos mesones; ¿a cuál llegaremos antes para comer?

Se trataba de ejercitar en correr a un niño inda lente y perezoso, el cual no le tenía inclinación a ningún otro ejercicio, aunque le destinaban al estado militar; se había persuadido no sé cómo de que un hombre de su clase nada debía hacer ni saber y que su nobleza le debía servir de brazos, de piernas, y para toda clase de méritos. Casi ni la habilidad del mismo Chirón hubiera sido suficiente para hacer de ese niño un Aquiles de pies ligeros. La dificultad aumentaba por que yo no quería mandarle nada absolutamente, habiendo desterrado de mis derechos las exhortaciones, las promesas, las amenazas, la emulación y el deseo de lucirse. ¿Cómo había de actuar para inspirar en el niño el deseo de correr sin decirle nada? Correr yo habría sido un medio poco seguro y expuesto a inconvenientes; se trataba también de sacar de este ejercicio algún motivo de instrucción para él, a fin de que las operaciones del cuerpo y del juicio siempre estuvieran acordes. Resolví, pues, hacer lo siguiente: Cuando iba con él a paseo por las tardes, algunas veces llevaba en mi bolsillo dos pasteles de una clase que a él le gustaban mucho; nos comíamos cada uno el suyo durante el paseo [25], y nos volvíamos muy satisfechos. Un día vio que yo llevaba tres pasteles; el solo habría podido comerse seis sin esfuerzo; se comió en seguida el suyo y me pidió el tercero. «No -le respondí-; yo también me lo comería a gusto, o nos lo partiríamos, pero prefiero que se lo coma el que más corra de aquellos muchachos que están allí.» Les llamé, les enseñé el pastel y les di 'e mi condición; no deseaban otra cosa. Puse el paste sobre una roca, conviniendo que era la meta. Indiqué cuál era la carrera, y fuimos a sentarnos; al dar la señal, arrancaron los muchachos; el vencedor cogió el bollo y se lo comió en presencia de los espectadores y del vencido.

Esta diversión valía más que el pastel, pero no prendió al principio ni surtió efecto alguno. No me cansé ni me di prisa, pues la educación de los niños es un oficio en que hay que saber desperdiciar tiempo para ganarlo. Continuamos nuestros paseos; unas veces tomábamos tres pasteles,, otras cuatro, y de cuando en cuando había uno o dos para los corredores. Si no era muy grande el premio, tampoco los contendientes eran ambiciosos; el que lo ganaba era elogiado, felicitado, todo se hacía con entusiasmo. Para dar motivo a las evoluciones y aumentar el interés, señalaba una carrera más larga y admitía a muchos competidores. Apenas entraban en liza, todos los que pasaban formaban corro para verlos, animándoles con aclamaciones, gritos y palmadas; alguna vez vi a mi hombrecito que estaba dando saltos en su asiento, levantarse y gritar cuando uno iba a alcanzar o dejar atrás a otro; para él eran los juegos olímpicos.

No obstante, los corredores acostumbraban a valerse de tretas; unos detenían a otros o bien se echaban al suelo, o tiraban piedras al pasar uno a otro. Esto me obligó a separarlos y que salieran de puntos diferentes, aunque igualmente distantes de la meta; pronto se verá el motivo de esta previsión, porque debo tener en cuenta los detalles de este importante asunto.

Cansado de ver que los demás siempre se comían los pasteles que tanto le gustaban, llegó a imaginar que el correr podía serle útil para algo, y viendo que también él tenía dos piernas, empezó a hacer pruebas a solas. Yo me guardé de darle a entender que lo sabía, pero vi que había logrado mi propósito con mi estratagema. Cuando consideró que ya era poseedor de la fuerza suficiente, y yo lo comprendí antes que él, empezó a importunarme para que le diera el pastel que quedaba; yo se lo niego, él porfía, y con gesto despechado me dice: «Está bien; póngalo usted sobre la roca, señale el campo y ya lo veremos». «Vaya -dije sonriendo-; ¿un caballero tiene necesidad de saber correr? Tendrás más apetito y no tendrás nada que comer.» Picado con mi burla, se esforzó tanto que fue él quien ganó el premio, aunque la verdad es que yo había señalado una carrera corta y tuve la precaución de no admitir al que más corría. Ya dado este primer paso, se comprende fácilmente que no me resultó muy difícil continuar. Pronto tomó tanta afición a este ejercicio que, sin el objetivo de alcanzar ningún premio, casi estaba seguro de vencer a los otros, aunque el trecho que había que recorrer fuese muy largo.

Una vez alcanzada esta ventaja, dio por resultado otra en la cual yo no había pensado. Cuando eran pocas las veces que ganaba el premio, casi siempre se lo comía él solo, lo mismo que hacían sus contrincantes, mas cuando ya estuvo acostumbrado a la victoria, se hizo generoso y muchas veces se lo partía con los vencidos. Esto me obligó a verificar una observación moral, y me enseñó cuál fue el verdadero principio de la generosidad.

Continué marcando en distintos sitios el punto desde donde cada uno debía comenzar a un mismo tiempo su carrera, y sin que él pensara en ello, hice desiguales las distancias, de tal manera que como tenía cada uno más camino que correr que el otro para llegar a la misma meta, se producía un agravio completamente visible para todos, pero, aunque dejaba a mi discípulo e escogiese, no sabía aprovecharse de esta ventaja importarle la distancia, siempre escogía el camino más llano, pero como yo preveía fácilmente su elección, casi era yo el árbitro de hacer que perdiera o ganara el premio, y esto lo hacía para lograr más de un fin. Pero como mi intención era que advirtiese la diferencia, hacía lo posible para que él la notara, y aunque era indolente cuando estaba sosegado, era tan arrebatado en sus juegos y tan confiado, que me costó un trabajo indecible lograr que se diera cuenta de que yo no jugaba limpio. Cuando al fin lo conseguí, a pesar de su atolondramiento, se quejó de mi actuación. Entonces yo le dije: «¿Qué quejas son ésas? Es un regalo que quiero hacer, ¿no soy o el dueño de poner las condiciones? ¿Quién te mana que corras? ¿Te he prometido señalar distancias iguales? ¿No eres libre de escoger? Escoge la más corta, puesto que nadie te lo prohíbe. ¿No te das cuenta de que tú eres el privilegiado y que esa desigualdad de que te quejas es en beneficio tuyo si sabes sacar partido de ella?» Esto era claro, y lo comprendió, y para escoger se vio obligado a examinarlo con más atención. Primero quiso contar los pasos, pero la medida de los pasos de un niño es defectuosa y lenta, y por otra parte yo empecé a aumentarlas carreras en un mismo día, y convertida ya la afición en una especie de pasión, sentía perder el tiempo en medir las distancias que había que recorrer. La vivacidad de la infancia es rebelde a las dilaciones, y lo que hizo, sin advertirlo él mismo, fue habituarse a ver mejor y a comprender las distancias. Entonces ya me costó muy poco mantenerle la afición y fomentarla. Por último, en pocos meses de pruebas y de errores corregidos, el compás visual se formó de tal modo que cuando yo le ponía un pastel en un sitio algo lejos, su ojeada era casi tan segura como la cadena de un agrimensor.

Como entre los sentidos el de la vista es uno cuyos juicios menos pueden separarse del alma, para aprender a ver es necesario comparar durante mucho tiempo la vista con el tacto, a fin de acostumbrar al primero de estos sentidos a que nos dé cuenta fiel de las formas y las distancias, pues sin el tacto y sin el movimiento progresivo, los ojos más perspicaces no podrían darnos ninguna idea de la extensión. Para una ostra el universo entero no debe de ser más que un punto, y no le parecería otra cosa aunque la animase un espíritu humano. Sólo a fuerza de andar, palpar, numerar y medir las dimensiones, aprendemos a valuarlas, pero si midiésemos siempre descansando el sentido en el instrumento, nunca se afinaría. Tampoco es necesario que repentinamente pase un niño desde la medida a la valuación; primero es necesario que comparando por partes lo que en un todo no puede comparar, a partes alícuotas exactas sustituya a las alícuotas por valuación, y en vez de aplicar la medida con la mano, se vaya acostumbrando a aplicarla únicamente con la vista. No obstante, quisiera yo que verificara sus primeras operaciones con medidas reales, con el fin de que enmendase sus errores, o si en el sentido le restase alguna falsa apariencia, aprendiese a rectificarla con más certero juicio. Hay medidas naturales que son casi las mismas en todas partes; los pasos de un hombre, el alcance de sus brazos, su estatura, etc. Cuando un niño valúa la altura de un piso puede servirle de metro su ayo; si quiere apreciar la altura de una torre, la compara con las casas; si quiere saber las leguas de distancia, que cuente las horas de camino y, sobre todo, nosotros no debemos realizar nada de esto por él, sino que debe actuar por si mismo.

No podría emitirse un juicio exacto acerca de la extensión y el tamaño de los cuerpos sin aprender al mismo tiempo a conocer sus figuras, y aun a imitarlas, porque en realidad esta imitación depende absolutamente de las leyes de la perspectiva, y no es posible valorar la extensión por las apariencias, sin alguna noción de estas leyes. Los niños, que son unos grandes imitadores, intentan dibujar, y yo quisiera que el mío cultivara este arte, no precisamente por el arte en sí, sino para que le diera actividad a la vista y elasticidad a la mano, pues generalmente importa muy poco que domine cualquier ejercicio, con tal que adquiera la perspicacia del sentido y el hábito que necesita el cuerpo. Me guardaré de ofrecerle un maestro de dibujo que sólo le dé imitaciones para que las copie, y que dibuje los dibujos de otro; quiero que no tenga otro maestro que la naturaleza, ni otro modelo que los objetos; que tenga presente el original y no el papel que lo representa; que copie una casa de una casa, un árbol de un árbol, un hombre de un hombre, para que se acostumbre a observar bien los cuerpos y sus apariencias, y no creer que las mentiras y las imitaciones convencionales son imitaciones verdaderas. También trataré de convencerle de que no debe trazar esbozos de memoria, sin tener delante los objetos, hasta que a fuerza de observaciones se imprima bien en su imaginación la forma exacta de ellos, pues podría alterar el conocimiento de las proporciones y la afición a las bellezas naturales, sustituyendo la verdad de las cosas con figuras extravagantes y ridículas.

Me doy cuenta de que actuando de este modo pintarrajeará antes de hacer nada que represente algo, de que tardará mucho en dominar la elegancia de los contornos y el ágil trazo de los dibujantes, y que tal vez nunca percibirá los efectos pintorescos y el gusto depurado del dibujo, pero, en cambio, su golpe de vista será más justo, la mano más firme, un mejor conocimiento de las verdaderas relaciones de tamaño y los cuerpos naturales que median entre los animales, las plantas y la perspectiva. Esto es lo que yo pretendo conseguir, siendo mi deseo que sepa imitar menos y que logre el conocimiento de los objetos; quiero que sea capaz de hacerme ver una hoja de acanto y que dibuje bien el follaje de un capitel.

Por lo demás, tanto en este como en los otros ejercicios, no pretendo que se divierta mi alumno solo; con el fin de que le sea más grato, competiré con él de un modo continuo. No quiero que tenga otro competidor que yo, pero lo seré sin riesgo; esto hará que sean interesantes nuestras tareas, sin que haya celos entre los dos. Tomaré el lápiz, siguiendo su ejemplo, y lo usaré al principio con tan poco acierto como él. Aun que fuese un Apeles, yo me convertiré en un pintamonas. Empezaré dibujando un hombre como los que dibujan los muchachos en la pared; una barra cada brazo, otra cada pierna, y los dedos más gruesos que los brazos. Después de algún tiempo, el uno o el otro notaremos la desproporción; observaremos que la pierna tiene un grosor, pero que varía de arriba abajo; que el brazo tiene una longitud determinada con relación al cuerpo... En cuanto a los adelantos serán iguales a los suyos, o me adelantaré tan poco que siempre le será fácil alcanzarme, y algunas veces dejarme atrás. Nos procuraremos colores y pinceles y haremos lo posible para imitar el colorido de los objetos, su apariencia y su figura; iluminaremos, pintaremos y embadurnaremos, pero en todos nuestros garabatos nunca dejaremos de estar al acecho de la naturaleza, ni haremos nada que no sea en presencia del maestro.

No hallábamos adornos para nuestro aposento, y ya los tenemos. Coloco marcos en nuestros dibujos, con cristales para que nadie los toque, y viendo que permanecen en el estado en que los dejamos, que cada uno tenga interés en conservar y no descuidar los suyos. Los coloco por orden alrededor del cuarto; cada dibujo repetido veinte o treinta veces y demostrando cada ejemplar los adelantos del autor, desde el punto de que la casa no es más que un cuadro casi uniforme hasta aquel en que están representados con fidelidad su fachada, su perfil, sus proporciones y sus sombras. Estas gradaciones tienen que ofrecernos cuadros interesantes para nosotros, curiosos para los demás y avivar continuamente nuestra emulación. A los primeros, a los dibujos más toscos, les pongo marcos brillantes y dorados con el fin de darles mayor realce, pero cuando ya es más exacta la imitación y realmente bueno el dibujo, no le pongo más que un marco negro muy sencillo, ya que no precisa de otro adorno que el propio, y sería una lástima que el ribete absorbiera la atención que merece el objeto. De esta forma cada uno de nosotros anhela ser merecedor de la honra del marco sencillo, y cuando uno quiera despreciar el dibujo del otro, le condenará el marco dorado. Algún día tal vez serán proverbiales entre nosotros estos marcos dorados, y quedaremos asombrados de que haya tantos que se hagan justicia haciéndoselos poner.

Yo he dicho que la geometría no está al alcance de los niños, pero es culpa nuestra. No sabemos comprender que nuestro método no es el suyo, y que lo que para nosotros es el arte de discurrir, para ellos es el de ver. En vez de darles nuestro método, sería mejor que tomásemos el suyo, puesto que nuestro modo de aprender la geometría es un asunto de imaginación tanto como de raciocinio. Cuando la proposición está expuesta, es imprescindible imaginar la demostración, esto es, encontrar de qué proposición ya sabida debe ser consecuencia, y entre todas las que se pueden sacar de la misma, escoger precisamente aquélla de la cual se trata.

De este modo, el razonador más competente, como no se trate de un inventor, se quedará parado. ¿Pero qué sucede? Que en vez de hacer que hallemos la demostración, nos la dicta; que en vez de enseñarnos a enjuiciar es el maestro quien enjuicia por nosotros y sólo se e ejercita nuestra memoria.

Naced figuras exactas, combinadlas, ponedlas una encima de otra, y examinad sus relaciones; hallaréis la geometría elemental yendo de observación en observación, sin que se trate de definiciones, ni de problemas, ni de ninguna otra forma demostrativa, como no sea la simple superposición. Por mi parte, no pretendo enseñar la geometría a Emilio; debe ser él quien me la enseñe a mí; yo indicaré las relaciones y él las hallará, porque lo haré de tal forma que conseguiré que las halle. Por ejemplo, en lugar de servirme de un compás para trazar un círculo, lo trazaré con un clavito en el extremo de un hilo que gire sobre un eje. Luego, cuando yo quiera comparar unos radios con otros, Emilio se burlará de mí, y me hará ver que tendido siempre el mismo hilo no se pueden trazar distancias desiguales.

Si quiero medir un ángulo de sesenta grados, describo, desde el vértice de este ángulo, no un arco, sino un círculo entero, porque con los niños no se debe suplir nada. Encuentro que la porción del círculo comprendido entre los dos lados del ángulo es la sexta parte del círculo. Después, desde el mismo vértice, describo otro círculo mayor, y me encuentro con que también este segundo arco es la sexta parte de su círculo. Describo un tercer círculo concéntrico, con el cual repito la misma prueba, y la continúo con nuevos círculos, hasta que Emilio, asombrado de mi estupidez, me advierta que cada arco, grande o pequeño, comprendido en el mismo ángulo, ha de ser siempre la sexta parte de su círculo. Muy pronto llegaremos al uso del semicírculo graduado.

Con el fin de comprobar que los ángulos formados por dos oblicuas son iguales a dos rectos, se describe un círculo, y yo haré que Emilio note primero esto en el círculo, y le digo luego: «Si quitásemos el círculo y dejásemos las líneas rectas, ¿cambiarían de tamaño los ángulos?

Se descuida la exactitud de las figuras; se supone y se aplican a la demostración. Entre nosotros, por el contrario, jamás se tratará de demostración; nuestro más importante asunto será trazar un cuadrado muy perfecto y un círculo muy redondo. Para comprobar la exactitud de la figura, la examinaremos por todas sus propiedades sensibles, y esto nos dará motivo para descubrir cada día otras nuevas. Doblaremos por el diámetro los dos semicírculos, y por la diagonal las dos mitades del cuadrado; compararemos nuestras dos figuras, para ver aquella cuyos lados se adaptan con más exactitud, y por consiguiente está mejor hecha; deberemos discutir si debe existir siempre esta igualdad de partición en los paralelogramos, los trapecios... Alguna vez realizaremos la prueba de adivinar el resultado de la experiencia antes de ejecutarla, y procuraremos encontrar sus razones.

Para mi alumno la geometría no es otra cosa que el arte de usar bien la regla y el compás sin que la confunda con el dibujo, en el que jamás empleará ninguno de estos instrumentos. Se encerrarán balo llave la regla y el compás, y muy pocas veces permitiré que haga uso de ellos si no es por muy poco tiempo, para que no se acostumbre a embadurnar el papel, pero podremos llevar algunas veces nuestras figuras al ir de paseo, y hablaremos sobre lo que hayamos hecho o pretendamos hacer.

Nunca olvidaré el haber conocido en Turín a un joven que de niño le enseñaron las relaciones de los contornos y las superficies, dándole a escoger todos los días obleas isoperímetras de todas las figuras geométricas. El pequeño goloso había apurado el arte de Arquímedes con el fin de hallar la que más le convenía comer.

Cuando un niño juega al volante, ejercita la vista y el brazo; cuando pega con la correa a una peonza, aumenta su fuerza sirviéndose de ella, pero nada aprende. Algunas veces he preguntado por qué no ejercitaban a los niños en los juegos de destreza de los hombres: la pala, el mallo, el billar, el arco, la pelota, los instrumentos de música, y me han contestado que de estos juegos algunos excedían sus fuerzas, y que para los demás aún no estaban bastante formados sus miembros. No me parecen fundadas estas razones; aunque no tenga un niño la estatura de un hombre, viste exactamente como él. Con esto no quiero decir que juegue con las mismas bolas que nosotros en un billar de tres pies de alto, que juegue partidas de pelota, ni que pongan en sus delicadas manos una pala, sino que juegue en una sala cuyas vidrieras se protejan con rejas, que al principio se sirva de pelotas blandas, que sus primeras palas sean de madera, luego de piel y por último de cuerda de vihuela; que sean más tirantes según vaya progresando. Dais preferencia al volante porque cansa menos y carece de peligro, pero hacéis mal por dos motivos: El volante es un juego de mujeres, y todas huyen de una pelota en movimiento, pues su delicada piel no debe exponerse a las contusiones a que expondría su rostro. Pero nosotros, destinados a ser vigorosos, ¿tenemos la pretensión de serlo sin trabajo? ¿De qué defensa seremos capaces si no se nos acomete nunca? Siempre se juegan de una forma descuidada los juegos en que no se corre peligro, pero nada desentumece tanto los brazos como la necesidad de cubrirse la cabeza, ni agudiza tanto la vista como tener que protegerse los ojos. Lanzarse de una punta de la sala a otra, calcular el bote de una pelota cuando está en el aire, devolverla con mano segura y vigorosa...; estos juegos tan convenientes al hombre todavía le sirven más para formarle.

Dicen que las fibras de un niño son muy débiles. Son menos resistentes, pero más flexibles; su brazo es débil, pero es un brazo y, guardando la proporción, debe hacerse con él todo lo que se hace con otra máquina parecida. Los niños no tienen en las manos ninguna destreza, y por eso yo quiero que la adquieran; un hombre que no tuviera más práctica que ellos, tampoco la tendría; nosotros no podremos comprender el uso de nuestros órganos hasta después de haberlos empleado. Sólo con una larga experiencia aprenderemos a sacar partido de nosotros mismos, y esta experiencia es el verdadero estudio, al que no podemos aplicarnos demasiado pronto.

Todo lo que se hace es hacedero. Entonces, no hay nada más común que ver niños diestros y desenvueltos, con los miembros tan ágiles como los de un hombre. En casi todas las ferias los vemos que realizan equilibrios, que andan sobre las manos, que saltan y bailan en la cuerda. ¿Durante cuántos años las compañías de niños han atraído con sus bailes espectadores a la Comedia italiana? ¿Quién no ha oído hablar en Italia y en Alemania de la compañía de pantomima del célebre Nicolini? ¿Ha observado alguien en estos niños movimientos menos desenvueltos, actitudes menos graciosas, oído menos fino, danza menos ligera que los danzarines formados por completo? Aunque tengan abultados, cortos y poco flexibles los dedos y las manos, y poco capaces de empuñar nada, ¿quita eso que muchos niños no sepan escribir y dibujar a la edad que otros no saben todavía sostener el lápiz o la pluma? Todo París se acuerda aún de la pequeña inglesita que teniendo solamente diez años hacía prodigios con el clavecín [26]. He visto en casa de un magistrado a su hijo, niño de ocho años, que se subía a la mesa después de los postres, como una estatua en su pedestal, y tocar un violón casi tan grande como él, asombrando por su ejecución a los mismos artistas.

Todos estos ejemplos y otros cien mil prueban, me parece, que la ineptitud que se supone a los niños para que hagan nuestros ejercicios es imaginaria, y si no los practican es porque no se les ha enseñado.

5e me dirá que yo caigo aquí, con relación al cuerpo, en el defecto del cultivo prematuro que condeno en los niños con relación al espíritu. La diferencia es muy grande, porque uno de estos progresos es sólo aparente y el otro es real. He probado que el espíritu o el entendimiento que parecen tener, no lo tienen, pero hacen, mejor o peor, lo que ellos se proponen hacer. Por otra parte, se debe pensar siempre que todo esto no es o no debe ser más que un juego, dirección fácil y voluntaria de los movimientos que la naturaleza le pide, variar sus entretenimientos para que les sean más agradables, sin que el más pequeño contratiempo los convierta en trabajo, porque, ¿en qué se distraerán que no puedan convertirlo en un objeto de instrucción para ellos? Y cuando no se pueda conseguir que se diviertan sin inconveniente y que el tiempo pase, su progreso en cualquier cosa no importa de momento, pues de vez en cuando es preciso aprender necesariamente una cosa, Y hágase lo que se haga, nunca es posible conseguirlo sin contrariedad, sin desgana y sin aburrirse.

Lo que ya he expuesto sobre los dos sentidos cuyo uso es más continuo e importante, puede servir de ejemplo para el modo de ejercitar los otros. Lo mismo se aplican la vista y el tacto a los cuerpos quietos que a los que se mueven, pero como únicamente la ondulación del aire puede mover el sentido del oído, sólo los cuerpos en movimiento hacen ruido o suenan, y si todo estuviese quieto nunca oiríamos nada. De noche, pues, cuando nos movemos si nos place, no debemos temer otros cuerpos que los que se mueven, y nos importa aguzar el oído para juzgar por la sensación que éste nos transmite, si el cuerpo que la causa es grande o pequeño, si está cerca o lejos y si es débil o fuerte su pulsación. Las sacudidas del aire están sujetas a repercusiones que lo reflejan, que repiten la sensación con sus ecos y hacen que se oiga el cuerpo ruidoso o sonoro en otro sitio de donde se encuentra. Si aplicamos el oído al suelo en un llano o en un valle, oímos las voces de los hombres o las pisadas de los caballos desde mucho más lejos que cuando estamos en pie.

Del mismo modo que hemos comparado la vista con el tacto, será bueno comparar la vista con el oído, y saber cuál de las dos impresiones llegará antes a su órgano. Cuando uno percibe el fogonazo de un cañón, todavía está a tiempo de protegerse del tiro, pero así que oye el ruido ya no tiene tiempo, pues la bala está encima. Podemos juzgar la distancia a que se encuentra una tempestad por el tiempo que media entre el relámpago y el trueno. Procurad que el niño conozca todas estas experiencias, que realice las que están a su alcance y que las demás las halle por inducción, pero si hay que decírselas, prefiero cien veces que las ignore.

Poseemos un órgano que corresponde al oído, el de la voz, pero carecemos de uno que corresponda a la vista, ni repetimos los colores como los sonidos. Otro medio para cultivar el primer sentido es ejercitar el órgano activo y el pasivo, uno y otro.

El hombre está dotado de tres clases de voz, a saber, la voz hablada o articulada, la voz cantada o melodiosa y la voz patética o acentuada, que es el lenguaje de las pasiones y el que anima el canto y la palabra. El niño posee estas tres clases de voz como el hombre, pero no las sabe mezclar entre sí; él, como nosotros, ríe, chilla, se lamenta, gime, pero no sabe amalgamar estas inflexiones con las otras dos voces. Una música perfecta es la que mejor reúne las tres voces. Los niños son incapaces de esta música y su canto nunca tiene alma. Del mismo modo, en la voz hablada su idioma no tiene acento; gritan pero no acentúan, y así como en sus razonamientos hay poco acento, hay poca energía en su voz. Nuestro alumno tendrá el habla todavía más simple y más sencilla, porque las pasiones no se han despertado y no se mezclará el lenguaje de ellas con el suyo. No le queráis que aprenda papeles de tragedia y de comedia, ni enseñarle, como dicen, a declamar. El tendrá sobrado juicio para comprender que es imposible dar tono a cosas que no puede entender y expresión a efectos que nunca experimentó.

Enseñadle a hablar lisa y llanamente, a que articule bien, a pronunciar exactamente sin afectación, a conocer y a seguir el acento gramatical y la fonética, a dar siempre el tono de voz para que se le entienda, pero no a dar más de lo que sea preciso, defecto común en los niños educados en los colegios; en ningún caso debe haber nada superfluo.

Igualmente en el canto que su voz sea justa, igual, flexible, sonora; su oído sensible a la medida y a la armonía, pero nada más. La música imitativa y teatral no es para su edad; no querría que cantase m palabras, y si quisiera cantar procuraría componer canciones adecuadas a su edad y tan sencillas como sus ideas.

Se comprende que no me doy tan poca prisa en que aprenda a leer lo escrito, menos me la daré a enseñarle a leer música. Desviemos de su cerebro toda atención pesada y no nos precipitemos para fijar su entendimiento sobre signos de convención. Confieso que esto presenta alguna dificultad aparente, porque aunque a primera vista parezca que no es más necesario conocer alas notas para saber cantar, que conocer las letras para saber hablar, hay, sin embargo, la diferencia de que cuando cantamos no enunciamos sino las ajenas, y para enunciarlas preciso es que sepamos leerlas.

Pero, primeramente, en lugar de leerlas puede oírlas, y un canto se expresa con más precisión al oído que a los ojos. Además, para saber bien la música, no basta repetirla; es necesario componerla, lo uno se ha de aprender con lo otro, sin lo cual nunca se sabe bien. Ejercitad a vuestro pequeño músico a que primero haga frases regulares y muy cadenciosas, a que luego las ligue entre sí con una modulación muy sencilla, y finamente a que note sus distintas relaciones como una puntuación correcta, lo cual se hace con una buena elección de cadencias y pausas. Sobre todo, nunca un canto extravagante, patético, ni expresivo; siempre melodía cantable y sencilla, que derive de las cuerdas esenciales del tono y que de tal manera marque el bajo, que la sienta y la acompañe el niño sin dificultad, porque para formarse el oído y la voz no se debe cantar más que con el clavecín.

Para señalar mejor los sonidos, los articulamos cuando pronunciamos, y de aquí se deriva el uso de solfear con ciertas sílabas. Para distinguir los grados hay que dar nombres a estos grados y a sus diferentes términos fijos, de donde proceden los nombres de los intervalos e igualmente las letras del alfabeto con que se señalan las teclas del piano, y las notas de la escala «C» y «A» designan sonidos fijos, invariables, que siempre dan las mismas teclas. Otra cosa son «Ut» y «La». «Ut» es constantemente la tónica de un modo mayor o la mediante de un modo menor; «La» es constantemente la tónica de un modo menor o la sexta nota de un modo mayor. Así las notas señalan los términos inmutables de las relaciones de nuestro sistema musical, y las sílabas señalan los términos homólogos de las relaciones semejantes en diversos tonos; las letras indican las teclas y las sílabas los grados del modo. Los músicos franceses han embrollado de extraña manera estas distinciones confundiendo el sentido de las sílabas con el de las letras, y doblando inútilmente los signos de las teclas, sin haber dejado ninguno para expresar las cuerdas de los tonos, de forma que para ellos «Ut» y «C» son siempre la misma cosa, y no es tal ni debe ser, porque, entonces, ¿para qué sirve «C»? Por eso, su modo de solfear es excesivamente difícil, sin que sea provechoso para nada y sin dar ninguna idea clara al entendimiento, pues por este método las dos sílabas «Ut» y «Mi», por ejemplo, también pueden significar una tercera mayor, menor, superflua o defectuosa. ¿Por qué extraña fatalidad en el país donde se escriben los mejores libros sobre música se la aprende más difícilmente?

Debemos seguir con nuestro alumno una práctica más sencilla y clara, que no haya para él más de dos formas, cuyas relaciones sean siempre las mismas y siempre indicadas con las mismas sílabas. Cuando cante o toque un instrumento, debe saber establecer su modo en cada uno de los doce tonos que pueden servir de base, y tanto si modula en «C», en «D», en «G», etc., que sea siempre el final «Ut» o «La», según el modo. Obrando de esta manera siempre os entenderá; las relaciones esenciales de la manera de ajustarse cuando cante o toque, las tendrá siempre presentes, su ejecución será más limpia y más rápidos sus progresos. Nada tan fuera de lugar como lo que llaman los franceses solfeo natural, lo cual significa que las ideas propias son desviadas, sustituidas por otras que no hacen más que desorientar al alumno. La forma más natural consiste en solfear por transposición, cuando el modo está transportado. Pero tenemos sobrada música; se la podéis enseñar como mejor os plazca con tal de que no sea otra cosa que un simple pasatiempo.

Ya tenemos conocimiento del estado de los cuerpos extraños con relación al nuestro, de su peso, figura, solidez, tamaño, distancia, temple, quietud y movimiento. También sabemos cuáles son los que nos conviene acercar o desviar lo que hemos de realizar con el fin de vencer su resistencia, o bien oponerles una que nos guarde de lo que nos perjudique, pero no es suficiente con todo esto; nuestro cuerpo se agota continuamente y necesita una continua renovación. Aunque poseamos la facultad de transformar los cuerpos en nuestra propia sustancia, no es indiferente la elección, ya que no todo es alimento para el hombre, y entre las sustancias que pueden serlo, no le convienen todas por igual, pues debe tenerse en cuenta la constitución de su especie, el clima en que vive, su temperamento particular y el régimen de vida que le señala su estado.

Moriríamos de hambre o por envenenamiento si para escoger los alimentos que necesitamos tuviésemos que esperar a que nos enseñase la experiencia el modo de conocerlos y de elegirlos, pero la bondad suprema, que del deleite de los seres sensibles hizo el instrumento de su conservación, nos avisa de cuanto es conveniente a nuestro estómago mediante la sensación agradable a nuestro paladar. De una forma natural, para el hombre no existe nada más seguro que su propio apetito, y observándolo en su estado primitivo no vacila en afirmar que los alimentos que más agradables le parecen sean también los más convenientes a su salud.

Pero aún hay más. El autor de todas las cosas no solamente proveyó las necesidades que nos dio, sino también las que nos buscamos nosotros mismos, y para que siempre vayan juntos el deseo y la necesidad, hace que nuestros gustos se modifiquen y se alteren según nuestro modo de vivir. Cuanto más nos alejamos del estado de la naturaleza, con mayor gradación perdemos nuestros gustos naturales, o dicho de otra forma, el hábito forma en nosotros una segunda naturaleza, con la cual sustituimos de una forma totalmente completa a la primera.

De esto que hemos expuesto se deduce que los gustos más naturales deben ser también los más sencillos, debido a que son los que con mayor facilidad se transforman, mientras que agitándose y complicándose, gracias a nuestros caprichos, toman ya una forma invariable. El hombre que todavía no es de ningún país, se apropiará sin ninguna dificultad las costumbres del país al que vaya, pero el de un determinado país no se habituará a las de otro.

En todos los sentidos esto me parece exacto, y aún más cuando se aplica al sentido del gusto. La leche es nuestro primer alimento, y sólo de una forma gradual nos vamos acostumbrando a los sabores fuertes, pero al principio nos repugnan. Frutas, legumbres, hierbas y algunas carnes asadas sin condimento y sin sal eran los banquetes de los hombres primitivos [27]; la primera vez que un salvaje bebe vino, hace una mueca y lo echa, y hasta entre nosotros, el que ha vivido hasta los veinte años sin probar alcoholes fuertes, es incapaz después de acostumbrarse a ellos; seríamos todos abstemios si no nos hubieran dado vino en nuestros primeros años. Por último, cuanto más sencillos son nuestros gustos mayor universalidad alcanzan, y lo que más repugnancia suele ocasionar son los manjares compuestos. ¿Hemos visto que a alguien le repugnen el agua y el pan? Esta es la norma de la naturaleza, y también será la nuestra. Hagamos que el niño conserve lo más posible su primitivo gusto, que su alimento sea sencillo y común, y que su paladar sólo se familiarice con sabores poco fuertes, sin caer en un gusto exclusivo.

No examino aquí si un modo de vivir es más o menos sano que otro, porque no lo considero bajo este aspecto. Me es suficiente, para preferirlo, el que está más de conformidad con la naturaleza, y el que con mayor facilidad puede ajustarse a otro cualquiera. Los que sostienen que se debe acostumbrar a los niños al alimento que les será propio cuando sean hombres, me parece que piensan mal. ¿Por qué causa debe ser el mismo alimento siendo tan distinto el método de vida? A un hombre extenuado por el trabajo, los cuidados y las penas, le son indispensables unos alimentos que le repongan; un niño que viene de jugar, y cuyo cuerpo en la época del crecimiento, necesita una alimentación abundante que le suministre muchas vitaminas. Por otra parte, el hombre tiene estado, empleo y domicilio, ¿pero quién puede estar seguro de la suerte que le espera a un niño? No le debemos dar ninguna forma tan determinada que para cambiarla tenga que hacer un gran esfuerzo. No hagamos que pueda morirse de hambre en otro país, si no lleva un cocinero francés, ni que diga un día que sólo en Francia saben comer. ¡Vaya elogio! Yo diría lo contrario de los franceses, que no saben comer, porque para que les plazcan los alimento, necesitan un arte muy especial para que sean gustosos.

Entre nuestras varias sensaciones, la del gusto es la que generalmente nos impresiona más, y por eso juzgamos con mayor interés y acierto sobre las sustancias que deben convertirse en parte de la nuestra, que las que no hacen más que acercársele. Existen mil cosas para el tacto, para el oído y para la vista, pero casi nada es distinto para el gusto.

Por otra parte, la actividad de este sentido es física y material; es el único que nada le dice a la imaginación, o por lo menos aquel en cuyas sensaciones tiene menos parte, mientras que la imaginación y la imitación mezclan frecuentemente lo moral con la impresión de los demás. Por esta causa, generalmente los corazones tiernos y voluptuosos, así como los caracteres afectuosos y verdaderamente sensibles, son agitados fácilmente por los otros sentidos, en tanto que el sentido del gusto no los conmueve. Por esta causa parece que el sentido del gusto es inferior a los demás, y la inclinación que nos entrega a él más despreciable, por lo que yo deduzco que el medio que más conviene para gobernar a los niños es el de tentarles por la boca. El impulso de la gula tiene preferencia al de la vanidad, puesto que la gula es un apetito de la naturaleza, que pende inmediatamente del sentido, y la vanidad es obra de la opinión, sujeta al capricho de los hombres y a todo género de abusos. La gula es la pasión de la infancia, pero no resiste a ninguna otra, y a la menor rivalidad desaparece. Creedme; demasiado pronto dejará el niño de pensar en lo que coma, y si tiene su corazón lleno, no le pedirá mucho el paladar. Una vez llegado a hombre, una infinidad de afectos impetuosos reducirán la gula y no harán más que excitar la vanidad, porque esta pasión sola se aprovecha de las demás, y al fin acaba con ellas. Algunas veces he observado a las personas que hacían mucho caso de los buenos bocados, y en cuanto se despertaban ya pensaban en lo que debían comer aquel día, y describían con más puntualidad un banquete que Polibio una batalla. Y he observado que todos estos pretendidos hombres eran niños de cuarenta años sin vigor ni consistencia; fruges connumere nati. La gula es el vicio de los corazones que no tienen sustancia. El alma de un glotón está en su paladar; sólo nació para comer; en su estúpida incapacidad, únicamente en la mesa se siente a gusto y no entiende más que de platos. Dejémosle sin envidia alguna esa afición, pues más le vale esa que otra, lo, mismo para nosotros que para él.

El temor a que arraigue la gula en un niño que sea capaz de algo, es una precaución de un entendimiento de pocos alcances. La infancia solamente piensa en lo que come; los adolescentes ya no se ocupan de eso, pues para ellos todo es bueno y otras atenciones les absorben. Sin embargo, yo no quisiera que hiciéramos un imprudente uso de un tan mezquino resorte, y que como recompensa por una buena acción le premiásemos con un buen plato. Mas ya que en la infancia todo debe consistir en juegos y alegres pasatiempos, no veo por qué causa los ejercicios puramente corporales no se les pueda recompensar con algo material y sensible. Si un niño mallorquín, viendo una cesta colgada de un árbol, la echa abajo con la honda, ¿no es justo que se aproveche y repare con un buen almuerzo la fuerza que ha gastado en conseguirla? [28]. Si un niño espartano, arrostrando el peligro de cien azotes, se mete con astucia en una cocina, roba una vulpeja viva, se la lleva envuelta en la ropa, y arañado, mordido, sangrando, y por no sufrir la vergüenza de que le cojan, se deja despedazar las entrañas sin parpadear, sin gemir, ?no es justo que al fin se aproveche de su presa y que se la coma después que ella se le ha comido? Jamás debe servir de recompensa una buena comida, pero ¿por qué no ha de serlo alguna vez del esfuerzo que por ganarla ha hecho? Emilio no mira el pastel que he puesto sobre la roca como un premio por haber corrido bien, pero sabe que el único medio de alcanzarlo es llegar antes que otro.

Con esto no se contradicen las máximas que dejo sentadas sobre la sencillez de los manjares, puesto que halagando el apetito de los niños solamente se trata de darles una satisfacción y no de excitar su glotonería, y esto se consigue con lo más corriente, si no se trata de aumentar la sensibilidad para el gusto. El continuo apetito, excitado por la necesidad de crecimiento, es un guisado seguro que para ellos es equivalente a otros muchos. Frutas, queso, algún bollo un poco más sabroso que el pan común, y principalmente el modo de distribuirlo con sobriedad, es suficiente para llevar ejércitos de niños hasta el fin del mundo, sin que les nazca ninguna afición a los sabores fuertes ni haya el peligro de un empacho.

Una prueba entre otras que demuestran cómo la afición a comer carne no es natural en el hombre, la encontramos en la indiferencia con que los niños la miran, y su preferencia por otros alimentos, como lacticinios, pasteles, frutos, etc. Es muy importante conservarles esta afición primitiva y no convertirlos en carnívoros; si esto no se realiza por su salud, debe ser para mejorar su carácter, puesto que, expliquen como quieran la experiencia, la verdad está en que generalmente los que comen mucha carne son más crueles y feroces que los otros hombres; esto ha sido comprobado en todos los tiempos y países. Es una cosa muy notable la humanidad inglesa [29]. Por el contrario, los gauros son los más pacíficos de los hombres [30]. Todos los salvajes son crueles y sus costumbres no les incitan a que lo sean; por lo tanto, esta crueldad proviene de sus alimentos; van a la guerra como a la caza y tratan a los hombres del mismo modo que si se tratara de osos. Se da el caso de que en Inglaterra no son admitidos como testigos los carniceros ni los cirujanos [31]. Los perversos salvajes se endurecen para los homicidios bebiendo sangre. Homero pinta a los cíclopes como comedores de carne, como hombres horrorosos, y a los lotófagos como un pueblo tan amable que en cuanto se había probado su trato, el huésped se olvidaba de su país para seguir viviendo con ellos.

«Me preguntas -decía Plutarco- por qué se abstenía Pitágoras de comer carne, pero yo te pregunto qué espíritu era el del hombre que primero acercó a su boca un trozo de carne muerta, que con los dientes rompió los huesos de una bestia muerta, que hizo que le sirvieran plato de cuerpos muertos, de cadáveres, y que tragó miembros que un instante atrás mugían, balaban, andaban y veían. ¿Cómo pudo con su mano clavar un hierro en el corazón de un ser sensible, soportar sus ojos una muerte y ver sangrar, desollar y desmembrar a un pobre animal indefenso? ¿Cómo pudo contemplar el jadear de las carnes, cómo su olor no le trastornó el corazón, ni sentir repugnancia y asco? ¿Cómo no le embargó el horror cuando limpió la podre de las heridas y la negra y cuajada sangre que las cubría?



»Por tierra arrastran pieles desolladas,

Mugen al fuego carnes espetadas,

Que el hombre se come sin sufrir,

Y en su vientre las oye gemir.



»Esto fue lo que tuvo que imaginar y sentir la vez primera que el hombre venció su naturaleza para celebrar este horrible banquete; la primera vez que tuvo hambre de una bestia viva, que quiso comer de un animal que aún pacía, y que dijo cómo había de degollar, de despedazar, de cocer la oveja que le lamía las manos. De los que empezaron estos crueles banquetes, no de los que les rehuyen, es de quienes hay que asombrarse, aunque los primeros pudieran justificar su inhumanidad con disculpas a las que no podemos recurrir nosotros, y que por lo tanto nos hacen cien veces más inhumanos que ellos.

»Mortales amados de los dioses, nos dirían aquellos hombres primitivos, comparad los tiempos, observad cuán felices sois vosotros y cuán miserables éramos nosotros. Recién formada la tierra, el aire cargado de vapores, aún no eran dóciles al orden de las estaciones; insegura la corriente de los ríos, por todas partes arrasaban las riberas; estanques y lagos y hondos marjales inundaban las tres cuartas partes de la superficie del orbe, y el otro cuarto era ocupado por riscos y selvas estériles. La tierra no daba de sí ningún fruto sazonado; carecíamos de toda clase de aperos e ignorábamos el arte de servirnos de ellos, y por consiguiente para quien nada había sembrado, nunca le llegaba el tiempo de la cosecha. Así, invariablemente, nos acosaba el hambre. En invierno, nuestros manjares eran el helecho v la corteza de los árboles. Algunas raíces tiernas de brezo y de grama eran nuestro regalo, y cuando los hombres podían hallar algún hayuco; algunas bellotas o nueces, bailaban de gozo alrededor de un roble o de un haya, al son de alguna rústica cantinela, llamando madre y nodriza a la tierra. Estas eran sus fiestas, sus únicos juegos; todo lo demás de la vida humana sólo era dolor, penalidad y miseria.

»Por último, cuando por estar yerma y desnuda la tierra, no nos ofrecía nada, viéndonos obligados a maltratar la naturaleza para nuestra conservación, nos comimos a los compañeros de nuestra miseria antes de vernos obligados a morir con ellos. Mas a vosotros, hombres crueles, ¿qué es lo que os fuerza a derramar sangre? Observad la gran cantidad de bienes de que estáis rodeados, la cantidad de frutos que ofrece la tierra, las riquezas que producen los campos y las viñas, la cantidad de animales que brindan su leche para alimentarnos y su vellocino para que nos sirva de abrigo. ¿Qué más pedís? ¿Qué furia os incita a cometer tantas muertes, estando hartos de víveres y llenos de otros bienes? ¿Por qué mentís contra nuestra madre, acusándola de que no puede alimentaros? ¿Por qué pecáis contra Ceres, inventora de las sagradas leyes, y contra el gracioso Baco, consolador de los mortales, como si sus pródigos dones no fuesen suficientes para la conservación del linaje humano? ¿Cómo tenéis valor para mezclar en vuestras mesas huesos con los frutos más suaves, y para comer con la leche la sangre de los animales que os la dieron? Las panteras y los leones, a los que vosotros llamáis fieras, actúan forzados por su instinto, y para poder vivir se ven obligados a matar a los demás brutos. Mas vosotros, que sois cien veces más fieros que ellos, resistís sin ninguna necesidad vuestro instinto con el fin de entregaros a vuestras crueles delicias. No son los animales que coméis los que se comen a los demás; a los animales carniceros, a los cuales vosotros imitáis, no os los coméis, pero os coméis a los que no perjudican a nadie y son inocentes y mansos, y son vuestros amigos, de los cuales os servís y pagáis sus servicios devorándolos.

»¡Oh, matador contra la naturaleza! Si te empeñas en creer que la naturaleza te crió para devorar a tus semejantes, a seres de carne y hueso, que como tú sienten y viven, vence el horror que a tan espantosos banquetes te conduce; mátalos tú, digo con tus propias manos, sin hierro y sin ningún, cuchillo; destrózalos con tus uñas, como hacen los leones y los osos; muerde a ese toro, hazle pedazos, clávale tus garras; cómete a ese cordero vivo, devora sus carnes humeantes y bébete con su alma su sangre. ¿Te estremeces? ¿No te atreves a sentir cómo entre tus dientes palpita una carne viva? ¡Hombre compasivo, que empiezas matando al animal, y luego te lo comes, para que muera dos veces! No te quedas satisfecho con eso; todavía te repugna la carne muerta, no te la puedes meter en las entrañas; es forzoso que sea transformada al fuego: cocerla, asarla, sazonarla con ingredientes que la disfracen; acudes a pasteleros, a cocineros, a otros hombres que te quiten el horror de la muerte, y te preparen cuerpos muertos, para que, engañado el sentido del gusto con estos disfraces, no deseches lo que te horroriza, y comas con deleite cadáveres cuyo aspecto ni los ojos hubieran podido sufrir.»

Aunque este trozo sea un asunto ajeno al mío, no he tenido la fuerza suficiente para resistir la tentación de copiarlo, y opino que habrá pocos lectores que lo consideren inoportuno.

En cuanto a lo demás, cualquiera que sea el régimen que adoptéis para los niños, con tal que los acostumbréis a manjares comunes y sencillos, dadles libertad para que coman, corran y jueguen a su placer, y estad seguros de que nunca comerán con exceso ni estarán hartos, pero si los tenéis hambrientos la mitad del tiempo y encuentran el medio de burlar vuestra vigilancia harán todo lo posible para resarcirse y comerán hasta saciarse. Si nuestra gula no tiene tasa, se debe a que le queremos imponer reglas distintas a las de la naturaleza. Siempre estamos arreglando, prescribiendo, añadiendo y quitando, haciéndolo todo con la balanza en la mano, pero esa balanza no mide las necesidades de nuestro estómago, sino que sigue sus caprichos. Ahora voy con mis elementos: en las casas de los aldeanos, el arca del pan y la despensa de la fruta nunca están cerrados, y lo mismo los mayores que los niños saben lo que son las indigestiones.

No obstante, si un niño comiese con exceso, lo cual, siguiendo mi método, no lo creo posible, resulta tan fácil entretenerle con pasatiempos de su gusto que lograríamos su mayor abstinencia sin que él lo advirtiese. ¿Cómo es que se les pasa por alto a los preceptores tan fáciles y eficaces medios? Cuenta Herodoto que encontrándose los lidios acosados por una cruel carestía, se les ocurrió inventar juegos y pasatiempos con los cuales entretenían, divirtiéndose, el hambre, pasando días enteros sin comer [32]. Tal vez hayan leído cien veces este pasaje los eruditos instructores, y no se les ha ocurrido que se puede aplicar a los niños. Quizá alguien me objetará que el niño no deja con agrado la comida para ir a estudiar su lección, y está en lo cierto, pero yo no pensaba que esto fuera una distracción; el olfato es, respecto al sentido del gusto, lo que la vista es respecto al tacto, que le precede y le advierte del modo que ha de mover tal o cual sustancia, y le dispone a que la busque o la evite, según la impresión que de antemano recibe de ella el olfato. He oído decir que entre los salvajes no causaban los olores la misma impresión que en nosotros, y juzgaban de un modo diferente los que eran buenos o malos. Es posible. Los olores, en sí mismos, son sensaciones débiles, las cuales mueven con mayor intensidad la imaginación y el sentido, e impresionan menos por lo que dan que por lo que prometen. Bajo este punto de vista, siendo por su modo de vivir tan diferentes los gustos de los otros, deben ser causa de que formen juicios muy opuestos sobre los sabores y, por consiguiente, sobre los olores que los anuncian. Con el mismo efecto debe un tártaro oler una habitación hedionda de un caballo muerto como un cazador nuestro una perdiz medio podrida.

Nuestras sensaciones ociosas, como la fragancia de un jardín con sus flores, no las pueden sentir los que encuentran su diversión andando, ni los que no trabajan lo suficiente para hallar deleite en el descanso. Las personas que siempre tienen hambre, poco gusto pueden encontrar en aromas que no prometen comida.

El olfato es un sentido propio de la imaginación. Debido a que entona los nervios, debe de agitar también mucho el cerebro; por esta causa aviva instantáneamente el temperamento, hasta que por último lo consume. Nos son muy conocidos los efectos que causan en el amor; no es el suave aroma de un tocador tan débil como se cree, y no sé si dar el parabién o compadecer al hombre poco sensible, a quien nunca hace palpitar el olor de las flores que lleva en el pecho su amada.

De este modo parece que no debe ser muy activo el olfato en la edad primera, cuando la imaginación, no estando aún animada por muchas pasiones, es poco capaz de emocionarse y todavía no se tiene la suficiente experiencia para prever con un sentido lo que otro nos promete. Esta consecuencia está confirmada por la observación, y es verdad que en la mayor parte de los niños todavía es obtuso v casi nulo este sentido, no porque no sea en ellos tan exquisita la sensación como en los hombres, y hasta quizá lo sea más, sino porque no uniendo con ella ninguna otra idea, no se mueven de un modo fácil para sentir pena o dolor, y por lo tanto no los atormenta ni los halaga como a nosotros. Tengo el criterio de que sin salir del mismo sistema, ni recurrir a la anatomía comparada de ambos sexos, se encontraría fácilmente el motivo por el cual las mujeres sienten en general los olores con mayor intensidad que los hombres.

Se dice que los indígenas del Canadá adquieren desde niños un olfato tan sutil que, aunque tienen perros, no se sirven de ellos para cazar, y consiguen lo mismo que los perros. Pienso que si enseñásemos a los niños a descubrir por el olfato su comida, como descubre el perro la caza, acaso conseguiríamos perfeccionarles este sentido, pero no veo que puedan aplicarlo a cosas de mucha utilidad, como no sea para darles a conocer sus relaciones con el gusto, v la naturaleza ha cuidado de obligarnos a que nos enteremos de estas relaciones. La acción de este último sentido la ha hecho inseparable del otro, colocando cerca sus órganos y poniendo en la boca una comunicación inmediata entre ambos, de tal modo que nada gustamos sin olerlo. Quisiera, sin embargo, que no se alterasen estas relaciones naturales para engañar a un niño, falseando con un aroma grato lo desabrido de una purga, ya que entonces es demasiado grande la discordancia de los dos sentidos para que se pueda engañar, y como el sentido más activo absorbe el efecto del otro, no toma la purga con menos asco: éste se extiende ` a todas las sensaciones que al mismo tiempo le impresionan, y cuando se le presenta la más débil, su imaginación recuerda la otra; un suave aroma se convierte para él en un olor repugnante, y así aumentan nuestras imprudentes precauciones la suma de sensaciones desagradables a costa de las gratas.

Todavía me falta hablar en los capítulos siguientes de la cultura de una especie de sexto sentido, llamado sentido común, no tanto porque es común a todos los hombres, sino porque resulta del uso bien ordenado de los demás sentidos, y porque nos da a conocer la naturaleza de las cosas por el conjunto de todas sus apariencias. Por consiguiente, este sentido carece de órgano peculiar; reside en el cerebro, y sus sensaciones, son simplemente internas; se llaman percepciones o ideas. Por el número de estas ideas se mide la extensión de nuestros conocimientos; su limpieza y su claridad constituyen el entendimiento, y el arte de compararlas entre sí es lo que llamamos la razón humana. De modo que lo que yo llamo razón sensitiva o pueril consiste en formar ideas simples por el conjunto de muchas sensaciones, y lo que llamo razón intelectual o humana es formar ideas complejas por el conjunto de muchas ideas simples.

Partiendo, pues, de que mi método sea el de la naturaleza, y que no me he equivocado en la aplicación, hemos traído a nuestro alumno, atravesando el país de las sensaciones, hasta la última frontera de la razón pueril; el primer paso que vamos a dar más allá debe ser un paso de hombre. Pero antes de empeñarnos en esta nueva carrera, veamos la que acabamos de andar. Cada edad v cada estado de la vida tienen su perfección conveniente, su peculiar madurez. Hemos oído hablar muchas veces de un hombre formado; contemplemos a un niño formado, espectáculo que será más nuevo y tal vez no menos grato para nosotros.

Es tan pobre y limitada la existencia de los seres finitos, que cuando vemos lo que hay, nunca nos conmovemos. Las ficciones son las que adornan los objetos reales, y si la imaginación no añade su embeleso a lo que nos impresiona el estéril gusto que se goza, ciñéndose al órgano, deja siempre frío el corazón. Adornada con los tesoros del otoño, la tierra hace alarde de una riqueza que asombra a la vista, pero no enardece aquella admiración que nace más de la reflexión que del sentimiento. En la primavera, las campiñas son sólo una promesa, no dan sombra los bosques, no hace más que apuntar la verdura, y ante su aspecto se alegra el corazón. Al contemplar cómo renace la naturaleza, nosotros nos reanimamos, nos rodea la imagen del deleite, y las compañeras del contento, las suaves lágrimas, prontas siempre a acusar todo afecto delicioso, asoman a nuestras pupilas; pero es inútil el tan bullicioso, tan vivo y tan grato aspecto de la vendimia; siempre lo contemplamos con ojos secos.

¿Por qué esta diferencia? Pues consiste en que con el espectáculo de la primavera acuden a la imaginación el de las estaciones que han de seguirla; a estos brotes tiernos que distingue la vista, agrega las flores, las frutas, las sombras y a veces los misterios que pueden cubrir. En un mismo punto reúne tiempos que han de sucederse, y mira menos los objetos como han de ser que como desea, porque de ella depende el escogerlos. En otoño, por el contrario, no tiene otra cosa que ver sino lo que existe. Si queremos llegar a la primavera nos detiene el invierno, y helada la imaginación entre la nieve y las escarchas, fallece.

Este es el origen del encanto que sentimos al contemplar una hermosa infancia con preferencia a la perfección de la edad madura. ¿Cuándo disfrutamos de un gusto verdadero viendo a un hombre? Cuando la memoria de sus acciones hace que retrocedamos sobre su vida, rejuveneciéndole, por decirlo así, a nuestros ojos. Si nos vemos reducidos a contemplarle como él es, o suponerlo como ha de ser en su vejez, adquiere nuestro gusto la idea de la naturaleza decadente, que ninguno hay viendo a un hombre caminar a pasos acelerados hacia la tumba, y la imagen de la muerte lo entenebrece todo.

Pero cuando me figuro a un niño de diez o doce años sano, robusto, bien formado para su edad, no me despierta ninguna idea que no sea grata para su presente y su futuro; le veo travieso, vivo, animado, sin inquietas previsiones, entregado al momento que vive y gozando una plenitud de vida que parece que se quiera extender a su alrededor. Me lo imagino en otra edad ejercitando los sentidos, el entendimiento, las fuerzas que en él se desarrollan de día en día; le veo niño, y me satisface; me lo imagino hombre, y me contenta más; su ardiente sangre parece que agite la mía; creo que vivo con su vida y su viveza me rejuvenece.

Da la hora y ¡qué cambio! Se empañan al instante sus ojos y pierde la alegría; adiós gustos, adiós alborozados juegos. Un hombre severo, y rígido le coge de la mano y le dice con gravedad: «Vamos, niño», y se lo lleva. Veo que en la habitación donde entran hay libros. ¡Libros! ¡Qué objetos tan tristes para su edad! Se deja llevar el pobre niño, mira con desconsuelo todo lo que le rodea, calla, y se va con los ojos irritados por las lágrimas que refrena y lleno el pecho de sollozos que no se atreve a exhalar.

¡Oh, tú, que no tienes que temer nada!, tú, para quien ningún tiempo de tu vida es de aburrimiento y violencia; tú, que ves llegar sin zozobra el día y sin impaciencia la noche y que cuentas las horas que faltan para tus juegos, ven, mi venturoso y amable discípulo; nos consolaremos con tu presencia de la ausencia de ese desdichado que te tiraniza. Ven... El se me acerca, y siento una satisfacción que la comparte. Su amigo, su camarada, el compañero de sus juegos es quien le llama; cuando me ve, está seguro de que no pasará mucho rato sin encontrar distracción; nunca dependemos uno del otro, pero siempre estamos de acuerdo y con nadie nos hallamos tan bien como estando juntos.

En su semblante, en su ademán, en su aspecto, se anuncian la alegría y la seguridad; brilla en su rostro la salud, sus firmes pasos acusan vigor, y su color, aunque se le vea delicado, nada tiene de afeminada molicie; ya le han estampado el aire y el sol el honroso cuño de su sexo, y a pesar de que todavía no se han afinado sus músculos, ya empieza a señalar algunos trazos de su naciente fisonomía; si aún no anima sus ojos el calor del sentimiento, tienen por lo menos su serenidad nativa, ya que no los han enturbiado las tristezas ni los llantos. Tiene un porte fácil y seguro, no insolente y vano; su rostro, que nunca se pegó a los libros, no le cae sobre el pecho, y no es necesario decirle que levante la cabeza, pues aún no se la hicieron bajar la vergüenza o el miedo.

Hacedle lugar en medio de una reunión, señores; hacedle un sitio e interrogadle con toda confianza; no deis importancia ni a sus inoportunidades, ni a su hablar, ni a sus preguntas indiscretas. No tengáis miedo de que se apodere de vosotros, ni que pretenda que os ocupéis sólo de él y no podáis deshaceros de su presencia. Tampoco esperéis de él propósitos agradables, ni que os manifieste lo que yo le había dictado; no esperéis otra cosa que la verdad ingenua y simple, sin adornos, sin afectación v sin vanidad. El os dirá el mal que vea, o lo que opiné sobre lo bueno, sin pensar en el efecto que cause en vosotros lo que haya dicho, y hará uso de la palabra con toda la simplicidad de su primera institución.

Agrada el presagiar bien de los niños y se siente siempre temor a este flujo de ineptitudes que casi siempre viene a desbaratar las esperanzas que quisiéramos fundar en alguna feliz ocurrencia que por azar les viene a la boca. Si el mío da raramente tales esperanzas, jamás ocasionará este sentimiento, pues no ha pronunciado nunca una palabra inútil, y no se lanza a hablar porque sabe que no se le escucha. Sus ideas son limitadas, pero limpias; si no sabe nada por la memoria, sabe mucho por experiencia; si lee con menos perfección que otro niño en nuestros libros, lee mejor en el de la naturaleza; su entendimiento no está en su lengua, sino en su cabeza; tiene menos memoria que juicio; sólo sabe un idioma, pero comprendo lo que dice, y si no habla tan bien como los otros, en recompensa obra mejor que los demás.

Desconoce lo que es rutina, estilo, hábito; lo que hizo ayer no influye en lo que hace hoy [33]; no sigue fórmulas, ni se somete a la autoridad o al ejemplo, ni obra o habla sino como le es más cómodo. No esperéis, pues, de él discursos preparados, ni modales estudiados, sino la expresión fiel de sus ideas y la conducta que nace de sus inclinaciones.

Le encontraréis un insignificante número de nociones morales que se refieren a su actual estado, pero ninguna acerca del estado relativo de los hombres; ¿y de qué le servirían, si un niño aún no es miembro activo de la sociedad? Habladle de libertad, de propiedad y de la misma convención; puede saber y sabe por qué no debe hacer daño a otro, para que no se lo hagan a él; por qué lo suyo es suyo, y por qué lo ajeno no le pertenece; al pasar de esto, ya no sabe nada más. Habladle de deber, de obediencia, y no entiende lo que queréis decir; ordenadle algo, y no os comprenderá, pero decidle: «Si me haces tal favor te lo recompensaré cuando se presente la ocasión», y al instante se apresurará a complaceros, porque lo que más anhela es ensanchar su dominio y lograr derechos que sabe que son inviolables. Quizá no desee ocupar un lugar, hacer el hombre y ser considerado en algo, pero si este último motivo le incita, se ha salido de la naturaleza, porque no habéis cerrado bien de antemano todas las puertas de la vanidad.

Por su parte, si necesita algún auxilio, se le pedirá indistintamente al primero que encuentre, al monarca lo mismo que a su servidor. Hasta ahora, para él, todos los hombres son iguales. Por la forma de haceros el ruego, os dais cuenta de que reconoce que no le debéis nada; sabe que lo que solicita es gracia. Sabe también que la humanidad se inclina a otorgarla. Sus expresiones son simples y lacónicas; su voz, su mirada, su semblante, indican un ser tan acostumbrado a que le concedan lo que solicita como que se lo nieguen; que ni tiene la rastrera y servil sumisión de un esclavo ni el acento imperioso de un amo, sino una humilde confianza en su semejante, la noble y dulce ternura de un ser libre, pero sensible y débil, que solicita la asistencia de otro ser libre, pero fuerte y benéfico. Si le concedéis lo que quiere, no os dará las gracias, pero reconocerá que ha contraído una deuda. Si no se lo otorgáis, no se lamentará, ni insistirá, pues sabe que sería inútil. No dirá que lo han negado, pero sí dirá que no podía ser, y nadie se enoja contra la necesidad reconocida.

Dejadle solo, en libertad, y observad lo que hace sin decirle nada y del modo que lo hace. No teniendo que demostrarle que es libre, nunca hace nada por atolondramiento, y sólo para demostrarse a sí mismo su capacidad. ¿No sabe que él es siempre dueño de sí mismo? Es ágil y dispuesto; sus movimientos poseen la viveza propia de su edad, pero ni uno deja de ir encaminado a un fin. Nunca emprenderá nada que exceda sus fuerzas, porque las tiene probadas y las sabe; sus medios siempre serán apropiados a sus anhelos, y raramente obrará sin estar seguro de alcanzar lo que quiere. Sus ojos pondrán atención, y no hará preguntas necias a los demás sobre lo que ve, pero observará por sí mismo y se esforzará para averiguar lo que desee saber antes de preguntarlo. Si se encuentra en alguna dificultad imprevista, se aturdirá menos que otro; si hay peligro, también se asustará menos. Como su imaginación todavía está inactiva, y no hemos realizado nada para avivarla, no ve más que lo que hay; sólo valúa los riesgos en lo que son, y guarda siempre su equilibrio. La necesidad le oprime con sobrada frecuencia para que él se revuelva, y como lleva el yugo desde su nacimiento, se ha habituado a él y está siempre dispuesto a todo.

El que esté ocupado o el que se divierta, las dos cosas son para él indiferentes; sus juegos son sus ocupaciones, y no ve ninguna distinción. En todo lo que hace pone un interés que causa risa y no hay trabas que le detengan, demostrando el grado de su inteligencia y la esfera de sus conocimientos. ¿No es un espectáculo propio de esa edad, espectáculo que encanta y conmueve el ver un hermoso niño, alegres y vivos los ojos, sereno y risueño, hacer jugando las cosas más serias, o profundamente ocupado en los más frívolos entretenimientos?

¿Queréis ahora juzgarle por comparación? Colocadle al lado de otros niños y dejadle actuar; pronto comprobaréis cuál está más verdaderamente formado, cuál se aproxima más a la perfección según su edad. El es más hábil y más fuerte que los niños de la ciudad. A los lugareños de sus mismos años les iguala en fuerza y les aventaja en destreza. Todo cuanto está al alcance de la infancia, lo juzga, lo razona y lo prevé mejor que los demás. ¿Es cuestión de obrar, correr, saltar, mover cuerpos levantar pesos, medir distancias, inventar juegos, ganar premios? Diríamos que tiene la naturaleza a sus órdenes según la facilidad con que todo lo vence. Su destino es guiar y gobernar a sus iguales, el talento y la experiencia le proporcionan el derecho y la autoridad. Dadle el traje y el nombre que os plazca, que poco importa; en todas partes tendrá la primacía y será jefe de los demás, quienes reconocerán su superioridad sobre ellos; sin querer mandar, será el amo y le obedecerán sin notar que le obedecen.

Ha llegado a la madurez de la infancia, ha vivido la vida del niño, no ha comprado su perfección a costa de su felicidad; por el contrario, una ha contribuido a la otra. Al conseguir la plenitud de la razón de su edad, ha sido venturoso y libre en cuanto su constitución lo permitía. Si la hoz fatal viene a- segar en él la flor de nuestras esperanzas, no deberemos llorar a un mismo tiempo su vida y su muerte, no agravaremos nuestro dolor con el recuerdo de lo que le hayamos causado; nosotros diremos: «Por lo menos gozó de su infancia; nada le hicimos perder de todo lo que la naturaleza le había concedido».

El gran inconveniente de esta primera educación es que sólo la aprecian los hombres clarividentes, y un niño educado tan juiciosamente sería reputado por ojos vulgares como un polizón. Un preceptor sueña más en su interés que en el de su discípulo; se dedica a probar que no pierde el tiempo y que merece el dinero que le dan a cambio; le educa de forma que se pueda lucir cuando quiera; no importa que sea inútil lo que enseña con tal que se vea con facilidad. Acumula sin elección ni discernimiento un gran fárrago en su memoria. Cuando se trata de examinar al niño, le hacen desenvolver su mercancía; la enseña, quedan satisfechos, después vuelve a recoger su bulto y se va. Mi alumno no es tan rico ni tiene bulto para enseñar ni otra cosa que mostrar que él mismo. No obstante, un niño, lo mismo que un hombre, no se ve en un momento. ¿Dónde están los observadores que a la primera ojeada saben distinguir los rasgos que le caracterizan? Sí los hay, pero pocos, y entre cien mil padres, no se encontrará ni uno que merezca ese nombre.

Las preguntas multiplicadas con exceso enojan y aburren a todo el mundo, y con más razón a los niños. Al cabo de algunos minutos su atención se relaja, no escuchan más que a un obstinado preguntón que les inquiere y le responden a la ventura. Esta manera de examinarles es vana y pedantesca; frecuentemente una palabra cogida al vuelo atrae mejor su inteligencia y su sentido que largos discursos, pero es preciso guardarse de que esta palabra no sea ni dictada ni fortuita. Hay que tener mucho juicio para apreciar el de un niño.

Le oí contar al difunto lord Hyde que al regresar de Italia uno de sus amigos, después de tres años de ausencia, quiso examinar el progreso de su hijo, que tenía nueve o diez años. Se fueron una tarde a pasear con su preceptor y con él por un llano donde se estaban divirtiendo unos escolares elevando cometas. Al pasar, el padre le dijo a su hijo: «¿Dónde está la cometa cuya sombra vemos?». Sin pararse ni alzar la cabeza, contestó el niño: «Sobre la carretera». «Efectivamente, añadía lord Hyde, la carretera estaba entre el sol y nosotros.» El padre abrazó a su hijo; tras el examen, se fue sin decir nada. A la mañana siguiente envió al ayo el acta de una pensión vitalicia, además de sus honorarios.

¡Qué hombre este padre! ¡Y qué hijo podía prometerse! La pregunta era propia para la edad del niño y la respuesta era bien simple, pero véase la claridad de juicio infantil que supone. Así amansaba el alumno de Aristóteles a aquel célebre caballo que no había podido domar ningún jinete.


Notas editar

  1. No hay forma de andar más ridícula ni menos firme que la de las personas que de niños han llevado mucho los andadores; ésta es una de las observaciones tan patentes que son archisabidas y que se comprueban con frecuencia.
  2. Ya se comprende que hablo aquí de los hombres que reflexionan y no de todos.
  3. Un cuidado extremo pone el hombre en la prolongación de su ser y a ello provee por toda suerte de medios...; todo lo llevamos con nosotros; nadie piensa lo bastante que solamente es uno...; cuanto más amplificamos nuestra posesión tanto más nos sometemos a los azares de la fortuna. El curso de nuestros deseos debe circunscribirse y limitarse al corto espacio de las comodidades más próximas. Los actos que no se ajustan a esta reflexión, necesariamente son erróneos (Montaigne, Lib. 3, cap. X).
  4. Ese chicuelo que ahí veis es el árbitro de la Grecia, decía Temístocles a sus amigos, porque él gobierna a su madre, su madre me gobierna a mí, yo gobierno a los atenienses y los atenienses gobiernan a los griegos». ¡Oh, qué de pequeños conductores se encontrarían a veces en los mayores imperios si se descendiera por grados desde el príncipe hasta la primera mano que da el impulso secreto!
  5. En mis Principios de Derecho Político se demuestra que en el sistema social ninguna voluntad particular puede ser ornada.
  6. Debe comprenderse que así como la pena es muchas veces inevitable, el placer a veces es necesidad. Un solo deseo hay en los niños con el que nunca se debe transigir, el de hacer que los obedezcan. De donde se deduce que en todo cuanto piden es preciso buscar con atención el motivo que les mueve a pedirlo. Otorgadles en lo posible todo lo que les puede causar un placer real, pero negadles siempre lo que solamente solicitan por antojo o por ejercer un acto de autoridad.
  7. Debemos estar seguros de que el niño mirará como capricho toda voluntad contraria a la suya y cuya causa no conozca. Un niño no alcanza el motivo de aquello que se opone a sus caprichos.
  8. Jamás debe consentirse que un niño trate a los mayores como a inferiores, ni siquiera como a iguales suyos. Si tuviera la osadía de pegar a alguien, aunque fuese su lacayo, aunque fuera el verdugo, haced que éste le devuelva los golpes de tal forma que no le queden ganas de repetirlo. He visto a niñeras imprudentes que provocan y excitan la cólera de las criaturas excitándolas a que se peguen, dejándose pegar y riéndose de sus débiles golpes, sin comprender que en la intención del niño enfurecido hay un instinto homicida, y que el que quiere pegar cuando es pequeño, querrá matar cuando sea mayor.
  9. Por eso la mayor parte de los niños quieren volver a coger lo que han dado y lloran cuando no se lo devuelven. Pero dejan de reclamarlo cuando han comprendido lo que es una donación, aunque entonces son más cautelosos en dar.
  10. Por otra parte, aunque esta obligación de cumplir su palabra no la fundamentara en el ánimo del niño la fuerza de su utilidad, pronto el sentimiento interno, que ya empieza a dar señales, se le impondría como ley de la conciencia, como principio innato que para desenvolverse sólo espera los conocimientos a que se aplica. Este rasgo primero no es señalado por la mano de los hombres, puesto que está grabado en nuestros corazones por el autor de toda justicia. Si se quita la primitiva ley de las convenciones y la obligación que impone, todo en la sociedad humana es ilusorio y vano. El que cumple una promesa sólo por su utilidad, está poco más ligado que si no hubiese prometido nada, o cuando más se servirá de la facultad de violarlas, como hacen los jugadores de pelota con las faltas, que si se las pasan a sus contrarios cuando pueden hacerlo no corren el riesgo de perder el juego. Este principio es muy importante y merecedor de que se profundice, ya que aquí es donde empieza el hombre a estar en contradicción consigo mismo.
  11. Igual que un acusado se defiende de un delito insistiendo en que es un hombre de bien; entonces dice mentira de hecho y de derecho.
  12. Al hacer semejante pregunta se comete una gran imprudencia, principalmente si el niño tiene la culpa. Si cree que nosotros ya sabemos lo que ha hecho, pensará que le tendemos un lazo, y esta opinión puede dar motivo a indisponerle con nosotros. Si no lo cree, se dirá: «¿Por qué he de descubrir mi culpa?» Por consiguiente, su primera tentación de mentir no es más que el efecto de nuestra imprudente pregunta.
  13. Se ha de entender que contesto a estas preguntas no cuando él quiere, sino cuando yo lo considero oportuno; si hiciera de otro modo, me sujetaría a su voluntad y terminaría sometiéndome a la más peligrosa dependencia en que pueda vivir un ayo respecto de su alumno.
  14. El principio de no hacer daño a nadie lleva consigo el de ligarse lo menos posible con la sociedad humana, debido a que en el estado social el bien de uno constituye necesariamente el mal de otro. Este producto está en la esencia de las cosas, y nadie lo podría cambiar. Cuando se busca sobre este principio cuál es el mejor, si el hombre solitario o el hombre social, un autor ilustre ha dicho que únicamente el malo es el que está solo, y yo digo que quien está solo es el bueno. Si esta proposición es menos sentenciosa, por lo menos se puede decir que es más cierta y más razonada que la otra. Qué daño puede hacer el malvado estando solo? Es entre la sociedad donde procura dañar a los demás. Si dan un cambio a este argumento en favor del hombre de bien, me remito al artículo a que se refiere esta nota.
  15. El abate de Condillac.
  16. Al escribir, he reflexionado mucho sobre si era posible en una obra de cierta extensión dar a una misma palabra el mismo significado, puesto que no hay ningún idioma que tenga vocabulario tan rico capaz de ofrecer los términos, locuciones y frases necesarias para dar la significación adecuada a cada una de las modificaciones que puedan tener nuestras ideas. El método de definir todos los términos, y sin cesar de sustituir la definición de lo definido, es perfecto, pero no es practicable, y entonces, ¿cómo evitar el círculo? Las definiciones podrían ser buenas si para emplearlas no se tuviesen que emplear palabras. No obstante, tengo la convicción de que se puede ser claro, aun en nuestra pobre lengua, pero no dando siempre la misma acepción a las mismas palabras, sino haciendo de manera que cada vez que se use una voz, la determinación que se le dé quede expresada por la relación que tenga con las otras palabras, y de esta forma quede definida por el período donde la voz se halle. Unas veces digo que los niños no son capaces de razonar, y otras veces procuro que lo hagan con bastante sutileza, y en esto no creo que se contradigan mis ideas, pero me veo obligado a confesar que muchas veces encontraremos contradicción en mis expresiones.
  17. La mayor parte de los sabios lo son de un modo semejante a como lo son los niños. Resulta menos la vasta erudición de' una multitud de ideas que de un gran número de imágenes. Los datos, los nombres propios, los lugares, todos los objetos aislados o privados, sólo los retiene la memoria por los si nos, y muy pocas veces nos acordamos de ellos sin ver al mismo tiempo el revés o el derecho de las páginas donde las leímos o la lámina donde por primera vez las vimos. Esta era la ciencia de moda durante los siglos pasados. La del nuestro es distinta, pues ni se estudia, ni se observa; se sueña, y con mucha gravedad nos venden por filosofía los sueños de algunas malas noches. Ya sé que me contestarán que yo también sueño; de acuerdo, pero al revés de lo que hacen los demás, mis sueños los vendo como sueños y dejo al lector que averigüe si pueden servir para algo a las personas despiertas.
  18. Es la segunda y no la primera, como ha subrayado muy bien Formey.
  19. En caso parecido podemos exigir del niño la verdad porque entonces sabe que no puede negar, y que si se atreviese a decir una mentira, al instante se le descubriría.
  20. Como si los niños de los pueblos escogieran la tierra muy seca para sentarse o acostarse, o se hubiera oíd. decir nunca que a humedad de la tierra ha hecho daño a uno siquiera. Si escuchásemos a los médicos sobre este asunto, creeríamos que todos los salvajes están baldados por el reumatismo.
  21. Este miedo se manifiesta muy claramente en los eclipses de sol.
  22. Otra causa la explica del siguiente modo un filósofo cuyo Ebro cito a menudo y cuyas valiosas ideas me instruyen todavía con frecuencia. «Cuando por circunstancias particulares no podemos formarnos idea de la distancia, ni podemos juzgar de los objetos de otro modo que por el tamaño del ángulo, o más bien de la imagen que forman en nuestros ojos, entonces necesariamente nos equivocamos acerca del tamaño de estos objetos. Todos los que han caminado de noche han experimentado que una zarza que estaba inmediata les parecía un árbol corpulento distante, o que un árbol corpulento distante les parecía una zarza inmediata. De idéntica forma, si no conocemos los objetos por su configuración y no podemos tener idea ninguna de la distancia, necesariamente nos equivocamos también; en tal caso, una mosca que pase con velocidad a algunas pulgadas de nuestros ojos nos parecerá un pájaro que vuela lejos; un caballo quieto en mitad de un campo y en una postura semejante, por ejemplo, a la de un carnero, no nos parece mayor que un carnero mientras no veamos que es un caballo, pero así que lo comprendemos nos parecerá del tamaño de un caballo y al punto rectificaremos nuestro primer juicio. »Siempre que uno se halle de noche en parajes desconocidos, donde no pueda juzgar la distancia, ni pueda reconocer la forma de las cosas a causa de la oscuridad, correrá el peligro de equivocarse en los oficios que se forme sobre los objetos que se presenten. De aquí proviene el terror y la especie de miedo interno que a casi todos los hombres infunde la noche; esto se funda en la apariencia de espectros y figuras agigantadas y horrorosas que tantas personas aseguran haber visto. Por lo común responden que estas figuras existían en sus ojos y es muy posible que efectivamente hayan visto lo que dicen, porque necesariamente debe suceder siempre que sólo pueda juzgarse de un objeto por el ángulo que forma en ere que el objeto desconocido abulte y se agrande más a medida que más cerca esté, y si el espectador, que no puede conocer lo que ve, ni juzgar a que distancia está, le pareció- primero de algunos pies de alto, cuando se halla a veinte o a treinta pasos le parece de una altura de varios metros, lo cual debe efectivamente asombrarle y alarmarle hasta que toque o reconozca el objeto, porque en cuanto sepa lo que es, este objeto que tan agigantado se figuraba disminuirá instantáneamente y no le parecerá mayor que su tamaño real, pero si huye o no se atreve a acercarse, es cierto que no tendrá otra idea de este objeto que la de la imagen que en el ojo formaba, y realmente habrá visto una figura agigantada o espantosa por su tamaño y forma. Así la preocupación de los espectros se funda en la naturaleza, y estas apariencias no dependen, como los filósofos creen, únicamente de la imaginación". (Historia Natural, tomo VI, pág. 22, in-XII). En el texto he procurado hacer ver cómo dependen siempre en parte de ella y en cuanto a la causa que aquí se explica, bien se ve que la costumbre de andar de noche nos debe enseñar a distinguir las apariencias que la semejanza de formas y la diversidad de distancias hacen que nuestros ojos tomen los objetos en la oscuridad, porque cuando todavía está el aire bastante claro para hacernos distinguir los contornos de los objetos, como a mayores distancias hay más aire interpuesto, cuando está el objeto más desviado de nosotros debemos ver menos señalados estos contornos, lo cual, a fuerza de hábito, basta para preservarnos del error que aquí explica Buffon. Así, sea cual fuere la explicación que se prefiera, siempre se encontrará eficaz mi método, y esto lo confirma la experiencia.
  23. Para ejercitarles a que estén atentos, nunca les digáis cosas que no tengan un interés sensible y actual para entender bien; sobre todo nada de rodeos, nunca palabras superfluas, pero que tampoco haya en vuestro discurso oscuridad ni equívocos.
  24. Célebre maestro de danza de París, quien, conociendo bien su mundo, se hacía el extravagante por astucia y atribuía a su arte una importancia que la gente fingía tener por ridícula, pero que en realidad le proporcionaba el mayor respeto. En otro arte no me. nos frívolo vemos hoy a un artista comediante hacerse el hombre importante y el loco, y se sale con la suya. Este método es siempre seguro en Francia. El verdadero talento, más simple y menos charlatán, no hace fortuna. La modestia es la virtud los tontos.
  25. Paseo por el campo como se verá al instante. Los paseos públicos de las ciudades son perniciosos para los niños de uno y otro sexo. Allí es donde comienzan a tener vanidad y a querer que los miren; al Luxemburgo y a las Tunerías, y sobre todo al Palacio Real, va la brillante juventud de París a adquirir el ademán impertinente y petulante que la hace tan ridícula y que es causa de que la critiquen y detesten en toda Europa.
  26. Un niño de siete años ha ejecutado después cosas más portentosas todavía, como es el caso de Mozart.
  27. Véase la Arcadia, de Pausanias; véase también el fragmento de Plutarco, transcrito aquí después.
  28. Siglos hace que los mallorquines abandonaron esa costumbre, pero hubo un tiempo en que fueron célebres sus honderos.
  29. Sé muy bien que los ingleses hacen gala de su humanidad, y de la buena índole de su nación, que llaman good natural people, pero por más que lo repitan de un modo continuo, sólo ellos lo dicen.
  30. Los banianos, que se abstienen de comer ninguna clase de carnes con mayor severidad que los gauros, son casi tan pacíficos como ellos, pero como son más inmorales y no tan discretos en su culto, no son tan buenas personas.
  31. Uno de los dos traductores ingleses de este libro ha remarcado mi equivocación, y ambos la han enmendado. Los carniceros y los cirujanos son admitidos como testigos, pero los carniceros no lo son para pertenecer a los jurados o pares para sentenciar los delitos, y los cirujanos sí.
  32. Los historiadores antiguos están saturados de ideas de las que pudiera hacerse uso, aun cuando sean falsos los hechos que presentan. Pero no sabemos sacar ninguna utilidad de la historia; todo lo absorbe la crítica erudita, igual que si importara mucho que un suceso fuese cierto, pues basta que del mismo pueda sacarse una instrucción provechosa. Los hombres de juicio deben mirar la historia como un tejido de fábulas cuya moral sea adaptable al corazón del hombre.
  33. El atractivo del hábito proviene de la pereza natural del hombre, y esta pereza aumenta dejándose llevar libremente por ella; se hace más cómodamente lo que ya se ha hecho, y después de haber andado mucho por un camino es más fácil abrirse paso. Por eso debemos darnos cuenta de que el imperio del hábito es muy importante para los ancianos y las personas indolentes y muy insignificante para los jóvenes y las personas activas. Este régimen sólo es conveniente a las almas débiles, y las debilita más de día en día. El único hábito útil a los niños es adaptarse a la necesidad de las cosas, y el único útil a los hombres es sujetarse sin esfuerzo a la razón. Cualquier otro hábito es vicio.