Elementos de economía política: 73
§. III. De la prodigalidad y de la disipación de los capitales.
editar 497. Aquí se presenta la cuestión de la prodigalidad.
La avaricia es un instinto maquinal cuyo objeto único es, no acumular para facilitar al trabajo los medios de reproducción, sino allegar o atesorar. La economía, hija de la prudencia y de una razón ilustrada, sabe rehusarse lo superfluo para asegurarse lo necesario (491).
Un hombre económico compara sus necesidades futuras con lo que exigen de él su familia, sus amigos y la humanidad: un avaro no tiene familia, no tiene amigos, y la humanidad no existe para él.
La prodigalidad es el exceso opuesto a la avaricia; la una seca la fuente de los recursos de la industria, la otra no sabe beber en ella. Si la prodigalidad es más simpática, y va unida a algunas buenas prendas sociales, es también más fatal a la sociedad, porque siempre que un capital se disipa, hay en algún rincón del mundo una cantidad equivalente de industria que se destruye. El pródigo que disipa una renta, priva al mismo tiempo a un hombre industrioso de su legítima retribución. El capital improductivo que el avaro deja a su muerte, vuelve a la circulación para favorecer la producción; pero el capital del disipador se parece al del avaro que ha escondido su tesoro tan bien, que no hay forma de descubrirle. ¿Por qué, pues, se ha de ensalzar tanto a los pródigos por sus disipaciones? Ningún mérito hay en destruir; eso es cabalmente, dice J. B. Say, lo que saben hacer los brutos.
«Un hombre económico, dice Adan Smith, es como el fundador de un taller público, establece en cierto modo un fondo para el sostenimiento perpetuo de un cierto número de trabajadores retribuidos... El pródigo, por el contrario, distribuye a la holgazanería, que no los restablece, unos fondos que la frugalidad de sus padres había consagrado al fomento de la industria, y entre cuyas manos renacían sin cesar: dedica a un uso profano los caudales de una fundación piadosa... Todo pródigo es un enemigo público, que disminuye los provechos del trabajo inteligente, y todo hombre económico debe ser considerado como un bienhechor de la sociedad.» Más aún, la sociedad, el público, deben preferir en su interés el avaro, que con sórdida codicia allega pesos sobre pesos, al disipador que los derrama con profusión. El valor de éste no volverá a gastarse, al paso que el tesoro del avaro caerá necesariamente, tarde o temprano, en manos que podrán hacerle fructificar, a menos de que esté tan bien enterrado que nadie pueda dar con él.
498. Si la prodigalidad es lo contrario de la avaricia, la disipación, que destruye los capitales, es el acto opuesto al ahorro, que los aumenta. Disipa un capital el que consagra sin tino a la satisfacción de sus placeres o de sus necesidades valores antes empleados en hacer adelantos a las operaciones productivas. Supongamos, para apreciar el oficio del disipador, dos valores capitales de 20,000 pesos cada uno; el primero, bajo forma de herrería, perteneciente al disipador, y el otro bajo forma de café y azúcar, perteneciente a un comerciante cualquiera. El disipador vende la herrería y la compra el comerciante; para ello este último retirará del comercio sus fondos, y no comprará más géneros coloniales, con lo cual quedarán retirados de la industria comercial 20,000 pesos, y este valor, entregado al disipador en pago de su herrería, será transformado por él en objetos consumibles y destruidos para siempre; así, de dos capitales que había, no queda ya más que uno, y el valor del otro ha sido destruido, a pesar de que consistía en una sustancia susceptible de consumo directo. J. B. Say dice que ha sido destruido, porque un capital desparramado no es ya un capital.
499. No todos los capitales son disipados por la pasión del fausto y de los placeres sensuales; los hay que se disipan por la impericia de los empresarios, engolfados en operaciones que no restablecen más que en parte los valores capitales, con lo que se pierden aquellos lo mismo que si los consumiera un verdadero disipador. También pueden disiparse del mismo modo los productos inmateriales de un profesor, de un abogado, de un médico, de un sacerdote, etc., es decir, también se pueden consumir de un modo no reproductivo.
Los imprudentes, los inhábiles que evalúan mal los gastos de producción y el valor de los productos de su industria son también disipadores. En fin, para apreciar los funestos efectos de la disipación, basta observar que un valor ahorrado se convierte en un valor capital, cuyo consumo se renueva sin cesar; al paso que un valor disipado no se consume más que una vez.