Las sociedades de mejoras públicas, las juntas de conservación y ornato otra
asociaciones secretas han logrado, con ciencia y paciencia dignas de todo insulto,
destruir la fisonomía histórica y monumental de la casa donde murió Simón Bolívar.
La casa contenía el eco de la última y rotunda soledad del héroe. La arquitectura y
el paisaje que decoraron el tremendo crepúsculo de 1830 lo prolongaron después
en voluntaria actitud de memoria y silencio. La custodia de aquel eco y una
administración estética de la desolación hubieran perpetuado en San Pedro
Alejandrino el tono fúnebre que le impuso el acorde final de la más bella vida del
siglo XIX. Y fuéramos hoy a templar nuestras vanidades democráticas en el ritmo
del tiempo estancado detrás de la sombra enfática y autoritaria del Libertador.
Pero la poderosa jurisdicción del mal gusto y una incapacidad unánime para la
estimación del sitio ejecutaron en San Pedro Alejandrino un nutrido plan de
anacronismos y adulteraciones. Así, sobre la escueta tierra que cerró el
continental itinerario de Bolívar figuran ahora la sajona petulancia del césped y los
amaneramientos vegetales de un jardincillo propicio para las menos elegíacas
ocurrencias de veraneo. Las antiguas paredes soportan las calamidades de una
marmolería baratísima y de una iconografía impertinente. Las vitrinas y las
estanterías dan a los viejos recintos un irrefutable aspecto de almacén de artículos
para regalos. Y los lustrosos accesorios del simbolismo oficial completan la fronda
de festones, coronas, papeles y banderas cuya espesura desterró de aquellos
lugares a la dignidad del recuerdo.
San Pedro Alejandrino existía como domicilio de un espectro glorioso, como
cautiverio de un momento de historia que allí se conjuraba en su temperatura
exacta y dramática. Era un bien documental cuya autenticidad y validez residía en
su pretérita ubicación, en su fidelidad al instante en que la muerte clausuró el
destino “del gran padre magnífico y terrible”. Por eso fue inaudito el afán de
“ornamentar” lo que ya en sí era completo, acabado, inmodificable; y de viciar con
la redundancia y la retórica de las placas “conmemorativas” los rincones donde
todos los detalles de la aridez y del abandono constituían los sacramentales útiles
de la conmemoración perfecta; y de extraer a San Pedro Alejandrino de su anterior
estampa genial y fatal para convertirlo en algo actual, cotidiano, inconcluso,
reformable y adaptable al parecer de las espesas gentes municipales.
Ha desaparecido, pues, la casa donde murió Simón Bolívar. El cemento, la
jardinería y el patriotismo han liquidado su original y auténtico carácter, han
vulnerado su solemnidad para otorgarle un irónico parecido a ciertas
dependencias de la Magdalena FruitCompany. La categoría ruinosa y el trágico
decoro de San Pedro Alejandrino fueron abolidos desde cuando se le sustrajo lo
que llamaríamos “el encanto fantástico y suprasensible de la pátina” si
quisiéramos emplear una frase de Jorge Simmel, a quien quizá hayan oído
mentarlos importantísimos miembros de las sociedades de mejoras públicas, las
juntas de conservación y ornato y otras asociaciones secretas.
Texto anterior: Nocturno de Diego Fallón