Electra: 12
Escena XI
editarELECTRA, PANTOJA.
PANTOJA.- (Vivamente.) ¿Qué decía? ¿Qué contaba ese corruptor de la inocencia?
ELECTRA.- Nada: historias, anécdotas para reír...
PANTOJA.- ¡Ay, historias! Desconfíe usted de las anécdotas jocosas y de los narradores amenos, que esconden entre jazmines el aguijón ponzoñoso... La noto a usted suspensa, turbada, como cuando se ha sentido el roce de un reptil entre los arbustos.
ELECTRA.- ¡Oh, no!
PANTOJA.- La inquietud que producen las conversaciones inconvenientes, se calmará con los conceptos míos, bienhechores, saludables.
ELECTRA.- Es usted poeta, señor de Pantoja, y me gusta oírle.
PANTOJA.- (Le señala una silla: se sientan los dos.) Hija mía, voy a dar a usted la explicación del cariño intenso que habrá notado en mí. ¿Lo ha notado?
ELECTRA.- Sí, señor.
PANTOJA.- Explicación que equivale a revelar un secreto.
ELECTRA.- (Muy asustada.) ¡Ay, Dios mío, ya estoy temblando!...
PANTOJA.- Calma, hija mía. Oiga usted primero lo que es para mí más doloroso. Electra, yo he sido muy malo.
ELECTRA.- ¡Pero si tiene usted opinión de santo!
PANTOJA.- Fui malo, digo, en una ocasión de mi vida (Suspirando fuerte.) Han pasado algunos años.
ELECTRA.- (Vivamente.) ¿Cuántos? ¿Puedo yo acordarme de cuando usted fue malo, Don Salvador?
PANTOJA.- No. Cuando yo me envilecí, cuando me encenagué en el pecado, no había usted nacido.
ELECTRA.- Pero nací...
PANTOJA.- (Después de una pausa.) Cierto...
ELECTRA.- Nací... Por Dios, señor de Pantoja, acabe usted pronto...
PANTOJA.- Su turbación me indica que debemos apartar los ojos de lo pasado. El presente es para usted muy satisfactorio.
ELECTRA.- ¿Por qué?
PANTOJA.- Porque en mí tendrá usted un amparo, un sostén para toda la vida. Inefable dicha es para mí cuidar de un ser tan noble y hermoso defender a usted de todo daño, guardarla, custodiarla, dirigirla, para que se conserve siempre incólume y pura; para que jamás la toque ni la sombra ni el aliento del mal. Es usted una niña que parece un ángel. No me conformo con que usted lo parezca: quiero que lo sea.
ELECTRA.- (Fríamente.) Un ángel que pertenece a usted... ¿Y en esto debo ver un acto de caridad extraordinaria, sublime?
PANTOJA.- No es caridad: es obligación. A mi deber de ampararte, corresponde en ti el derecho a ser amparada.
ELECTRA.- Esa confianza, esa autoridad...
PANTOJA.- Nace de mi cariño intensísimo, como la fuerza nace del calor. Y mi protección, obra es de mi conciencia.
ELECTRA.- (Se levanta con grande agitación. Alejándose de PANTOJA, exclama aparte:) ¡Dos, Señor, dos protecciones! Y ésta quiere oprimirme. ¡Horrible confusión! (Alto.) Señor de Pantoja, yo le respeto a usted, admiro sus virtudes. Pero su autoridad, sobre mí no la veo clara, y perdone mi atrevimiento. Obediencia, sumisión, no debo más que a mi tía.
PANTOJA.- Es lo mismo. Evarista me hace el honor de consultarme todos sus asuntos. Obedeciéndola, me obedeces a mí.
ELECTRA.- ¿Y mi tía quiere también que yo sea ángel de ella, de usted...?
PANTOJA.- Ángel de todos, de Dios principalmente. Convéncete de que has caído en buenas manos, y déjate, hija de mi alma, déjate criar en la virtud, en la pureza.
ELECTRA.- (Con displicencia.) Bueno, señor: purifíquenme. ¿Pero soy yo mala?
PANTOJA.- Podrías llegar a serlo. Prevenirse contra la enfermedad es más cuerdo y más fácil que curarla después que invade el organismo.
ELECTRA.- ¡Ay de mí! (Elevando los ojos y quedando como en éxtasis, da un gran suspiro. Pausa.)
PANTOJA.- ¿Por qué suspiras así?
ELECTRA.- Deje usted que aligere mi corazón. Pesan horriblemente sobre él las conciencias ajenas.