Electra: 10
Escena IX
editarELECTRA; al poco rato CUESTA.
ELECTRA.- (Entonando una salmodia de Iglesia, recoge los dibujos y los ordena.) Bach... para que me asimile... ¡qué gracia! el estilo religioso. (Canta.)
CUESTA.- (Entra por el foro recatándose.) ¡Sola...!
ELECTRA.- (Canta algunas notas litúrgicas. Ve avanzar a CUESTA.) ¿Pero no se había marchado usted, Don Leonardo?
CUESTA.- (Con timidez.) Sí; pero ha vuelto, hija mía. Tengo que hablar con usted.
ELECTRA.- (Un poquito asustada.) ¡Conmigo!
CUESTA.- El asunto es delicado, muy delicado (Con fatiga y dificultad de respiración.) Perdone usted... padezco del corazón... no puedo estar en pie. (ELECTRA le aproxima una silla. Se sienta.) Sí: tan delicado es el asunto que no sé por dónde empezar.
ELECTRA.- Por Dios, ¿qué es?
CUESTA.- (Animándose.) Electra, yo conocí a su madre de usted.
ELECTRA.- ¡Ah! Mi madre fue muy desgraciada.
CUESTA.- ¿Qué entiende usted por desgraciada?
ELECTRA.- Pues... que vivió entre personas malas que no la permitían ser tan buena como ella quería.
CUESTA.- ¡Oh! Sin saberlo ha dicho usted una gran verdad... ¿Recuerda usted a su madre?... ¿Piensa usted en ella?
ELECTRA.- Mi madre es para mí un recuerdo vago, dulcísimo; una imagen que nunca me abandona... Viva la guardo en mi corazón, que no es todavía más que una gran memoria, y en esta gran memoria la están buscando siempre mis ojos ansiosos de verla. ¡Pobre madre mía! (Se lleva el pañuelo a los ojos. CUESTA suspira.) Dígame, Don Leonardo: cuando trataba usted a mi madre ¿era yo muy chiquitita?
CUESTA.- Era usted una monada. Le hacíamos a usted cosquillas para verla reír; su risa me parecía el encanto, la alegría de la Naturaleza.
ELECTRA.- Vea Usted por qué he salido tan loca, tan traviesa y destornillada... y alguna vez me cogería usted en brazos.
CUESTA.- Muchísimas.
ELECTRA.- (Sonriendo sin acabar de secar sus lágrimas.) ¿Y no le tiraba yo de los bigotes?
CUESTA.- A veces con tanta fuerza, que me hacía usted daño.
ELECTRA.- Me pegaría usted en las manos.
CUESTA.- ¡Vaya!
ELECTRA.- ¿Pues sabe usted que crea que todavía me duelen...?
CUESTA.- (Impaciente por entrar en materia.) Pero vamos al caso. Advierto a usted, Electra, que esto es reservadísimo. Queda entre los dos.
ELECTRA.- ¡Oh! me da usted miedo, Don Leonardo.
CUESTA.- No es para asustarse. Vea usted en mí un amigo, el mejor de los amigos; vea en este acto el interés más puro, el sentimiento más elevado...
ELECTRA.- (Confusa.) Sí, Sí: no dudo... pero...
CUESTA.- Vea usted por qué doy este paso... Aunque no soy muy viejo, no me siento con cuerda vital para mucho tiempo. Viudo hace veinte años, no tengo más familia que mi hija Pilar, ya casada, y ausente. Casi estoy solo en el mundo, con el pie en el estribo para marchará otro... y mi soledad ¡ay! parece como que quiere echarme, más pronto... (Con gran dificultad de expresión.) Pero antes de partir... (Pausa.) Electra, he pensado mucho en usted antes que la trajeran a Madrid, y al verla ¡Dios mío! he pensado, he sentido... qué sé yo... un dulce afecto, el más puro de los afectos, mezclado con alaridos de mi conciencia.
ELECTRA.- (Aturdida.) ¡La conciencia! ¡Qué cosa tan grave debe ser! La mía es como un niño que está todavía en la cuna.
CUESTA.- (Con tristeza.) La mía es vieja, memoriosa. Me repite, me señala sin cesar los errores graves de mi vida.
ELECTRA.- ¡Usted... errores graves usted tan bueno!
CUESTA.- Sí, sí: bueno, bueno... y pecador... En fin, dejemos los errores y vamos a sus consecuencias. Yo no quiero, no, que usted viva desamparada. Usted no posee bienes de fortuna. Es dudoso que la protección de Urbano y Evarista sea constante. ¿Cómo ha de consentir yo que se encuentra usted pobre y desvalida el día de mañana?
ELECTRA.- (Con penosa lucha entre su conocimiento y su inocencia.) No sé si lo entiendo... no sé si debo entenderlo.
CUESTA.- Lo más delicado será que lo entienda sin decírmelo, y que acepte mi protección ¡sin darme las gracias! Juntos van el deber mío y el derecho de usted. Gracias a mí, Electra, no se verá roto el hilo que une a cada criatura con las criaturas que fueron, y con las que aún viven... Y si hoy me determino a plantear esta cuestión, es porque... porque hace tiempo que me asedia el temor de las muertes repentinas. Mi padre y mi hermano murieron como heridos del rayo. La lección cardiaca, destructora de la familia, ya la tengo aquí: (Señalando al corazón.) es un triste reloj que me cuenta las horas, los días... No puedo aplazar esto. No, me sorprenda la muerte dejando a esta preciosa existencia sin amparo. No puedo, no debo esperar... Concluyo, hija mía, manifestando a usted que tenga por asegurado un bienestar modesto...
ELECTRA.- ¡Un bienestar modesto... yo...!
CUESTA.- Lo suficiente para vivir con independencia decorosa...
ELECTRA.- (Confusa.) ¿Y yo... qué méritos tengo para...? Perdone usted... No acabo de convencerme... de...
CUESTA.- Ya vendrá, ya vendrá el convencimiento...
ELECTRA.- ¿Y por qué no habla usted de ese asunto a mis tíos...
CUESTA.- (Preocupado.) Porque... A su tiempo se les dirá. Por de pronto, sólo usted debe saber mi resolución.
ELECTRA.- Pero...
CUESTA.- (Con emoción, levantándose.) Y ahora, Electra, ¿querrá usted a este pobre enfermo, que tiene los días contados?
ELECTRA.- Sí... ¡Es tan fácil para mí querer! Pero no hable usted de morirse, Don Leonardo.
CUESTA.- Me consuela mucho saber que usted me llorará.
ELECTRA.- No me haca usted llorar desde ahora...
CUESTA.- (Apresurando su partida para vencer su emoción.) Adiós, hija mía.
ELECTRA.- Adiós... (Reteniéndole.) ¿Y qué nombre debo darle?
CUESTA.- El de amigo no más. Adiós. (Arrancándose a partir. Sale por el foro. ELECTRA le sigue con la mirada hasta que desaparece.)