Fábulas argentinas
El zorrino manso​
 de Godofredo Daireaux


Amanzado desde cachorrito, un zorrino vivía en una casa, en medio de la familia y de los animales domésticos, causando la admiración de todos por la decencia con que se portaba, sin dejar escapar jamás el mínimo olor a... zorrino.

Dedicaba su mayor amistad a los niños de la casa y a un cusquito que siempre andaba con ellos.

Y con la cabecita levantada como si buscara algo, olfateando, corría el zorrino por todas partes, se dejaba acariciar, comía carne en la mano del amo, entraba en el rancho, todo sin dejar sospechar siquiera que fuese capaz de hacer lo que tan bien hacen sus semejantes.

Pero un día, mientras estaban jugando los niños, el cusco y él, revolcándose en un montón en la tierra del patio, los vio un perro grande de afuera, que había venido con una visita; y se quiso entrometer y jugar él también.

Toscamente se abalanzó y ladró. El cusco, creyendo que lo quería morder, se asustó, los niños echaron el grito al cielo y quisieron disparar, y el zorrino, olvidándose de su esmerada educación para acordarse sólo del peligro inminente, soltó por todas partes su chorro hediondo, perfumando con él lo mismo al intruso que a los niños y al cusco; y el amo, que estaba en la cocina tomando mate con la visita, frunció la nariz y dijo: «¡Qué olor a zorrino!» sin acordarse en el primer momento de que al zorrino mejor amansado le puede volver la maña el día menos pensado.