El voluntario Balorec

El voluntario Balorec
de Octave Mirbeau
(traducción de R. Blanca, 1922)


La víspera se había librado un combate en los alrededores de Marchenoir, pequeño pueblo del Loir-et-Cher. La acción había quedado indecisa y las tropas durante la tarde acamparon en las mismas posiciones. Al amanecer del día siguiente, en la gran llanura desolada y sombría, ardían aún dos fincas incendíadas por la artillería. Eran las cinco cuando sonó la díana. La noche había sido ruda : los soldados no habían podido dormir, medio helados de frío bajo sus tiendas sin paja, medio muertos de hambre también, careciendo de víveres, porque la intendencía había recibido la orden de batirse en retirada en el momento preciso de la distribución, por temor de una derrota más comp1eta. Las tiendas se empaquetaron ; se requirieron las mochilas ; algunos fuegos brillaron y a su alrededor negras siluetas humanas se aproximaron encogidas y temblorosas. Aquí y allá las bayonetas de los fusiles en pabellones despedían resplandores feroces, y los toques de corneta, repitiéndose, eran los únicos que interrumpían el fúnebre silencio del campamento.

Sebastián había pasado una parte de la noche de centinela delante de los pabellones. Estaba rendido de fatiga, tiritaba de frío y sus párpados le picaban vivamente, como si los tuviese humedecidos por un ácido. La víspera, por primera vez, había asistido a un pequeño encuentro de guerrillas. Había cumplido su palabra, no disparando un solo tiro. Además, ¿ sobre qué o sobre quién había de haber tirado ? No había visto más que una nube de humo ; marchaba con la cabeza baja, inclinándose bajo la lluvía de balas que silbaba a su alrededor, con el corazón encogido por un miedo inmenso. Le hubiera sido difícil resumir y explicar sus impresiones. En realidad, no se acordaba de nada más que de aquel humo y de aquel miedo, un miedo extraño que no era el de la muerte, sino algo más terrible. Ya no razonaba ; vivía mecánicamente, arrastrado por una fuerza desconocida, por una obediencía ciega que había substituído a su inteligencía, a su sensibilidad, a su voluntad. Agobíado por las fatigas y las frecuentes privaciones, ganado bien pronto por el ambiente de desmoralización, marchaba hacía adelante, en una especie de obscuridad moral, en una noche intelectual, sin conocer su propio pensamiento, sin acordarse que, detrás de él, quedaban allá abajo amigos, una familía, un pasado... En vano trató de aproximarse al fuego rodeado por diez filas de hombres, cuyas caras, escuálidas y fatigadas, se iluminaban siniestramente con el tembloroso refiejo de las llamas. Se le rechazó duramente, y en vista de ello, tomó el partido de marchar rápidamente, de correr, para reaccionarse, dando fuertes patadas contra la tierra endurecida y sonora. La noche era sombría ; los encendidos escombros de dos fincas, al extinguirse, brillaban tristemente en las tinieb1as, y sobre las colinas lejanas, por encima de la negra llanura, pequeños puntos luminosos, semejantes a titilantes estrellas, indicaban el campo enemigo. Las cornetas seguían tocando y cada nota de ellas le hacía estremecerse y detenerse un instante, y un momento después reanudaba su carrera, con la piel tirante, mordido por el frío, bajo su blusa de lana delgada y rota. De cuando en cuando oía con un indecible temblor de todo su ser pasar cerca de él en la obscuridad y alejarse por la llanura algún pelotón de tropa ; entonces pensaba que pronto le llegaría su turno. Un compañero vino a reunírsele y se puso a seguirle en su carrera.

— ¡ Está la cosa que arde ! Hoy habrá leña de firme — dijo.

Sebastián no respondió. Después de un instante de silencio, su compañero repitió :

— Sabes que Gantier no ha contestado en la lista ?

— ¿ Lo han matado ? — preguntó Sebastián con indiferencía.

— ¡ Puá !... Ha despejado el campo, el infeliz !

— Ya hacía mucho tiempo que él me lo había dicho !

— ¡ Cuando concluirá esta cochina guerra !

Los dos hombres lanzaron un suspiro y callaron.

El día tardaba en llegar. Empezó a despejarse la llanura, obscura y estéril, dura y monótona como un campo de maniobras. Los jinetes galupaban inclinados sobre el arzón, con la carabina sobre el muslo y las capas flotando ; negras y profundas masas de infantería evolucionaban avanzando ; una batería se dirigía hacía un montecillo cubierto a la derecha, y sobre el suelo endurecido por la helada producía un ruido metálico, un estrépito de planchas de hierro que se entrechocaban... Las colinas permanecían aún sumidas en una sombra inquietante, llena del misterio de aquel ejército invisible que pronto descendería a la llanura llevando consigo la muerte ; sobre esta llanura el cielo, completamente gris, de un gris uniforme y plomizo, anuncíaba nieve. Algunos copos volaban en el espacio. De cuando en cuando, algunos disparos, diseminados en la inmensa extensión del llano, estallaban secos, muy lejos, como chasquidos de látigo.

— ¡ Esto va a arder hoy ! .... — repitió el compañero, muy pálido.

Sebastián se extrañó de no haber visto a Balorec, a quien había abandonado la víspera antes del encuentro. Su batallón acampaba cerca del suyo, y desde que habían salido juntos de Mans, tenían la costumbre de verse todas las tardes, salvo los días de gran guardía y de servicio de provisiones. Balorec era el único que 1e reconcilíaba con la vida. Por él tenía aún conciencía de su ser real, sensible y pensante. ¿ Qué era de él sin Balorec ?

Después de tres días de marcha forzada, al llegar a Mans, que rebosaba de tropas desbandadas y errantes, la primera cara conocida que había encontrado Sebastián era la de Balorec. Balorec, voluntario ! Era él, parado ante el escaparate de una librería, contemplando los dibujos de los periódicos ilustrados.

— ¡ Balorec !.. — había gritado, delirante de alegría.

Balorec se había vuelto, había reconocido a Sebastián, que, para hacerse visible, agitaba en el aire su fusil. Por entre las filas vino a colocarse a su lado. Conmovido, Sebastián no pudo balbucear más que algunas palabras :

— ¡ Cómo ! ¿ Eres tú, Balorec ?... ¿ eres tú ?

Y Balorec, moviéndose torpemente dentro de su capote de voluntario bretón, sonreía con aquella enigmática y gesticulante sonrisa de siempre. Al contemplar a su amigo, que marchaba cerca de él, en fila, recordaba con alegría aquellos paseos en el colegio que le habían hecho tan feliz.

— ¿ Te acuerdas, Balorec ? — le decía—. ¿ Te acuerdas cuando modelabas... cuando me cantabas canciones bretonas ?... ¿ Te acuerdas ?

— ¡ Sí, sí  ! — decía Balorec, tratando de llevar el paso.

No había cambíado en nada... Apenas si había crecido. Torpe como siempre, con pelo crespo, las mejiflas redondas y abotargadas, completamente imberbes, marchaba con las piernas desnudas con su paso zambo y desigual.

— ¿ Cómo estás aquí ?

— Llegamos del campo de Toulic... Hemos dejado muchos muertos...

— ¿ Te has batido ya ?

— ¡ Ca !... la fiebre... el hambre... ¡ Han muerto muchos !... Muchos de mi pueblo... amigos ! ¡ Esto no es justo !

— ¿ Por qué no me bas escrito, Balorec ?

— Porque...

Habían llegado así hasta Pontlieu, un caserío de Mans, donde se había establecido un campamento sobre la orilla izquierda del Sarthe.

— ¡ Yo me quedo aquí también ! — dijo Balorec.

Y qué alegría al día siguiente, cuando supieron que formaban parte de la misma brigada ! A partir de este momento, ya no se separarían mucho. Durante su estancía junto al Mans, saldrían juntos y recorrerían la ciudad. Durante las marchas se reunirían en los altos, en las etapas. Por la tarde, y con mucha frecuencía, Balorec venía a deslizarse bajo la tienda de Sebastián y le llevaba rajas de salchichón, pan blanco, que robaba no se sabe dónde. Y así permanecían todo el tiempo que podían, uno cerca del otro, hablando rara vez, pero sintiéndose unidos por intensa ternura, por lazos de sufrimiento y de misterio, lazos indisolubles y potentes. Algunas veces Sebastián interrogaba a Balorec :

— ¿ Qué haces en París ? ~ A qué te dedicas, por fin ?

— Me dedico... me dedico a... ¡ Ya lo verás !

Y permanecía impenetrable, misterioso... no respondiendo más que por gestos proféticos, por alusiones vagas e incompletas a cosas que Sebastián no podía comprender.

— ¿ Y la guerra ?... ¿ No tienes miedo ? — volvía a preguntarle.

— ¡ No !... La detesto porque no es justa, pero no he sentido miedo jamás.

— ¿ Y si te mataran, Balorec ?

— ¿ Y qué ?... Muerto quedaría.

— ¿ Y si me mataran a mi, Balorec ?

— Pues... quedarías muerto también !

— Dime, pues, ¿ cuál es la cosa más grande ?

Los ojos de Balorec se inflamaban y acabó por decir, por balbucear con voz pastosa, haciendo una porción de gestos raros que le transformaban horriblemente :

— Es... es... ¡ es la justicía !... Ya verás... ya verás...

Mientras corría, Sebastián evocaba todos estos recuerdos - y otros más lejanos, inquietándose de no haber vuelto a ver a Balorec desde la víspera. De repente, un toque de corneta que le era muy conocido le hizo estremecer. Los soldados dejaron sus sitios con sentimiento, y él mismo, poseído de angustía, marchó a reunirse con su compañía, que bien pronto se dirigía al montecillo cubierto, a la derecha del cual los artilleros colocaban las piezas en hatería. Allí estaban ya los voluntarios cavando la tierra, más dura che el granito. construyendo espaldones para proteger las piezas. Sebastián se dió por muy feliz al encontrarse allí con Balorec, que, provisto de una pala, se descrismaba en vano contra el suelo helado. Se le dió un pico, y habiendose mezclado las dos compañías, vino a colocarse al lado de Balorec, frente a las negras fauces de los canones, mudas aún y siniestras. El capitán paseaba entre los soldados, fumando su pipa con aire preocupado. No parecía estar alegre, convencido como debía hallarse de que toda resistencía era inútil. De cuando en cuando observaba con sus gemelos de campaña los movimientos dee las tropas enemigas y bajaba la cabeza. Era un hombre pequeño, grueso, barrigudo, de cara jovíal, y cuyos bigotes grises, cortados al rape, parecían un cepillo. Adoraba a su caballo blanco, pequeño como él, de sólidos riñones, que un ordenanza tenía del diestro, cerca de un cajón. De vez en cuando se acercaba a él, dándole unas palmadas cariñosas, como para prestarle resignación. Era paternal con sus soldados ; hablaba con ellos, compadecido sin duda de todas aquellas pobres existencías sacrificadas por nada.

— Vamos, hijos míos, daos prisa — les decía.

Pero el trabajo no adelantaba a causa de la dureza de la tierra, contra a cual se embotaban las puntas de los zapapicos. Sobre las ondulaciones en que acampaba el enemigo, desembarazadas del velo de bruma que las envolvía, se notaba ya un pululamiento de hormiguero ; una acumulación de insectos extraños y negros cubría las pendientes lejanas con sus masas profundas, convertiendo el horizonte en una casa movible y viviente que avanzaba. En la llanura los regimientos continuaban evolucionando - semejantes a pequeñas hileras marchando de una a otra parte galopaban jinetes y escoltas de generales, que se reconocían por las banderas que flotaban en el ambiente especíal de aquel cielo ambiguo, pesado, de una lividez trágica.

Y mientras los hombres trabajaban, encorvados, una carreta que llegaba de la llanura, conducida por una ambulancía, se detuvo cerca de Sebastián y de Balorec. El conductor pidió fuego para encender su pipa, que se había apagado, y aguardiente, porque en su cantimplora no quedaba ya una gota. Sebastián le alargó la suya. La carreta estaba llena de muertos : era un lúgubre caos de miembros rígidos y retorcidos, de brazos rotos, de piernas colgando, entre las cuales aparecían caras tumefactas, embadurnadas de sangre negruzca y coagulada. En lo alto, un cadáver tendido sobre la espalda con los ojos desmesuradamente abiertos, vestido con el uniforme gris de los zuavos pontificios, blandía un brazo rígido y recto como el asta de una bandera. Sebastián palideció. Acababa de reconocer a Guy de Kerdaniel. Su cara tranquila, un poco más pálida que de costumbre, con la barba rubía salpicada de escarcha y manchada de tierra, conservaba la gracía insolente y enfermiza que le caracterizaba.

Se veía que Guy había sido muerto instantáneamente por un balazo en el cuello. El proyectil había arrastrado tras de si un trozo de corbata que tapaba la herida, de bordes sonrosados. Sebastián experimentó una gran compasión. Olvidó en un instante lo que en otro tiempo había sufrido por Guy de Kerdaniel y se descubrió píadosamente, respetuosamente, delante de aquel cadáver rígido que hubiera deseado abrazar. Balorec contemplaba asimismo al muerto con mirada tranquila y fría.

— ¿ Lo reconoces ? — le preguntó Sebastián.

— Sí... sí... —contestó Balorec.

— ¡ Pobre Guy ! — murmuró Sebastián suspirando y sintendo afluir las lágrimas a sus ojos —. ¡ Pobre Guy !

Entonces Balorec le asió del brazo con viveza y le mostró a los voluntarios asustados, que trabajaban. Aquellos eran hijos de aldeanos, de labradores y de miserables.

— ¿ Que dices a esto ? ¡ Míralos !... ¿ Es justo ? ¿ Cuántos no habrán muerto dentro de poco ?... ¿ Y él ?...

Y volviendose a la carreta, que se alejaba dando tumbos sobre los guijarros.

— ¡ El !... ¡ un rico ! ... ¡ un noble... un malvado !... Eso es justo, sí. En fin, cavemos...

Y se puso a cavar. A lo lejos, con intervallos, se oía el chasquido de los disparos.

Durante este tiempo un ayudante de órdenes había llegado a rienda suelta hasta la batería. Bajó del caballo y conversó unos minutos con el capitán, que poco a poco se animaba, haciendo gestos coléricos ; después requirió su caballo blanco y desapareció al galope. Era un hombre joven, delicado y bonito come una mujer, con medias botas amarillas, guantes de piel de perro y el talle apretado por un dolmán, guarnecido de confortable astracán. Se acercó a las piezas y pareció interesarse mucho en la maniobra. El teniente le acompañaba.

— ¿ Es decir, que no puedo disparar un cañonazo ? — le preguntó.

— Si tantas ganas tiene, no se prive de ello.

— ¡ Gracías ! Estaría gracioso que disparase un obús allá abajo, en medio de los prusíanos... ¿ Verdad que tendría gracía ?

Y se rieron ambos discretamente. El joven apuntó la pieza y dió la voz de fuego. El obús se perdió en la llanura, donde estalló a quinientos metros de los prusíanos.

Aquella fué la señal de combate.

El horizonte se encendió repentinamente, envolviéndose en una nube de humo, y una por una, cinco bombas de obús cayeron en medio de los voluntarios que trabajaban. El ayudante de órdenes corría a galope tendido, inclinado sobre el cuello del caballo. Los soldados se echaron al suelo y la batería siguió retumbando sin descanso, estremeciendo la tierra con su voz tonante. Sebastián y Balorec, juntos, tendidos boca abajo, no distinguían nada ; nada más que inmensas columnas de vapor que aumentaban, llenaban la atmósfera surcada por el paso continuo de bombas y granadas. En la llanura las tropas, diseminadas, empezaban el fuego de fusil.

— ¿ Oye ?... Dime — interrogó Balorec.

Sebastián no respondió.

Detrás de ellos, a pesar de los sacudimientos y de las estridentes detonaciones, oían el clamor de las voces, los toques de corneta, el galope, el rodar de pesados vehículos.

— ¿ Oye ?... Dime — repitió Balorec.

Sebastián no respondió.

Entonces Balorec se puso en pie, se volvió un instante y, como a traves de un sueño doloroso, vió la batería tras de una roja cortina de fuego en medio de la cual iba y venía el capitán derecho sobre su caballo, blandiendo su sable al mandar y alrededor de la cual se agitaban los soldados ennegrecidos. Un hombre cayó ; un caballo se desplomó ; luego otro... Balorec volvió a acostarse junto a Sebastián.

— ¿ Oye ?... Dime... Voy a contarte algo... ¿ Me escuchas ?

— ¡ Sí, te escucho ! — murmuró Sebastián con voz débil y temblorosa.

Balorec, con mucha calma, empezó :

— Mi capitán era de mi pueblo... ¿ Tú lo conoces, verdad ? Uno chiquito, moreno, casi negro, regordete, nervioso, insolente... Era de mi país... Un noble altanero, poco caritativo, que expulsaba a los pobres de su castillo, prohibiéndoles pasear los domingos por sus bosques... Yo tenía permiso para ir, a causa de que papá era del mismo partido... pero no iba porque le detestaba... Se llamaba el conde del Laric... ¿ Me oyes ?...

Sebastián murmuró en voz más baja todavía :

— Sí, te oigo.

Balorec se incorporó un poco sobre ambos codos y apoyó su cara entre las palmas de las manos :

— Hace tres semanas — prosiguió — ibamos de marcha... El pequeño Leguen, hijo de un obrero de mi pueblo, fatigado y enfermo, no podía continuar la marcha... Entonces el capitátn le dijo : « Adelante. » Leguen respondió : « Estoy enfermo. » El capitán empezó a insultarle : « Eres un maula indecerite » ; y le dió dos tremendos puñetazos en la espalda... Leguen cayó... Yo estaba allí ; nada dije... Pero prometí una cosa... Y esta cosa...

Una bomba de obús estalló tan cerca de ellos, que los cubrió de tierra. Balorec repitió :

— Y esta cosa... ¿ Me oyes ?

Sebastián gimió :

— Sí, sí, te oigo.

—Y esta cosa...

Se aproximó más aún a Sehastián y le dijo al oído en voz muy baja :

— La cumplí ayer... Ayer maté al capitán.

— ¡ Tú !... ¡ Lo has matado tú ! — repitiô Sebastián.

— ¡ Tieso !... Lo dejé seco... Era justo !

Balorec se calló y contempló la llanura.

Los fuegos de fusilería se acercaban y el cañón se encarnizaba. Era un ruido sordo, continuo, aumentado por espantosas sacudidas que parecían penetrar en la tierra, distendiendo las profundidades subterráneas y por desgarramientos del aire que parecían el crujir de una tela al rasgarse. Alrededor de él los obreros removían la tierra, y su estallido, silbando con estridencía siniestra, precedía a una lluvía de metralla que se esparcía en haces nutridos y terribles. La batería no contestaba ya más que de un modo débil, a intervalos desiguales y cada vez más grandes. Tres piezas desmontadas, con los apuntes destrozados, habían enmudecido ya.

Y el humo, esparciéndose, envolvía el horizonte, y el cielo cubría los campos de una espesa y roja neblina cada vez más densa. Balorec vió pasar a través de esta niebla formas espectrales, uniformes despedazados, espaldas contraídas, carreras desoladas, todo el pánico de la huida y de la derrota. Pasaban sin cesar, primero, de uno a uno ; después, por grupos ; más tarde, columnas desbandadas y frenéticas ; pasaban con ademanes fatigados y de locos ; extraños perfiles, vagas oleadas, sombrías, tumultuosas, empujándose y confundiéndose ; caballos sin jinete, con los estribos entrechocándose, el cuello tendido y la crin erizada, surgían de repente en aquella mezcla humana, llevados en alas de un furioso galope de pesadilla. Los soldados ganaban a grandes pasos las líneas de voluntarios, tirándose al suelo sin mochilas, sin fusiles, sin kepis.

Sebastián permanecía inmóvil, con la cara pegada al suelo. No veía nada, no oía nada, no pensaba en nada. Al principio había querido ser razonable, mostrarse valiente como Balorec. Trataba de evocar todos aquellos recuerdos, capaces de distraerle del horror que experimentaba en aquel momento. Pero estos recuerdos huían de su imaginación o se transformaban en nuevas imágenes aterradoras. Había hecho cuanto le era posible para fortificarse contra estos desfallecimientos de su valor, para reunir en un supremo esfuerzo las energías disgregadas y las fuerzas mentales que le restaban, pero el miedo se apoderaba de él, lo aniquilaba, lo incrustaba cada vez más contra el suelo. Sin moverse, con voz desfallecida, llamaba de cuando en cuando a Balorec para asegurarse de que su amigo estaba allí, vivo, cerca de él siempre. Esta preocupación de verse protegido (el único sentimiento que subsistía a la derrota de su voluntad) desaparecía igualmente. Estaba como en un abismo, como en una tumba, muerto, con la sensación atroz y confusa de la muerte y de oir sobre él rumores inciertos, apagados, de la vida lejana, de la vida perdida. Ni siquiera se apercibió de que muy cerca de él un hombre que huía giró de repente sobre sí mismo y se desplomó con los brazos en cruz, mientras un hilo de sangre se deslizaba bajo el cadáver, engrosándose y extendiéndose poco a poco.

El fuego de la batería se extinguía, agonizando. Por fin, cesó de repente, con un silencio mucho más lúgubre que el fuego formidable del enemigo, que aumentaba... Un momento después se dejó oir el toque de retirada.

— ¡ Levántate ! — dijo Balorec a Sebastián.

Sebastián no se movió.

— ¡ Vamos, levántate !

Sebastián seguía inmóvil.

Balorec le sacudió rudamente por un hombro.

— ¡ Vamos, levántate, vive Dios !

Entonces Sebastián, con las pupilas extravíadas, reconociendo apenas a Balorec que le sostenía como si estuviese herido, se irguió lentamente, maquinalmente, con aspecto de sonámbulo.

— ¡ Vamos, que despejar el campo !

En. este momento un desprendimiento de humo, una luz cárdena, una detonación, cegaron a Balorec y le salpicaron de pólvora encendida y de grava. A pesar de esto permaneció en pie, aturdido solamente, sofocado como por un gran viento de tempestad. Pero notó que Sebastián había resbalado bruscamente de entre sus manos, cayendo al suelo. Lo miró un momento. Sebastián yacía inanimado, con el cráneo destrozado. La masa encefálica asomaba por un agujero horrible y sangriento. Los voluntarios habían huido. Balorec estaba solo. Las sombras que corrían se hundían, se perdían entre el humo... Se inclinó sobre el cuerpo de Sebastián, se arrodilló para examinarlo, livido, cubierto de sangre, de la que se desprendía un débil vapor color de púrpura...

— ¡ Sebastián, Sebastián !

Pero Sebastián no le oía. Estaba muerto.

Balorec cogió entre sus brazos el cadáver, tratando de levantarlo. Era demasíado débil y el muerto muy pesado. Pasaban sin cesar sombras que corrían.

— ¡ Ayudadme ! Auxilíadme !

Nadie se detenía.

Corrían como poseidos de fiebre.

— ¡ Auxilíadme, auxilíadme !

Se desembarazó de su fusil, de su mochila, que le estorbaba, y haciendo un esfuerzo violento consiguió levantar a Sebastián entre sus brazos, y de este modo, con gran trabajo, la cara inundada de sudor, la respiración agitada, doblada la cintura bajo el peso del cadáver, dando traspiés, pudo llegar a la batería, donde depositó a Sebastián, sobre el afuste destrozado de un cañôn. La batería estaba abandonada. Restos de ruedas, de cuerdas hechas pedazos, de hierros torcidos y cadáveres de hombres y caballos cubrían el suelo removido y sangriento... Cerca de él, el capitán yacía al lado de su caballo blanco con el vientre destrozado.

— Esto no es justo — murmuró Balorec con voz sofocada.

E inclinándose sobre el cadáver, le dijo, como si Sebastián pudiera oirlo :

— Esto no es justo... Pero ya verás... ya verás...

Y después de respirar un instante, cargó sobre sus hombros el cuerpo de su amigo, y lentamente, penosamente, bajo la lluvía de balas y de obuses, se hundieron ambos, el vivo y el muerto, entre la nube de humo que cubría por completo la llanura.