El viernes santo
Solo, negado, escarnecido, muerto,
enclavado en la Cruz, ¡oh Jesús mío!
la frente inclinas sobre el mundo impío,
en la cumbre del Gólgota desierto.
Ebrio, entre tanto, y de baldón cubierto,
el mortal, en su infame desvarío,
adora una beldad de aliento frío,
pálida y mustia cual cadáver yerto.
¡Perdónalo, Señor! Que si en tal hora
la majestad de tu dolor ultraja
e ingrato y loco tu pasión olvida,
su espíritu inmortal se agita y llora
por sacudir del cuerpo la mortaja...
y vive en él como enterrado en vida!