El velorio del angelito

El VELORIO DEL ANGELITO


Sobre una mesa colocada en uno de los frentes, llena de paños de crochet, yuyos y flores, se hallaba vestida de blanco la criatura, cubierta con una gorrita con moños de cintas argentinas, y sus manitas yertas, con los dedos entrecruzados, tenian un ramo de azahar.

Los ojos vidriosos y abiertos miraban el techo; su boquita cerrada sin expresión y sus mejillas sin color, alumbradas por la luz amarillenta de las velas que rodeaban el cadáver, le daban un aire tranquilo de muñeca; solo los piececitos desnudos con los dedos crispados, en el último estertor agónico, revelaban la muerte.

Todos los candeleros de la vecindad fueron puestos á contribución, y cuando faltaron éstos, sirvieron las botellas, que lloraban largas lágrimas de sebo al ser relegadas al triste papel de tener la vela.

En la cabecera, un Cristo de madera con un brazo roto y atado con hilos, y sobre éste, clavado á la pared, un cuadro con grandes flores de lata, mostraba tras el vidrio la Virgen del Cármen repartiendo escapularios á los pobres que se achicharraban en un infierno, pintado con llamas de un rojo subido.

En un rincón, sobre otra mesita, dos bandejas contenian galletitas, varios vasos, una botella de vermouth y un frasco de ginebra; sobre un platito, unos cuantos mazos de cigarros.

A lo largo del rancho, sillas de todas formas y tamaños; muchas de las vecinas estaban ocupadas por las muchachas y viejas que desde temprano habian llegado para ayudar á la dueña de casa, que sumida en un profundo dolor y envuelta en un gran rebozo negro, platicaba tranquilamente con algunas amigas, acordándose de llorar de vez en cuando, lo que felizmente duraba poco, como los relámpagos en noche serena.

Las muchachas habían revuelto sus baules en esta ocasión; la plancha y el almidón no descansaron ese día, para volver los vestidos de percal duros y sonadores.

Las batas cortas, sin ballenas, ni corsé, dibujaban talles cuadrados y caderas anchas, y sus peinados sin flequillos, en dos ondas sobre la frente, con un rosquete de trenzas atrás, estaban adornados con cintas en el medio, azules ó verdes.

Los turcos, que también por allí habian pasado, las habian provisto de anillos de goma, azules ó colorados, aros de metal con muchas piedras, cruces de tierra santa, compradas en Buenos Aires, y pañuelos en cuyos ángulos tenían estampados entre dos palomas besándose, ó dos corazones unidos por un feroz flechazo, las palabras: Amor eterno, luz de mi vida, recuerdo de amistad, no me olvides, tormento de mi alma, etc., encerrando cada una la historia de un idilio, en que más de un amante apasionado los hizo fieles mensajeros de sus congojas, para recibir en cambio algún otro, con su nombre bordado en pelo y dado en un descuido de la vieja, y que despues ostentaba en el bolsillo de su saco, con toda la inscripción artísticamente salida para afuera, henchidos de amor propio, llenos de felicidad y dispuestos siempre, en la primera oportunidad, á jugarle una mala partida á la vieja, que llegaba hasta el extremo de largarles en pleno baile un no me la convierse mucho Don.

Mientras las muchachas sentadas rezaban el rosario, mostrando disimuladamente por entre las enaguas sus botines á la crimea reservados para estos actos, los mozos menos prácticos en materia religiosa, rondaban en el patio, mirándolas por las puertas, esperando llenos de impaciencia que acabaran de una vez, y pialando los mas vivos, los mates destinados á las viejas.

El patio estaba lleno; chambergos aludos, de copa puntiaguda; mantas llenas de flecos, con el escudo ó la cabeza de un caballo en una de las esquinas; bombachas negras, pantalones ajustados, botas con cañas de charol, que hacian ver estrellas á sus dueños, que las soportaban con heroismo estoico; botines elásticos y grandes pañuelos de seda, atados al cuello, de colores vivos, era lo que se distinguia en la semi-oscuridad, moviéndose confusamente, mientras la luna luchaba con algunas nubes impertinentes que se empeñaban en cubrirla.

En uno de esos momentos de oscuridad, los fuegos de los cigarros parecían innumerables luciérnagas que atravesaban esa masa de gente.

En la cocina, una inmensa fogata sostenia cuatro pavas de agua hirviendo, rodeadas por seis ú ocho viejas, con su inseparable cachimbo, que cebaban los innumerables mates que un regimiento de muchachos de ambos sexos llevaban y traían.

Después de un rato concluyó el rosario, y los primeros acordes de la orquesta de acordeón y guitarra se hicieron oir.

Empezaba el baile en honor al angelito; las polkas que habia oido en Corrientes, volvian á repetirse; pronto la sala se llenó de una nube de polvo de ladrillo, levantada por los bailarines, que apiñados se estrujaban, esforzándose por llevar bien el compás.

Era inútil é imposible que las viejas gritasen que se viera luz entre el bailarín y la compañera.

La polka seguia interminable, los rostros pegados unos á los otros, se animaban, el rojo vivo coloreaba sus caras que parecian estallar, los ojos más brillantes que de costumbre miraban de un modo extraño, las bocas jadeantes, entreabiertas daban paso á una respiracion entrecortada; empujón aquí, empullón allí, nada hacia pedir una tregua; las frentes bañadas de sudor, estaban llenas de pelo pegado, los sombreros se habian echado hácia atrás, y la polka seguía.

Un olor imposible de hacinamiento humano; sudor, agua florida y aceite, que empezaba á chorrear por las caras de los bailarines, todo mezclado, llenaba aquel recinto.

Y la polka seguía.

Parado en la puerta, no cesaba de mirar el baile, sin atreverme á entrar, cuando ví salir de pronto á un bailarín que lanzando juramentos en guarany, sin esperar más, sentóse en el suelo y se sacó las botas, dando un suspiro de satisfacción.

Al infeliz lo habian pisado!

Era necesario verlo con qué fruición se agarraba los piés, renegando del velorio, de las botas y de los zapateros que nunca hacian nada bueno.

Allí, hamacándose pasó un buen rato, donde lo dejé cara á cara con su dolor.

La polka habia concluido, volvia á empezar el rezo cuando nos fuimos á dormir.

Al otro día seguía el baile.

Después supe que otra vecina habia pedido prestado el cadáver para velarlo en su casa: pero, como ya se notaban en él síntomas de descomposición, la autoridad siempre paternal en estos casos, habia dispuesto que de farras estaba bastante y ordenó enterrarlo. . . . . . .. . . . . . . . . . .


Tomás Bathata.


(Del libro Viaje de un Maturrango)