El valor de las mujeres/Acto I

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El valor de las mujeres
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen LUCRECIA y LISARDA.
LUCRECIA:

  ¿Qué respondiste?

LISARDA:

Sin pena,
esta respuesta les doy:
al uno que suya soy,
y al otro que soy ajena,
  que a mi valor corresponde
la resolución que ves.

LUCRECIA:

Sentirá mucho el Marqués
que le dejes por el Conde.

LISARDA:

  Que lo sienta o no, Lucrecia,
no ha sido por mi opinión,
si aquesta resolución
culpare alguno por necia.
  Que propuestos dos maridos,
en sangre y nobleza iguales,
y los hombres principales
de mi estado prevenidos,
  acordaron la elección
del Conde, porque el Marqués,
aunque es más rico, no es
de tanta satisfación.

LUCRECIA:

  ¿Firmáronse los conciertos?

LISARDA:

Ya, Lucrecia, los firmé.

LUCRECIA:

Al Marqués temo.

LISARDA:

¿Por qué,
siendo seguros y ciertos?
  Engañole mi esperanza,
mis cartas, mis dilaciones.

LUCRECIA:

No sé si a peligro pones
tu inocencia y confianza,
  porque dicen que es Fineo
hombre feroz y arrogante.

LISARDA:

Ya no hay peligro que espante
la fuerza de mi deseo.
  Ya soy del Conde mujer,
no sola como lo he sido,
y pues ya tengo marido,
él me sabrá defender.

LUCRECIA:

  ¿Has visto al Conde?

LISARDA:

Jamás.

LUCRECIA:

¿Y al Marqués?

LISARDA:

Menos, que ha sido
el cielo quien ha querido
que estime a Carlos en más.
  Esto de las voluntades
ha de ser con las estrellas,
porque hay, Lucrecia, sin ellas
más mentiras que verdades.
  Pero cuando su influencia
engendra la voluntad,
halla sin dificultad
sujeta correspondencia.
  No he visto al Conde, y le quiero.

LUCRECIA:

Es que la imaginación
le da al uno perfección
y al otro le pinta fiero.

LISARDA:

  Mal haces en no pensar
los grandes merecimientos
del Conde.

LUCRECIA:

Estos casamientos,
¿cuándo se han de ejecutar?

LISARDA:

  Pienso que vendrá por mí
su hermano del Conde, presto.

LUCRECIA:

Si está del cielo dispuesto,
venga en buen hora por ti.

LISARDA:

  Voy a escribirle.

(Vase LISARDA.)
LUCRECIA:

No creo
que te casarás con él,
porque mi envidia, crüel,
salió al paso a tu deseo.
  Al Conde por fama adoro,
y envidiosa he procurado
deshacer lo que han tratado
contra mi sangre y decoro.
  Escribile una mentira
poderosa a deshacer
su concierto, que en mujer,
la envidia, el amor, la ira
  y la venganza, han tenido
siempre más fuerte rigor
que en el hombre, aunque el valor
no menos heroico ha sido.
  Quisiera para mi estado
al Conde, de quien se cuentan
tales hazañas, que aumentan
mi amor, mi envidia y cuidado.
  Pero pues el bien que aguarda,
por mi desdicha perdí,
ya que no fue para mí,
no ha de gozalle Lisarda.

(Vase, y salen el CONDE CARLOS y LUCINDO, su hermano.)
LUCINDO:

  No me encubras tu tristeza,
mira que tu hermano soy.

CARLOS:

Triste, aunque contento, estoy.

LUCINDO:

Repugna a naturaleza.

CARLOS:

  No hace, pues puede ser
que procedan de un efeto,
para estar en un sujeto
juntos, pesar y placer.

LUCINDO:

  ¿Cómo?

CARLOS:

Teniendo pesar
del daño, que al fin es daño,
y placer del desengaño,
si os quisieron engañar.

LUCINDO:

  Pues la duquesa Lisarda
te quiso engañar ahora,
cuando como ves te adora,
y, como escribe, me aguarda.

CARLOS:

  Ya, Lucindo, tu jornada
cesó con justa ocasión.

LUCINDO:

¿Que cesó? ¿Por qué razón?
¿No estaba ya concertada?
  ¿No es la Duquesa tu esposa?

CARLOS:

Mi esposa pudiera ser,
si fuera en su proceder
como en su sangre dichosa.

LUCINDO:

  ¿En su proceder? ¿Qué dices?
¿Quién te ha engañado?

CARLOS:

Esta carta,
de mi pretensión me aparta.

LUCINDO:

Los matrimonios felices,
  Carlos, no han de comenzar
en sospechas.

CARLOS:

Pues por eso
le escribo todo el suceso
y mudo intento y lugar.
  Yo me caso en otra parte.

LUCINDO:

Aciertas.

CARLOS:

Leerla puedes.

LUCINDO:

Carlos, de que libre quedes,
el parabién quiero darte.

CARLOS:

  Y del nuevo casamiento.

LUCINDO:

La carta quiero leer.

CARLOS:

Por ella podrás saber
cómo estoy triste y contento.

LUCINDO:

 (Lea.)
  «Una mujer que tenéis
aficionada por fama,
y que tanto, Conde, os ama,
y aun más que vos merecéis,
  viéndoos casar con Lisarda,
tuvo lástima de vos,
supuesto que de los dos
daño ni provecho aguarda.
  De su casa y sangre soy,
pero más soy de la vuestra,
pues olvidando la nuestra,
tan de vuestra parte estoy.
  Lisarda es mujer tan vil
que aficionada a un crïado
de su casa, más que honrado,
galán, discreto y gentil,
  tiene prendas de su amor.
Vos veréis lo que os conviene,
porque quien honor no tiene,
no podrá daros honor.»
  No quiero pasar de aquí;
pero, ¿cómo deshiciste
el concierto?

CARLOS:

Ya supiste
que tu partida escribí.
  Pues tras él he despachado
un caballero que lleva
la resolución más nueva,
más digna de un pecho honrado,
  con que lo pienso quedar,
y ella con tan justa afrenta.

LUCINDO:

La que tal engaño intenta,
así se ha de castigar.

CARLOS:

  Después que al Emperador
fuiste a servir a la guerra,
el duque Alberto en mi tierra
ha entrado a todo rigor.
  Que dice que ha de vengar,
de nuestro padre ya muerto,
cierto agravio, que encubierto
entre ellos debió de estar.
  Aunque a un anciano escudero
que fue su privado oí
que fue un bofetón.

LUCINDO:

Y a mí
me lo dijo un caballero
  alemán, que a la ocasión
se halló presente.

CARLOS:

Pues viendo
que es tan poderoso, emprendo
más darle satisfación
  que entrar con él en campaña.

LUCINDO:

¿Qué satisfación le das?

CARLOS:

La que nos abrace más,
y la que menos me daña.

LUCINDO:

  ¿Es casarte con su hija?

CARLOS:

Eso tratan en su corte
por mí.

LUCINDO:

No hay cosa que importe,
ni otro medio que se elija
  de más fuerza.

CARLOS:

Así es verdad,
pues con Otavia casado,
él queda desagraviado,
y los dos en amistad.

LUCINDO:

  ¿Cuándo vendrá la respuesta?

CARLOS:

De hoy a mañana.

LUCINDO:

Bien haces,
que no hay condición de paces
más justa, ni más honesta.

CARLOS:

  Por lo menos, él dejó
la guerra.

LUCINDO:

Señal que aceta
satisfación tan discreta.

CARLOS:

Hoy vuelvo a escribir que yo
  iré por ella.

LUCINDO:

Al que agravia
es la humildad provechosa.

CARLOS:

Llaman a Lisarda hermosa,
pero no menos a Otavia.

(Vanse, y salen LUCRECIA, LISARDA y criados.)
LISARDA:

  ¡Ya tarda Lucindo!

LUCRECIA:

El bien
siempre parece que tarda,
porque el tiempo en quien aguarda
va más despacio también.

LISARDA:

  De todo estoy prevenida;
en llegando partiremos.

LUCRECIA:

Tristes sin ti quedaremos.

LISARDA:

Harto siento mi partida,
  pero habemos de vivir,
como estamos concertados,
dos años en mis estados.

LUCRECIA:

Sí, ¿mas quién ha de sufrir
  la ausencia de los primeros
que en los del Conde viváis?

(Salen FIDELIO y ALBANO, con una caja.)
FIDELIO:

Si es del Conde, ¿qué aguardáis?
Dejalde entrar, caballeros.

ALBANO:

  Dadme, señora, los pies,
si merezco dicha tanta.

LISARDA:

¿Eres del Conde, mi esposo?

ALBANO:

Crïado soy de su casa.

LUCRECIA:

¿Viene su hermano?

ALBANO:

No sé,
que a traeros esta caja
me despachó el Conde a mí.

LISARDA:

¿Traes carta?

ALBANO:

No traigo carta.

LISARDA:

Caja y no cartas, ¿qué es esto?

LUCRECIA:

Si vienen dentro, ¿qué aguardas?

LISARDA:

Corta esa cuerda, Fidelio.

FIDELIO:

Atada viene y sellada.

LISARDA:

No me agrada, no, Lucrecia,
el estilo y la embajada.

LUCRECIA:

¿Qué temes?

FIDELIO:

¡Abierta está!

LISARDA:

¿Y qué viene dentro? Aparta.

FIDELIO:

Un papel atravesado
de una daga.

LUCRECIA:

¡De una daga!
¡Sácala, a ver!

FIDELIO:

Vesla aquí.

LISARDA:

¡Mala señal!

LUCRECIA:

¡Cosa estraña!

LISARDA:

Saca el papel de la punta.

FIDELIO:

Parece pliego de cartas.

LISARDA:

Abre.

FIDELIO:

Estas son escrituras.

LISARDA:

Lee la primera palabra.

FIDELIO:

¿Para qué, si las conozco?
Estas son las que firmadas
fueron del Conde y de ti.

LISARDA:

¡Las escrituras!

LUCRECIA:

Lisarda,
esta fue traición del Conde.
¡Qué bien me salió la traza!

LISARDA:

Suspensa y fuera de mí,
pienso que el sueño me engaña.
¿Es posible que esto ha hecho
Carlos conmigo?

FIDELIO:

¿Qué aguardas,
que no mandas que atraviesen,
del que te trujo la caja,
dos alabardas el pecho?

ALBANO:

Señora, si yo pensara
que esta ofensa te traía,
no hubiera fuerza, ni paga,
para tanto atrevimiento.
Aquí mi inocencia es llana.
Esto me mandó traer
el Conde. Si ella te agravia,
aquí está el cuello.

LISARDA:

¿Qué importa,
villano, tan vil venganza?
¿Por qué causa la escritura,
que fue de los dos firmada,
con una daga me envía
que por enmedio la pasa?
¿En qué le pude ofender
para rompella? ¿No basta
desdecirse de lo dicho?

ALBANO:

Si yo supiera la causa,
está muy cierta, señora,
que la venida escusara.

LISARDA:

Salid allá fuera todos.
Fidelio quede en la sala
solamente, con este hombre.

LUCRECIA:

¿Tú mandas que yo me vaya?

LISARDA:

Tú la primera.

LUCRECIA:

Obedezco
tu gusto.

LISARDA:

De tus palabras,
he conocido que sabes
la causa porque me trata
Carlos de aquesta manera.

ALBANO:

Créeme que te guardara
el decoro que mereces;
solo oí que murmuraban
de tu honor, de que colijo
que por dicha te levantan
algún testimonio.

LISARDA:

¿A mí?

FIDELIO:

¿Deso, señora, te espantas?
¿Hay ocasión que padezca
mentiras y envidias varias
como un casamiento?

LISARDA:

Creo,
según a Carlos alaba
la fama, que es imposible
que, a no ser contra mi fama
algún grave testimonio,
con esa daga enviara
cancelada la escritura.
Ahora bien, luego se parta
este hombre, que está sin culpa.

ALBANO:

Mira, señora, si mandas
que alguna cosa le diga.

LISARDA:

Dile que guardo la daga
por prenda de su persona,
hasta que sepa la causa.

ALBANO:

Yo parto, con tu licencia.

(Vase.)


FIDELIO:

Y yo pensé que las armas
respondieran a este agravio.

LISARDA:

La prudencia y la templanza
son divinos consejeros
en la república humana.

FIDELIO:

¿Qué has de hacer?

LISARDA:

Ir de secreto
a su tierra, disfrazada
en hábito de varón,
como suelo andar a caza,
fiando en ti mi gobierno,
porque dejalle a mi hermana
no me parece cordura.

FIDELIO:

¿Pues qué les diré, si faltas
tanto tiempo, a tus vasallos?

LISARDA:

Que fui a pedir a Alemania
favor contra el Conde.

FIDELIO:

Intentas,
Duquesa, una cosa estraña.

LISARDA:

Mal conoces tú el valor
que a una mujer acompaña
cuando quiere defender
su reputación y fama.

FIDELIO:

¿Quién ha de ir contigo?

LISARDA:

Un hombre.

FIDELIO:

¿Qué calidad?

LISARDA:

La más baja
que puedas hallar.

FIDELIO:

¿Por qué,
pudiendo hacer confianza
de algún noble caballero
de muchos que hay en tu casa?

LISARDA:

Porque, en mudando de traje,
si nunca ha visto mi cara,
imagine que soy hombre.

FIDELIO:

Tú te entiendes.

LISARDA:

Ven, que tarda
el desengaño a mi honor,
y el engaño a mi esperanza.

(Vanse, y salen el DUQUE ALBERTO y OTAVIA.)
ALBERTO:

  Pareciome cordura dar de mano
a los enojos, cuando el Conde, Otavia,
viene a partido tan humilde y llano.

OTAVIA:

Y es justo, pues el Conde no te agravia.

ALBERTO:

Si alguno tuve de su padre Albano,
quiero acetar satisfación tan sabia,
y depuestas las armas y la espada,
seguir la paz, del cielo siempre honrada.
  Bastan los daños hechos en su tierra,
pues ya murió su padre y mi enemigo.

OTAVIA:

¿Con qué partido acetas que la guerra
cese y que Carlos quede por tu amigo?

ALBERTO:

Con la cosa que más la paz destierra,
el odio antiguo, y más podrá conmigo.

OTAVIA:

Estoy por entender tu pensamiento.

ALBERTO:

¿Qué más seguro amor que el casamiento?
  ¿Hasme entendido ya?

OTAVIA:

Quien no responde,
indicios da que calla lo que entiende.

ALBERTO:

Bien estarás casada con el Conde.

OTAVIA:

¿A qué mujer el casamiento ofende?

ALBERTO:

La guerra nace de la paz, y donde
más sangriento furor la guerra enciende,
nace la paz también, y coronada
de oliva, envaina la furiosa espada.
  Todo está hecho ya.

OTAVIA:

De la paz quiero
darte la norabuena.

ALBERTO:

Y yo pagarte
con la del casamiento, que ya espero.

OTAVIA:

¿Pues viene el Conde aquí?

ALBERTO:

Viene a llevarte.

OTAVIA:

Que resultan mil bienes, considero,
de aquesta paz.

ALBERTO:

Ninguna cosa es parte
más efectiva en estas amistades
que veros conformar las voluntades.

OTAVIA:

  ¿Yo qué puedo querer sino tu gusto?

ALBERTO:

El Conde te merece, yo le tengo
de que te cases, que a no ser tan justo,
bien sabes cómo mis agravios vengo.

OTAVIA:

Memorias en agravios dan disgusto.

ALBERTO:

Las imaginaciones entretengo;
ya es el Conde mi hijo.

OTAVIA:

¡Estraña cosa!,
¿qué mujer ha nacido más dichosa?

(Sale ADRIÁN, criado del DUQUE.)
ADRIÁN:

  El marqués Fabio te escribe
esta carta.

ALBERTO:

Es el Marqués
gran príncipe, Otavia, y es
el que más vecino vive
  de nuestros estados.

OTAVIA:

Tiene
el Marqués grande opinión.

ALBERTO:

Yo leo.

ADRIÁN:

A buena ocasión
la amistad del Conde viene.

OTAVIA:

  ¿Cómo?

ADRIÁN:

Escríbele el Marqués
que te quiere en casamiento.

OTAVIA:

Ya viene tarde su intento:
el Conde mi dueño es.

ADRIÁN:

  ¿Carlos?

OTAVIA:

El mismo.

ADRIÁN:

Ya está
Carlos casado.

OTAVIA:

¿Con quién?

ADRIÁN:

Con Lisarda, que también
servía el Marqués, mas ya
  desengañado te pide
al Duque.

OTAVIA:

Mentiras son.

ALBERTO:

Quien ganó la posesión,
este pensamiento impide.
  Basta, Otavia, que el Marqués
tuvo envidia al Conde.

OTAVIA:

Creo
que no mudarás de empleo,
pues mi pensamiento ves.

ALBERTO:

  Conozco tu inclinación
al Conde; voy a escribir
al Marqués.

OTAVIA:

Podrás decir
mi amor en satisfación.

ADRIÁN:

  Satisfecho quedó ya.
Tú te empleas en un hombre
que la opinión de su nombre
con los de la fama está.
  Y cree que se decía
que era esposo de Lisarda.

OTAVIA:

La fama de que es gallarda
discurre por toda Hungría.
  Y, asimismo, de que estaba
casada con el Marqués.

ADRIÁN:

El desengaño que ves,
la fama fingida acaba.

OTAVIA:

  De Carlos tengo de ser,
y casada con el Conde,
la misma fama responde
que soy dichosa mujer.

(Vanse.)


(Salen el CONDE CARLOS y LUCINDO.)
CARLOS:

  Todo se ha hecho bien, ya estoy casado.

LUCINDO:

En dejando la guerra, fue muy cierto
que te quería para yerno Alberto.

CARLOS:

Siento el ir a su tierra, mas, ¿qué importa?
El gusto es grande y la jornada es corta.

LUCINDO:

Con cualquiera partido acetar debes,
Conde, el remedio de tu estado y vida.

CARLOS:

Así lo intento, y con humilde ruego
le pido a Otavia al Duque.

LUCINDO:

De muy sabia,
más que de hermosa, tiene fama Otavia.

CARLOS:

Antes de entrambas cosas, pero advierte
que una mujer discreta es una prenda
del descanso inmortal del casamiento,
una joya del pecho de su esposo,
un espejo de todos sus vasallos,
un consejero libre de pasiones,
una estrella que, en todas las acciones
de su marido, va delante haciendo
camino a los discursos de la vida,
la amistad más segura y conocida,
el mejor libro, la verdad más clara,
pues ni en temor, ni en interés repara.

LUCINDO:

Albano viene aquí.

CARLOS:

¡Bien seas venido!

(Sale ALBANO.)
ALBANO:

A lo menos, mejor que haya llegado.
Mal me has pagado lo que te he servido,
pues mi vida en tan poco has estimado.

CARLOS:

Que daño fuera justo haber temido,
no siendo tú de mi rigor culpado,
que no merece pena el mensajero;
pero remunerarte presto espero.

ALBANO:

Dile la caja, imaginando joyas
como de desposado, y que tuviera
albricias, pero abriéndola, una daga
pasando una escritura se aparece,
con que toda la sala se estremece.
Turbose la Duquesa, los crïados
se alteran, yo no sé darles respuesta,
hace luego que afuera salgan todos
y, por saber la causa, me conjura;
yo, atónito, por más que lo procura
no respondo palabra y mi inocencia
presento a su valor y a su prudencia.
Volverme deja y dice que te diga
que guarda por tu prenda aquella daga,
hasta que te la vuelva y satisfaga.

LUCINDO:

¡Braveza!

CARLOS:

¡Bravo reto!

LUCINDO:

Mas, ¿qué quiere?
¿Tomar las armas?

CARLOS:

Sean de sus ojos,
y verá como venga sus enojos,
porque en todas las almas que repare,
se llevará tras sí cuando mirare.

LUCINDO:

Tome como quisiere sus enojos,
que tú le respondiste como es justo.

CARLOS:

Teniendo al duque Alberto por amigo,
no hay en el mundo para mí enemigo
que yo deba estimar.

ALBANO:

¿Son las mujeres
amigas de venganza?

CARLOS:

¿Qué venganza,
si ella sin honra a ser mujer se atreve
de un hombre como yo?

ALBANO:

¿Mujer sin honra?

CARLOS:

No son aquestas cosas para todos.
Yo, Albano, estoy casado con Otavia,
y me quiero partir a ver sus ojos.
Ya está toda mi gente prevenida.
Busque Lisarda, hermosa y combatida
de tantos pretendientes, quien merezca
lo que al más rico y más gallardo ofrezca,
que el respondelle con aquella daga,
rompiendo la escritura del concierto,
(Sale, en hábito de cazador, LISARDA y TRISTÁN, criado suyo.)
no fue sin ocasión.

LISARDA:

Esto te advierto.

TRISTÁN:

Ya estoy en todo, y tú serás servido.

LISARDA:

La lengua del crïado es el oído.
  Deme vuestra señoría
los pies.

CARLOS:

Levantaos del suelo.

LISARDA:

Prospere, señor, el cielo
vuestra edad y gallardía,
  que aun es mayor que la fama.

CARLOS:

¿Quién sois?

LISARDA:

Soy un cazador,
que la de vuestro valor,
a vuestro servicio llama.
  Dicen que tenéis las aves
mejores que ha visto el viento,
cuando cortan su elemento,
con los cuchillos suaves.
  Y que es tal vuestra afición
a lo que es volatería,
que solo puede la mía
haceros comparación.
  Y así, he venido a traeros
dos halcones alemanes,
tan hermosos y galanes,
que solo después de veros,
  podré decir que hay señor
que los merezca. Sin esto,
vengo a serviros dispuesto,
si me hacéis tanto favor.
  Que bien sé que no tenéis
quien sepa sus calidades,
sus curas y enfermedades
como yo.

CARLOS:

Más parecéis
  algún señor disfrazado
que cazador.

LISARDA:

La nación
lo causa, que la opinión
de la belleza le han dado.

CARLOS:

  ¡A la cuenta sois inglés!

LISARDA:

Sí, señor, y os certifico
que aunque bien nacido y rico,
si bien no lo soy después,
  que tanto me ha distraído
la caza, que su afición
me lleva de mi nación
por las estrañas perdido.
  Si un príncipe tiene fama
de cazador, allá voy,
tan aficionado soy,
así me provoca y llama.
  Esta ha sido la ocasión
de venir a conoceros.

CARLOS:

Yo quisiera entreteneros,
señor, como era razón,
  en plaza de amigo mío,
que en la de crïado no.
Pero a tal tiempo llegó
vuestra gentileza y brío,
  que yo me parto a casar
con hija del duque Alberto,
porque el firmado concierto
no se puede dilatar.
  Compraré los dos halcones
de buena gana.

LISARDA:

Quisiera
serviros.

CARLOS:

¿De qué manera
entre tantas ocasiones?

LISARDA:

  Por el camino podremos
probarlos, si vos queréis,
que si vos su valor veis,
mejor nos concertaremos,
  así iréis entretenido,
y yo de mi amor pagado.

CARLOS:

Vuestro talle me ha obligado;
quiero acetar el partido.
  ¿Son neblíes?

LISARDA:

Ya sabéis
que hay de halcones seis plumajes,
o raleas, o linajes,
como mejor los llaméis:
  hay gerifaltes, borníes,
baharíes y alfaneques,
sacres y neblíes. Destos
no hay por qué se diferencie
el tagarote, que cuentan
por baharí, si bien tiene
diferencia en el plumaje.

CARLOS:

¿Y qué nombre comprehende
los vuestros?

LISARDA:

El de neblíes,
que el de más nobles merecen
y de mayor corazón
en cuantas aves suspende
el aire.

CARLOS:

¿En qué se conocen?

LISARDA:

En los talles diferentes,
de gran gentileza y brío,
y en las manos grandes siempre,
con los dedos más delgados,
más agiles y más fuertes,
son sus cabezas muy primas,
corta el ala, que guarnece
la punta mejor sacada;
los otros ya veis que tienen
cabezas grandes, más largas
colas, y dedos más breves.

CARLOS:

¿Los vuestros son de Alemania?

LISARDA:

¿Decislo por los que venden
del ducado de Saboya?

CARLOS:

Hay muchos de muchas suertes;
no son malos los de España.

LISARDA:

Como los críen y ceben.

CARLOS:

Ahora bien, llevaros quiero
conmigo.

LISARDA:

Dejad que os bese
los pies por esa merced.

LUCINDO:

Y haréis bien, porque se prueben
los neblíes, de camino.

CARLOS:

Mucho la caza entretiene.
¿Cómo es vuestro nombre?

LISARDA:

Enrique.

CARLOS:

Pues Enrique, haced que apreste
los pájaros mis crïados,
que quiero que otros se lleven.

LISARDA:

Vos veréis qué cazador
hoy a vuestra casa viene.

CARLOS:

Qué lindo talle, Lucindo.

LUCINDO:

Cazador de almas parece.

(Vanse los tres.)


LISARDA:

  Ya, Tristán, somos crïados
de Carlos.

TRISTÁN:

Saber querría,
algo de volatería,
que hay pájaros endiablados.
  No me puedo averiguar
con estos halcones nuestros.

LISARDA:

Aun a los hombres más diestros
dan que hacer y que pensar.

TRISTÁN:

  Que hallase un hombre invención
para que un ave tan fiera
se ablandase, de manera
que suelte un hombre un halcón
  y se le vuelve a la mano.
Que haya ingenios inventores,
de enviar pesquisidores
contra el cuervo y el milano,
  la grulla y garza inocente.
Mas no me debo espantar,
si todo el mundo es cazar
con cuidado diligente.
  Mas, ¿cuál halcón tan garcero
mejor que el dinero caza?
¡Qué lindo vuelo, qué traza
tiene en cazar el dinero!
  A fe que no sale en vano,
mas sola una falta tiene:
que en soltándole no viene
por ningún caso a la mano.

LISARDA:

  Tristán, yo tuve un halcón,
o pensé que le tenía,
fuese de mi mano un día,
y llevome el corazón.
  En aquesta tierra está,
el Conde le tiene aquí.

TRISTÁN:

¿Entre sus pájaros?

LISARDA:

Sí,
y agora con ellos va,
  que quiere cazar con él
una garza remontada,
mas hay otra desdichada
que viene a morir por él.

TRISTÁN:

  No entiendo volatería,
pero he visto que has mudado
semblante y gusto.

LISARDA:

He quedado
con mayor melancolía,
  después que vi la persona
del Conde, porque quisiera
que de la Duquesa fuera
a quien tan mal galardona
  haber dejado por él
tantos hombres de valor.

TRISTÁN:

Él puede ser gran señor,
pero es muy falso y cruel.
  En nuestra tierra, contaban
que este Carlos se casó
con la Duquesa.

LISARDA:

Eso no.

TRISTÁN:

¿Pues qué?

LISARDA:

Que lo concertaban,
  y que firmado el concierto,
la ha dejado por Otavia.

TRISTÁN:

Y a quien la Duquesa agravia,
¿sirves tú?

LISARDA:

Vengo encubierto,
  solo a saber lo que pasa.

TRISTÁN:

¿Ya qué tienes que saber,
si es Otavia su mujer?

LISARDA:

Entre tanto que se casa,
  puede mudar la fortuna
semblante; ven a sacar
los halcones.

TRISTÁN:

Y a tomar
de tu intento luz alguna.
  Que es Enrique mujer creo,
o me engañan mis antojos,
porque lo he visto en sus ojos
y en algo de mi deseo.

(Vanse, y sale el MARQUÉS FINEO y ESTACIO.)
FINEO:

  Mucho será, si yo no pierdo el seso.

ESTACIO:

Con razón, a lo menos, te enojaste.

FINEO:

No sé que en el rigor deste suceso
entendimiento ni prudencia baste.
Fortuna, ¿para qué con tanto exceso,
por la guerra y la paz me levantaste
al grado que de mí la fama cuenta,
si me dejas caer con tanta afrenta?
  Escríbole a Lisarda que la quiero
para mi esposa, y dice que casada
está con Carlos; callo y considero
que si no era mejor, al fin le agrada.
Mudo de intento y la venganza espero
de Otavia de casarse descuidada,
y escríbeme que Carlos es su esposo.

ESTACIO:

Digo que con razón estás quejoso.

FINEO:

  ¿Carlos en todas partes? ¿Cómo es esto?
¿Carlos con dos mujeres desposado?
¿Carlos a mis intentos siempre opuesto?
¿Carlos más preferido y estimado?
A la justa venganza estoy dispuesto.

ESTACIO:

Yo te diré, señor, lo que he pensado,
que si Carlos oyó tu pensamiento,
por no te hacer pesar, mudó de intento.
  Y si deja a Lisarda por servirte,
y se casa en Alenes con Otavia,
bien puedes a estimalle persuadirte,
por lo menos en esto no te agravia,
bien puedes a tus bodas prevenirte,
que si Lisarda entonces no fue sabia,
agora lo será con estimarte.

FINEO:

Sí, mas será mi deshonor en parte,
  que no es justo querer lo que ha dejado
Carlos.

ESTACIO:

¿Por qué, si lo dejó de miedo?

FINEO:

Pues di, ¿cómo sabré que está casado?
Que si es mentira, más dudoso quedo.

ESTACIO:

A la corte del Duque, disfrazado,
a saber la verdad, partirme puedo.

FINEO:

Vamos los dos, que quiero ver al Conde,
por ver si con la fama corresponde.

ESTACIO:

  Será para que olvides tu tristeza
remedio celestial este camino.

FINEO:

A estimar de Lisarda la belleza,
sin verla me ha forzado mi destino.

ESTACIO:

Presto será laurel de tu cabeza.

FINEO:

Será ceñirla de laurel divino,
que las de aquellos Césares romanos,
ganaron armas y tejieron manos.

(Vanse.)
(Salen ROSELA y CELIO, labradores.)
CELIO:

  ¿Tal crueldad, tal hermosura?

ROSELA:

Vete a querer a Clavela.

CELIO:

Dame la cinta, Rosela,
así Dios te dé ventura.

ROSELA:

  Nunca quieras los favores
forzados, porque es de necios.

CELIO:

Amor crece con desprecios,
que hace sus fuerzas mayores.
  En mi vida quise bien,
sino a quien me quiso mal.

ROSELA:

Majadero sois, zagal;
pero si amáis con desdén,
  ¿por qué me pedís que os quiera?
Pero si es para olvidarme,
agradecedme el cansarme
y el ser desdeñosa y fiera.
  Que quiero que me debáis
el trataros con desdén,
porque el no quereros bien,
es querer que me queráis.

CELIO:

  No te quiero desdeñosa
para olvidarte, Rosela,
que fue una humilde cautela
para volverte amorosa.
  Dame la cinta y darete
un pájaro, el más hermoso
que ha visto el aire espacioso,
aunque el florido ribete
  deste río a su elemento
dorales levante y garzas.
Saquele de entre unas zarzas
que quiso cazar hambriento
  un mísero francolín.
Acogido a su sagrado,
corrí con él todo el prado,
huyendo del dueño, a fin
  de emplealle en esas manos,
porque ya dos cazadores
venían tras mí.

ROSELA:

Que ignores
que son los regalos vanos,
  donde no se tiene amor.

CELIO:

A la fe que el uno dellos
(Sale el CONDE y LISARDA.)
viene aquí.

CARLOS:

Los dos son bellos,
y el coronado el mejor.
  Que digo, gente de bien,
¿habéis visto por aquí
un halcón?

CELIO:

Diré que sí.

ROSELA:

Y vuélvesele también.

CELIO:

  Señor, yo le tengo atado
allí en aquella alquería.

LISARDA:

Estará, por vida mía,
bien tratado y regalado.

CELIO:

  Venid conmigo, que yo
no entiendo de sus regalos.

LISARDA:

Vamos.

CELIO:

De matarle a palos,
por milagro se escapó.

(Vanse los dos.)


CARLOS:

  ¿De dónde sois, labradora?

ROSELA:

Señor, de aquella alquería.

CARLOS:

¿Que habrá de aquí a la ciudad?

ROSELA:

Cuatro leguas.

CARLOS:

¿Grandes?

ROSELA:

Chicas.

CARLOS:

¿Es todo montes?

ROSELA:

Y espeso,
de robles y de sabinas,
nebrales, hayas y tejos.

CARLOS:

¿Qué dicen aquestos días
del casamiento de Otavia?

ROSELA:

Hasta agora mil mentiras,
pero ya dicen que es cierto,
y el conde Carlos camina,
para quien en la ciudad
grandes fiestas prevenían,
que de allá vino mi padre.

CARLOS:

¿Es la novia hermosa?

ROSELA:

Es linda,
y a la fe que el conde Carlos,
si la fama no es fingida,
no le va en zaga a la novia.

CARLOS:

Todo me causa alegría.
Id con Dios.

ROSELA:

El cielo os guarde.

(Vase.)
CARLOS:

Parece que me convida
esta fuentecilla al sueño,
que se le ven con la risa
las entrañas de la arena
y los dientes de las guijas.
Aquí me siento a escucharla,
entre aquestas maravillas,
mientras que mi gente llega.

(Sale LISARDA.)
LISARDA:

Ponle en su alcándara y mira
que le regales de modo
que se componga y corrija.
Parece que aqueste halcón
mi presente historia imita.
Entre zarzas me han cogido,
cuando pensé que tenía
entre las uñas la presa,
pero no fue mi desdicha
perder a Carlos, que en fin,
mi imaginación perdía.
Pero agora que mi amor
es verdadero en su vista,
siento que le goce Otavia.
Celos me quitan la vida.
Corta fue la fama en él.
¿Por qué la pintan vestida
de lenguas, si habló tan poco?
¡Ay, cielos!, en las orillas
de aquel arroyo descansa.
¡Oh, cómo el agua lasciva
le provoca a dulce sueño!
Ni tiene celos ni envidia.
Que era mi marido Carlos,
que perdí su compañía,
que le ha de gozar Otavia,
¿cómo, cielos, se me olvida?
Que para vengarme dél,
tengo aquí la daga misma.
Temo mi amor, que está loco,
y si de razón me priva,
quitaré la vida a Carlos,
alma de mi propia vida.
Despertarle será bien.
¡Ah, Conde, así se camina
donde tanto bien se espera!

CARLOS:

Oh, Enrique, ¿de qué te admiras,
si ves el cristal del agua
guarnecer de perlas finas
la variedad destas flores?

LISARDA:

Mucho de tu bien te olvidas.

CARLOS:

  Enrique, no camino
con el gusto que piensas a casarme,
que un grave desatino
me obliga, en lo que miras, a vengarme;
que tuve el pensamiento
más a mi gusto en otro casamiento.
  Grande amor te he cobrado,
tu ingenio y tu persona le merecen.
Solos nos han dejado,
lugar para que hablemos nos ofrecen.
Descansaré contigo.

LISARDA:

No hay título que iguale al del amigo.

CARLOS:

  Entre estos sauces verdes,
doseles deste arroyo, escucha un rato,
que quiero que te acuerdes
si me llamaste por Lisarda ingrato,
ayer que hablamos della,
que estuvo en mí la fe, la culpa en ella.

LISARDA:

  ¿Qué puedes tú decirme,
que pueda disculpar su injusto agravio,
pues ella estuvo firme
y tú tan inconstante?

CARLOS:

El hombre sabio,
siempre guarda un oído;
con dos naciste, luego no lo has sido.
  Tú dices que la fama
de mí te ha dicho tales sinrazones.
Fama solo se llama
la que ensalza los ínclitos varones,
porque la mentirosa
no es fama, Enrique, es opinión famosa.
  Caseme con Lisarda,
por fama enamorado, y aún lo vivo,
y mujer tan gallarda
y preciada de pecho tan altivo,
en que tuvo fundado
casar conmigo, amando a su criado.

LISARDA:

  ¿Amando a quién? ¿Qué dices?

CARLOS:

Amando a su crïado.

LISARDA:

¿A su crïado?

CARLOS:

Aunque te escandalices,
Lisarda era mujer, bien disculpado
tiene su yerro el nombre,
pues tiene tantos el valor del hombre.

LISARDA:

  Lisarda ni ha tenido
tal opinión, ni es cosa que a Lisarda
puede haber ofendido.
Mucho desdice a tu valor.

CARLOS:

Aguarda,
que no quiero que creas
que caben en mi honor cosas tan feas.
  Lee esa carta y mira
si rompí la escritura por mudanza.

LISARDA:

Ya la letra me admira,
que siempre tuve cierta confianza
de que era todo engaño,
y que de envidia resultó mi daño.

(Lea para sí.)
CARLOS:

  Imaginado tengo
que este mozo es espía de Lisarda.
Ya sospechoso vengo
y, aunque ninguna cosa me acobarda,
bien será que se vuelva,
o, a lo menos, dejalle en esta selva.
  Si a vengar el agravio
viene, de aquella daga y escritura,
no era consejo sabio
hablarme en ella, que si hacer procura
traición, mejor la hiciera
si della no tratara.

LISARDA:

¿Quién creyera
  que tanto una mentira
mover pudiera un noble pensamiento?

CARLOS:

Ya la carta le admira;
los suspiros, el rostro, el movimiento,
dan muestras de que siente
el daño de Lisarda, tiernamente.
  Enrique, si has leído,
¿qué vuelves a leer?, ¿qué miras tanto?

LISARDA:

Miro y pierdo el sentido
de ver que miente aquesta pluma, en cuanto
de Lisarda te escribe,
porque inocente como un ángel vive.
  Yo he vivido en su casa,
si te digo verdad, y aquesta letra
que el alma me traspasa,
y todos los sentidos me penetra,
es de su propia hermana,
así la envidia suele ser tirana.
  Por la cruz que ceñida
al lado traigo, y por el Dios que adoro,
que es falsa y fementida
toda la carta, y que perdió el decoro
a su sangre envidiosa,
que te debe de amar y está celosa.

CARLOS:

  Enrique, yo te creo,
pero juzga qué hicieras, si por dicha
vieras caso tan feo.

LISARDA:

Mal consejo tomaste; fue desdicha,
pues fuera más prudencia
informarte mejor de su inocencia.
  Acción indigna ha sido
de tu valor.

CARLOS:

Ya, Enrique, estoy casado.
Lisarda, ¿qué ha perdido?

LISARDA:

¿Qué ha perdido? El honor que le has quitado.

CARLOS:

Esto nadie lo sabe.

LISARDA:

Carlos, ningún secreto tiene llave.
  Procediste imprudente,
mas remediarlo puedes.

CARLOS:

¿De qué modo?

LISARDA:

Informando a tu gente
de que has sabido la verdad de todo,
y que volverte quieres.

CARLOS:

Mucho, Enrique, te deben las mujeres.
  ¡Qué presto que has creído
que tu amiga Lisarda está inocente!
Cosa que tú hayas sido
el crïado que quiere tiernamente,
y vengas a matarme,
si no sales mejor con engañarme.

LISARDA:

  Yo soy un caballero
tan bien nacido, Conde, y tan honrado
como probarlo espero,
y nunca de Lisarda fui crïado,
ni a matarte he venido,
que si quisiera, aquí te hallé dormido.
  No sé qué es trato doble,
de que infamarme injustamente quieres.
Tócame como a noble
defender el valor de las mujeres,
que el hombre que le ofende,
Carlos, ni le merece, ni le entiende,
  La mujer es corona
del hombre.

CARLOS:

En siendo buena.

LISARDA:

Y una buena
las no tales abona,
y vale por mil hombres de honor llena,
que las que malas fueron
del hombre a quien amaron lo aprendieron.

CARLOS:

  ¿Eres mujer acaso?

LISARDA:

Eso faltaba solo que dijeras.

CARLOS:

Mirando el campo raso
de las flores que ya tener pudieras,
tuve aquesta sospecha,
de pensamientos atrevidos hecha.

LISARDA:

  De suerte que soy hombre
para Lisarda y darme, Carlos, quieres
de su galán el nombre,
y mujer, porque alabo a las mujeres.
¡Cómo se ve tu engaño!

CARLOS:

Enrique, tarde llega el desengaño.
  Si has de venir conmigo,
no has de hablarme en Lisarda eternamente.
El Duque, mi enemigo,
quiere que firme, y nuestra paz se asiente,
y con su hija, Otavia,
de cuanto ya pasó se desagravia.
  Lisarda, ¿qué ha perdido,
pues que puede casarse con Fineo?
Si testimonio ha sido,
culpe a su hermana y a su vil deseo,
que si yo no fui cuerdo,
baste para castigo que la pierdo.

LISARDA:

  Obedecerte es justo,
no te hablaré en Lisarda eternamente.

CARLOS:

Dios sabe mi disgusto,
camina que se acerca nuestra gente.

LISARDA:

¿Qué mujer ha llegado,
de amor y celos, a tan triste estado?
  La muerte me responde
que no hay otro remedio: estoy perdida.
Hasta casarse el Conde,
seguid sus pasos, enojosa vida,
que no hay dolor tan fuerte
que del término pase de la muerte.