Haarlem, donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa ciudad que se enorgullece con todo derecho de ser una de las más umbrías de Holanda.

Mientras otras ponen todo su amor propio en destacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales formaban bóveda la encina, el tilo y el castaño.

Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y Ámsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertirse en una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.

En efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calentada al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de plano, no habrían sabido proporcionarlas.

Así pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la tierra y a sus bienes, como se había visto establecerse en Rótterdam y en Ámsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos los políticos mundanos.

Hemos dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.

Haarlem adquirió, pues, el gusto por las cosas dulces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques y los jardines.

Haarlem se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los tulipanes.

Haarlem propuso premios en honor de los tulipanes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.

Habiendo manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general y por los tulipanes en particular, en un tiempo en que todo se dedicaba a la guerra y a las sediciones, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eternamente en el recuerdo de los hombres.

Y tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holanda era el país de las fiestas; jamás naturaleza más perezosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.

Observad, por ejemplo, los cuadros de los dos Teniers.

Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se ponen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.

Haarlem se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamiento del cañón de las flotas.

La Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostrado digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio nacional.

Así pues, había en este domingo fijado para esta ceremonia, tal apresuramiento del gentío, tal entusiasmo en los ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa solapada de los franceses, el admirar el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos a gastar su dinero tan pronto para construir un navío destinado a combatir al enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación, como para recompensar la invención de una nueva flor destinada a lucir un día, y destinada a distraer durante ese día a las mujeres, a los niños, a los sabios y a los curiosos.

A la cabeza de los notables y del comité hortícola, brillaba el señor Van Systens, ataviado con sus más ricos ropajes.

El digno hombre había realizado grandes esfuerzos para parecerse a su flor favorita por la elegancia sobria y severa de sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo había conseguido plenamente. Negro de azabache, terciopelo escabiosa5, seda pensamiento, tal era, con la ropa de una blancura deslumbrante, el traje ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza de su comité con un enorme ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor De Robespierre, en la fiesta del Ser Supremo.

Sólo que, el bravo presidente, en lugar de aquel corazón hinchado de odio y de resentimientos ambiciosos del tribuno francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más inocente de las que sostenía en la mano.

Se veían detrás de ese comité, matizado como un césped, perfumado como una primavera, los cuerpos sabios de la ciudad, los magistrados, los militares, los nobles y los palurdos.

El pueblo, incluso con los señores republicanos de las Siete Provincias, no mantenía categorías en este orden de marcha; hacía de valladar.

Éste era, por lo demás, el mejor de todos los sitios para ver... y para estar.

Éste era el lugar de las multitudes que esperan, filosofía de los Estados, que los trofeos hayan desfilado, para saber lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que hacer.

Pero esta vez, no era cuestión, ni del triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César. Esta vez, no se celebraba ni la derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era suave como el paso de un rebaño de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo de una bandada de pájaros en el aire.

Haarlem no tenía otros triunfadores que sus jardineros. Adorando las flores, Haarlem divinizaba al florista.

Se veía en el centro del cortejo pacífico y perfumado, el tulipán negro, llevado sobre unas angarillas cubiertas de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se veían relevados por otros, así como en Roma eran relevados los que llevaban a la madre Cibeles, cuando entró en la ciudad eterna, traída de la Etruria al son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo un pueblo.

Esta exhibición del tulipán era un homenaje rendido por todo un pueblo sin cultura y sin gusto, al gusto y a la cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el pavimento fangoso de la Buytenhoff, sin que por ello dejaran de inscribir más tarde los nombres de sus víctimas sobre la piedra más hermosa del panteón holandés.

Estaba convencido que el príncipe estatúder distribuiría, naturalmente, él mismo el premio de los cien mil florines, lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal vez un discurso, lo que interesaba en particular a sus amigos y a sus enemigos.

En efecto, en los discursos más indiferentes de los hombres políticos, los amigos o los enemigos de esos hombres quieren ver siempre relucir en él, y creen siempre poder interpretar, por consiguiente, un rayo de sus pensamientos.

Como si el sombrero del hombre político no fuera una pantalla destinada a interceptar toda luz.

En fin, ese gran día tan esperado del 15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem entera, reforzada por sus alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos árboles del bosque con la resolución bien determinada de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores de la guerra, ni a los de la ciencia, sino simplemente a los de la Naturaleza, que acababan de forzar a esta inagotable madre al alumbramiento, hasta entonces creído imposible, del tulipán negro.

Pero nada se conserva menos entre los pueblos que esta resolución de no aplaudir más que a tal o cual cosa. Cuando una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance de silbar: no se sabe nunca dónde se detendrá.

Aplaudió, pues, primero a Van Systens y a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se aplaudió ella misma; y en fin, con toda justicia esta vez, confesémoslo, aplaudió las excelentes melodías que los músicos de la ciudad prodigaban en cada alto.

Todos los ojos buscaban cerca de la heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán negro, al héroe de la fiesta que, naturalmente, era el autor de este tulipán.

Ese héroe, apareciendo a continuación del discurso que hemos visto elaborar con tanto cuidado al bueno de Van Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo estatúder.

Mas, para nosotros, el interés de la jornada no estaba ni en ese venerable discurso de nuestro amigo Van Systens, por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristócratas endomingados que mascaban sus gruesas tortas, ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que roían anguilas ahumadas, semejantes a bastones de vainilla. El interés no residía tampoco en esas bellas holandesas, de tez rosa y seno blanco, ni en los Mynheer grasientos y rechonchos que nunca habían abandonado sus casas, ni en los delgados y jóvenes viajeros que venían de Ceilán o de Java, ni en el populacho alterado que tragaba, a guisa de refresco, pepino confitado en salmuera. No, para nosotros, el interés de la situación, el interés poderoso, el interés dramático no estaba ahí.

El interés residía en una figura radiante y animada que caminaba en medio de los miembros del comité hortícola, el interés estaba en ese personaje florido en la cintura, peinado, alisado, vestido todo de escarlata, color que hacía resaltar su pelo negro y su tez amarilla.

Ese triunfador radiante, excitado, ese héroe del día destinado al insigne honor de hacer olvidar el discurso de Van Systens y la presencia del estatúder, era Isaac Boxtel, que veía marchar delante de él, a su derecha, sobre un almohadón de terciopelo, el tulipán negro, su pretendido hijo, y a su izquierda, en una gran bolsa, los cien mil florines en hermosas monedas de oro reluciente, brillante, y que se veía obligado a bizquear hacia fuera para no perderlos un instante de vista.

De cuando en cuando, Boxtel apresuraba el paso para ir a frotar su codo con el de Van Systens.

Boxtel tomaba así un poco de su valor, para darse valor a sí mismo, como robó a Rosa su tulipán, para conseguir su gloria y su fortuna.

Todavía un cuarto de hora de espera y el príncipe llegaría, el cortejo haría alto en la última estación, el tulipán se colocaría en su trono, el príncipe, que cedería el paso a su rival en la adoración pública, cogería una vitela6 magníficamente coloreada sobre la que estaría escrito el nombre del autor, y proclamaría con voz alta e inteligible que había sido descubierta una maravilla; que Holanda, por intermedio de él, Boxtel, había forzado a la Naturaleza a producir una flor negra, y que esa flor se llamaría desde entonces en adelante Tulipa nigra Boxtellea.

De cuando en cuando, sin embargo, Boxtel separaba por un momento los ojos del tulipán y de la bolsa y miraba tímidamente al gentío, porque temía por encima de todo percibir en ese gentío la pálida figura de la bella frisona.

Sería un espectro, como se comprende, que turbaría su fiesta, ni más ni menos como el espectro de Banquo turbó el festín de Macbeth.

Y, apresurémonos a decirlo, ese miserable que había franqueado un muro que no era su muro, que había escalado una ventana para entrar en la casa de su vecino, que, con una falsa llave, había violado la habitación de Rosa, ese hombre, que había robado finalmente la gloria de un hombre y la dote de una mujer, ese hombre no se consideraba un ladrón.

Había velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del secadero de Cornelius hasta el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cualquiera que en este momento le quitara el tulipán negro, se lo robaría.

Pero no vio a Rosa.

Resultó así que la alegría de Boxtel no fue turbada.

El cortejo se detuvo en el centro de una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guirnaldas e inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el estatúder.

Y el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.


5: Planta herbácea cuya raíz se empleó antiguamente en medicina.
6: Piel de vaca o ternera, preparada para pintar en ella.