El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XXVI: Un miembro de la sociedad hortícola



Desatinada, Rosa, casi loca de alegría y de temor ante la idea de que había hallado el tulipán negro, tomó el camino de la hospedería del Cisne Blanco, seguida siempre por su barquero, robusto muchacho de Frisia, capaz de enfrentarse por sí solo a diez Boxtels.

Durante el camino, el barquero había sido puesto al corriente, y no retrocedería ante la lucha, en el supuesto de que la lucha se empeñara; sólo que, llegado ese caso, tenía la orden de ocuparse del tulipán.

Pero al llegar a la Grote-Markt, Rosa se detuvo de repente; un pensamiento súbito acababa de sobrecogerla, al igual que a aquella Minerva de Homero, que agarraba a Aquiles por los cabellos en el momento en que la cólera iba a llevárselo.

«¡Dios mío! -murmuró-. ¡He cometido una falta enorme, tal vez haya perdido a Cornelius, al tulipán y a mí misma! He dado la alarma, he despertado sospechas. Yo no soy más que una mujer, esos hombres pueden coaligarse contra mí, y entonces estoy perdida. ¡Oh! ¡Que yo me pierda, no sería nada, pero Cornelius, el tulipán...!»

Meditó un momento.

«Si voy a casa de ese Boxtel y no le conozco, si ese Boxtel no es Jacob, si es otro aficionado que también ha descubierto el tulipán negro, o bien, si mi tulipán ha sido robado por persona de la que sospecho, o ha pasado ya a otras manos, si no reconozco al hombre sino solamente a mi tulipán, ¿cómo probar que la flor es mía?

«Por otro lado, si reconozco a ese Boxtel como el falso Jacob, ¿quién sabe lo que sucederá? Mientras ambos discutimos, ¡el tulipán negro morirá! ¡Oh! ¡Inspiradme, Virgen santa! Se trata del porvenir de mi vida, se trata de un pobre prisionero que tal vez expire en este momento.»

Hecho este ruego, Rosa esperó piadosamente la inspiración que pedía al Cielo.

Mientras tanto, un gran alboroto reinaba en el extremo de la Grote-Markt. La gente corría, las puertas se abrían; solamente Rosa permanecía insensible a todo aquel movimiento de la población.

-Es preciso -murmuró- regresar a la casa del presidente.

-Regresemos -aprobó el barquero.

Tomaron la pequeña calle de la Paille que conducía directamente a la morada de Van Systens, el cual, con su más bella escritura y con su mejor pluma, continuaba trabajando en su informe.

Por todas partes, a su paso, Rosa no oía hablar más que del tulipán negro y del premio de cien mil florines: la noticia corría ya por la ciudad.

Rosa apenas tuvo trabajo para penetrar de nuevo en la casa de Van Systens, quien se sintió emocionado, como la primera vez, ante la mágica palabra del tulipán negro.

Pero cuando reconoció a Rosa, a la que consideraba in mente como una loca, o peor que esto, le invadió la cólera y quiso despedirla.

Pero Rosa juntó las manos, y con ese acento de honrada verdad que penetra en los corazones, suplicó:

-Señor, ¡en nombre del Cielo! No me rechacéis; escuchad, por el contrario, lo que voy a deciros, y si vos no podéis hacerme justicia, por lo menos no podréis reprocharos un día, frente a Dios, el haber sido cómplice de una mala acción.

Van Systens pataleaba de impaciencia; aquella era la segunda vez que Rosa le molestaba en medio de una redacción en la cual ponía su doble amor propio de burgomaestre y de presidente de la Sociedad Hortícola.

-¡Pero mi informe! -exclamó-. ¡Mi informe sobre el tulipán negro!

-Señor -continuó Rosa con la firmeza de la inocencia y de la verdad-, señor, vuestro informe sobre el tulipán negro descansará, si no me escucháis, sobre hechos criminales o sobre hechos falsos. Os lo suplico, señor, haced venir aquí, delante de vos y ante mí, a ese señor Boxtel, del que yo afirmo es Mynheer Jacob, y juro a Dios dejarle la propiedad de su tulipán si no reconozco ni al tulipán ni a su propietario.

-¡Pardiez! La bella se anticipa -dijo Von Systens.

-¿Qué queréis decir?

-¿Os puedo preguntar qué probará esto cuando vos los hayáis reconocido?

-Pero, en fin -dijo Rosa desesperada-, vos sois un hombre honrado, señor. ¡Pues bien! No solamente vais a dar un premio a un hombre por una obra que no ha realizado, sino por una obra robada.

Tal vez el acento de Rosa produjo una cierta convicción en el corazón de Van Systens, e iba éste a responder más dulcemente a la pobre chica, cuando se dejó oír un gran tumulto en la calle, que parecía pura y simplemente ser un aumento del alboroto que Rosa ya había oído, sin concederle importancia, en la Grote-Markt, y que no había podido despertarla de su ferviente plegaria.

Unas estrepitosas aclamaciones sacudieron la casa. Van Systens prestó atención a esas exclamaciones que para Rosa no habían sido más que un alboroto primeramente, y ahora no eran más que un ruido ordinario.

-¿Qué es esto? -exclamó el burgomaestre-. ¿Qué es esto? ¿Será posible lo que he oído? No puedo dar crédito a mis oídos.

Y se precipitó hacia su antecámara, sin preocuparse más de Rosa, a la que dejó en su despacho. Apenas llegado a su antecámara, Van Systens lanzó un gran grito al percibir el espectáculo de su escalera invadida hasta el vestíbulo.

Acompañado, o más bien seguido por la multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un traje de terciopelo violeta bordado en plata, subía con noble lentitud los escalones de piedra, brillantes de blancura y de limpieza.

Detrás de él marchaban dos oficiales, uno de marina y otro de caballería.

Van Systens, abriéndose paso en medio de sus criados asustados, vino a inclinarse, a prosternarse casi delante del recién llegado que causaba todo aquel alboroto.

-¡Monseñor! -exclamó-. Monseñor, Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para mi humilde mansión.

-Querido señor Van Systens -dijo Guillermo de Orange con una serenidad que, en él, reemplazaba a la sonrisa-, yo soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a veces incluso ese queso que tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo prefiero es, naturalmente, el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de Haarlem poseía, por fin, el tulipán negro y, después de haberme asegurado que la noticia era verdadera, aunque increíble, vengo a pedir confirmación al presidente de la Sociedad Hortícola.

-¡Oh! Monseñor, monseñor -contestó Van Systens arrebatado-, qué gloria para la Sociedad si sus trabajos agradan a Vuestra Alteza.

-¿Tenéis la flor aquí? -preguntó el príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber hablado tanto.

-Por desgracia, no, monseñor, no la tengo aquí.

-¿Y dónde está?

-En casa de su propietario.

-¿Quién es ese propietario?

-Un valiente tulipanero de Dordrecht.

-¿De Dordrecht?

-Sí.

-¿Y se llama...?

-Boxtel.

-¿Se aloja...?

-En el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el honor de entrar en el salón, él se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a monseñor.

-Está bien, llamadlo.

-Sí, Vuestra Alteza, sólo que...

-¿Qué?

-¡Oh! Nada importante, monseñor.

-Todo es importante en este mundo, señor Van Systens.

-¡Pues bien, monseñor! Se ha presentado una dificultad.

-¿Cuál?

-Ese tulipán está ya reivindicado por los usurpadores. Es verdad que vale cien mil florines.

-¿De veras?

-Sí, monseñor, por los usurpadores, por los falsarios.

-Eso es un crimen, señor Van Systens.

-Sí, Vuestra Alteza.

-¿Y vos tenéis las pruebas de ese crimen?

-No, monseñor, la culpable...

-¿La culpable, señor...?

-Quiero decir la que reclama el tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al lado.

-¡Aquí! ¿Qué pensáis de ello, señor Van Systens?

-Pienso, monseñor, que el cebo de los cien mil florines la habrá tentado.

-¿Y ella reclama el tulipán?

-Sí, monseñor.

-¿Y qué ha presentado por su parte como prueba?

-Iba a interrogarla cuando Vuestra Alteza se presentó.

-Escuchémosla, señor Van Systens, escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la causa y haré justicia.

«Ya he encontrado a mi rey Salomón» -se dijo Van Systens inclinándose y mostrando el camino al príncipe.

Éste iba a pasar por delante de su interlocutor cuando se detuvo de repente.

-Pasad vos delante -dijo- y llamadme «señor».

Entraron en el gabinete.

Rosa seguía en el mismo sitio, apoyada en la ventana y mirando a través de los cristales hacia el jardín.

-¡Ah! ¡Ah! Una frisona -murmuró el príncipe al percibir el casco de oro y las faldas rojas de la hermosa Rosa.

Ésta se volvió, pero apenas pudo ver al príncipe, que se sentó en el ángulo más oscuro del apartamento.

Toda su atención, como se comprende, era para ese importante personaje que se llamaba Van Systens, y no para aquel humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no recibiría el tratamiento de señor.

El humilde extraño cogió un libro de la biblioteca e hizo señas a Van Systens para que comenzara el interrogatorio.

Van Systens, siempre por invitación del joven del traje violeta, se sentó a su vez, y completamente feliz y orgulloso por la importancia que le habían concedido, empezó:

-Hija mía, ¿me prometéis la verdad, toda la verdad sobre este tulipán?

-Os la prometo.

-¡Pues bien! Hablad sin miedo delante del señor; el señor es uno de los miembros de la Sociedad Hortícola.

-Señor -empezó Rosa-, ¿qué os diría que no os haya dicho ya?

-¿Entonces...?

-Volveré al ruego que os he dirigido.

-¿Cuál...?

-El de hacer venir aquí al señor Boxtel con su tulipán; si no lo reconozco como el mío, lo diré francamente; pero si lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo estatúder, con las pruebas en la mano?

-¿Tenéis, entonces, pruebas, bella niña?

-Dios, que conoce mi derecho, me las proveerá.

Van Systens cambió una mirada con el príncipe que, desde las primeras palabras de Rosa, parecía intentar recordar algo, como si no fuera la primera vez que aquella voz llegaba a sus oídos.

Un oficial partió para ir a buscar a Boxtel.

Van Systens continuó el interrogatorio.

-¿Y sobre qué -dijo- basáis la aserción de que vos sois la propietaria del tulipán negro?

-Pues sobre una cosa muy sencilla, ¿es que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado en mi propia habitación?

-En vuestra habitación, y ¿dónde queda vuestra habitación?

-En Loevestein.

-¿Vos sois de Loevestein?

-Soy la hija del carcelero de la fortaleza.

El príncipe hizo un pequeño gesto que quería decir: «¡Ah! Eso es, ahora me acuerdo.»

Y mientras parecía leer, miró a Rosa con más atención que antes.

-¿Y vos amáis las flores? -continuó Van Systens.

-Sí, señor.

-Entonces ¿sois una técnica florista?

Rosa vaciló un instante, luego con un acento salido de lo más profundo de su corazón, preguntó:

-Señores, ¿hablo a gentes de honor?

El acento era tan veraz, que Van Systens y el príncipe respondieron ambos al mismo tiempo con un movimiento de cabeza afirmativo.

-¡Pues bien, no! ¡Yo no soy una técnica florista, no! Yo no soy más que una pobre hija del pueblo, una pobre aldeana de Frisia que, no hace tres meses todavía, no sabía ni leer ni escribir. ¡No! El tulipán negro no ha sido hallado por mí.

-¿Y por quién ha sido hallado?

-Por un pobre prisionero de Loevestein.

-¿Por un prisionero de Loevestein? -inquirió el príncipe.

Al sonido de esta voz, fue Rosa la que se sobresaltó a su vez.

-Por un prisionero de Estado, entonces -continuó el príncipe-, porque en Loevestein no hay más que prisioneros de Estado.

Y se puso a leer de nuevo, o por lo menos hizo como si se pusiera a leer.

-Sí -murmuró Rosa temblando-, sí, por un prisionero de Estado.

Van Systens palideció al oír pronunciar tamaña confesión delante de un testigo semejante.

-Continuad -ordenó fríamente Guillermo al presidente de la Sociedad Hortícola.

-¡Oh, señor! -exclamó Rosa dirigiéndose a éste a quien creía su verdadero juez-. Es que voy a acusarme muy seriamente.

-En efecto -dijo Van Systens-, los prisioneros de Estado deben permanecer en secreto en Loevestein.

-¡Por desgracia, señor!

-Y, después de lo que habéis dicho, parece que habéis aprovechado vuestra posición como hija del carcelero y os habéis comunicado con él para cultivar unas flores.

-Sí, señor -murmuró Rosa desatinada-. Sí, me veo forzada a confesarlo, le veía todos los días.

-¡Desgraciada! -exclamó Van Systens.

El príncipe levantó la cabeza al observar el espanto de Rosa y la palidez del presidente.

-Esto -anunció con su voz clara y firmemente acentuada- no compete a los miembros de la Sociedad Hortícola. Están para juzgar al tulipán negro y no conocen los delitos políticos. Continuad, muchacha, continuad.

Van Systens, con una elocuente mirada, le dio las gracias en nombre de los tulipanes al nuevo miembro de la Sociedad Hortícola.

Rosa, tranquilizada por esa especie de estímulo que le había dado el desconocido, relató todo lo que había ocurrido desde hacía tres meses, todo lo que había hecho, todo lo que había sufrido. Habló de la dureza de Gryphus, de la destrucción del primer bulbo, del dolor del prisionero, de las precauciones tomadas para que el segundo bulbo llegara a buen fin, de la paciencia del prisionero, de sus angustias durante su separación; cómo había querido morir de hambre porque no recibía noticias de su tulipán; de la alegría que había experimentado en su reunión, y finalmente de la desesperación de ambos cuando vieron que el tulipán que acababa de florecer les había sido robado una hora después de su floración.

Todo esto fue dicho con un acento de verdad que dejó al príncipe impasible, en apariencia por lo menos, pero que no dejó de producir su efecto sobre Van Systens.

-Pero -intervino el príncipe- no hace mucho tiempo que conocéis a ese prisionero.

Rosa abrió sus grandes ojos y miró al desconocido, que se hundió en la sombra, como si quisiera huir de esa mirada.

-¿Por qué lo decís, señor? -preguntó.

-Porque no hace más que cuatro meses que el carcelero Gryphus y su hija están en Loevestein.

-Es verdad, señor.

-Y a menos que vos no hayáis solicitado el traslado de vuestro padre para seguir a algún prisionero que haya sido transportado de La Haya a Loevestein...

-¡Señor! -exclamó Rosa, enrojeciendo.

-Acabad -ordenó Guillermo.

-Lo confieso, conocí al prisionero en La Haya.

-¡Afortunado prisionero! -comentó sonriendo Guillermo.

En ese momento, el oficial que había sido enviado a buscar a Boxtel entró y anunció al príncipe que aquel le seguía con su tulipán.