El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XIII: Lo que ocurría durante ese tiempo en el alma de un espectador



Mientras Cornelius reflexionaba sobre su suerte, una carroza se había aproximado al patíbulo.

Aquella carroza era para el prisionero. Se le invitó a subir a ella; obedeció.

Su última mirada fue para la Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro consolado de Rosa, pero la carroza estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron enseguida a Van Baerle del seno de las aclamaciones que vociferaba aquella multitud en honor del muy magnánimo estatúder, con una cierta mezcla de invectivas dirigidas a los De Witt y a su ahijado salvado de la muerte.

Lo cual hacía decir a los espectadores:

-Ha sido una suerte que nos hayamos apresurado a hacer justicia con aquel gran criminal de Jean y el muy bribón de Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos los hubiera quitado como acaba de quitarnos a ése.

Entre todos aquellos espectadores que la ejecución de Van Baerle había atraído a la Buytenhoff, y a los que el giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era, evidentemente, cierto burgués vestido adecuadamente y que, desde la mañana, había empleado tan bien los pies y las manos, que había llegado a no estar separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el instrumento de suplicio.

Muchos se habían mostrado ávidos de ver correr la sangre pérfida del culpable Cornelius; pero nadie había puesto en la expresión de este funesto deseo el encarnizamiento que había empleado el burgués en cuestión.

Los más furiosos habían acudido a la Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen puesto; pero él, adelantándose a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la prisión había llegado a la primera fila, como hemos dicho, «unguibus et rostro», acariciando a los unos y golpeando a los otros.

Y cuando el verdugo había conducido a su condenado al patíbulo, el burgués, subido a un mojón de la fuente para mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que significaba: «Está convenido, ¿verdad?»

Gesto al que el verdugo había respondido con otro que quería decir: «Estad tranquilo.»

¿Quién era, pues, ese burgués que parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería decir ese intercambio de gestos?

Nada más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el arresto de Cornelius había venido, como hemos visto, a La Haya para tratar de apropiarse de los tres bulbos del tulipán negro. Boxtel había intentado primero inclinar a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía algo de bulldog por la fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia, había tomado a contrapelo el odio de Boxtel, al que había considerado como un ferviente amigo que se interesaba por cosas indiferentes para preparar seguramente algún medio de evasión del prisionero.

Así, a las primeras proposiciones que Boxtel le había hecho, para sustraer los bulbos que Cornelius van Baerle debía de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo, Gryphus sólo había respondido con una expulsión acompañada de las caricias del perro de la escalera.

Boxtel no se había descorazonado por un fondillo de los pantalones dejado en los dientes del moloso. Había vuelto a la carga.

Al estar Gryphus en su lecho, febril y con el brazo roto, Boxtel se había vuelto hacia Rosa, ofreciendo a la joven, a cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble joven, aunque ignorando todavía el valor del robo que se le proponía y por el que le ofrecían pagar tan bien, había enviado al tentador al verdugo, no solamente el último juez, sino también el último y macabro heredero del condenado a muerte.

El envío hizo nacer una idea en la mente de Boxtel.

Entretanto, el fallo se había pronunciado, fallo expeditivo, como se vio. Isaac se detuvo en consecuencia en la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al verdugo.

Isaac no se imaginaba que Cornelius no muriera con sus tulipanes sobre el corazón.

En efecto, Boxtel no podía adivinar dos cosas:

Rosa, es decir, el amor.

Guillermo, es decir, la clemencia.

Menos Rosa y Guillermo, los cálculos del envidioso eran exactos. Menos Guillermo, Cornelius moriría. Menos Rosa, Cornelius moriría, con sus bulbos sobre el corazón.

Mynheer Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a él como un gran amigo del condenado, y menos las joyas de oro y el dinero que dejaba al ejecutor, compró todos los expolios del futuro muerto por la suma un poco exorbitante de cien florines. Pero ¿qué eran cien florines para un hombre casi seguro de adquirir por esa suma el premio de la Sociedad de Haarlem?

Aquello era dinero invertido al mil por uno, lo que resulta, hay que convenir en ello, una bonita imposición.

La tarea del verdugo, por su parte, era casi nula para ganarse sus cien florines. Sólo debía, acabada la ejecución, dejar a Mynheer Boxtel subir al patíbulo con sus criados para recoger los restos inanimados de su amigo.

Lo que, por lo demás, estaba en uso entre los fieles cuando uno de sus maestros moría públicamente en la Buytenhoff.

Un fanático como Cornelius podía muy bien tener otro fanático que diera cien florines por sus reliquias.

Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No había puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado.

Boxtel, como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y, por consiguiente, no querer pagar al salir.

Boxtel pagó por adelantado y esperó.

Juzguemos después de esto si Boxtel estaba emocionado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de todos los metales?

No intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención producida en la ejecución de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero coger la mano del condenado, levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia concedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo habría asesinado.

Así pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loevestein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encontraría un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.

Existen ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta la imaginación de sus lectores en toda la simplicidad del hecho.

Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lanzados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colmaron de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario.

Pero ¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía Boxtel?

Quiso entonces correr hacia la carroza que se llevaba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramiento, no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso populacho de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo.

Dentro de estas circunstancias, Boxtel, que se hallaba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas.

Podría creerse que esto ya era bastante para Boxtel.

Nos equivocaríamos.

Boxtel, puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible que se llama Envidia.