El triunfo de la pelirroja

El triunfo de la pelirroja
de Arturo Reyes


I editar

Se colocó Soledad delante de un espejo que, según ella, padecía de salpullío, llevóse las manos a la cabeza, y momentos después desbordábasele el pelo por los curvos hombros y por la mórbida espalda en guedejas negrísimas y relucientes.

La habitación estaba sumergida en vaga penumbra; la luz del sol perdía sus abrasadoras intensidades al atravesar la enredadera primero, y la roja cortina después, que cubrían la gran reja andaluza en que todas las tardes lucía sus hechuras nuestra gentil protagonista.

Desatóse ésta, repetimos, la riza cabellera y dio comienzo a trenzar de nuevo, no sin desmarañar previamente las negras ondas, y pronto dieron fin a su tarea sus manos, tan hábiles como reducidas, y reprodujo el espejo su cabeza ya artísticamente peinada, en la que colocó dos rosas de vivísimos colores.

Ya peinada y limpia su tez morena y fina como el raso, sustituyó la de los quehaceres domésticos con una falda azul, púsose una chaquetilla blanca adornada de encajes, atóse a la esbeltísima cintura un delantal blanco también y también adornado de randas; calzóse pulidos brodequines de cuero blanco, adornó su cuello con un collar de múltiples vueltas de abalorios, y dado que hubo fin a su tocado, sentóse en la mecedora grave y meditabunda, pensando en el modo y manera de salir del atolladero en que habíala metido la decisión de su señor tío, el señor Cristóbal el Confitero.

Y no dejaba de tener razón Soledad para estar cavilosa y cariacontecida, que aquella mañana, cuando disponíase a arreglar el almuerzo, habíale dicho el señor Cristóbal, con acento bronco y enarcando amenazadoramente las pobladísimas cejas:

-Mía tú, Soleá, esta noche viée a platicar conmigo Toñico el Clavicordio, y viée a platicarme de ti y a pedirme tu mano y con la mano toíta tu presona, y como a mí el Clavicordio me jace clase, porque es güeno y es trabajador, y te tiée voluntá, y a ti te conviée casarte cuanto antes, porque el día que a mí me dé un sanguiñuelo y me lleven al Batatar, a ti te llevan al hospicio; pos velay tú por qué quiero yo que emparmes cuanto antes con Toñico el Clavicordio.

-Yo no me caso con el Clavicordio. ¿Usté se entera? Yo no me caso con él. Más mejor me voy por esas calles vendiendo alhucema y cuerdas pa er pelo.

-Tú no te irás a la calle ni venderás cuerdas pa er pelo, y te casarás con el Clavicordio, ¿sabes tú?, con el Clavicordio.

-Pero si a mí el Clavicordio me pone er pelo de punta, tío Cristóbal.

-Pero ¿por qué? ¿Porque tiée una miajita desnivelá argunas de las farciones?

-Porque es más feo que un tiro; porque tiée un carrete por nariz; porque le sundela er jálito; porque no se lava más que cuando le pilla un aguacero en la calle; porque...

-To eso se arregla, mujer -exclamó, interrumpiéndola, el Confitero-. To eso tiée compostura, y si er gachó no es bonito como un cromo, en cambio tiée un corazón más grande que un navío, y es serio y trabajador, y na, que no hay tu tía, ¿tú sabes?, que tú te casas con el Clavicordio y se acabaron las musarañas con el Tabardillo.

-Pero ¿por qué ha de ser eso asín, si el Tabardillo me quiere, y yo lo quiero a él, y el Tabardillo es el hombre que a mí me güele a romero?

-Pos antes de consentir en que te cases con el Tabardillo, consiento yo en que me jagan catite. ¡Con el Tabardillo! ¡Casarte tú con el Tabardillo! Vamos, mujer, no digas eso ni en broma.

-¿Pos qué tiée er Tabardillo menos que el Clavicordio?

-Pos tiée muchísimas cosas menos: tiée menos cutis y tiée menos formaliá y tiée menos corazón y tiée menos cosas de hombre y, sobre to, que er que a mí me jace clase es el Clavicordio, ¿tú te enteras?

-Pero ¿va a ser usté o voy a ser yo la que tenga que enterarse si pinchan mucho o no pinchan mucho sus bigotes?

-Tú y na mas que tú, y no se platique más de esto. Esta noche viée el Clavicordio a que yo le conteste ya de una vez, y ya sabes tú lo que yo le voy a contestar: que tú has perdido por él la chaveta, y no me chistes, que aquí no se jace más que lo que manda y ordena el señor Cristóbal el Confitero.

Soledad, que había retenido íntegro el diálogo transcrito, no cesaba de repetirlo colérica y con ganas de llanto, cuando:

-¿Se puée pasar? -preguntó desde la puerta Dolores la Pelirroja.

-Pasa, hija -repúsole Soledad con acento cariñoso y triste.

No se hizo repetir la invitación la Pelirroja, y empujando briosamente la puerta, penetró en la sala ondulando su cuerpo gentil y espigado, y penetrado que hubo, exclamó con acento de zumba, dirigiéndose a su prima:

-Vaya, y cómo te has puesto de rebonita, salero. ¡Pos ni que fueras a la procesión del Corpus!

Soledad sonrió con melancólica expresión y murmuró, encogiéndose de hombros:

-Bastante tengo yo con mis procesiones, que no dejan de ser más largas de lo que yo quisiera.

-¡Camará, y qué perfil! ¿Me quiere usté jacer el reverendo favor de decirme qué es lo que le pasa a usté hoy, señora, que parece que tiée usté una penita en ca poro?

-¿Qué quieres que tenga, Dolores? Na, naíta tengo.

-Vaya, mujer, dame la mano que te voy a decir la güena ventura.

-Déjame de gitanerías, Dolores.

-Qué gitanerías ni ocho cuartos y medio. Dame la mano te digo.

-Vamos, mujer, tómala; pero acaba pronto, que tengo yo hoy el cuerpo cortao y no tengo ganas de tonterías.

La Pelirroja cogió entre las suyas la mano de aquélla y, después de examinarla con cómica gravedad, exclamó con acento de agitanadas cadencias:

-Por Dios uno y trino, salá de mis entretelas, lo que te voy a platicar va a ser tan verdad como lo que se dice en la misa. Tú tiées clavadilla en mitá der corazón una espinita de oro de las que tiran los quereles, y con tu gusto te has de salir, pero sin que pases, serrana, la mar de duquitas de muerte. El gachó que tú camelas y que te currela a ti es un mocito juncá con los clisos como soles, como percheros las pestañas, y morenito subío y con er pelito anillao; ese mozo está por ti que prevelica der sentío; pero otro gachó más feo que una bayoneta y que tiée por nariz un sacacorchos, le ha dao coba al arbolito que a ti te cobija, y...

-Déjate de pamplinas -exclamó en aquel momento Soledad, retirando blandamente su mano de las de Dolores.

-¡Pamplinas! -exclamó ésta- Pero ¿no es verdá lo que yo te digo, salero?

-Sí, que es verdá. Pero ¿quién ha sido la presona que te lo ha dicho? -preguntóle Soledad, mirándola con interrogadora fijeza.

-Pos nadie. Yo, que pegué la oreja a la cerraura tan y mientras te daba mi bato la puntilla.

-Pos entonces ya ves si tengo motivos sobraos pa estar como estoy, desesperaíta y mordiéndome jasta er cielo de la boca.

-¿Desesperaíta? ¡Ca, tonta! ¿Por qué vas a estar desesperaíta tú, prenda mía?

-Porque soy mu desgraciá, Dolores, porque yo no pueo tener voluntá propia, porque yo no tengo más calor que el calor de ustedes y si yo no hago lo que tu padre me manda, ¿qué quieres tú que haga yo? El Tabardillo no puée casarse entoavía, y además yo no estoy tan loca por él que me atreva a darles a ustedes una esazón ni a jacer una charraná con mi presona, ni a dar una campanaíta en el barrio.

-¡Ca! No hay que pensar en eso. Deja quietas las campanas de la parroquia. Tú no has contao conmigo, mujer, y has hecho mal; ya verás tú como yo arreglo las cosas de mo y manera que mi padre sea el que te diga que no te preocupes más del Clavicordio, y eso lo arreglo yo ahora mismito, y si no, ya verás, no te muevas de aquí jasta que yo vuelva, ¿estás tú?, que voy a volver en seguía y con la palma en la mano.

Y dicho esto Dolores, fuese al tocador, humedecióse los lagrimales, se restregó rabiosamente los ojos, y besando después a su prima, que la miraba hacer llena de asombro, salió de la habitación como si llevara casi el corazón encogido.



II editar

El señor Cristóbal el Confitero habíase repantigado en su enorme sillón de pino y aneas a la sombra del viejo parral a la sazón lleno de verdes pámpanos y apretados racimos, y meditaba en la mala partida que, considerándola buena, pensaba jugarle a su sobrina.

Y pensando, pensando, ya empezaba el sueño a entornar sus párpados, cuando de pronto penetró como aturdida en el patio Dolores la Pelirroja, la cual, al ver a su padre, intentó retirarse como extrañada de su presencia.

-Ven acá tú, Lolita -exclamó el viejo, también sorprendido al notar la brusca retirada de su hija.

Esta se detuvo como desconcertada, y tras breves instantes de indecisión, avanzó hacia su padre con paso lento y con los ojos humedecidos.

El señor Cristóbal la miró fijamente, y

-Tú has llorao -exclamó, cogiéndola bruscamente por un brazo.

-Yo no, padre, yo no he llorao -repúsole Lola con cara compungida.

-¡Sí, tú has llorao! ¡Vaya! ¿Y por qué, vamos a ver, por qué has llorao?

La muchacha permaneció silenciosa, y dos nuevas lágrimas resbalaron por sus mejillas.

-¿Que por qué has llorao y por qué lloras? ¡Por vía e la Malena! -exclamó el señor Cristóbal con acento colérico y amenazadora actitud.

-¡Por na, por na he llorao, padre!

-¿De aónde vienes tú ahora, vamos a ver, de aónde vienes?

-Del cuarto de mi prima vengo.

-¡Ah, ya! ¿Es que tu prima te habrá contao lo der Clavicordio?

-Sí, que me ha contao lo del Clavicordio.

-¿Y es por eso tu pena y por eso es tu lloriqueo, Dolores?

Esta vaciló algunos instantes, y después, como quien adopta tras un esfuerzo supremo una decisión suprema también, exclamó, llevándose el delantal a los ojos:

-Pos bien: sí, sí, señor; por eso, por eso es mi pena.

-¿Y por qué, por qué, vamos a ver? ¿Qué te importa a ti que Soledá se case u no se case con el Clavicordio?

-Naturalmente, ¡qué se me va a importar a mí que se case u no se case mi prima con el Clavicordio! -exclamó la Pelirroja con quejumbrosa ironía.

El señor Cristóbal quedóse mirando de hito en hito a su Dolores; una idea había surgido de pronto en su cerebro llenándolo de estupefacción:

-Pero..., pero... oye tú..., Dolores..., oye tú... ¿Es que acaso...? Pero, ea, hombre, ea, si eso no puée ser, si el Clavicordio tiée por nariz un carrete como dice tu prima y le sundela el jálito a perros muertos... y no se lava más que cuando llueve.

-¡Eso le parece a usté, padre; eso es que le parece a usté!

-Que ha de parecerme, pos si cuando platico con él de cerca me tengo que taponar las narices.

-Pero, en cambio, tiée mucho corazón y tiée mucha hombría de bien y es mu decente, sí, señó, mu decente, mu retedecente.

-Sí, pero eso no es bastante, por vía e la Verónica. ¡Bonito estará el gachó al amanecer y espeluznao! No, hija, no; que no quiero yo que te dé a ti er cólera a los dos días de sazonarle el puchero a ese ramillete de nardos.

Y el señor Cristóbal no pudo continuar; al conjuro de sus palabras habíase obrado una extraña metamorfosis en el rostro de la Pelirroja: brillábanle a ésta de nuevo los ojos con infantil alborozo, y una sonrisa irónica y picaresca serpeábale por los encendidos labios.

-Conque no quiere usté que me dé er cólera, ¿verdá? -preguntóle Dolores con voz tan llena de retintines, que el señor Cristóbal enarcó las cejas, y ya disponíase a tronar contra la ya adivinada astucia de su hija, cuando ésta, ciñéndole al cuello ambos brazos y besándolo repetidamente en las rugosas mejillas, díjole con acento zalamero:

-¿Y por qué si el Clavicordio no es güeno pa mí, va a ser güeno pa mi prima, pa esa probetica güérfana que no tiée en er mundo más padre que usté ni más amparo que usté, ni más consuelo que er mío?

En vano el señor Cristóbal hizo esfuerzos heroicos por recobrar las pérdidas posiciones, y momentos después penetraba rápida como una ardilla Dolores la Pelirroja en el cuarto de su prima, gritando:

-No te lo decía yo, ya está toíto arreglao y no tiées que pensar pa naíta en el Clavicordio.

Y al asomar a la estancia su semblante, ya sonriente, el Confitero pudo ver cómo aquellas dos cabezas juveniles y tocadas de flores se unían besándose con efusión, mientras al pie de la enorme reja un organillo callejero daba a los aires sus populares armonías.