El trato de Argel/Jornada I

​El trato de Argel​ de Miguel de Cervantes
Jornada I

Jornada I

 


Interlucutores:
AURELIO
FÁTIMA, criada de Zahara.
ZAHARA, ama de Aurelio.
YZUF, amo de Aurelio.



AURELIO:

   ¡Triste y miserable estado!
¡Triste esclavitud amarga,
donde es la pena tan larga
cuan corto el bien y abreviado!
    ¡Oh purgatorio en la vida,
infierno puesto en el mundo,
mal que no tiene segundo,
estrecho do no hay salida!
    ¡Cifra de cuanto dolor
se reparte en los dolores,
daño que entre los mayores
se ha de tener por mayor!

AURELIO:

    ¡Necesidad increíble,
muerte creíble y palpable,
trato mísero intratable,
mal visible e invisible!
    ¡Toque que nuestra paciencia
descubre si es valerosa;
pobre vida trabajosa,
retrato de penitencia!
    Cállese aquí este tormento,
que, según me es enemigo,
no llegará cuanto digo
a un punto de lo que siento.
    Pondérase mi dolor
con decir, bañado en lloros,
que mi cuerpo está entre moros
y el alma en poder de Amor.

AURELIO:

    Del cuerpo y alma es mi pena:
el cuerpo ya veis cual va,
mi alma rendida está
a la amorosa cadena.
    Pensé yo que no tenía
Amor poder entre esclavos,
pero en mí sus recios clavos
muestran más su gallardía.
    ¿Qué buscas en la miseria,
Amor, de gente cautiva?
Déjala que muera o viva
con su pobreza y laceria.
    ¿No ves que el hilo se corta
desa tu amorosa estambre,
aquí con sed o con hambre,
a la larga o a la corta?

AURELIO:

    Mas creo que no has querido
olvidarme en este estrecho,
que has visto sano mi pecho,
aunque tan roto el vestido.
    Desde agora claro entiendo
que el poder que en ti se encierra
abraza el cielo y la tierra,
y más que no comprehendo.
    Una cosa te pidiera,
si en esa tu condición
una sombra de razón
por entre mil sombras viera;
    y es que, pues fuiste la causa
de acabarme y destruirme,
que en el contino herirme
hagas un momento pausa.

AURELIO:

    Yo no te pido que salgas
de mi pecho, pues no puedes;
antes, te pido que quedes,
y en este trance me valgas.
    Mira que se me apareja
una muy fiera batalla,
y que no he de atropellalla
si tu consejo me deja.
    Del lugar do me pusiste,
me procuran derribar;
pero, ¿quién podrá bajar
lo que tú una vez subiste?
    Ya viene Zahara y su arenga;
¡ay, enfadosa porfía;
cómo que me falta el día
antes que la noche venga!
    ¡Valedme, Silvia, bien mío,
que, si vos me dais ayuda,
de guerra más ardua y cruda
llevar la palma confío!

(Entra agora ZAHARA, ama de AURELIO, y FÁTIMA, criada de ZAHARA.)
ZAHARA:

   ¡Aurelio!

AURELIO:

Señora mía...

ZAHARA:

Si tú por tal me tuvieras,
a fe que luego hicieras
lo que ruega mi porfía.

AURELIO:

   Lo que tú quieres yo quiero,
porque al fin te soy esclavo.

ZAHARA:

Esas palabras alabo,
mas tus obras vitupero.

AURELIO:

   ¿Cuál ha sido por mí hecha
que en ella no te complaces?

ZAHARA:

Aquellas que no me haces
me tienen mal satisfecha.

AURELIO:

   Señora, no puedo más;
por agua me parto luego.

ZAHARA:

Otra agua pide mi fuego,
que no la que tú trairás.
    No te vayas; está quedo.

AURELIO:

De leña hay falta en la casa.

ZAHARA:

Basta la que a mí me abrasa.

AURELIO:

Mi amo...

ZAHARA:

No tengas miedo.

AURELIO:

   Déjame, señora, ir,
no venga Yzuf, mi señor.

ZAHARA:

Quien queda con tanto amor,
mal te dejará partir.

AURELIO:

   No hay para qué más porfíes,
señora: déjame ya.

ZAHARA:

Aurelio, llégate acá.

AURELIO:

Mejor es que te desvíes.

ZAHARA:

   ¿Ansí, Aurelio, me despides?

AURELIO:

Antes te hago favor,
si con el compás de honor
lo compasas y lo mides.
    ¿No miras que soy cristiano
con suerte y desdicha mala?

ZAHARA:

El amor todo lo iguala:
dame por señor la mano.

FÁTIMA:

   Zahara, señora mía,
dígote que me ha admirado
mirar en lo que ha parado
tu altivez y fantasía.
    Ver, por cierto, es gentil cosa,
y digna de ser notada,
de un cristiano enamorada
una mora tan hermosa.
    Y lo que más llega al cabo
tu afición tan sin medida,
es mirarte estar rendida
a un cristiano que es tu esclavo.
    ¡Y monta que corresponde
el perro a lo que le quieres!
Perdóname; frágil eres.

ZAHARA:

¿Dónde vas?

FÁTIMA:

Bien sé yo adonde.

ZAHARA:

   Dulce amiga verdadera,
lo que dices no lo niego;
mas ¿qué haré?, que amor es fuego
y mi voluntad es cera.
    Y, puesto que el daño veo
y el fin do habré de parar,
imposible es contrastar
las fuerzas de mi deseo.
    Vuelve tu lengua e intento
a combatir esta roca,
que no será gloria poca
gozar de su vencimiento.

FÁTIMA:

   Quiero en esto complacerte,
pues al fin puedes mandarme.
Cristiano, vuelve a mirarme,
que no es mi rostro de muerte.

AURELIO:

   Más que muerte me causáis
con vuestros inducimientos.
Dejadme con mis tormentos,
porque en vano trabajáis.

FÁTIMA:

   ¿No ves cómo se retira
el perro en su pundonor?
Ansí entiende él del amor
como el asno de la lira.

AURELIO:

   ¿Cómo queréis que yo entienda
de amor en esta cadena?

ZAHARA:

Eso no te cause pena,
que luego se hará la enmienda:
    las dos te la quitaremos.

AURELIO:

Muy mejor será dejalla;
que no quiero con quitalla,
pasar de un estremo a estremos.

ZAHARA:

   ¿A qué estremos pasarás?

AURELIO:

Quitando al cuerpo este hierro,
cairé en otro mayor hierro,
que al alma fatigue más.

FÁTIMA:

   ¿Almas tenéis los cristianos?

AURELIO:

Sí, y tan ricas y estremadas
cuanto por Dios rescatadas.

FÁTIMA:

¡Que son pensamientos vanos!
    Pero si almas tenéis,
de diamante es su valor,
pues en la fragua de amor
muy más os endurecéis.
    Aurelio, ¡resulución!
Ten cuenta en lo que te digo:
no quieras ser tan amigo
de tu obstinada opinión.
    Ya te ves sin libertad,
entre hierros apretado,
pobre, desnudo, cansado,
lleno de necesidad,
    subjeto a mil desventuras,
a palos, a bofetones,
a mazmorras, a prisiones,
donde estás contino a escuras.

FÁTIMA:

    Libertad se te promete;
los hierros se quitarán,
y después te vestirán.
No hay temor de escuro brete.
    Cuzcuz, pan blanco a comer,
gallinas en abundancia,
y aun habrá vino de Francia
si vino quieres beber.
    No te pido lo imposible,
ni trabajos demasiados,
sino blandos, regalados,
dulces lo más que es posible.
   Goza de la coyuntura
que se te ríe delante;
no hagas del ignorante,
pues muestras tener cordura.

FÁTIMA:

    Mira tu señora Zahara
y lo mucho que merece:
mira que al sol escurece
la luz de su rostro clara.
    Contempla su juventud,
su riqueza, nombre y fama;
mira bien que agora llama
a tu puerta la salud.
    Considera el interés
que en hacer esto te toca,
que hay mil que pondrían la boca
donde tú pondrás los pies.

AURELIO:

   ¿Has dicho, Fátima?

FÁTIMA:

Sí.

AURELIO:

¿Quieres que responda yo?

FÁTIMA:

Responde.

AURELIO:

Digo que no.

ZAHARA:

¡Ay, Alá! ¿Qué es lo que oí?

AURELIO:

   Yo digo que no conviene
pedirme lo que pedís,
porque muy poco advertís
el peligro que contiene.

FÁTIMA:

   ¿Qué peligro puede haber,
quiriéndolo tu señora?

AURELIO:

La ofensa que, siendo mora,
a Mahoma viene a hacer.

ZAHARA:

   ¡Déjame a mí con Mahoma,
que agora no es mi señor,
porque soy sierva de Amor,
que el alma subjeta y doma!
    ¡Echa ya el pecho por tierra
y levantarte he a mi cielo!

AURELIO:

Señora, tengo un recelo
que me consume y atierra.

FÁTIMA:

   ¿De qué te recelas? Di.

AURELIO:

Señora, de que no veo
ningún camino o rodeo
como complacerte a ti.
    En mi ley no se recibe
hacer yo lo que me ordenas;
antes, con muy graves penas
y amenazas lo prohíbe;
   y aun si batismo tuvieras,
siendo, como eres, casada,
fuera cosa harto escusada
si tal cosa me pidieras.
    Por eso yo determino
antes morir que hacer
lo que pide tu querer,
y en esto estaré contino.

ZAHARA:

   Aurelio, ¿estás en tu seso?

AURELIO:

Y aun por estar tan en él
soy para vos tan cruel.

ZAHARA:

¡Ay, desdichado suceso!
    ¿Que es posible que tan poco
valgan mis ruegos contigo?

FÁTIMA:

Sin duda que este enemigo
es muy cuerdo, o es muy loco.
    ¡Perro! ¿Tanta fantasía?
¿Pensáis que hablamos de veras?
¡Antes de mal rayo mueras
primero que pase el día!
    ¡Ruin sin razón ni compás,
nacido de vil canalla!
¿Pensábades ya triunfalla,
perrazo, sin más ni más?

FÁTIMA:

    Comigo las has de haber,
y de modo que te aviso
que dirá el que nunca quiso:
«¡Más le valiera querer!»
    No estés, Zahara, descontenta,
deja el remedio en mi mano,
que a este perro cristiano
yo le haré que se arrepienta.

ZAHARA:

   No es bien que por mal se lleve.

FÁTIMA:

Ni aun bien llevado por bien.

ZAHARA:

Cese, Aurelio, tu desdén.

FÁTIMA:

Con eso el perro se atreve.
    Ven, señora, al aposento;
que, en esta pena crecida,
o yo perderé la vida,
o tú ternás tu contento.

(Sálense las dos y queda AURELIO solo.)
AURELIO:

   ¡Padre del cielo, en cuya fuerte diestra
está el gobierno de la tierra y cielo,
cuyo poder acá y allá se muestra
con amoroso, justo y sancto celo,
Si tu luz, si tu mano no me adiestra
a salir deste caos, temo y recelo
que, como el cuerpo está en prisión esquiva,
también el alma ha de quedar cautiva!
    En Vos, Virgen Santísima María,
entre Dios y los hombres medianera,
de mi mar incierto cierta guía,
virgen entre las vírgenes primera;
en Vos, Virgen y Madre, en Vos confía
mi alma, que sin Vos en nadie espera,
que la habéis de guiar con vuestra lumbre
deste hondo valle a la más alta cumbre.

AURELIO:

    Bien sé que no merezco que se acuerde
vuestra eterna memoria de mi daño,
porque tengo en el alma fresco y verde
el dulce fructo del amor estraño;
mas vuestra alta clemencia, que no pierde
ocasión de hacer bien, mi mal tamaño
remedie, que ya estoy casi perdido,
de Scila y de Caribdis combatido.
    Si el cuerpo esclavo está, está libre el alma,
puesto que Silvia tiene parte en ella,
y la amorosa trunfadora palma
ha de llevar sola mi Silvia della.
Ponga Zahara su amor, póngale en calma,
que mi firmeza no hay pensar rompella,
y aquello que a mi Dios y a Silvia debo,
me hace que aun mirarla no me atrevo.

AURELIO:

    ¿Dó estás, Silvia hermosa? ¿Qué destino,
qué fuerza insana de implacable hado
el curso de aquel próspero camino
tan sin causa y razón nos ha cortado?
¡Oh estrella, oh suerte, oh fortuna, oh signo!,
si alguno de vosotros ha causado
tamaña perdición, desde aquí digo
que mil cuentos de veces le maldigo.
    Yo moriré por lo que al alma toca,
antes que hacer lo que mi ama quiere;
firme he de estar cual bien fundada roca
que en torno el viento, el mar combate y hiere.
Que sea mi vida mucha, o que sea poca,
importa poco; sólo el que bien muere
puede decir que tiene larga vida,
y el que mal, una muerte sin medida.

(Éntrase AURELIO, y sale SAYAVEDRA, soldado cativo; LEONARDO, cativo, y SEBASTIÁN, muchacho cativo, a su tiempo.)
SAYAVEDRA:

   En la veloz carrera, apresuradas
las horas del ligero tiempo veo,
contra mí con el cielo conjuradas.
    Queda atrás la esperanza, y no el deseo,
y así la vida dél, la muerte della,
el daño, el mal aunmentan que poseo.
    ¡Ay dura, inicua, inexorable estrella,
cómo de los cabellos me has traído
al terrible dolor que me atropella!

LEONARDO:

   El llanto en tales tiempos es perdido,
pues si llorando el cielo se ablandara,
ya le hubieran mis lágrimas movido.
    A la triste fortuna alegre cara
debe mostrar el pecho generoso:
que a cualquier mal, buen ánimo repara.

SAYAVEDRA:

   El cuello enflaquecido al trabajoso
yugo de esclavitud amarga puesto,
bien ves que a cuerpo y alma es peligroso;
    y más aquel que tiene prosupuesto
de dejarse morir antes que pase
un punto el modo del vivir honesto.

LEONARDO:

   Si acaso yo tus obras imitase,
forzoso me sería que al momento
en brazos de la hambre me entregase.
   Bien sé que en el cativo no hay contento;
mas no quiero cre[c]er yo mi fatiga,
tiniendo en ella siempre el pensamiento.
    A mi patrona tengo por amiga;
trátame cual me ves: huelgo y paseo;
«cautivo soy», el que quisiere diga.

SAYAVEDRA:

   Triunfa, Leonardo, y goza ese trofeo;
que, si por ser cautivo le hermoseas,
yo sé que es torpe, desgraciado y feo.

LEONARDO:

   Amigo Sayavedra, si te arreas
de ser predicador, ésta no es tierra
do alcanzarás el fructo que deseas.
    Déjate deso y escucha de la guerra
que el gran Filipo hace nueva cierta,
y un poco la pasión de ti destierra.
    Dicen que una fragata de Biserta
llegó esta noche allí con un cativo
que ha dado vida a mi esperanza muerta.
    Quitóle libertad el hado esquivo,
de Málaga pasando a Barcelona;
cativóle Mamí, cosario esquivo.
    En su manera muestra ser persona
de calidad, y que es ejercitado
en el duro ejercicio de Belona.

LEONARDO:

    Dice el número cierto que ha pasado
de soldados a España forasteros,
sin los tres tercios nuestros que han bajado;
    los príncipes, señores, caballeros,
que a servir a Filipo van de gana;
los naturales y los estranjeros,
    y la muestra hermosísima lozana
que en Badajoz hacer el rey pretende
de la pujanza de la Unión Cristiana.
    Dice con esto que ninguno entiende
el disinio del rey, y el hablar desto,
al grande y al pequeño se defiende.

SAYAVEDRA:

   Rompeos ya, cielos, y llovednos presto
el librador de nuestra amarga guerra
si ya en el suelo no le tenéis puesto.
    Cuando llegué cativo y vi esta tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tantos piratas cubre, acoge y cierra,
    no pude al llanto detener el freno,
que, a pesar mío, sin saber lo que era,
me vi el marchito rostro de agua lleno.
    Ofrecióse a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlo tuvo
levantada en el aire su bandera,
    y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,
pues, movido de envidia de su gloria,
airado entonces más que nunca estuvo.
    Estas cosas volviendo en mi memoria,
las lágrimas trujeran a los ojos,
forzados de desgracia tan notoria.

SAYAVEDRA:

    Pero si el alto Cielo en darme enojos
no está con mi ventura conjurado,
y aquí no lleva muerte mis despojos,
    cuando me vea en más seguro estado,
o si la suerte o si el favor me ayuda
a verme ante Filipo arrodillado,
    mi lengua balbuciente y casi muda
pienso mover en la real presencia,
de adulación y de mentir desnuda,
    diciendo: «Alto señor, cuya potencia
sujetas trae las bárbaras naciones
al desabrido yugo de obediencia:
    a quien los negros indios con sus dones
reconocen honesto vasallaje,
trayendo el oro acá de sus rincones;
    despierte en tu real pecho coraje
la desvergüenza con que una bicoca
aspira de contino a hacerte ultraje.

SAYAVEDRA:

    Su gente es mucha, mas su fuerza es poca,
desnuda, mal armada, que no tiene
en su defensa fuerte muro o roca.
    Cada uno mira si tu Armada viene,
para dar a los pies el cargo y cura
de conservar la vida que sostiene.
    De la esquiva prisión, amarga y dura,
adonde mueren quince mil cristianos,
tienes la llave de su cerradura.
    Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,
las rodillas por tierra, sollozando,
cerrados de tormentos inhumanos,
    poderoso señor, t'están rogando
vuelvas los ojos de misericordia
a los suyos, que están siempre llorando;
    y, pues te deja agora la discordia
que tanto te ha oprimido y fatigado,
y Amor en darte sigue la concordia,
    haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado
lo que con tanta audacia y valor tanto
fue por tu amado padre comenzado.

SAYAVEDRA:

    El sólo ver que vas pondrá un espanto
en la bárbara gente, que adivino
ya desde aquí su pérdida y quebranto».
    ¿Quién duda que el real pecho begnino
no se muestre, oyendo la tristeza
donde están estos míseros contino?
    Mas, ¡ay, cómo se muestra la bajeza
de mi tan rudo ingenio, pues pretende
hablar tan bajo ante tan alta alteza!
    Mas la ocasión es tal, que me defiende.
Pero a todo silencio poner quiero,
que creo que mi plática te ofende,
y al trabajo he de ir adonde muero.

(Aquí entra SEBASTIÁN, muchacho, en hábito de esclavo.)
SEBASTIÁN:

   ¿Hase visto tal maldad?
¿Hay tierra tan sin concordia,
do falta misericordia
y sobra la crueldad?
    ¿Dónde se halla[rá] disculpa
de maldad tan insolente:
que pague el que es inocente
por el que tiene la culpa?
    ¡Oh cielos! ¿Qué es lo que he visto?
¡Éste sí que es pueblo injusto,
donde se tiene por gusto
matar los siervos de Cristo!
    ¡Oh España, patria querida!,
mira cuál es nuestra suerte,
que si allá das justa muerte,
quitas acá justa vida.

LEONARDO:

   Sebastián, dinos qué tienes,
que hablas razones tales.

SEBASTIÁN:

Una infinidad de males
y una penuria de bienes.

LEONARDO:

   En ser, como eres, esclavo
se encierra todo dolor.

SEBASTIÁN:

Otra pena muy mayor
me tiene a mí tan al cabo.

SAYAVEDRA:

   ¿De dónde puede causarse
la pena que dices brava?

SEBASTIÁN:

De una vida que hoy se acaba
para jamás acabarse.
    «Ya sabés que aquí en Argel
se supo cómo en Valencia
murió por justa sentencia
un morisco de Sargel;
    digo que en Sargel vivía,
puesto que era de Aragón,
y, al olor de su nación,
pasó el perro en Berbería;
    y aquí cosario se hizo,
con tan prestas crueles manos,
que con sangre de cristianos
la suya bien satisfizo.

SEBASTIÁN:

    Andando en corso fue preso,
y, como fue conocido,
fue en la Inquisición metido,
do le formaron proceso;
    y allí se le averiguó
cómo, siendo batizado,
de Cristo había renegado
y en África se pasó,
    y que, por su industria y manos,
traidores tratos esquivos,
habían sido cautivos
más de seiscientos cristianos;
    y, como se le probaron
tantas maldades y errores,
los justos inquisidores
al fuego le condenaron.

SEBASTIÁN:

    Súpose del moro acá,
y la muerte que le dieron,
porque luego la escribieron
los moriscos que hay allá.
    La triste nueva sabida
de los parientes del muerto,
juran y hacen concierto
de dar al fuego otra vida.
    Buscaron luego un cristiano
para pagar este escote,
y halláronle sacerdote,
y de nación valenciano.
    Prendieron éste a gran priesa
para ejecutar su hecho,
porque vieron que en el pecho
traía la cruz de Montesa,
    y esta señal de victoria
que le cupo en buena suerte,
si le dio en el suelo muerte,
en el cielo le dio gloria;
    porque estos ciegos sin luz,
que en él tal señal han visto,
pensando matar a Cristo,
matan al que trae su cruz.

SEBASTIÁN:

    De su amo lo compraron,
y, aunque eran pobres, a un punto
el dinero todo junto
de limosna lo allegaron.
    En nuestro pueblo cristiano,
por Dios se pide a la gente,
para sanar al doliente,
no para matar al sano;
    mas entre esta descreída

SEBASTIÁN:

    Iba el sacerdote justo
entre injusta gente puesto,
marchito y humilde el gesto,
a morir por Dios con gusto.
    En darle penas dobladas
todo el pueblo se desvela:
cual sus blancas canas pela,
cual le da mil bofetadas.
    Las manos que a Dios tuvieron
mil veces, hoy son tenidas
de dos sogas retorcidas
con que atrás se las asieron;
    al yugo de otro cordel,
puesto el cuello humilde lleva,
haciendo seis moros prueba
cuánto pueden tirar dél.

SEBASTIÁN:

    A ningún lado miraba
que descubra un solo amigo:
que todo el pueblo enemigo
en torno le rodeaba.
   Con voluntad tan dañada
procuran su pena y lloro,
que se tuvo por mal moro
quien no le dio bofetada.
    A la marina llegaron
con la víctima inocente,
do con barbaria insolente
a un áncora le ligaron.
    Dos áncoras a una mano
vi yo allí en contrario celo:
una, de hierro, en el suelo;
otra, de fe, en el cristiano.

SEBASTIÁN:

    Y, la una a la otra asida,
la de hierro se convierte
a dar cruda y presta muerte;
la de fe, a dar larga vida.
    Ved si es bien contrario el celo
de las dos en esta guerra:
la una en el süelo afierra;
la otra se ase del cielo;
    y, aunque corra tal fortuna
que espante al cuerpo y al alma,
como si estuviera en calma,
no hay desasirse la una.
    Sin hierro al hierro ligado,
el siervo de Dios se hallaba,
y en su cuerpo atado estaba
espíritu desatado.
    El cuerpo no se rodea,
que le ata más de un cordel;
mas el espíritu dél
todos los cielos pasea.

SEBASTIÁN:

    La canalla, que se enseña
a hacer nueva crueldad,
trujo luego cantidad
de seca y humosa leña,
    y una espaciosa corona
hicieron luego con ella,
dejando encerrada en ella
la sancta humilde persona;
    y, aunque no tienen sosiego
hasta verle ya espirar,
para más le atormentar,
encienden lejos el fuego.
    Quieren, como el cocinero
que a su oficio más mirase,
que se ase y no se abrase
la carne de aquel cordero.

SEBASTIÁN:

    Sube el humo al aire vano,
y a veces le da en los ojos;
quema el fuego los despojos
que le vienen más a mano;
    vase arrugando el vestido
con el calor violento,
y el fuego, poco contento,
busca lo más escondido.
    Esperad, simple cordero,
que esta ardiente llama insana,
si os ha quemado la lana,
os quiere abrasar el cuero.
    Combátenle fuegos dos:
el uno, humano y visible;
el otro, sancto invisible,
que es fuego de amor de Dios.

SEBASTIÁN:

    Yo no sé a cuál más debía,
puesto que a los dos pagaba:
al que el cuerpo le abrasaba
o al que el alma le encendía.
    Los que estaban a miralle,
la ira ansí les pervierte,
que mueren por darle muerte
y entretiénense en matalle.
    Y, en medio deste tormento,
no movió el sancto varón
la lengua a formar razón
que fuese de sentimiento;
    antes dicen, y yo he visto,
que, si alguna vez hablaba,
en el aire resonaba
el eco o nombre de Cristo;
    y cuando en el agonía
última el triste se vio,
cinco o seis veces llamó
la Virgen Sancta María.

SEBASTIÁN:

    Al fuego el aire le atiza,
y con tal ardor revuelve,
que poco a poco resuelve
el sancto cuerpo en ceniza.
    Mas, ya que morir le vieron,
tantas piedras le tiraron,
que las piedras acabaron
lo que las llamas no hicieron.
    ¡Oh Santisteban segundo,
que me asegura tu celo
que miraste abierto el cielo
en tu muerte desde el mundo!
    Queda el cuerpo en la marina,
quemado y apedreado;
el alma el vuelo ha tomado
hacia la región divina.
    Queda el moro muy gozoso
del injusto y crudo hecho;
el turco está satisfecho;
el cristiano, temeroso.»

SEBASTIÁN:

    Yo he venido a referiros
lo que no pudistes ver,
si os lo ha dejado entender
mis lágrimas y suspiros.

SAYAVEDRA:

   Deja el llanto, amigo, ya;
que no es bien que se haga duelo
por los que se van al cielo,
sino por quien queda acá:
    que, aunque parece ofendida
a humanos ojos su suerte,
el acabar con tal muerte
es comenzar mejor vida.
    Mide por otro nivel
tu llanto, que no hay paciencia
que las muertes de Valencia
se venguen acá en Argel.
    Muéstrase allá la justicia
en castigar la maldad;
muestra acá la crueldad
cuánto puede la injusticia.

SEBASTIÁN:

   En tan amarga querella,
¿quién detendrá los gemidos?
Ellos con culpa punidos;
nosotros, muertos sin ella.

LEONARDO:

   Bastábanos ser cautivos,
sin temer más desconciertos,
pues si allá queman los muertos,
abrasan acá los vivos.
    Usa Valencia otros modos
en castigar renegados,
no en público sentenciados:
¡mueran a tósico todos!
    Mas un moro viene acá:
no estemos juntos aquí;
Sayavedra, por allí,
tú, Sebastián, por allá.