El tesoro de Gastón: 05

El tesoro de Gastón de Emilia Pardo Bazán
Capítulo V

Capítulo V

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De tres maneras tuvieron que viajar Gastón y su leal servidora antes de sentar el pie en el castillo: al dejar el tren, tomaron la diligencia que por una carretera provincial descuidada conduce a la Puebla de Beirana, y antes de llegar a la Puebla alquilaron dos peludos y trasijados rocines con su espolique y bagajero, para el trozo sin camino practicable que conduce a «las torres». Al pronto, en aquella hora del crepúsculo, Gastón no distinguió, de su casa solar, sino una masa informe, un hacinamiento de construcciones pintorescas destacándose sobre el fondo de un celaje verde claro, más bien que azul, realzado al poniente por una franja de oro pálido, blanco casi. Armado de una vara de mimbre cortada en un seto, Gastón arreaba a su fementida cabalgadura, cuyos cascos golpeaban duramente la calzada de piedras, desasentada ya e invadida por las hierbas, que conducía a la alta puerta del patio de honor, flanqueada por cubos o tamboretes, y superada por gallardo escudo con penachos de hiedra. La decoración entrevista pareciole grandiosa. Al mismo tiempo, sintiendo que le lastimaba la grosera albarda del jaco, se acordó de sus lindos poneys de París, hoy vendidos, y pensó con melancolía que probablemente nunca le sería dable oprimir el lomo de otro animal tan fino y tan ardiente como Digby, hijo del famoso Douglas I y de la yegua árabe Zelmira, traída de Argel por el coronel de spahis La Morlière... El hombre viejo, el civilizado epicúreo, renacía ya, sin querer.

Ocurriósele, además, que iba a pasar una noche de perros, y varios días y noches no más agradables, porque el tal castillote debía de estar incivil, después de tantos años que no se habitaba. El mayordomo, de quien sólo sabía Gastón que se llamaba don Cipriano Lourido, y que era alcalde de la Puebla, si bien no había sido avisado de la llegada del amo, una cama, al menos, se la podría ofrecer. Con esta confianza empujó la cancilla de troncos sin labrar que sustituía al portón bardado de hierro, y penetró en el patio, llamando a gritos por alguno. Telma, apeándose ágilmente, comenzó a gritar también. El áspero ladrido de un perro fue la única respuesta. La puerta del castillo estaba cerrada a piedra y lodo. Por fin, a una ventana con reja se asomó un rostro lleno de arrugas, y una vejezuela preguntó con hostil acento:

-¿Quién anda por ahí?

Telma, en dialecto, respondió, no menos enojada:

-Es el asno, el señorito, el dueño de esta casa, y si no abrís pronto, veréis lo que os sucede.

La bruja desapareció, y por diez minutos no se oyó nada; diríase que era un castillo encantado. Entonces el bagajero, rascándose la cabeza con sorna, dio su parecer:

-Convendría que el señorito bajase a aposentarse en la Puebla, porque don Cipriano Lourido había más de cuatro años que no vivía en el castillo; como que tenía en la plaza una casa muy magnífica... Allí, en el castillo, sólo estaban unos caseros, puestos por Lourido mismo... Era dudoso que abriesen a tales horas.

-¿Y por qué no me dijiste eso cuando me bajé de la diligencia, pavisoso? -exclamó Gastón.

-Señorito..., ¡porque no me preguntaban!... -repuso el bagajero con gran flema.

Iba el castellano de Landrey a montar en cólera, cuando corrieron unos rechinantes cerrojos, abriose la puerta, y el casero, receloso y humilde, apareció murmurando:

-Buenas noches nos dé Dios...

A la luz de una mala candileja de petróleo, subió Gastón la escalera de piedra que conducía a un piso alto. Eran aposentos vastísimos, salones más bien, con desconchadas pinturas al temple y restos de un mobiliario que debió de ser suntuoso, pero que se caía a pedazos, destruido por el abandono y la humedad. En algunas partes el techo se encontraba agujereado, y el chorreo de las goteras había podrido el piso, cuyos carcomidos tablones cedían bajo el pie. Notábanse también sitios vacíos donde habían existido muebles, y tablas arrancadas, quién sabe si para cebar el luego en una noche de invierno. Telma, recorriendo todas las habitaciones mientras Gastón comprobaba estos detalles, volvió despavorida: ¡no había sábanas, no había manteles, no había comida, no había leña, no había nada, nada, y allí era imposible vivir!

-Una noche se pasa de cualquier modo, mujer, y mañana Dios dirá -respondió el mozo haciendo de tripas corazón-. Aún tenemos fiambres del viaje, y hay media botella de ponche sueco. Dormiré envuelto en mis mantas, y tú te arreglarás con tus mantones. Paciencia...

-Yo, si lo siento, es por el señorito -contestó la criada-. Lo que es por mí... ¡Ay, señorito!, este castillo pone miedo a cualquiera. Cuando salí de aquí tenía yo dos años; me llevó consigo doña Catalina, que me quería mucho, y después quedé con don Felipe, su abuelo de usted, que en paz descanse... No sé cómo estaría esto en vida de don Martín. Pero siendo ya muchachona, vine a asistir a mi padre cuando murió, y me acuerdo muy bien de que aquí no faltaba cosa ninguna: ni el mueble de seda, ni las camas con adornitos de metal, ni la blancura en los armarios, ni los relojes riquísimos, que los trajera don Martín de Inglaterra... Mi padre lo cuidaba todo, y daba gloria ver estas habitaciones. Pues no ha pasado tanto tiempo, ¡treinta y tantos años! ¿Dónde va la riqueza que aquí había? El casero dice que a él se lo entregaron así...

No hizo objeciones Gastón, y, aunque ardía en deseos de registrar su morada, comprendiendo que sin luz sería imposible, resolvió despachar el ala de pollo y la terrina de hígado trufado que aún le quedaba, y enrollando al cuerpo la manta, se tendió sobre un canapé Imperio, desvencijado, ratonado y con hernias de pelote.

Ya se deja entender que dormiría medianamente, y que no fue menester que le despertase el vigilante gallo. A la primera luz matutina se puso en pie molido como cibera, y sacudiéndose y esperezandose, examinó mejor la sala donde había pasado la noche, encontrándola, si cabe, más maltratada y lastimosa. Sin embargo, una nota alegre y fresca le regocijó; era una golondrina, que entrando por la ventana sin vidrios, exhaló un pitío al huir asustada de la presencia de un ser humano.

Al pronto Gastón, sorprendido, ni recordaba por qué estaba allí, en aquel desmantelado salón. Recordó de súbito, y la idea del tesoro se le figuró entonces un gracioso disparate, inspirado en una novela del género de Ana Radcliffe. -¡Haber venido aquí por eso! -pensó, embromándose a sí mismo. La verdad es que no era por eso sólo; también huía de la trapisonda de sus asuntos en Madrid, de las caras compasivas o desdeñosas que suelen ver los tronados; huía de los compromisos, del veraneo en Biarritz o en Bélgica, en el suntuoso château moderno de la Casa-Planell, de todo lo que antes formaba su placer y su costumbre... Volvía a Landrey, a la casa de la familia arrojado por la tempestad. Sin embargo, el tesoro había sido la estrella de su peregrinación... «¡El tesoro!». Llamó risueño a Telma, y, sacando de la cartera algunos billetes -porque el día de la marcha había mal vendido a la Pimiento, corredora de alhajas, diez alfileres de corbata primorosos, entre ellos el de la lágrima negra, perla muy rara que perteneció a Sara Bernhardt -dijo perentoriamente:

-Hoy mismo traerás de la Puebla lo necesario para ti y para mí... Ropa blanca sobre todo... Buscarás un carpintero y un albañil... ¡ah!, y un vidriero... Hay que poner habitables dos dormitorios, un comedor y la cocina... Después veremos...

-Beba el señorito esta leche -suplicó ella presentándosela en grosero cuenco de barro.

Gastón la bebió de bonísima gana, y Telma añadió:

-¡Si viese cómo escondían la vaca y regateaban la ordeñadora los bribones de los caseros! Se la he sacado a tirones...

-¡Págales, págales su leche!

-¡Valientes pillos! ¡Como si no fuesen del señorito los prados y el dinero de la aparcería y el establo y todo! -refunfuñó Telma saliendo con aire belicoso, dispuesta a volver patas arriba la Puebla en un santiamén.

Emprendió Gastón la exploración del interior de su residencia, y volvió a comprobar su estado lamentable. Lo que más le llamó la atención fue que, aparte de la acción del tiempo y del abandono, había sitios en que colaboraba con ellos la mano del hombre. En los techos, sobre todo, notábanse huellas de vandalismo; las vigas arrancadas y el pontonaje descubierto. Varios salones, amueblados antaño, carecían de mobiliario, no quedándoles más que algunas sillas cojas, ordinarias, que jamás debieron de pertenecerles. Y, cosa más singular aún, en las paredes, donde no era posible que el edificio hubiese sufrido tanto, a raíz del piso, notábanse grandes espacios que sin duda se habían desmoronado, cuidadosamente recompuestos con recebo y llano muy recientes.

Buscando la escalera por donde penetraron la noche anterior, Gastón salió al vasto zaguán, y de allí al patio, deseoso de dar un vistazo a la parte exterior del castillo. En la tupida vegetación que alfombraba el patio, sólo blanqueaba un sendero, abierto por el paso de la gente. La fachada que caía a este patio era la del cuerpo de edificio donde había dormido Gastón: fachada relativamente moderna, de mediados del siglo XVIII, que decoraba una portada con columnas corintias y un escudo barroco con casco y cimera de plumaje enroscado.

-Este es -pensó Gastón- el Pazo, construido por mi tatarabuelo, a quien debía de parecerle, y con razón, muy incómodo el castillo.

A la derecha alzábase una tapia, la del huerto, cuyos manzanos y perales sobresalían del caballete, y a la izquierda una recia poterna abovedada daba acceso al recinto del castillo. Faltaba la puerta, y Gastón se metió libremente en el recinto donde, como guerrero símbolo de la gloria, crecía denso matorral de laureles, árbol que vive a gusto entre las piedras. Desviando aquella maleza aromática y trepando por una brecha del derruido parapeto, llegó Gastón al segundo recinto, y rodeándolo se halló al pie de la blasonada puerta de medio punto, de bien cortadas dovelas. Era la torre del Homenaje, todavía erguida y almenada, y que dominaba el conjunto propiamente llamado el castillo, obra que en el fino ajuste de sus piedras y en la solidez y elegancia de sus proposiciones, así como en el diseño ojival de sus ventanas, proclamaba a voces ser construcción del siglo XV, época de esplendor para los señores de Landrey, ya entonces bien arraigados en el país, y siempre protegidos de los reyes de la casa de Trastámara. Prolongábase el recinto fortificado hasta mucho más allá de la torre, y formaba una especie de arrecife sobre el valle, indicando cuánta tuvo que ser la resistencia y poderío de aquel castillo, frecuentemente amenazado en las guerras de Portugal y en las luchas intestinas que señalaron el advenimiento al trono de la primera Isabel, en perjuicio de doña Juana, la Beltraneja. Parte del recinto, el que gozaba del medio día, se había utilizado para construir el Pazo y plantar el huerto; en otra parte se cosechaba maíz; pero todo un lado, el que dominaba el río, encontrábase lo mismo que en tiempo de los Landrey belicosos; derruidos paredones, zarzales, y hasta robles ya corpulentos obstruían los baluartes a los cuales el río servía de inexpugnable foso natural. En la parte más saliente de la especie de península que formaba el conjunto del castillo, Gastón se detuvo al pie de otra torre, o por mejor decir, de las cuatro paredes ya en parte desmoronadas de un alto y angosto torreón, erguido y majestuoso, negruzco y cayéndose de vejez con saeteras y pocas y estrechas ventanas, a todas luces muy anterior al castillo. Aquel era el verdadero solar, la primitiva madriguera del compañero de Beltrán Claquín, del hijodalgo bretón que vino a hacer casta en tierra española; y Gastón, penetrado de cierto respeto inexplicable, se paro al pie de la torre, cuya puerta, muy baja, obstruía un montón de piedras.