El tesoro de Gastón: 01

El tesoro de Gastón
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo I

Capítulo I

La llegada

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Cuando se bajó en la estación del Norte, harto molido, a pesar de haber pasado la noche en wagon-lit, Gastón de Landrey llamó a un mozo, como pudiera hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su maleta de mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra mortificación no pequeña que el tener que subirse a un coche de punto, dándole las señas: Ferraz, 20... Siempre, al volver de París, le había esperado, reluciente de limpieza, la fina berlinilla propia, en la cual se recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía el cochero que a tal hora el señorito sólo a casa podía ir, para lavarse, desayunarse y acostarse hasta las seis de la tarde lo menos...

En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el tiempo venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con desapacible retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón pensaba en mil cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico luchaba con la zozobra y la preocupación, mitigándolas. Sólo después de refugiado en su linda garçonnière; sólo después de hacer chorrear sobre las espaldas la enorme esponja siria, de mudarse de ropa interior y de sorber el par de huevos pasados y la taza de té ruso que le presentó Telma, su única sirviente actual, excelente mujer que le había conocido tamaño; sólo en el momento, generalmente tan sabroso, de estirarse entre blancas sábanas después de un largo viaje, decidiose Gastón a mirar cara a cara el presente y el porvenir.

Agitose en la cama y se volvió impaciente, porque divisaba un horizonte oscuro, cerrado, gris como un día de lluvia. Arruinado, lo estaba; pero apenas podía comprender la causa del desastre. Que había gastado mucho, era cierto; que desde la muerte de su madre llevaba vida bulliciosa, descuidada y espléndida, tampoco cabía negarlo. Sin embargo, echando cuentas (tarea a que no solía dedicarse Gastón), no se justificaba, por lo derrochado hasta entonces, tan completa ruina. El caudal de la casa de Landrey, casi doblado por la sabia economía y la firme administración de aquella madre incomparable, daba tela para mucho más. ¡Seis años! ¡Disolverse en seis años, como la sal en el agua, un caudal que rentaba de quince a diez y siete mil duros!

Acudían a la memoria de Gastón, claras y terminantes, las palabras de su madre, pronunciadas en una conferencia que se verificó cosa de dos meses antes de la desgracia.

-Tonín -había dicho cariñosamente la dama-, yo estoy bastante enfermucha; no te asustes, no te aflijas, querido, que todos hemos de morir algún día, y lo que importa es que sea muy a bien con Dios; lo demás... ¡ya se irá arreglando! Siento dejarte huérfano en minoría, pero pronto llegarás a la mayor edad, y así que dispongas de lo tuyo, acuérdate de dos cosas, hijo... Que ni hay poco que no baste ni mucho que no se gaste, y... que no debemos ser ricos... sólo... ¡para hacer nuestro capricho, olvidándonos de los pobres y del alma! Quedan aumentadas las rentas... gracias a que no he fiado a nadie lo que pude hacer yo misma... ¡y eso que soy una mujer, una ignorantona, una infeliz! Tú, que eres hombre, y que recibes doblado el capital, puedes acrecentarlo, sin prescindir de... ¡de que hay deberes, para un caballero sobre todo!... ¡y de que la fortuna se nos da en depósito, a fin de que la administremos honradamente!... ¿Verdad, Tonín, que vas a pensar en esto que te he dicho... así... así que no estemos... juntos? Dame un beso... ¡Ay!... ¡Cuidado, que por ahí anda la pupa!

Y Gastón, de pronto, sintió cómo los ojos se le humedecían, acordándose de que el ¡ay! de su madre había delatado, por primera vez, la horrible enfermedad cuidadosamente oculta, el zaratán en el seno.

Poco después la operaban, y no tardaba en sucumbir a una hemorragia violenta... y Gastón veía a su madre tan pálida, tendida en el abierto ataúd, y recordaba días de llanto, de no poder acostumbrarse a la orfandad, a la soledad absoluta... Después, con la movilidad de los años juveniles, venía el consuelo, y con la mayor edad, el gozo de verse dueño de sus acciones y de su hacienda, ¡libre, mozo, opulento! Dando una vuelta repentina en la cama, lo mismo que si el colchón tuviese abrojos, Gastón volvía a rumiar la sorpresa de haber despabilado tan pronto la herencia de sus mayores.

-¡Si no es posible humanamente! -calculaba-. ¡Si no me cabe en la cabeza! Vamos a ver; yo no soy un vicioso; no he jugado sino por entretenimiento; no he tenido de esos entusiasmos por mujeres pagadas, en que se consumen millones sin sentir. ¿Qué hice, en resumidas cuentas? Vivir con anchura; pasarme largas temporadas en el extranjero, sobre tollo en el delicioso París; comer y fumar regaladamente; divertirme como joven que soy; pagar sin regatear buenos cocheros y caballos de pura raza, cuentas de sastre y de tapicero, de joyero y de camisero, de hotel, de restaurant... Todo ello, aunque se cobre por las setenas, no absorbería ni la tercera parte de mi caudal... ¡Oh, eso que no me lo nieguen! ¡Aunque me lo prediquen frailes descalzos! Me sucede lo que a la persona que ha dejado en un cajón una suma de dinero, no sabe cuánto, pero volviendo a abrir el cajón nota que hace menos bulto, y dice: «Gatuperio...».

Aquí Gastón suspiró, abrazó la almohada buscando frescura para las mejillas, y pensó entrever, como filtrado por las cerradas maderas de las ventanas, un rayito de luz.

-El caso es que yo fui bien prudente. De imprevisor nadie podrá tacharme. ¿A quién mejor había de confiar mi negocios, y la gestión y administración de mis bienes, que a don Jerónimo Uñasín? Un viejo tan experto, con tal fama de seriedad y honradez en los negocios; y además, de una condición encantadora; nunca le pedía yo con urgencia dinero, que a vuelta de correo no me lo girase sin objeción alguna... En lo que no tiene disculpa don Jerónimo es en no haberme avisado de que mis gastos eran excesivos; de que a ese paso me quedaba como el gallo de Morón...

Al hacer reflexión tan sensata, por primera vez el incauto mozo sintió algo que podría llamarse la mordedura de la sospecha y el aguijón del reconcomio. Evocó el recuerdo de la cara de don Jerónimo y se le figuró advertir en ella rasgos del tipo hebreo, la nariz aguileña, de presa, la boca voraz, los ojos cautelosos y ávidos... Las palabras de su madre resonaron de nuevo en su corazón olvidadizo: «No he fiado a nadie lo que pude hacer yo misma...».

Al cabo se durmió. A las seis, obedeciendo órdenes, Telma vino a despertarle de un sueño agitado, lleno de pesadillas; arreglose a escape, y a las siete menos cuarto conferenciaba con don Jerónimo. Más de una hora duró la entrevista, de la cual salió Gastón con la sangre encendida de cólera y el espíritu impregnado de amargura. La venda se había roto súbitamente y Gastón veía -¡a buena hora!- que aquel tunante de apoderado general era el verdadero autor de su ruina.

A preguntas, reconvenciones y quejas, sólo había respondido don Jerónimo con hipócrita y melosa sonrisilla, que provocaba a chafarle de una puñada los morros.

-¿Qué quería usted que hiciese? -silbaba el culebrón-. ¿Pues no estaba usted pidiendo fondos y fondos a cada instante? ¿Pues no era usted mayor de edad, dueño de sus acciones y sabedor de a cuánto ascendían sus rentas? Usted, desde París, libranza va y libranza viene, y Jerónimo Uñasín teniendo que dejarle a usted bien, y que buscar y desenterrar las cantidades aunque fuese en el profundo infierno... ¡Bien me agradece usted los apuros que he pasado, las sofoquinas, las vergüenzas, sí, señor!, ¡que vergüenza y muy grande es, a mis años, andar solicitando a prestamistas y aguantando feos! Todo lo he hecho, por ser usted hijo de los señores de Landrey, que tanto me apreciaban... Ahora conozco que me pasé de tonto, que debí cerrarme a la banda y contestarle a usted cuando me pedía monises: «otro talla, señor mío...».

-Pero usted bien veía que yo me quedaba pobre -exclamaba Gastón con indignación apenas reprimida-, y debiera usted, como persona de más experiencia, aconsejarme, llamarme la atención, advertirme... Yo le di a usted poder ilimitado... Yo tenía depositada mi confianza en usted.

-¡Sí, sí, advertir! ¡Bonito recibimiento me esperaba! Ya sé yo lo que son jóvenes contrariados en sus antojos... Y además, don Gastoncito, ¿quién me decía a mí que al echar así la casa por la ventana, no preparaba usted una gran boda? Hay en París señoritas de la colonia americana, que apalean el oro... ¡Es preciso respetar muchísimo, muchísimo la libertad de cada uno!, y lamentaría toda mi vida que por mí fuese usted a perder la colocación brillante que se merece...

-Téngame Dios de su mano -pensó Gastón al escuchar esta nueva insolencia, y conociendo que se le subía a la cabeza la ira, y las manos se le crispaban ansiosas de abofetear al judío.

Al fin, con violento esfuerzo sobre sí mismo, revolviendo trabajosamente la lengua en la boca seca y llena de hiel, pronunció:

-Bien, cortemos discusiones, que a nada conducen; al grano... ¿Me queda algo, lo preciso para comer?

Vaciló un instante don Jerónimo, y afectó un golpe de tos, ruidosa y como asmática, antes de responder, fingiendo fatiga:

-Mire usted, lo que es eso... Basta que... ¡bruum!, hasta que... yo... reconozca... y liquide... ¡bruum!... los créditos... y se proceda... a la venta de... de las fincas hipotecadas... es imposible decir si el... ¡bruum!, pasivo... supera al activo... Acaso tengamos déficit... pero ¡bruum!, ej... ej... no será muy grande...

-¿Es decir -preguntó Gastón con temblor de labios-, que aún podrá suceder que después de venderlo todo... deba dinero?

-Ej, ej... calculo que una futesa...

No quiso oír más Gastón. Tomando su sombrero, despidiose con una frase bronca, y abandonó el nido del ave de rapiña a quien tarde veía el pico y las garras. En el recibimiento, mientras recogía sombrero y bastón, no pudo menos de fijarse, con penosa y estéril lucidez, en detalles que le sorprendieron: un soberbio mueble de antesala tallado, un rico tapiz antiguo, una alfombra nueva y densa como vellón de cordero, un retrato, escuela de Pantoja, una lámpara de muy buen gusto. Parecía la entrada de una casa señorial, y al acordarse de que antaño don Jerónimo se honraba con alfombra de cordelillo y sillas de Vitoria, Gastón se trató a sí mismo de majadero, no sin reprimirse para no emprenderla a palos con los muebles y con el dueño en especial...

Volvió a su morada a pie, devorando la pesadumbre, queriendo sobreponerse a ella, y sin conseguirlo. Telma, solícita, le había preparado una comida de sus platos predilectos; pero no estaba la Magdalena para tafetanes, ni Gastón para apreciar debidamente el mérito del puré de alcachofas, los langostinos en pirámide y las costilletas de cordero delicadamente rebozadas en salsa bechamela.

-Hija, es preciso que me vaya acostrumbrando a las lentejas y al pan seco -respondió con un humorístico alarde cuando la vieja criada, llevándose la fuente, preguntaba con inquietud, si era que ya «tenía perdida la mano».

Y la fiel servidora, antes de cruzar la puerta, clavó en su amo una mirada perruna e inteligente, una mirada que se condolía... Vestido el frac, después de comer, Gastón dedicó la noche a intentar ver a dos o tres personas de quienes esperaba consejo y auxilio. A ninguna encontró en casa, y sería caso raro que lo contrario acaeciese en Madrid, donde la noche se consagra a círculos, teatros y sociedades. Rendido, harto de dar tumbos en el alquilón, se recogió a las doce y media. Una gran desolación, un pesimismo mortal le agobiaban, poniéndole a dos dedos de la desesperación furiosa. Sin duda que al siguiente día le sería fácil encontrar en casa, amables y sonrientes, a sus noctámbulos amigos; pero, ¿qué sacaría de ellos? A lo sumo... buenas palabras... ¡Ni Daroca, el bolsista; ni el flamante marqués de Casa-Planell, el riquísimo banquero; ni Díaz Carpio, el actual subsecretario de Hacienda; ni mucho menos el gomoso Carlitos Lanzafuerte, iban a abrir la bolsa y ponerla a disposición del tronado...! (tan feo nombre se daba a sí propio Gastón).

Al dejar Telma sobre la mesa de noche la bebida usual, la copa de agua azucarada con gotas de cognac y limón, mientras Gastón, inerte, yacía en la meridiana, esperando a que se retirase la criada para empezar a desnudarse, esta dijo no sin cierta timidez, el recelo de los criados que ven a sus amos muy tristes:

-Señorito... anteayer mandó a preguntar por usted la señora Comendadora. ¿No sabe? Su tía, la del convento... Que si había vuelto ya de Francia... y que deseaba verle... Que cuando viniese, por Dios no dejase de ir, sin tardanza ninguna...

-¡Bien, bien! -contestó él impaciente.

Así que apagó la bujía y se tendió en la cama, la arcaica figura de la Comendadora se alzó en la oscuridad. Abandonado de todos Gastón, un instinto le impulsaba a buscar arrimo y consuelo, a desear comunicarse con alguien que le compadeciese y le amase de veras. Y su tía abuela, la Comendadora, era la única parienta cercana que tenía en el mundo.