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Empezaron los hermanos a servir la comida. Sentose D. Patricio a la mesa, invitando a todos a que le acompañaran. No había comenzado aún, cuando entró el Sr. de Chaperón, que jamás dejaba de visitar a sus víctimas en la antesala del matadero. Como de costumbre en tales casos, el señor brigadier trataba de enmascarar su rostro con ciertas muecas y contorsiones y gestos encargados de expresar la compasión, y helo aquí arqueando las cejas y plegando santurronamente los ángulos de la boca, sin conseguir más que un aumento prodigioso en su fealdad.

Saludó a Sarmiento con esa cortesía especial que se emplea con los reos de muerte, y que es una cortesía indefinible e incomprensible para el que no ha visto muestras de ella en la capilla de la cárcel; urbanidad en la cual no hay ni asomos de estimación, porque se trata de un delincuente atroz, ni tampoco desprecio o encono a causa de la proximidad del morir. Es una callada fórmula de repulsión compasiva, sentimiento extraño que no tiene semejante como no sea en el alma de algún carnicero no muy novicio ni tampoco muy empedernido.

-Hermano en Cristo -dijo D. Francisco poniendo su mano, tan semejante al hacha del verdugo, sobre el cuello del preceptor-, supongo que su alma sabrá buscar en la religión los consuelos...

Esta formulilla era de cajón. Aquel funcionario de tan pocas ideas la llevaba prevenida siempre que a los reos visitaba.

-Sr. D. Francisco -replicó Sarmiento levantándose-, si Vuecencia quiere acompañarme a la mesa...

-No, gracias, gracias, siéntese usted... ¿Qué tal estamos de salud?... ¿Y el apetito?

Lo preguntaba, como lo preguntaría un médico.

-Vamos viviendo -repuso el patriota-. O si se quiere, vamos muriendo. Todavía no ha llegado el instante precioso en que sea innecesario este grosero sustento de la bestia... Hemos de arrastrar el peso del cuerpo, hasta que llegue el instante de dejarlo en la orilla y lanzarnos al océano sin fin, en brazos de aquellas olas de luz que nos mecerán blandamente en presencia del Autor de todas las cosas.

Chaperón miró a los frailes e hizo un gesto que indicaba opinión favorable del juicio de Sarmiento.

-Y ya que Vuecencia ha tenido la bondad de visitarme -añadió el reo, después de saborear el primer bocado-, tengo el gusto de declarar que no siento odio contra nadie, absolutamente contra nadie. A todos les perdono de corazón, y si de algo valen las preces de un escogido como yo (al decir esto su tono indicaba el mayor orgullo) he de alcanzar del Altísimo que ilumine a los extraviados para que muden de conducta, trocando sus ideas absolutistas por el culto puro de la libertad... Sí señor; se intercederá por los que están ciegos, para que reciban luz; se recomendará a los crueles para que hallen misericordia en su día. Patricio Sarmiento es leal, pío, generoso, como apóstol de la misma generosidad, que es el liberalismo... En mi corazón ya no caben resentimientos; todos los he echado fuera, para presentarme puro y sin mancha. El mártir de una idea, el que con su sangre ha puesto el sello a esa idea ¿me entienden ustedes? para que quede consagrada en el mundo, no enturbiará su conciencia con odios mezquinos. Reconozco que con arreglo a las leyes mi condenación ha sido razonable. Vuecencia que me oye no ha hecho más que cumplir con la ley que se le ha puesto en la mano. Así me gusta a mí la gente. Venga esa mano, Sr. D. Francisco.

Diole tan fuerte apretón de manos, que Chaperón hubo de retirar la suya prontamente para que no se la estrujara.

-Además -prosiguió Sarmiento-, yo sé que los que hoy me condenan, me admirarán mañana, si viven, y los que me vituperan hoy, luego me pondrán en el mismo cuerno de la luna... Porque esto durará poco, Sr. D. Francisco; el absolutismo, a fuerza de estrangular, se sostendrá un año, dos, tres, pongamos cuatro... En este guisado de vaca -añadió dirigiéndose a uno de los hermanos de la Caridad- se le fue la mano a la cocinera: lo ha cargado de sal... Pongamos cuatro años; pero al fin tiene que caer y hundirse para siempre, porque los siglos muertos no resucitan, señor D. Francisco, porque los pueblos, una vez que han abierto los ojos, no se resignan a cerrarlos, y así como cada estación tiene sus frutos, cada época tiene su sazón propia, y los españoles, que hasta aquí hemos amargado de puro verdes, vamos madurando ya, ¿me entiende Vuecencia? y se nos ha puesto en la cabeza que no servimos para ensalada. Vuecencias ahorquen todo lo que quieran. Mientras más ahorquen peor. El absolutismo acabará ahorcándose a sí mismo. ¿No lo quieren creer? Pues lo pruebo. Empezó creando para su defensa y sostenimiento la fuerza de voluntarios realistas. Son estos unos animalillos voraces y tragaldabas que no se prestan a servir a su amo, si este no les alimenta con cuerpos muertos. Una vez cebados y enviciados con el fruto de la horca, mientras más se les da más piden, y llegará un momento en que no se les pueda dar todo lo que piden, ¿me entiende Vuecencia?

D. Francisco, sin contestarle, y dirigiendo maliciosas ojeadas a los frailes, hacía señas de asentimiento.

El padre Salmón, que atendía con sorna a las razones del preso, bajó la cabeza para ocultar la risa. Pero el padre Alelí, que devotamente rezaba en su breviario, alzó los ojos y mirando con expresión de alarma al reo, le dijo:

-Hermano mío, veo que lejos de apartar usted su pensamiento de las ideas mundanas, se engolfa más y más en ellas, con gran perjuicio de su alma. Los momentos son preciosos; la ocasión impropia para hacer discursos.

-Y yo digo que es menos propia para sermones -replicó Sarmiento dando un golpecillo en la mesa con el mango del tenedor-. Yo sé bien lo que corresponde a cada momento, y repito que consagraré a la religión y a mi conciencia todo el tiempo que fuere necesario.

-Bastante ha perdido usted en vanidades.

-Poquito a poco, señor sacerdote -dijo Sarmiento frunciendo las cejas-, yo nada le quito a Dios. No se quite nada tampoco a las ideas, que son mi propia vida, mi razón de ser en el mundo, porque, entiéndase bien, son la misión que Dios mismo me ha encargado. Cada uno tiene su destino: el de unos es decir misa, el de otros es enseñar e iluminar a los pueblos. El mismo que a Su Paternidad Reverendísima le dio las credenciales me las ha dado a mí.

-Reflexione, hombre de Dios -indicó el padre Salmón, rompiendo el silencio-, en qué sitio se encuentra, qué trance le espera, y vea si no le cuadra más preparar su alma con devociones, que aturdirla con profanidades.

-Vuestras Paternidades me perdonen -dijo Sarmiento grave y campanudamente después de beber el último trago de vino-, si he hablado de cosas profanas, que no les agrada. Yo soy quien soy y sé lo que me digo. Sé mejor que nadie por qué estoy aquí, por qué muero y por qué he vivido. Allá nos entenderemos Dios y yo, Dios que llena mi conciencia y me ha dictado este acto sublime, que será ejemplo de las generaciones. Pero pues las religiosidades no están nunca demás, vamos a ellas y así quedarán todos contentos.

-Esas divagaciones, hombre de Dios -dijo Salmón con puntos de malicia-, confirman uno de los delitos que le han traído a este sitio.

-¿Qué delito?

-El de fingirse enajenado para poder tratar impunemente de cosas vedadas.

-Hablillas -dijo Sarmiento sonriendo con desdén-. Señores hermanos de la Paz, si tuvieran ustedes la bondad de darme cigarros, se lo agradecería... Hablillas del vulgo. Si fuéramos a hacer caso de ellas, ¿cómo quedaría el padre Salmón en la opinión del mundo? ¿No dicen de él que sólo piensa en llenar la panza y en darse buena vida? ¿No goza fama de ser mejor cocinero que predicador?... ¿de frecuentar más los estrados de las damas para hablar de modas y comidas, que el coro para rezar y la cátedra para enseñar? Esto dice el vulgo. ¿Hemos de creer lo que diga? Pues del padre Alelí que me está oyendo y que es persona apreciabilísima, ¿no se dijo en otro tiempo que era volteriano? ¿No le tuvo entre ojos la Inquisición? ¿No decían que antaño era amigo de Olavide y que después se había congraciado con los realistas para no ser molestado? Esto se dijo: ¿hemos de hacer caso de las necedades del vulgo?

El padre Alelí palideció, demostrando enojo y turbación. Chaperón se mordía los labios para dominar sus impulsos de risa. Ofrecía en verdad la fúnebre capilla espectáculo extraño, único, el más singular que puede presentarse. Frente al altar veíase una mujer de rodillas, rezando sin dejar de llorar, como si ella sola debiera interceder por todos los pecadores habidos y por haber; en el centro una mesa llena de viandas y un reo que después de hablar con desenfado y entereza recibía cigarros de los hermanos de la Paz y Caridad y los encendía en la llama de un cirio; más allá dos frailes, de los cuales el uno parecía vergonzoso y el otro enfadado; enfrente la tremebunda figura de D. Francisco Chaperón, el abastecedor de la horca y el terror de los reos y de los ajusticiados, sonriendo con malicia y dudando si poner cara afligida o regocijada; todo esto presidido por el Crucifijo y la Dolorosa, e iluminado por la claridad de las velas de funeral que daban cadavérico aspecto a hombres y cosas, y allá más lejos en la sala inmediata una sombra odiosa, una figura horripilante que esperaba, el verdugo.

D. Francisco Chaperón se despidió de su víctima. En la sala contigua y en el patio encontró a varios individuos de la Comisión Militar y a otros particulares que venían a ver al reo.

-¡Que me digan a mí que ese hombre es tonto! -exclamó con evidente satisfacción-. Tan tonto es él como yo. No es sino un grandísimo bribón, que aún persiste en su plan de fingirse demente, por ver si consigue el indulto... Ya, ya. Lo que tiene ese bergante es mucho, muchísimo talento. Ya quisieran más de cuatro... Por cierto que entre bromas y veras ha hablado con un donaire... Al pobre Salmón le ha puesto de hoja de perejil, y Alelí no ha salido tampoco muy librado de manos de este licenciado Vidriera... Es graciosísimo: véanle ustedes... Por supuesto bien se comprende que es un solemnísimo pillo.

Y D. Francisco se retiró, repitiéndose a sí mismo con tanta firmeza como podría hacerlo un reo ante el juez, que D. Patricio no era imbécil, sino un gran tunante. Tal afirmación tenía por objeto sofocar la rebeldía de aquel insubordinado corpúsculo, a quien llamamos antes lamónera de la conciencia chaperoniana, y que desde que Sarmiento entró en capilla, se agitaba entre el légamo, queriendo mostrarse y alborotar y hacer cosquillas en el ánimo del digno funcionario. Con aquella afirmación, D. Francisco aplacó la vocecilla y todo quedó en profundo silencio allá en los cenagosos fondajes de su alma.