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Chaperón entró en su despacho con las manos a la espalda, los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido, el labio inferior montado sobre su compañero, la tez pálida y muy apretadas las mandíbulas, cuyos tendones se movían bajo la piel como las teclas de un piano. Detrás de él entraron el coronel Garrote (de ejército) y el capitán de voluntarios realistas Francisco Romo, ambos de uniforme. En el despacho aguardaba holgazanamente recostado en un sofá de paja el diestro cortesano de 1815, Bragas de Pipaón.

A tiro de fusil se conocía que el insigne cuadrillero del absolutismo estaba sofocadísimo por causa de reciente disgusto o altercado. ¡Ay de los desgraciados presos! ¡Si los diablillos menores temblaban al ver a su Lucifer, cómo temblarían los reos si le vieran!

Garrote y Romo no se sentaron. También hallábanse agitados.

-No volverá a pasar, yo juro que no volverá a pasar -dijo Chaperón dando una gran patada-. Por vida del Santísimo Sacramento... vaya un pago, vaya un pago que se da a los que lealmente sirven al Trono.

Hubiérase creído que la estera era el Trono, a juzgar por la furia con que la pisoteaba el gran esbirro.

-Todavía -añadió mirando con atónitos ojos a sus amigos- le parece que no hago bastante; que dejo vivir y respirar demasiado a los liberales. ¿Hase visto injusticia semejante? «Señor Chaperón, usted no hace nada, Sr. Chaperón, las conspiraciones crecen y usted no acierta a sofocarlas. Los conspiradores le tiran de la nariz y usted no los ve...». «Pero Sr. Calomarde, ¿me quiere usted decir cómo se persigue a los liberales, a los comuneros, a los milicianos, a los compradores de bienes nacionales, a los clérigos secularizados, a toda la canalla, en fin? ¿Puede hacerse más de lo que yo hago? ¿Cree usted que esa polilla se extirpa en cuatro días?...». Pues que no, y que no, que para arriba y que para abajo, que yo soy tibio, que soy benigno, que dejo hacer, que no tengo ojos de lince, que se me escapan los más gordos, que me trago los camellos y pongo a colar a los mosquitos. Y vaya usted a sacarlos de ahí. Convénzales usted de que no es posible hacer otra cosa, a menos que no salgamos a la calle con una compañía y fusilemos a todo el que pase... Esta misma noche he de procurar ver a Su Majestad y decirle que si encuentra otro que le sirva mejor que yo en este puesto, le coloque en lugar mío. Francisco Chaperón no consentirá otra vez que D. Tadeo Calomarde le llame zanguango.

-No hay que tomarlo tan por la tremenda -dijo Garrote con su natural franqueza, apoyándose en el sable-. Si el Ministro y el Rey se quejan de usted, me parece injusto... ahora si se quejan de la organización que se ha dado a la Comisión Militar, me parece que están acertados.

-Eso, eso es -afirmó Romo sin variar su impasible semblante.

-No lo entiendo -dijo D. Francisco.

-Es muy sencillo. Las Comisiones están organizadas de tal modo que aquí se eternizan las causas. Papeles y más papeles... Los presos se pudren en los calabozos... ¡Demonio de rutina! Para que esto marchara bien, sería preciso que los procedimientos fueran más ejecutivos, enteramente militares, como en un campo de batalla... ¿Me entiende usted?... ¿Se quiere arrancar de cuajo la revolución? Pues no hay más que un medio. -(Al decir esto se puso en el centro de la sala accionando como un jefe que da órdenes perentorias)-. A ver, tú, ¿has conspirado contra el Gobierno de Su Majestad? Pues ven acá... Ea, fusilarme a esta buena pieza. A ver, tú: ¿has gritado «viva la Constitución»?... Ven acá, te vamos a apretar el gaznate para que no vuelvas a gritar... Y tú, ¿qué has hecho? ¿compraste bienes del clero? Diez años de presidio... Y nada más. Entonces sí que se acababan pronto las conspiraciones. Juro a usted que no se había de encontrar un revolucionario aunque lo buscaran a siete estados bajo tierra.

Chaperón hundía la barba en el pecho acariciándosela con su derecha mano.

-Lo que dice el amigo Navarro -afirmó Romo-, no tiene vuelta de hoja. Nosotros los voluntarios realistas hemos salvado al Rey. Los franceses no habrían hecho nada sin nosotros. Somos el sostén del Trono, las columnas de la Fe católica. Pues bien, dígase con franqueza, si tenemos las preeminencias que nos corresponden. Los liberales nos insultan y no se les castiga.

Chaperón hizo un brusco movimiento. Iba a responder.

-Quiero decir, que no se les castiga como merecen -añadió el voluntario realista-. En vez de tener absoluta confianza en nosotros, se nos quiere sujetar a reglamentos como los de la Milicia Nacional. Nos miran con desconfianza... ¿y por qué? porque no permitimos que se falte al respeto a Su Majestad y a la Fe católica, porque estamos siempre en primera línea cuando se trata de sofocar una rebelión o de precaverla. Nuestro criterio debiera ser el criterio del Gobierno. ¿Y cuál es nuestro criterio? Pues es ni más ni menos que exterminio absoluto, no perdonar a nadie, cortar toda cabeza que se levante un poco, aplacar todo chillido que sobresalga. ¡Ah! señores, si así se hiciera otro gallo nos cantara. Pero no se hace. Aunque el Sr. Chaperón se enfade, yo repito que hay lenidad, mucha lenidad, que no se castiga a nadie, que las causas se eternizan, que dentro de poco los negros han de reírse en nuestras barbas, que así no se puede estar, que peligra el Trono, la Fe católica... Y no lo digo yo solo, lo dice todo el instituto de voluntarios realistas, a que me glorio de pertenecer... Y estamos trinando, sí, señor Chaperón, trinando porque usted no castiga como debiera castigar.

El hombre oscuro emitió su opinión sin inmutarse, y las palabras salían de su boca como salen de una cárcel los alaridos de dolor sin que el edificio ría ni llore. Tan sólo al fin, cuando más vehemente estaba, viose que amarilleaba más el globo de sus ojos y que sus violados labios se secaban un poco. Después pareció que seguía mascullando como en él era costumbre, el orujo amargo de que alimentaba su bilis.

-Todo sea por Dios -dijo Chaperón, alzando del suelo los ojos y dando un suspiro-. ¡Y de tantos males tengo yo la culpa!... Ya verán quién es Calleja.

Diciendo esto se encaminó a la mesa. Ya el licenciado Lobo ocupaba en ella su puesto.

-A ver, despachemos esas causas -dijo al leguleyo.

-Aquí tenemos algunas -repuso Lobo poniendo su mano sobre un montón de infamia-, a las que no falta sino que Vuecencia falle.

-A ver, a ver. Con bonito humor me cogen. Vamos a prepararle su trabajo al fiscal.

Lobo tomó el primer legajo y dijo:

-Número 241. Esta es la causa de aquel comunero que propuso establecer la república.

-Horca -dijo Chaperón prontamente y con voz de mando, como un oficial que a las tropas dice «fuego»-. Sea condenado a la pena ordinaria de horca.

-Número 242 -añadió Lobo tomando otro legajo-. Causa de Simón Lozano, por irreverencias a una imagen de la Virgen.

-Horca -gruñó Chaperón, cual si se le pudriera la palabra en el cuerpo-. Adelante.

-Número 243. Causa de la mujer y de la hija de Simón Lozano, acusadas de no haber delatado a su marido.

-Diez años de galera.

-Número 244. Causa de Pedro Errazu por expresiones subversivas en estado de embriaguez.

-El estado de embriaguez no vale. ¡Horca! Añada usted que sea descuartizado.

-Número 245. Causa de Gregorio Fernández Retamosa, por haber besado el sitio donde estuvo la lápida de la Constitución.

-Diez años de presidio... no, doce, doce.

-Número 246. Causa de Andrés Rosado por haber exclamado: «¡Muera el Rey!».

-Horca.

-Número 247. Causa del sargento José Rodríguez por haber elogiado la Constitución.

-Horca.

-248. Causa de su compañero Vicente Ponce de León, por haber permanecido en silencio cuando Rodríguez elogió la Constitución.

-Diez años de presidio y que asista a la ejecución de Rodríguez, llevando al cuello el libro de la Constitución que quemará el verdugo.

-249. Causa de D. Benigno Cordero y de su hija Elena Cordero por conspiración...

-¡Alto! -gritó una voz desde el otro extremo de la sala.

Era la de Pipaón que se adelantó extendiendo su mano como una divinidad protectora.

-Si es criminal perdonar al culpable, criminal es, criminalísimo, condenar al inocente -dijo con énfasis-. Yo me opongo, y mientras tenga un hálito de vida alzaré mi voz en defensa de la inocencia.

-Vaya, recomendaciones habemos -observó Garrote riendo-. Eso no puede faltar en España. Favorcillo, amistades, empeños... Mientras tengamos eso, no habrá justicia en nuestro país... ¡Recomendación! Yo empezaría por ahorcar esa palabra. Me repugna.

-No se trata aquí de recomendar a un amigo a la generosidad de D. Francisco -dijo el cortesano poniéndose rojo de tanto énfasis-. Es que la inocencia de D. Benigno está ya tan clara como la diáfana luz del día. ¿Le consta a usted que no?

-A mí no me consta nada -repuso Navarro alzando los hombros-. Si no le conozco... Pero me ha llamado la atención una cosa, y es que se han sentenciado en este mismo momento varias causas por desacato, por exclamaciones, por besos, por sacrilegio, sin que hayamos oído una voz que se interese por los reos; pero aparece una causa de conspiración (al decir esto dio una gran palmada) y en seguida vemos venir la recomendación. Si no hay gente más feliz que los conspiradores... Yo no sé cómo se las componen, que siempre encuentran amigos.

-Hablemos claro -dijo el cortesano tragando saliva-. Yo no recomiendo a un conspirador: solamente afirmo que el Sr. Cordero no ha conspirado jamás. ¿No está el Sr. Chaperón convencido de ello? ¿No se ha demostrado que los verdaderos culpables son otros?

-Este es un caso extraño -afirmó D. Francisco-. Cierto es que los Corderos son inocentes.

-Bueno, si hay realmente inocencia, no digo nada -objetó sonriendo Navarro-. Pero es particular que sólo los que conspiran resulten inocentes.

-Sólo los que conspiran -añadió Romo en tono del más perfecto asentimiento.

-¿Pues qué? -dijo Pipaón con mayor dosis de énfasis y encarándose con el voluntario realista-. ¿No será usted capaz de sostener que nuestro amigo D. Benigno y su hija son inocentes del crimen que les imputó un delator desconocido?

Romo miró a todos uno tras otro impasiblemente. Jamás había su rostro aparecido más frío, más oscuro, de más difícil definición que en aquel instante. Era como un papel blanco, en cuya superficie busca en vano la observación una frase, una línea, un rasgo, un punto.

-Bien conocen todos -dijo con tranquilo tono- mi carácter leal, mi amor a la veracidad. Para mí la verdad está por encima de todos los afectos, hasta de los más sagrados. Soy así y no lo puedo remediar. ¿Por qué me llaman los compañeros, Romo el voluntario de bronce? Porque soy como de bronce, señores; a mí no hay quien me tuerza, ni me doble, ni me funda. ¿Se trata de una cosa que es verdad? Pues verdad y nada más que verdad. (Romo hizo tal gesto con el dedo índice que parecía querer agujerear el suelo). Si mi padre falta y me lo preguntan digo que sí. No significa esto que sea insensible, no. Yo también tengo mis blanduras. Soy de bronce y tengo mi cardenillo... (el hombre duro y lóbrego se conmovía). Yo también sé sentir. Bien saben todos que quiero mucho a D. Benigno Cordero. Bien saben todos que trabajé porque volviera a Madrid. Pues bien, supongamos que me preguntan ahora si creo que D. Benigno Cordero conspiraba: yo responderé... que no lo sé.

Díjolo de tal modo, que dudando afirmaba. Lo que el hombre de bronce llamaba su cardenillo, si para él era un afecto, para los demás podía ser un veneno.

-¡Que no lo sabe! -exclamó Pipaón con ira-. Por fuerza usted ha perdido el juicio.

-No lo sé -repitió el voluntario mirando al suelo-. Si no lo sé, ¿por qué he de decir que lo sé, faltando a mi conciencia? ¿Qué importan mis afectos ante la verdad? Yo cojo el corazón y lo cierro como se cierra un libro prohibido, y no lo vuelvo a abrir aunque me muera... porque no tengo que fijar los ojos más que en la verdad... y la verdad es antes que nada, y maldito sea el corazón si sirve para apartarnos de la verdad.

-El amigo Romo -dijo Navarro-, nos da un ejemplo de honradez que es muy raro y tendrá muy pocos imitadores.

-Pues yo -afirmó Pipaón subiendo todavía algunos puntos en la escala de su énfasis-, digo que si la verdad está sobre el corazón, la caridad está sobre la verdad... Pero no necesitan los Corderos implorar la caridad sino alegar su derecho, porque son inocentes. Señor D. Francisco Chaperón, ¿no cree usted que son inocentes?

-Yo creo que sí -replicó el Presidente con acento de convicción-. El delito que a ellos se imputaba ha sido cometido por otras personas. Así consta por declaración de los mismos reos. La delación ha sido equivocada.

-¿Lo ven ustedes? -dijo Bragas rompiéndose las manos una con otra.

-Por lo que veo, el delito no desaparece -indicó Garrote-. Lo que hay es un cambio de delincuente.

-Eso es, una sustitución de delincuente.

-¿Y se castigará? -preguntó con incredulidad el coronel del ejército de la Fe.

-¡Bueno fuera que no!... ¿Estamos en Babia?... A fe que tengo hoy humor de blanduras. Siga usted, Lobo.

-Causa de D. Benigno Cordero.

Chaperón meditó un rato. Después, tomando un tonillo de jurisconsulto que emite parecer muy docto, habló así:

-Absolución. Solamente les condeno a dos meses de cárcel, por no haber denunciado las visitas de Seudoquis al piso segundo de su misma casa.

-¡Qué bobería! -murmuró por lo bajo Pipaón, arqueando las cejas.

-Número 251. Causa de D. Ángel Seudoquis -cantó el licenciado.

-Diez años de prisión y pena de degradación militar, por no haber dado parte a la autoridad de la llegada de su hermano a Madrid... Las cartas que se le han encontrado son amorosas... No hay la menor alusión a las cosas políticas. Adelante.

-Número 252. Causa de Soledad Gil de la Cuadra y de Patricio Sarmiento.

-Es la más rara que se ha conocido en esta Comisión.

-Sí, la más rara -añadió Romo-, porque presenta un caso nunca visto, señores, el caso más admirable de abnegación de que es capaz el espíritu humano. Figúrense ustedes una joven inocente que por salvar a dos personas que le han hecho favores se declara culpable... mentira pura... una mentira sublime, pero mentira al fin.

-Abnegación -indicó Chaperón con cierto aturdimiento-. ¿Qué entendemos nosotros de eso? Cosas del fuero interno, ¿no es verdad, Lobo? Al grano, digo yo, es decir, a los hechos y a la ley. El delito es indudable. La prueba es indudable. Tenemos un reo convicto y confeso. Caiga sobre él la espada inexorable de la justicia, ¿no es verdad, Lobo?

El licenciado no decía nada.

-Pero aparecen ahí dos personas -dijo Navarro.

-Una joven y un viejo tonto. Ella parece la más culpable. Del mentecato de Sarmiento no debemos ocuparnos. Sería gran mengua para este tribunal.

-Si tras de lo desacreditado que está -dijo Navarro con sorna-, da en la flor de soltar a los cuerdos y ajusticiar a los imbéciles...

-Nada, nada. Adelante -manifestó Chaperón con impaciencia-. Despachemos eso.

-Soledad Gil -cantó Lobo.

-Pena ordinaria de horca. Y sea conducido D. Patricio a la casa de locos de Toledo. Esto propondré a la Sala pasado mañana.

Miró a sus amigos con expresión de orgullo semejante a la que debió de tener Salomón después de dictar su célebre fallo.

-Me parece bien -afirmó Garrote.

-Admirablemente -dijo Pipaón, tranquilizado ya respecto a la suerte de sus amigos y fiando en que le sería fácil después librarles de los dos meses de cárcel.

-Y yo digo que habrá no poca ligereza en el tribunal si aprueba eso -insinuó con hosca timidez Romo.

-¡Ligereza!

-Sí; averígüese bien si la de Gil de la Cuadra es culpable o no.

-Ella misma lo asegura.

-Pues yo la desmentiré, sí señor, la desmentiré.

-Este es un hombre que no duerme si no ve ahorcados a sus amigos.

-Aquí no se trata de amigos -exclamó Romo con cierto calor que se podía tomar por rabia-. Yo no tengo amigos en estas cuestiones; yo no soy amigo de nadie, más que del Rey y de la sacratísima Fe católica. Romo, el voluntario de bronce, no tiene amistades más que con la justicia y con la verdad. Y ya que hablamos del Sr. Cordero, diré que dejé de frecuentar su casa desde que vi en ella ciertas cosas.

-¿Qué ha visto usted? -preguntó vivamente el cortesano, tan sofocado por su enojo como por su collarín metálico que le condenaba elegantemente a garrote.

-No tengo para qué decirlo ahora -repuso el voluntario volviendo la espalda-. Está sentenciada la causa ¿para qué añadir una palabra más?

-Me parece -dijo Bragas en tono de sarcasmo-, que el amigo Romo está durmiendo y ve visiones, como las veía el que delató a nuestros amigos.

-¿Se sabe quién los ha delatado? -preguntó Navarro al presidente de la Comisión-. ¿Es persona que merece crédito?

-Dos individuos de nuestra policía. Generalmente obran por indicaciones de personas afectas a Su Majestad.

-Esas personas son entonces los verdaderos denunciadores.

-En efecto, esas son -dijo Romo-, a esas personas hay que agradecer el expurgo que se está haciendo y al cual deberá su tranquilidad el Reino. ¿Quién se atrevería a vituperar a los médicos porque dijeran: «Córtese usted ese dedo que está gangrenado»?

-Pues si aquí no ha habido una mala inteligencia, ha habido una infame intención -replicó Bragas firme en su puesto-. Mi amigo Cordero ha sido víctima de una venganza.

-Usted no sabe lo que dice -afirmó Romo con desprecio-. En las oficinas del Consejo y en los gabinetes de las damas se entenderá de intrigar, de entorpecer la marcha de la justicia; pero de purificar el Reino, de hacer polvo a la revolución...

-¿Y cómo se purifica el Reino? ¿Atropellando a la inocencia, condenando a un hombre de bien por la delación de cualquier desconocido?

-Repito que usted no sabe lo que habla -dijo Romo presentando en su rostro creciente alteración que le hacía desconocido-. Los que pasan la vida enredando para poner en salvo a los mayores delincuentes; los que se entretienen en escribir billetes de recomendación para favorecer a todos los pillos, no entienden ni entenderán nunca la rectitud del súbdito leal que en silencio trabaja por su Rey y por la Fe católica. Mírenme a la cara (el Sr. Romo estaba horrible), para que se vea que sé afrontar con orgullo toda clase de responsabilidades. Y para que no duden de la verdad de una delación por suponerla oscura, se aclarará, sí señores, se aclarará... Mírenme a la cara (cada vez era más horrible); yo no oculto nada. Para que se vea si la delación de Cordero es una farsa, declaro que la he hecho yo.

Al decir yo diose un gran golpe en el pecho que retumbó como una caja vacía. Brillaban sus ojos con extraño fulgor desconocido; se había transfigurado, y la cólera iluminaba sus facciones antes oscuras. El lóbrego edificio donde jamás se veía claridad, echaba por todos sus huecos la lumbre amarillenta y sulfúrea de una cámara infernal. Haciendo un gesto de amenaza, se expresó así:

-El que sea guapo que me desmienta.

Y salió sin añadir una palabra. Pipaón, que era hombre de muy pocos hígados como se habrá podido observar en otras partes de esta historia, se quedó perplejo, pero afectaba la indecisión de un valiente que medita las atrocidades que ha de hacer, Chaperón dijo:

-No se decida nada sobre esas dos causas. Quédense para otro día.

Un diablillo menor entró muy gozoso, diciendo a su jefe:

-Acabamos de recibir una gran noticia de la Superintendencia. Rafael Seudoquis ha sido preso en Valdemoro. Esta noche llegará a Madrid.

-¡Suceso providencial! -exclamó D. Francisco con júbilo-. Cayó el principal pez. Vea usted, Sr. Pipaón, de qué manera vamos a salir pronto de dudas. Sobre ese sí que no habrá dimes y diretes. Apunte usted, Lobo... horca ¡tres veces horca!

-Saldremos de dudas -indicó Pipaón decidiéndose a aflojar la hebilla de su collarín metálico, cuya presión se le hacía insoportable-. Ese hombre es la providencia de mis amigos.