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En la planta baja del edificio que se llamó primero Cárcel de Corte, después Sala de Alcaldes, más tarde Audiencia y que ahora va camino de llamarse, según parece, Ministerio de Ultramar, estaba situada la Superintendencia General de Policía. La cárcel ocupaba el inmundo edificio, que ya no existe, en la manzana inmediata, hacia la Concepción Jerónima, y que fue casa y hospedería de los padres del Salvador. Desde uno a otro caserón la distancia era insignificante, como la que existe entre la agonía y la muerte, y a falta de un Puente de los Suspiros, existía el callejón del Verdugo, de fácil tránsito para los que del tribunal pasaban a los calabozos o de los calabozos a la horca.

Las respetables oficinas de aquella institución (firme columna del orden político dominante entonces), tenían alojamiento tan digno de los jueces como de las leyes, en las indecorosas crujías que ha visto no hace mucho todo el que tuvo la desgracia de frecuentarlos Juzgados de primera instancia. La Comisión Militar, que era la que juzgaba a toda clase de delincuentes, tenía su albergue en un antiguo edificio de la plazuela de San Nicolás; pero el Presidente de ella frecuentaba tanto la Superintendencia que se había mandado arreglar un despacho en el ángulo que da al callejón del Verdugo. El Superintendente recibía en la sala contigua a la callejuela del Salvador. El contraste horriblemente burlesco entre los nombres de las fétidas callejuelas por donde respiraban los dos instrumentos más activos del poder judicial y político, no establecían diferencia esencial entre ellos, porque ambos eran igualmente patibularios. Las odiosas antesalas de la horca eran negras, tristes, frías, con repulsivo aspecto de vejez y humedad, repugnante olor a polilla, tabaco, suciedad, y una atmósfera que parecía formada de lágrimas y suspiros.

En todas las grandes poblaciones y en todas las épocas ha existido siempre un infierno de papel sellado compuesto de legajos en vez de llamas y de oficinas en vez de cavernas, donde tiene su residencia una falange no pequeña de demonios bajo la forma de alguaciles, escribanos, procuradores, abogados, los cuales usan plumas por tizones, y cuyo oficio es freír a la humanidad en grandes calderas de hirviente palabrería que llaman autos. El infierno de aquella época era el más infernal que puede imaginar la humana fantasía espoleada por el terror.

En una serie de habitaciones sucias y tenebrosas tenían sus mesas los demonios inferiores, muy semejantes a hombres a causa de su hambrienta fisonomía y de su amarillo color, resultado al parecer de una inyección de esencia de pleito, que se forma de la bilis, la sangre y las lágrimas del género humano. Con los brazos enfundados en el manguito negro, desempeñaban entre desperezos, cuchicheos y bocanadas de tabaco, sus nefandas funciones que consistían en escribir mil cosas ineptas. Con su pluma estos diablillos pinchaban, martirizando lentamente; pero más allá, en otras salas más negras, más indecorosas y más ahumadas con el hálito brumoso de la curia, los demonios mayores descuartizaban como carniceros. Sus nefandas rúbricas, compuestas por trozos nigrománticos, abrían en canal a las pobres víctimas, y cada vez que llenaban un pliego de aquella simpática letra cuadrada y angulosa que ha sido el orgullo de nuestros calígrafos, daban un resoplido de satisfacción, señal de que el precito estaba bien cocho por un lado y era preciso ponerlo a cocer por el otro.

Las mesas negras, desvencijadas, cubiertas de un hule roto por donde corría libremente la arenilla secante esperando a que se acercara una mano sudorosa para pegarse a ella, sostenían los haces de llamaradas, los paquetes de ascua, en forma de barbudos legajos amarillentos, todos garabateados con la pez hirviente de los tinteros de plomo o de cuerno, en cuyo horrendo abismo se cebaban las ávidas plumas.

Mientras algunos de estos demonios escribían, otros no se daban reposo, entrando y saliendo de caverna en caverna y llevando recados a la Superintendencia y a la cárcel. Los alguaciles y ordenanzas, que eran unos pajecillos infernales muy saltones, transportaban grandes cargamentos de materia ígnea de un rincón a otro: sonaban las campanillas, como una señal demoníaca para activar los tizonazos y la quemazón; se oían llamamientos, peticiones, apuradas preguntas; buscábase entre mil legajos el legajo A o B, se recriminaban unos a otros los de manguito en brazo y pluma en oreja, se arrojaban fétidas colillas, volaba el papel con el pesado aire que entraba al abrir y cerrar las puertas, oíase chirrido de plumas trazando homicidas rúbricas, y movíanse, gimiendo sobre sus goznes mohosos, las mamparas en cuyo lienzo roto se leía:Departamento de purificaciones... Padrón general... Sentencias... Pruebas... Negociado de sospechosos.

La Superintendencia de policía y la Comisaría Militar se diferenciaban poco en el fondo y en la forma, y no se juzgue a la segunda por su calificativo, creyendo que imperaba en ella el criterio comúnmente pundonoroso y honrado, aunque severo, de nuestro ejército. Estaba presidida por un terrible individuo que vestía de brigadier, para baldón del uniforme español; militares eran también sus vocales y el fiscal; pero todo su mecanismo interno, su personal secundario así como sus procedimientos habían sido tomados de la curia más abyecta. Entonces no había propiamente ejército, porque casi todo él estaba sujeto al juicio de purificación. Los voluntarios realistas, cuyo jefe era el ministro de la Guerra, sostenían el orden social, auxiliando a los sanguinarios tribunales y también imponiéndose a ellos. La Comisión Militar, que contaba en el número de sus diversas misiones, la de purificar a aquel nefando ejército, casi totalmente afecto a la Constitución, estaba en absoluto sometida a la voluntad de aquella odiosa palanca del Gobierno llamada D. Francisco Chaperón. Los demás altos individuos del aborrecido tribunal eran figuras decorativas que sólo servían para hacer resaltar con su penumbra la roja aureola infernal del presidente.

El público aguardaba en la portería de la Comisión (plazuela de San Nicolás), impaciente, mugidor, grosero, blasfemante. Componíase en gran parte de los oscuros ministros de la delación y de los testigos de cargo, porque los de descargo no eran en ningún caso admitidos. Había personas de todas clases, abundando las de la clase popular. De la clase media eran pocos, de la más elevada poquísimos. Reuniéndolo todo, lo de dentro y lo de fuera, el gentío que escribía y el que esperaba, los diablos todos, grandes y pequeños y sus cómplices delatores podría haberse formado un magnífico presidio. La inocencia no habría reclamado para sí sino a poquísimas personas.

Grande era el alboroto entre los que esperaban por querer cada uno entrar antes que los demás, y los voluntarios tenían que forcejear a brazo partido para mantener el orden y establecer un turno riguroso.

-Yo estaba primero, señora... Échese usted atrás.

-¿Usted primero? Si estoy aquí desde la madrugada...

-Guardia, aquí se ha colado esta mujer. Ha venido después que yo y está delante.

-Le digo a usted que estoy aquí desde la madrugada.

-¿A qué viene usted, hermosa? Si viene usted como testigo ha de esperar a que la llamen... aunque no se admiten aquí testigos con faldas.

-No vengo como testigo.

-¿Viene a reclamar?... Tiempo perdido.

-No vengo a reclamar.

-¿A delatar?

La mujer calló. Era joven, vestía modestamente de negro, con mantilla. Su cara estaba pálida; sus ojos grandes y oscuros se abatían con tristeza.

-¿Pero usted a qué viene? -le preguntó el voluntario encargado de mantener el orden.

-A ver al Sr. Chaperón. Ya se lo he dicho a usted seis veces.

-Acabáramos... ¿Y no podría usted ver en su lugar al segundo jefe?

-No señor. Tengo que hablar con el señor Chaperón, con el mismo Sr. Chaperón.

-Pues aún aguardará usted un ratito.

Una hora después, el mismo se acercó a ella y en tono de benevolencia le dijo:

-Ahora en cuanto salga ese señor sacerdote que acaba de entrar, pasará usted.

-Ya es tiempo.

-¿Ha esperado usted mucho, niña?

-Seis horas: son las diez. Apenas puedo ya tenerme en pie. Ayer también estuve a las ocho de la mañana. Me dijeron que esto era cosa de la Superintendencia. Fui a la Superintendencia. Allí esperé seis horas; fui de oficina en oficina y al fin un señor muy gordo me dijo que yo era tonta y que la Superintendencia no tenía nada que ver con lo que yo iba a decir; que marchase a ver al Sr. Chaperón. Por la noche le busqué en su casa; dijéronme que viniese aquí...

-Usted viene a dar informes a la Comisión Militar -dijo el voluntario realista encubriendo con estas palabras la infante idea de la delación.

La joven no contestó nada.

-Ya puede usted pasar -oyó decir al fin; y otro voluntario, especie de Caronte de aquellos infernales pasadizos, la guió adentro.

Al atravesar el lóbrego pasillo, oprimiósele el corazón y tembló toda, creyendo que una infernal boca se la tragaba y que jamás vería la clara luz del día. Rechinó una mampara. La mujer vio una estancia regularmente iluminada por los huecos de dos ventanas, y entró. Allí había dos hombres.