El terror de 1824/II
II
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Era que venían por el camino de Andalucía varias carretas precedidas y seguidas de gente de armas a pie y a caballo, y aunque no se veían sino confusos bultos a lo lejos, oíase un son a manera de quejido, el cual si al principio pareció lamentaciones de seres humanos, luego se comprendió provenía del eje de un carro, que chillaba por falta de unto. Aquel áspero lamento unido a la algazara que hizo de súbito la mucha gente salida de los paradores y ventas, formaba lúgubre concierto, más lúgubre a causa de la tristeza de la noche. Cuando los carros estuvieron cerca, una voz acatarrada y becerril gritó: ¡Vivan las caenas! ¡viva el Rey absoluto y muera la Nación! Respondiole un bramido infernal como si a una rompieran a gritar todas las cóleras del averno, y al mismo tiempo la luz de las hachas prontamente encendidas permitió ver las terribles figuras que formaban procesión tan espantosa. D. Patricio, quizás el único espectador enemigo de semejante espectáculo, sintió los escalofríos del terror y una angustia mortal que le retuvo sin movimiento y casi sin respiración por algún tiempo.
Los que custodiaban el convoy y los paisanos que le seguían por entusiasmo absolutista estaban manchados de fango hasta los ojos. Algunos traían pañizuelo en la cabeza, otros sombrero ancho, y muchos, con el desgreñado cabello al aire, roncos, mojados de pies a cabeza, frenéticos, tocados de una borrachera singular que no se sabe si era de vino o de venganza, brincaban sobre los baches, agitando un jirón con letras, una bota escuálida o un guitarrillo sin cuerdas. Era una horrenda mezcla de bacanal, entierro y marcha de triunfo. Oíanse bandurrias desacordes, carcajada, panderetazos, votos, ternos, kirieleisones, vivas y mueras, todo mezclado con el lenguaje carreteril, con patadas de animales (no todos cuadrúpedos) y con el cascabeleo de las colleras. Cuando la caravana se detuvo ante el cuerpo de guardia, y entonces aumentó el ruido. La tropa formó al punto, y una nueva aclamación al Rey neto alborotó los caseríos. Salieron mujeres a las ventanas, candil en mano, y la multitud se precipitó sobre los carros.
Eran estos galeras comunes con cobertizo de cañas y cama hecha de pellejos y sacos vacíos. En el delantero venían tres hombres, dos de ellos armados, sanos y alegres, el tercero enfermo y herido, reclinado doloridamente sobre el camastrón, con grillos en los pies y una larga cadena que, prendida en la cintura y en una de las muñecas, se enroscaba junto al cuerpo como una culebra. Tenía vendada la cabeza con un lienzo teñido de sangre, y era su rostro amarillo como vela de entierro. Le temblaban las carnes, a pesar de disfrutar del abrigo de una manta, y sus ojos extraviados así como su anhelante respiración anunciaban un estado febril y congojoso. Cuando el coronel Garrote se acercó al carro y alzando la linterna que en la mano traía, miró con vivísima curiosidad al preso, este dijo a media voz:
-¿Estamos ya en Madrid?
Sin hacer caso de la pregunta, Garrote, cuyo semblante expresaba el goce de una gran curiosidad satisfecha, dijo:
-¿Con que es usted...?
Uno de los hombres armados que custodiaban al preso en el carro, añadió:
-El héroe de las Cabezas.
Y junto al carro sonó este grito de horrible mofa:
-¡Viva Riego!
Garrote se empeñó en apartar a la gente que rodeaba el carro, apiñándose para ver mejor al preso e insultarle más de cerca.
Un hombre alargó el brazo negro y tocando con su puño cerrado el cuello del enfermo, gritó:
-¡Ladrón, ahora la pagarás!
El desgraciado general se recostó en su lecho de sacos, y callaba, aunque harto claramente imploraban compasión sus ojos.
-Fuera de aquí, señores, a un lado -dijo Garrote, aclarando con suavidad el grupo de curiosos-. Ya tendrán tiempo de verle a sus anchas...
-Dicen que la horca será la más alta que se ha visto en Madrid -indicó uno.
-Y que se venderán los asientos en la plaza, como en la de toros -dijo otro.
-Pero déjennoslo ver... por amor de Dios. Si no nos lo comemos, señor coronel -gruñó una dama del parador cercano.
-Si no puede con su alma... ¿Y ese hombre ha revuelto medio mundo? Que me lo vengan a decir...
-¡Qué facha! ¿Y dicen que este es Riego?... ¡qué bobería!... Si parece un sacristán que se ha caído de la torre cuando estaba tocando a muerto...
-Este es tan Riego como yo.
-Os digo que es el mismo. Le vi yo en el teatro, cantando el himno.
-El mismo es. Tiene el mismo parecido del retrato que paseaban por Platerías.
Hasta aquí las mortificaciones fueron de palabra. Pero un grupo de hombres que habían salido al encuentro de los carros, una gavilla mitad armada, mitad desnuda, desarrapada, borracha, tan llena de rabia y cieno que parecía creación espantosa del lodo de los caminos, de la hez de las tinajas y de la nauseabunda atmósfera de los presidios, un pedazo de populacho, de esos que desgarrándose se separan del cuerpo de la Nación soberana para correr solo manchando y envileciendo cuanto toca, empezó a gritar con el gruñido de la cobardía que se finge valiente fiando en la impunidad:
-¡Que nos lo den; que nos entreguen a ese pillo, y nosotros le ajustaremos la cuenta!
-Señores -dijo Garrote con energía-, atrás; atrás todo el mundo. El preso va a entrar en Madrid.
-Nosotros le llevaremos.
-Atrás todo el mundo.
Y los pocos soldados que allí había, auxiliados con tibieza por los voluntarios realistas, empezaron a separar la gente.
Unos corrieron a curiosear en los carros que venían detrás y otros se metieron en la venta, donde sonaban seguidillas, castañuelas y desaforados gritos y chillidos. Un cuero de vino, roto por los golpes y patadas que recibiera, dejaba salir el rojo líquido, y el suelo de la venta parecía inundado de sangre. Algunos carreteros sedientos se habían arrojado al suelo y bebían en el arroyo tinto; los que llegaron más tarde apuraban lo que había en los huecos del empedrado, y los chicos lamían las piedras fuera de la venta, a riesgo de ser atropellados por las mulas desenganchadas que iban de la calle a la cuadra, o del tiro al abrevadero. Poco después veíanse hombres que parecían degollados con vida, carniceros o verdugos que se hubieran bañado en la sangre de sus víctimas. El vino mezclado al barro y tiñendo las ropas que ya no tenían color, acababa de dar al cuadro en cada una de sus figuras un tono crudo de matadero, horriblemente repulsivo a la vista.
Y a la luz de las hachas de viento y de las linternas, las caras aumentaban en ferocidad, dibujándose más claramente en ellas la risa entre carnavalesca y fúnebre que formaba el sentido, digámoslo así, de tan extraño cuadro. Como no había cesado de llover, el piso inundado era como un turbio espejo de lodo y basura, en cuyo cristal se reflejaban los hombres rojos, las rojas teas, los rostros ensangrentados, las bayonetas bruñidas, las ruedas cubiertas de tierra, los carros, las flacas mulas, las haraposas mujeres, el movimiento, el ir y venir, la oscilación de las linternas y hasta el barullo, los relinchos de brutos y hombres, la embriaguez inmunda, y por último, aquella atmósfera encendida, espesa, suciamente brumosa, formada por los alientos de la venganza, de la rusticidad y de la miseria.
En el segundo carro estaban presos también y heridos los compañeros de Riego, a saber: el capitán D. Mariano Bayo, el teniente coronel piamontés Virginio Vicenti y el inglés Jorge Matías. D. Patricio Sarmiento, que no se atrevió a acercarse al primer carro, se detuvo breve rato junto al segundo, pasó indiferente por el tercero, donde sólo venían sacos y un guerrillero con su mujer, y se dirigió al cuarto, llamado por una voz débil que claramente dijo:
-Sr. D. Patricio de mi alma... ¡Bendito sea Dios que me permite verle!
-¡Pujitos!... ¡Pujitos mío!... -exclamó Sarmiento extendiendo sus brazos dentro del carro-. ¿Eres tú?... Sí, tú mismo... Dime, ¿estás también herido? Por lo visto, también vienes preso.
-Sí señor -repuso el maestro de obra prima-, herido y preso estoy... Diga usted ¿nos ahorcarán?
-¿Pues eso quién lo duda?
-¡Infeliz de mí!... Vea usted los lodos en que han venido a parar aquellos polvos. Bien me lo decía mi mujer... Sr. D. Patricio, al que está como yo medio muerto de un bayonetazo en la barriga, le deberían dejarle en manos de Dios para que se lo llevase cuando a su Divina Majestad le diese la gana ¿no es verdad?
-Sí, Pujitos mío -repuso Sarmiento estrechándole la mano-. ¿Sabes que tiemblo y tengo frío? más frío y más miedo que tú, porque voy a preguntarte por mi hijo en cuya compañía has vivido por esas tierras, y según lo que me contestes, así moriré o viviré... Hace seis días que estoy en la incertidumbre más horrible; hace seis días que bajo a este camino para interrogar a todos los que llegan... ¡Ah! por fin encuentro quien me diga la verdad. Pujitos de mi alma, tú me la dirás, aunque sea terrible.
-Sí señor, sí señor, yo se la diré -repuso Pujitos, cubriéndose con ambas manos el rostro y rompiendo a llorar como un chicuelo.
-¡Conque es cierto, amigo, conque es verdad que mi pobre Lucas!... -gimió el preceptor con la voz entrecortada por el llanto-. ¡Pobre hijo de mi alma!
-¡Pobre amigo mío! -añadió Pujitos, secando sus lágrimas-. ¡Y era tan cariñoso, tan bueno, tan leal!... Sin cesar estaba nombrándole a usted y cavilando sobre lo que haría usted en Madrid o lo que no haría... «Si tendrá discípulos, decía; si pasará trabajos. Ahora estará barriendo la escuela»... No nos separábamos nunca, partíamos nuestra ración y éramos en todo como hermanos. En las batallas siempre nos escondíamos juntos.
-¡Os escondíais! -exclamó D. Patricio levantando el rostro con dignidad, pues esta era tan grande en él, que ni el dolor podía vencerla.
-¡Ah! señor... el pobre Lucas era el mejor chico del mundo... ¡Pobrecito!...
-Ha tiempo que el dardo estaba clavado en mi corazón... Yo le tenía por muerto; pero la falta de noticias ciertas me daba alguna esperanza. Me agarraba con desesperación a las conjeturas. Pero tú has disipado mis dudas. Más vale la desgracia verdadera y declarada que una vacilación desgarradora.
-Aquí está todo lo que resta del pobre Lucas -dijo el herido mostrando un pequeño lío de ropa.
D. Patricio se abalanzó a aquel objeto mudo, testimonio tristísimo de su última esperanza muerta y lo besó con ardiente cariño. Breve rato le vio Pujitos con la cabeza apoyada en el borde del carro, oprimiendo con ella el lío de ropa y regándolo con sus lágrimas. Respetuoso con el dolor del padre, el maestro de obra prima no decía nada.
-Esto es hecho -exclamó al fin D. Patricio irguiendo la frente caduca, mas bastante fuerte para soportar, mediante la energía de su espíritu, el peso de una gran pena-. El Autor de todas las cosas lo quiere así. Ya no tengo hijo... Toda esperanza acabó y con ella la vida mía... Ahora leal amigo, ahora excelente joven que has sido el Pílades de aquel noble Orestes, cuéntame sin omitir nada los pormenores de la muerte de mi hijo; dime cómo se extinguió aquella vida preciosa, porque siendo Lucas de ánimo tan esforzado e intrépido, no podía morir como los demás milicianos, sino de una manera grande... ¿me entiendes? de una manera gloriosa, y en un momento de sublime heroísmo.
-Precisamente heroísmo no, Sr. D. Patricio -dijo Pujitos con embarazo-. Yo le contaré a usted... Lucas...
-Heroísmo ha habido: no me lo niegues, porque yo conozco muy bien la raza de leones de que viene mi hijo, yo sé qué casta de bromas gastamos los Sarmientos con el enemigo en un campo de batalla. Si por modestia callas las acciones homéricas en que tú has tomado parte, haces mal, que al fin y al cabo todo se ha de saber, y si no ahí están los historiadores que en un abrir cerrar de ojos desentrañarán lo más escondido.
-Si no ha habido acciones heroicas ni cosa que lo valga, hombre de Dios -objetó Pujitos con pena-. Nosotros estábamos en Málaga con el general Zayas, cuando este representó a las Cortes al tenor de lo que dijo Ballesteros al capitular; ¿usted me entiende? Vino entonces Riego mandado por las Cortes, tomó el mando y nos llevó contra Ballesteros; ¿usted me entiende?
-Y entonces se trabaron esas crueles batallas que yo imagino.
-No hubo más sino que el general llevaba el encargo de inflamarnos... Sí señor, de inflamarnos, porque todos estábamos muy abatidos y sin ganas de guerra, porque la veíamos muy negra.
-¿Y os inflamó?
¿Cómo se puede inflamar la nieve? Fuimos en busca de Ballesteros y le hallamos en Priego. Allí se armó una...
-¡Corrieron mares de sangre!
-No señor. Todo era ¡Viva Ballesteros! por un lado, y por otro ¡Viva Riego! Nos abrazamos y los generales conferenciaron. Como no se pudieron avenir, Riego arrestó a Ballesteros.
-Bien hecho, muy bien... ¿Y Lucas?
-Lucas tan bueno y tan sano... Era aquella la mejor vida del mundo, porque como no había balas sino conferencias... Pero un día se presentó delante de nosotros Balanzat y tiros van tiros vienen... Desde entonces perdió la salud el pobre Lucas, porque le entró como un súpito y se quedó frío y yerto, temblando y quejándose de que le dolía esto y lo otro.
-¡Desgraciado hijo mío! Su principal pena consistiría en no poder batirse en primera fila.
-Puede que así fuera. Lo cierto es que empezó a decaer, a decaer, y la calentura seguía en aumento, y deliraba con los tiros. Riego abandonó el campo; nos fuimos con él y el pobre Lucas parecía que recobraba la vida según nos íbamos alejando de las tropas de Balanzat. El general fue perdiendo su gente porque oficiales y soldados desertaban a cada hora. ¡Qué tristeza, Sr. D. Patricio! Pero el pobre Lucas se alegraba y decía: «Amigo Pujos, esto parece que acabará pronto». Había mejorado bastante, y estaba limpio de calentura... Pero de repente cuando íbamos cerca de Jaén, aparecen los franceses...
-¡Oh! ¡Me tiemblan las carnes al oírte! ¡Cómo correría la sangre en ese glorioso cuanto infausto día!
-Más corrieron los pies, Sr. Sarmiento. Yo, la verdad sea dicha, no fuí de los que más corrieron, porque no podía abandonar al pobre Lucas, que se descompuso todo, y se quedó en un hilo. Arrojamos los fusiles que nos pesaban mucho y nos refugiamos en una casa de labor. ¡Ay, pobre amigo mío! Le entró tal calenturón que su cuerpo parecía un volcán, perdió el conocimiento, y a las treinta horas...
-No sigas que se me parte el corazón -dijo D. Patricio con voz entrecortada por los sollozos-. ¡Cuánto padecería al ver que su mísero estado corporal no le permitía batirse! ¡Qué lucha tan horrenda la de aquella alma de león, al sentirse sin cuerpo que la ayudara!
-El pobrecito en su delirio nombraba a los franceses y se metía debajo del jergón. Serían las doce y media de la noche cuando entregó su alma al Señor...
-¡Ay, parece que me arrancan las entrañas! Calla ya.
-Yo caí prisionero, fuí herido de un bayonetazo, y después de tenerme algunos días en un calabozo de la Carolina me metieron en este carro. Por el camino se nos unió el general preso y herido también, y juntos hemos llegado aquí. Dicen que nos van a ahorcar a todos.
-Eso es indudable -contestó Sarmiento en tono que más era de satisfacción y orgullo que de lástima-. ¡Fin lamentable, pero glorioso! ¿Qué mayor honra que morir por la libertad y ser mártires de tan sublime idea?
Pujitos, que sin duda no había dado hospedaje en su pecho a tan elevados sentimientos, suspiró acongojadamente.
-Bendice tu muerte, hijo mío -añadió Sarmiento, extendiendo hacia él sus venerables manos, en la actitud de un sacerdote antiguo-, bendice tus nobles heridas, pregoneras de tu indomable valor en los combates. Has sido atravesado de un bayonetazo, y además tienes heridos la cabeza y el brazo.
-Esto que tengo en el arca del estómago es fechoría de un francés a quien vea yo comido de perros. Lo de la cabeza es una pedrada, y lo del brazo un mordisco. En los pueblos por donde hemos pasado nos han recibido lindamente, señor. Como los curas salían diciendo que estábamos todos condenados y que ya nos tenían hecha la cama de rescoldo en el infierno, no había para nosotros más que palos, amenazas y pedradas. En Santa Cruz de Mudela nos dieron una rociada buena. El general y yo salimos descalabrados, y gracias a que los carros echaron a andar; que si no, allí nos quedamos como San Esteban. En Tembleque nos quisieron matar, y si la tropa no nos defiende a culatazos, allí perecemos todos. Hombres y mujeres salían al camino aullando como lobos. Uno que debía de ser pariente de caníbales, después de molerme a coces y puñadas me clavó los dientes en este brazo y me partió las carnes... ¿Qué ganará el Rey absoluto con esto? Mala peste le dé Dios... Pero dicen que todo esto es por obra y gracia de los condenados frailes... ¿Es verdad, Sr. D. Patricio?
-Hijo mío, mucho me temo que esos bribones se venguen ahora de lo que les hicimos con razón. Y no serán como nosotros, generosos y templados en el condenar, sino fieros, vengativos y sanguinarios cual líbicas hienas... Hemos de ver lo que nadie ha visto, ¡por vida de la ch...!
No pudo seguir su frase el buen preceptor, porque un voluntario realista se acercó al carro y brutalmente gritó:
-Atrás, D. Camello, o le parto... ¡fuera de aquí, estantigua!
Sarmiento corrió dando zancajos hacia el parador. Con su gran levitón, cuyos faldones se agitaban en la carrera, parecía una colosal ave flaca que volaba rastreando el suelo. Después de recoger del fango su sombrero que había perdido en la huida, confundiose entre la multitud para estar más seguro. Entonces oyó al coronel Garrote dar esta orden al capitán Romo.
-Siga adelante el convoy. Custódielo usted con su media compañía. Tengo orden de que no entre en las calles de Madrid. Pase el río; tome la ronda a la izquierda hacia la Virgen del Puerto; adelante siempre, y subiendo por la cuesta de Areneros, diríjase al Seminario de Nobles, donde esperan a los presos. En marcha, pues. Guárdense los curiosos de seguir al convoy porque haré fuego sobre ellos. Marche cada cual a su casa y buenas noches.
El convoy se puso en movimiento, carro tras carro, oyéndose de nuevo el rechinar áspero y melancólico de los ejes, que aun desde muy lejos se percibía clarísimo en el tétrico silencio de la noche. Los farolillos recogíanse poco a poco en el cuerpo de guardia como luciérnagas que corren a sus agujeros; se apagaron las hachas y se extinguieron los graznidos, cayendo todo en una especie de letargo, precursor del profundo sueño en que termina la embriaguez.
Sarmiento se alejó de allí, y antes de tomar el camino de los Ocho Hilos para subir a la puerta de Toledo, parose para ver los carros que ya a mediana distancia iban por el paseo Imperial. Bien pronto dejó de verlos, a causa de la oscuridad, mas conocía su situación por el farolillo que el vehículo delantero llevaba. Con voz sorda habló así el viejo patriota:
-¡Oh! tú, el héroe más grande que han producido las edades todas, insigne campeón de la libertad española, soldado ilustre, Riego, amigo mío, si ahora vas conducido entre sayones en ignominioso carro, mañana tendrás un trono en el corazón de todos los españoles. Si te arrastran a suplicio afrentoso los infames verdugos a quienes perdonamos cuando éramos fuertes, tu nombre, que tanto repugna a despóticos oídos, será un símbolo de libertad y una palabra bendita cuando humillada la tiranía se restablezca tu santa obra. Subirás a la morada de los justos entre coros de patrióticos ángeles que entonen tu himno sonoro, mientras tu patria se revuelve en el lodo de la reacción domeñada por tus verdugos. ¡Oh, feliz tú, feliz cuanto grande y sublime! ¡Varón excelso, el más precioso que Dios ha concedido a la tierra, si fuera dable a este humilde mortal participar de tu gloria!... ¡Si al menos pudiera yo compartir tu martirio y entrar contigo en la cárcel, y oír juntos la misma sentencia, y subir juntos a la misma horca!... Este honor, yo lo ambiciono y lo deseo con todas las fuerzas de mi alma. Vacío y desierto está el mundo para mí, después que he perdido al lucero de mi existencia, a aquel preciosísimo mancebo inmolado como tú al numen sanguinario de la reacción... Quiero morir, sí, y moriré.
Inflamado en furor que no tenía nada de risible, añadió corriendo con agitación:
-Quiero morir gloriosamente; quiero ser víctima sublime; quiero ser mártir de la libertad; quiero subir al patíbulo... ¡Sicarios, venid por mí!
Tropezando en un árbol, estuvo a punto de caer en tierra. Entonces añadió hablando consigo mismo:
-¡Ah, Patricio, tu noble arranque me causa la más viva admiración!... Mañana has de hacer algo digno de pasar a las más remotas edades. Sí, mañana. Vámonos a casa.
Echó a andar, y al poco rato dijo:
-¿Pero en dónde está mi casa? Pues no se me ha olvidado dónde está mi casa...
Miraba a la tierra como quien ha perdido el sombrero.
-¡Ah! Ya me acuerdo -exclamó sonriendo-. Tu casa está en la calle de la Emancipación Social, ¿no es verdad Patricio?
Meditaba con el índice puesto en la punta de la nariz.
-No... -dijo después de una pausa, en el tono gozoso del que hace un descubrimiento útil-. Es que yo solicité del Ayuntamiento que llamase calle de la Emancipación Social a la de Coloreros; pero no accedió y sigue llamándosecalle de Coloreros. Allí vivo, pues.
Entró en Madrid resueltamente. Subiendo por la calle de Toledo, dijo:
-Tengo hambre.
Pero después de registrar todos los bolsillos de su ropa que no bajaban de ocho, adquirió una certidumbre aterradora, que expresó en angustiosos suspiros.
-Parece que se me doblan las piernas y que voy a caer desfallecido... ¡Comer! ¡que esto sea indispensable!... Miserable carne, ¿por qué eres así?... ¿A dónde iré?... Mi casa está vacía: no hay en ella ni una miga de pan... ¿Pediré limosna? Jamás. Los hombres de mi temple sucumben, pero no se humillan. A casa, Sr. D. Patricio; si es preciso se comerá usted el palo de una silla; ¡a casa!
Al entrar en la calle de Coloreros encontrola oscura y desierta por ser muy avanzada la noche. Como su extenuación era grande, se habían debilitado sus sentidos, particularmente el de la vista, y necesitó palpar las paredes para encontrar la puerta. Sin saber por qué vino entonces a su mente un recuerdo muy triste, que ya otras veces había turbado profundamente su espíritu. Parecíale estar viendo delante de sí, en una noche oscura como aquella, al sin ventura Gil de la Cuadra arrojado en el suelo, arrastrando ignominiosa cadena, insultado por los polizontes. De todos los incidentes de aquella lúgubre escena, el más presente en la memoria de D. Patricio y el que le causaba más dolor era el ocurrido cuando su infeliz vecino preso pidió agua y Sarmiento, inspirándose en el más cruel fanatismo, se la negó.
-Ya, ya lo sé -dijo D. Patricio cerrando los ojos para dominar mejor su terror-, ya sé que aquello fue una gran bellaquería.
Y abriendo, no sin trabajo, la puerta, entró, apresurándose a cerrar tras sí porque le parecía que feos espectros y sombras iban en su seguimiento y que oía el lamentable son de la cadena de Gil de la Cuadra, arrastrando por las baldosas. Buscó en sus bolsillos eslabón y yesca para encender luz, mas nada halló de que pudiera sacarse lumbre. Sin desanimarse por esto, acometió la escalera con mucho cuidado y empezó a subir, deteniéndose en cada escalón para tomar fuerzas. Pero no había subido ocho cuando le fue preciso andar a gatas porque las piernas no podían con el peso del desmayado cuerpo.
-Si me iré a morir aquí -dijo con angustia bañado en sudor frío-. ¡Oh! Dios mío. ¿Me estará reservada una muerte oscura, en mísera escalera, aquí, olvidado de todo el mundo...? Piedad, Señor...
Sus fuerzas, a causa de la inacción, se extinguían rápidamente. Llegó a no poder mover brazo ni pierna. Entonces dio un ronquido y entregose a su malhadado destino.
-¡Oh! no, Señor -pensó allá en lo más hondo de su pensar-; no era así como yo quería morir.
Sus sentidos se aletargaron; pero antes de perder el conocimiento, vio un espectro que hacia él avanzaba.
Era un hermoso y brillante espectro que tenía una luz en la mano.