El tercer año del partido revolucionario cubano
Nueva York, 17 de abril de 1894
Por el voto individual y directo de todos sus miembros entra, con sus funcionarios electos, en su tercer año de labor la empresa, americana por su alcance y espíritu, de fomentar con orden y auxiliar con todos sus elementos reales–por formas que con el desembarazo de la energía ejecutiva combinan la plenitud de la libertad individual–la revolución de Cuba y Puerto Rico para su independencia absoluta. Bello es, en el desorden consiguiente a una larga e infortunada emigración, ver unirse en una obra voluntaria y disciplinada de pensamiento activo a los hombres, de todas condiciones y grados de fortuna, de la guerra y del destierro, de los países lejanos y del Norte triunfante sobre la desidia y desaliento que le vienen del continuo trato con la infelicidad de Cuba: y todos, de Jamaica a Chicago, reiterar a su patria, con su confirmación libre del partido de la independencia, la promesa de preparar por ella en el destierro la redención que ella no puede preparar en el miedo, el desmayo y la pasión de su esclavitud. Bello es ver confundirse en el ejercicio de un santo derecho a los elementos diversos de un pueblo del que sus propios hijos, por ignorancia o soberbia, a veces injustamente desconfían; y levantar, ante los corazones caídos, esta prueba de la eficacia del trabajo constante y del trato justiciero en las almas que deja inseguras y torvas la parricida tiranía. Pero sería complacencia vana la de ese espectáculo indudablemente hermoso, y funesta fatiga la de ordenar un entusiasmo ciego y temible, si no fuesen raíz y poder del organismo revolucionario el conocimiento sereno de la realidad de la patria, en cuanto tiene de vicio y de virtud, y la disposición sensata a acomodar las formas del pueblo naciente a los estados graduales, y la verdad actual y local, de la libertad que trabaja y triunfa. Bella es la acción unida del Partido Revolucionario Cubano, por la dignidad, jamás lastimada con intrigas ni lisonjas ni súplicas, de los miembros que lo componen y las autoridades que se han dado, –por la equidad de sus propósitos confesos, que no ven la dicha del país en el predominio de una clase sobre otra en un país nuevo, sin el veneno y rebajamiento voluntario que va en la idea de clases, sino en el pleno goce individual de los derechos legítimos del hombre, que sólo pueden mermarse con la desidia o exceso de los que los ejerciten, –y por la oportunidad, ya a punto de perderse, con que las Antillas esclavas acuden a ocupar su puesto de nación en el mundo americano, antes de que el desarrollo desproporcionado de la sección más poderosa de América convierta en teatro de la codicia universal las tierras que pueden ser aún el jardín de sus moradores, y como el fiel del mundo.
A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un país de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de los unos ni negación culpable de la necesidad del orden en las sociedades–sólo seguro con la abundancia del derecho–vivan sin choque, y en libertad de aspirar o de resistir, en la paz continua del derecho reconocido, los elementos varios que en la patria tienen título igual a la representación y la felicidad. Un pueblo no es la voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea, ni el empeño pueril de realizar en una agrupación humana el ideal candoroso de un espíritu celeste, ciego graduado de la universidad bamboleante de las nubes. De odio y de amor, y de más odio que amor, están hechos los pueblos; sólo que el amor, como sol que es, todo lo abrasa y funde; y lo que por siglos enteros van la codicia y el privilegio acumulando, de una sacudida lo echa abajo, con su séquito natural de almas oprimidas, la indignación de un alma piadosa. Con esas dos fuerzas: el amor expansivo y el odio represor–cuyas formas públicas son el interés y el privilegio–se van edificando las nacionalidades. La piedad hacia los infortunados, hacia los ignorantes y desposeídos, no puede ir tan lejos que encabece o fomente sus errores. El reconocimiento de las fuerzas sordas y malignas de la sociedad, que con el nombre de orden encubren la rabia de ver erguirse a los que ayer tuvieron a sus pies, no puede ir hasta juntar manos con la soberbia impotente, para provocar la ira segura de la libertad poderosa. Un pueblo es composición de muchas voluntades, viles o puras, francas o torvas, impedidas por la timidez o precipitadas por la ignorancia. Hay que deponer mucho, que atar mucho, que sacrificar mucho, que apearse de la fantasía, que echar pie a tierra con la patria revuelta, alzando por el cuello a los pecadores, vista el pecado paño o rusia: hay que sacar de lo profundo las virtudes, sin caer en el error de desconocerlas porque vengan en ropaje humilde, ni de negarlas porque se acompañen de la riqueza y la cultura. El peligro de nuestra sociedad estaría en conceder demasiado al empedernido espíritu colonial, que quedará hoceando en las raíces mismas de la república, como si el gobierno de la patria fuese propiedad natural de los que menos sacrifican por servirla y más cerca están de ofrecerla al extranjero, de comprometer con la entrega de Cuba a un interés hostil y desdeñoso, la independencia de las naciones americanas:–y otro peligro social pudiera haber en Cuba: adular, cobarde, los rencores y confusiones que en las almas heridas o menesterosas deja la colonia arrogante tras sí, y levantar un poder infame sobre el odio o desprecio de la sociedad democrática naciente a los que, en uso de su sagrada libertad, la desamen o se le opongan. A quien merme un derecho, córtesele la mano, bien sea el soberbio quien se lo merme al inculto, bien sea el inculto quien se lo merme al soberbio. Pero esa labor será en Cuba menos peligrosa, por la fusión de los factores adversos del país en la guerra saneadora; por la dignidad que en las amistades de la muerte adquirió el liberto ante su señor de ayer; por la peculiar levadura social que, aparte de la obra natural del país, llevarán a la república las masas de campesinos y esclavos emigrados, que, a mano con doctores y ricos de otros días y próceres de la revolución, han vivido, tras veinticinco años de trabajar y de leer, y de hablar y oír hablar, como en ejercicio continuo y consciente de la capacidad del hombre en la república. Y mientras una porción reacia e ineficaz, la porción menos eficaz, del señorío cubano antiguo, se acorrala, injusta y repulsiva, contra este pueblo nuevo de cultura y virtud, de mentes libres y manos creadoras, otra porción del señorío cubano, mucho más poderosa que aquella, ha vivido dentro de la masa revuelta, ha conocido y guiado su capacidad, ha trabajado mano a mano con ella, se ha hecho amar de la masa, y es amado; ¡y hoy rodaría por tierra, mente a mente, mucho menguado leguleyo que le negase la palabra superior a mucho hijo de esta alma-madre del trabajo y la naturaleza! En Cuba no hay duelo entre un señorío desdentado y napolitano y el país, de suyo tan moderado como desigual, en que, con la pura esperanza de la libertad suficiente, se reúnen, por el respeto del esfuerzo común, los hombres del campo y de la esclavitud y del oficio pobre, conscientes ya de sus derechos y del riesgo de exagerarlos, con todo lo que hay de útil y viril, de fundador y de piadoso, en el antiguo señorío cubano. Del alma cubana arranca, decisivo, el deseo puro de entrar en una vida justa, y de trabajo útil, sobre la tierra saneada con sus muertos, amparada por las sombras de sus héroes, regada con los caudales de su llanto. La esperanza de una vida cordial y decorosa anima hoy por igual a los prudentes del señorío de ayer, que ven peligro en el privilegio inmerecido de los hombres nulos, –y a los cubanos de humilde estirpe, que en la creación de sí propios se han descubierto una invencible nobleza. Nada espera el pueblo cubano de la revolución que la revolución no pueda darle. Si desde la sombra entrase en ligas, con los humildes o con los soberbios, sería criminal la revolución, e indigna de que muriésemos por ella. Franca y posible, la revolución tiene hoy la fuerza de todos los hombres previsores, del señorío útil y de la masa cultivada, de generales y abogados, de tabaqueros y guajiros, de médicos y comerciantes, de amos y de libertos. Triunfará con esa alma, y perecerá sin ella. Esa esperanza, justa y serena, es el alma de la revolución. Con equidad para todos los derechos, con piedad para todas las ofensas, con vigilancia contra todas las zapas, con fidelidad al alma rebelde y esperanzada que la inspira, la revolución no tiene enemigos, porque España no tiene más poder que el que le dan, con la duda que quieren llevar a los espíritus, con la adulación ofensiva e insolente a las preocupaciones que suponen o halagan en nuestros hombres de desinterés y grandeza, los que, so capa de amar la independencia de su país, aborrecen a cuantos la intentan, y procuran, para cuando no la puedan evitar, ponerse de cabeza, dañina y estéril, de los sacrificios que ni respetan ni comparten. Para andar por un terreno, lo primero es conocerlo. Conocemos el terreno en que andamos. Nos sacarán a salvo por él la lealtad a la patria que en nosotros ha puesto su esperanza de libertad y de orden, –y la indulgencia vigilante, para los que han demostrado ser incapaces de dar a la rebelión de su patria energía y orden. Sea nuestro lema: libertad sin ira.
Nulo sería, además, el espectáculo de nuestra unión, la junta de voluntades libres del Partido Revolucionario Cubano, si, aunque entendiese los problemas internos del país, y lo llagado de él y el modo con que se le cura, no se diera cuenta de la misión, aún mayor, a que lo obliga la época en que nace y su posición en el crucero universal. Cuba y Puerto Rico entrarán a la libertad con composición muy diferente y en época muy distinta, y con responsabilidades mucho mayores que los demás pueblos hispanoamericanos. Es necesario tener el valor de la grandeza: y estar a sus deberes. De frailes que le niegan a Colón la posibilidad de descubrir el paso nuevo está lleno el mundo, repleto de frailes. Lo que importa no es sentarse con los frailes, sino embarcarse en las carabelas con Colón. Y ya se sabe del que salió con la banderuca a avisar que le tuviesen miedo a la locomotora, –que la locomotora llegó, y el de la banderuca se quedó resoplando por el camino: o hecho pulpa, si se le puso en frente. Hay que prever, y marchar con el mundo. La gloría no es de los que ven para atrás, sino para adelante. –No son meramente dos islas floridas, de elementos aún disociados, lo que vamos a sacar a luz, sino a salvarlas y servirlas de manera que la composición hábil y viril de sus factores presentes, menos apartados que los de las sociedades rencorosas y hambrientas europeas, asegure, frente a la codicia posible de un vecino fuerte y desigual, la independencia del archipiélago feliz que la naturaleza puso en el nudo del mundo, y que la historia abre a la libertad en el instante en que los continentes se preparan, por la tierra abierta a la entrevista y al abrazo. En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, –mero fortín de la Roma americana;–y si libres, –y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora–serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada, y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio–por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles, –hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo. –No a mano ligera, sino como con conciencia de siglos, se ha de componer la vida nueva de las Antillas redimidas. Con augusto temor se ha de entrar en esa grande responsabilidad humana. Se llegará a muy alto, por la nobleza del fin; o se caerá muy bajo, por no haber sabido comprenderlo. Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las que vamos a libertar. ¡Cuán pequeño todo, cuán pequeños los comadrazgos de aldea, y los alfilerazos de la vanidad femenil, y la nula intriga de acusar de demagogia, y de lisonja a la muchedumbre, esta obra de previsión continental, ante la verdadera grandeza de asegurar, con la dicha de los hombres laboriosos en la independencia de su pueblo, la amistad entre las secciones adversas de un continente, y evitar, con la vida libre de las Antillas prósperas, el conflicto innecesario entre un pueblo tiranizador de América y el mundo coaligado contra su ambición! Sabremos hacer escalera hasta la altura con la inmundicia de la vida. Con la mirada en lo alto, amasaremos, a sangre sana, a nuestra propia sangre, esta vida de los pueblos, hecha de la gloria de la virtud, de la rabia de los privilegios caídos, del exceso de las aspiraciones justas. La responsabilidad del fin dará asiento al pueblo cubano para recabar la libertad sin odio, y dirigir sus ímpetus con la moderación. Un error en Cuba, es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba, se levanta para todos los tiempos. Ella, la santa patria, impone singular reflexión; y su servicio, en hora tan gloriosa y difícil, llena de dignidad y majestad. Este deber insigne, con fuerza de corazón nos fortalece, como perenne astro nos guía, y como luz de permanente aviso saldrá de nuestras tumbas. Con reverencia singular se ha de poner mano en problema de tanto alcance, y honor tanto. Con esa reverencia entra en su tercer año de vida, compasiva y segura, el Partido Revolucionario Cubano, convencido de que la independencia de Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia amenazada de las Antillas libres, la independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la república norteamericana. ¡Los flojos, respeten: los grandes, adelante! Esta es tarea de grandes.
Patria, Nueva York, 17 de abril de 1894.