El tamaño del espacio

​El tamaño del espacio​ (1921) de Leopoldo Lugones
Leopoldo Lugones  




  El tamaño del Espacio

LEOPOLDO LUGONES



EL TAMAÑO DEL ESPACIO


(ENSAYO DE PSICOLOGÍA MATEMÁTICA)



"EL ATENEO"

Librería Científica y Literaria de Pedro García

Florida 371 - Córdoba 1099

Buenos Aires

1921

EL TAMANO DEL ESPACIO
Conferencia dada a pedido del Centro de Estudiantes de Ingeniería en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, el 14 de Agosto de 1920.

OBRAS DEL MISMO AUTOR


VERSO
Las Montañas del Oro
(agotado)
Los Crepúsculos del Jardín
»
Lunario Sentimental
»
Odas Seculares
»
El Libro Fiel
»
El Libro de los Paisajes
»
PROSA
La Reforma Educacional
(agotado)
El Imperio Jesuítico
(2ª edición)
La Guerra Gaucha
(agotado)
Las Fuerzas Extrañas
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Piedras Liminares
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Prometeo
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Didáctica
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Historia de Sarmiento
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Elogio de Ameghino
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El Ejército de la Ilíada
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El Payador (tomo primero)
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Mi Beligerancia
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Las Industrias de Atenas
»
La Torre de Casandra
»

Al Ingeniero Don JORGE DUCLOUT

L

A contemplación de la bóveda celeste sugiere a cualquier inteligencia medianamente generalizadora, la idea del mundo en suspensión dentro de dicho cóncavo. Durante las épocas de grosera barbarie como la alta Edad Media cuya documentación es preciosa al respecto, la tal bóveda asienta sobre la superficie terráquea del propio modo que una campana de cristal; y cuando la experiencia suministrada por los viajes, primero terrestres, luego de circunnavegación, enseña a la vez lo ilusorio de aquel fenómeno y la autonomía de la tierra como una esfera flotante, la bóveda que decíamos transfórmrse a su vez en una esfera cristalina hueca que contiene al mundo concéntrico, tal cual la clara de un huevo a la yema. La experiencia cosmográfica revela después que todos los astros están contenidos a diferentes alturas en la supuesta bóveda, lo cual obliga a imaginar nuevas esferas concéntricas. Descúbrese, por último, que no hay tales esferas ni tal bóveda; que la amplificación y la multiplicidad de estas últimas son ilusiones como el propio aspecto cóncavo del cielo, y que el espacio continente del universo es un abismo.

Pero en todos los casos, desde la primera ilusión hasta la experiencia que la desvanece, el hombre había imaginado detrás de la bóveda, o en el misterio de un estado trascendente, al dios personal de las religiones o a la causa motriz que condicionaría la variedad del universo apreciable, por una suerte de imperativa reducción a la unidad. Conforme a esta idea, el universo, en su complejidad, sería el constante devenir de una causa perfectamente simple, la transformación del ser en estado, la manifestación de lo absoluto por lo relativo. El ámbito sin fondo, o abismo en que está contenida la materia apreciable, daríanos la noción de ese fenómeno; y resultando con ello ilimitado, la sinonimia de espacio y de infinito. Un día Pascal formulará la definición perfectamente satisfactoria de esa concepción del universo totalizado, diciendo: "es una esfera inmensa, cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna". Y ese día la intuición geométrica pronunció irrevocablemente su última palabra.

La aparente grandeza del universo así concebido, no es sino una generalización de la impotencia para limitar en que la sensibilidad se encontró, al intentar la apreciación del espacio celeste o ámbito sin fondo por sus propios medios. No bien compruebo la imposibilidad de llegar al fondo o término del ámbito, por más que ande en una dirección dada, y hasta de imaginarlo siquiera, comprendo o creo comprender que el espacio es infinito.

Ahora bien: esto afirma solamente una convicción de la sensibilidad. El mismo hecho de no poder imaginarlo, constituye una razón insuficiente, además de negativa. No puedo imaginar, en efecto, sino por comparación de fenómenos o de magnitudes: de tal manera, que el mismo absurdo está sujeto a dicha condición. Cuando digo llegar, lo que hago realmente es declarar mi impotencia para medir o concebir una distancia. Imaginar significa inventar o crear imágenes, lo que no puede hacerse sino refiriendo la imagen creada a un fenómeno ya conocido con el cual se establece dicha referencia por medio del comparativo como. Medir es superponer magnitudes comparables. De ambos esos conceptos que era necesario recordar para entendemos y seguir entendiéndonos, resulta la comprobación negativa en que consiste la infinitud del espacio.

Hay cosas que son ilimitadas y no infinitas. Así la atmósfera, que seguramente acaba en una imponderable vaguedad; así la evaporación de las aguas marinas o el crecimiento del conjunto de los árboles durante una edad de la tierra. Así todavía, porque en estas primeras nociones conviene más bien abundar, la materia solar difusa que conocemos bajo el nombre de Luz Zodiacal y cuya dilatación extrema es perfectamente ilimitable; así la expansión análoga de materia corpuscular que constituye la cola de los cometas. La ilimitación, no solamente es compatible con la finitud, sino con la misma forma sensible. De tal modo, la luz zodiacal asume una expansión discoidal que, por lo demás, satisface a la teoría física de su formación, según Poincaré (Leçons sur les Hypothèses Cosmogoniques, pág. 18); Y la Vía Láctea, conforme a la densidad del conjunto de sus estrellas, que aumenta desde los polos al acuador galácticos, tendría una forma lenticular: idea confirmada por la experiencia, desde W. Herschel hasta Struve. Adviértase que digo forma sensible, para excluir adrede la noción geométrica del invariante.

Por otra parte, la idea de un ámbito continente presume magnitud y límite; y más todavía si, como en la definición de Pascal, consideramos al universo una esfera. Tal esfera, sea dicho de paso, resulta una amplificación del cóncavo ilusorio que constituye la bóveda celeste. Ahora sabemos que ésta es una mera cortina de moléculas de aire que interceptan el rayo azul del espectro.

Mas la paradoja inseparable de la intuición espacial, comprende también a los elementos que la constituyen. Efectivamente, si el universo es el devenir complejo de una causa simple, la transformación del ser en estado, la manifestación de lo absoluto por lo relativo, ello equivale a decir que la luz absoluta proyecta sombra. Es que en todo esto sigue imperando la idea teológica, la noción de un dios que realiza la paradoja y el absurdo como expresiones de su voluntad omnipotente y arbitraria, a título de amo del universo. El plan concéntrico del Paraíso medioeval sigue informando la concepción intuitiva del espacio esférico o cóncavo ilimitado.

Ahora bien: la intuición es una facultad muy sospechosa para la ciencia, y sobre todo para la ciencia matemática, puesto que esencialmente significa adivinación. No puede negarse que constituye un don del genio, cuando éste se adelanta con alguna conclusión prematura respecto a la ciencia contemporánea. Es así una manifestación de la capacidad genial, que consiste en comprender simultáneamente mucho más que las inteligencias comunes. Pero por lo mismo, no es habitual a estas últimas, ni aceptable normalmente en la especulación intelectual. El abuso que se hace de la intuición, es casi siempre una evasiva de la vanidad y un subterfugio de la haraganería. Nadie se declara adivino sin ridiculez; pero podrá llamarse intuitivo con aparente modestia y elegante abandono. La verdad es que, probablemente, nunca se adivina o intuye nada, y que seguramente ello no sucede jamás en el estado de ignorancia. La intuición así concebida es una falacia mística, y basta haber practicado la aritmética elemental para comprenderlo.

Pero la incrustación dogmática es tan profunda en las mentes subordinadas durante siglos a la imposición del absurdo y del milagro, que la idea de adivinación y las nociones de absoluto ejercen aún grande imperio. Así, en el prefacio de su admirable libro sobre los átomos (Les Atomes, 1914) Mr. Jean Perrin nos dice: "Adivinar la existencia o las propiedades de objetos que están todavía más allá de nuestro conocimiento, explicar lo visible complicado por lo invisible simple: he ahí la forma de inteligencia intuitiva a la cual debemos, gracias a hombres como Dalton y Boltzmann, la Atomística que este libro expone." Así vemos a físicos de la talla de Lorentz, obligados a idear sistemas privilegiados de materia en reposo absoluto, e hipótesis como la contracción como pensadora, prefiriendo la arbitrariedad ingeniosa al límpido rigor del raciocinio consecuente, para sostener los conceptos absolutos de tiempo y espacio, imposibles ya ante sus propias comprobaciones. Así, por último, prosperan de repente supercherías como la de los famosos caballos calculistas de Elberfeld, hasta en inteligencias tan elevadas como la de Maeterlinck.

Es que — y aquí entramos de lleno al dominio ya puramente psicológico del asunto — el concepto matemático falta o vacila hasta en las culturas muy elevadas. No se reflexionaba al declarar posible que los animales en cuestión efectuaran operaciones tan complicadas como la extracción de raíces cúbicas, que consistiendo aquéllas en el uso de valores y signos convencionales, requeríase haber establecido previamente dicha convención con los caballos, para lo cual empezaba por faltar el instrumento de comunicación, que es el lenguaje abstracto. Pero los engañados creían haber visto con entero resguardo de toda fraudulencia, como los cosmógrafos medioevales veían la bóveda celeste; y esa convicción o evidencia de su sensibilidad, unida al error, también común, de atribuir entidad física al número, indújolos en un extravío que el conocimiento matemático habríales evitado, sin necesidad de experiencia alguna.

Basta, pues, un somero análisis filosófico, para darnos a sospechar que el espacio infinito de la intuición es una mera inversión del conocido tonel de las Danaides, un agujero en el vacío: el vacío que la experiencia, de acuerdo con la razón, declaran absurdo.

Además de esto, he aquí que nos impone una contradictoria coexistencia de absolutos: espacio absoluto, tiempo absoluto, fuerzas absolutas, continuidad absoluta. Y entonces, una de dos: o estos absolutos desaparecen, por eliminación, en la nulidad incomprensible, o se resuelven en la afirmación arbitraria de Dios que, según dijo Laplace, "es una hipótesis inútil en matemáticas".

Es que, como va a verse, hay una profunda diferencia entre los resultados de la experiencia sensible y los de la experiencia inteligible; entre la intuición y el raciocinio abstracto que constituye la dignidad de las matemáticas.

Pretendo, pues, que concebir el espacio finito es más filosófico, más elevado y más rico en consecuencia, científicas de todo género, que imaginarlo intuitivamen infinito; y que así lo confirman no sólo el raciocinio matemático superior, sino las últimas delicadísimas experiencias en el dominio de la materia ultrasensible: allá donde, para decirlo en términos cinéticos, el átomo adquiere un cuarto grado de libertad, trascendiendo a la cuarta dirección en el espacio. Sostengo a la vez que la noción de infinito solo es compatible en el raciocinio matemático que la define, según todos lo sabemos, como el incremento constante de una variable: es decir que nosotros creamos el infinito, trascendiendo dentro de nosotros mismos con esa maravillosa discrepancia de poder entre nuestra percepción y nuestra mente, alegorizada por el misterio eleusino en la leyenda de Prometeo encadenado. El progreso de la ciencia es una ascensión hacia la libertad por el camino de la verdad y del honor.

Raciocinio matemático he dicho, y véase de ello un ejemplo capital. La memoria que con motivo de su examen de admisión a la facultad de filosofía de Goettingue presentó Riemann en 1854, contiene esta página definitiva:

"Cuando se amplía las construcciones del espacio a lo inmensurablemente grande, hay que establecer una distinción entre lo ilimitado y lo infinito. Lo primero pertenece a las relaciones de extensión, lo segundo a las relaciones métricas. Que el espacio sea una variedad ilimitada de tres dimensiones, es hipótesis que se aplica a todas nuestras concepciones del mundo exterior, que nos sirve para completar a cada instante el dominio de nuestras percepciones efectivas, y para construir los lugares posibles de un objeto buscado, hallándose constantemente verificada en todas sus aplicaciones. La propiedad del espacio, de ser ilimitado, posee, pues, mayor certidumbre empírica que ningún otro dato externo de la experiencia. Pero la infinitud del espacio no es su consecuencia de ningún modo. Por el contrario, si suponemos a los cuerpos, independientes del lugar, atribuyendo así al espacio una medida de curvatura constante, el espacio será necesariamente finito, tan luego como dicha medida de curvatura tenga un valor positivo por pequeño que sea. Prolongando según las líneas de más corta distancia las direcciones iniciales situadas en un elemento superficial, se obtendría una superficie ilimitada, con medida de curvatura constante: es decir una superficie que en una variedad plana de tres dimensiones tomaría la forma de superficie esférica, y que sería, por consecuencia, finita".

Pero esto es todavía una especulación puramente geométrica, bien que desvanezca ya, geométricamente hablando, la infinitud del espacio euclidiano al cual se refiere en su primera parte: el espacio intuitivo por excelencia.

El análisis y las experiencias posteriores lo confirmarán definitivamente.

Así, para no abandonar todavía las matemáticas puras en el campo de dicho espacio, recordemos que Sophus Líe, estudiando las transformaciones de los grupos, y especialmente el que se halla constituído por los sendos conjuntos de traslaciones y rotaciones euclidianas, demostró que el número de geometrías correspondientes, o sea de tres dimensiones, es escaso; y lo que resulta más importante, que el número de grupos que podemos imaginar, aun en espacios geometrizados a nuestro arbitrio, no es infinito. El infinito espacial aseméjase cada vez más a la pura negación, o mejor dicho a la nulidad del vacío.

Pero es en los dominios de la física donde obtendremos las más abundantes y claras confirmaciones sobre el tamaño y la naturaleza del espacio, entrando a sí a la experiencia fenomenal que transformará en realidad nuestra certidumbre.

Conforme a los trabajos del sabio suizo Einstein, teoriza dos en el "principio de relatividad", el espacio y el tiempo absolutos no existen. El movimiento absoluto resulta un contrasentido físico. El dualismo fundamental de materia y energía se desvanece. Necesitamos, en consecuencia, modificar nuestros conceptos de causalidad, de sólido, de masa; y lo que es más grave, emprender una completa reorganización de la mecánica. Ha concluído, pues, lo que podríamos llamar la edad de Newton, caracterizada por la adecuación científica de la astronomía y de la mecánica al espacio intuitivo.

Efectivamente, este último no presenta ninguna contradicción con esotras, porque astronomía y mecánica son manifestaciones de la materia ponderable o cuerpo físico del universo; pero sí con el electromagnetismo que es la vitalidad activa, o mejor dicho actuante de aquél. Dicha contradicción es lo que demuestra la inexistencia del tiempo y del espacio absolutos. Es que en la época de Newton, los instrumentos físicos aumentaban la potencia de los sentidos para apreciar la materia ponderable, mientras el instrumento matemático limitábase a formular los resultados de dicha observación. Fué ése, por decirlo así, el período astronómico. Ahora el instrumento matemático investiga en lo imponderable y nos lo revela por sus manifestaciones, como el minero saca el oro de un pozo cuyo fondo no podemos ver. Las ecuaciones de Maxwell tornan en gran parte innecesario el éter, lo reemplazan por decirlo así, y anticipan la realidad, luego comprobada, de las corrientes de convección y de la presión de las radiaciones, que a su vez comprueba cómo estas últimas son explosiones del núcleo de los átomos. Podemos, así, llamar al actual período científico, el período electromagnético, o de Einstein. Lo más importante en la época newtoniana era la atracción. Ahora es la luz: fenómeno que, sin embargo, no podemos apreciar sino bajo la forma secundaria de un contacto con nuestro nervio óptico, pues la traslación luminosa en el espacio es invisible. Operamos realmente en lo invisible, como el minero, para nosotros, en el fondo obscuro de la mina; y lo que así prevé sin ver, es, ante todo, nuestro instrumento matemático. De un modo análogo, el telescopio y el microscopio aumentan millares de veces la potencia del ojo normal; pues así es cómo, por nuestro propio esfuerzo, nos perfeccionamos. El criterio y la capacidad de perfección están en nosotros. Y de esta suerte, con desarrollarlos, el hombre es ya superior a los dioses. Ninguno de ellos, a pesar de los supremos atributos que los adornan, ha podido escapar a la contradicción que anula esos mismos atributos unos por otros, o que, para evitar esta grave consecuencia, los transforma en una exageración de las facultades humanas. Pero la razón del hombre, que les encuentra esa doble absurdidad, ha descubierto y explora aspectos del universo insospechados por las teologías, números mucho más interesantes y complicados que el famoso de la Trinidad, mera expresión geométrica del espacio euclidiano, así como el Paraíso y el Infierno son las expresiones de la correspondiente intuición cosmográfica; y por esfuerzo propio, venciendo la doble tiranía del prejuicio y del dogma perseguidor, se ha libertado en la abstracción de su geometría, en la seguridad de su experiencia, en el análisis del número, aquel don prometeano que el titán libertador había inventado para los hombres "como la más elevada de las ciencias" (Prometeo Encadenado, v. 460). Ejercitar nuestra razón es comunicarnos con el numen que está en nosotros mismos.

Libertar la geometría en la abstracción es otra de las más profundas anticipaciones matemáticas.

En efecto, la primera noción de la invariabilidad de las formas, proviene de la duración prácticamente indefinida del cuerpo sólido. Pero cuando abstraemos este último, para no atenernos sino a las figuras, y llegamos a definir la geometría, con Félix Klein, como el estudio de las propiedades invariantes de aquéllas, respecto al total de los movimientos, simetrías y semejanzas, hemos transformado tres cosas fundamentales: 1º la geometría misma, que así pasa de ciencia natural, primitivamente engendrada por la agrimensura y por la observación directa, a ciencia abstracta cuyo objeto es satisfacer la razón humana creándole un estado de conformidad; 2º (y en consecuencia) el espacio que así condicionamos a nuestro raciocinio; 3º la noción de cuerpo en cuanto a estabilidad formal, energía interna y masa: precisamente lo que ha variado, conforme a las experiencias de Fizeau, de Michelson y Morley, de Lorentz, de Eötvös, de Mach, de Einstein...

Abstraer es quitar materia y poner espíritu, o mejor dicho libertarlo. Tomando por campo el espacio abstracto, es decir completamente racional, la geometría se convierte en matemática pura, cuando hasta entonces fué nada más que matemática aplicada. El rigor de sus demostraciones alcanza la perfección. Y dicha abstracción sistematizada tiene al punto consecuencias enormes. La representación geométrica de los resultados del cálculo, cuyos fundamentos estableció Gauss en sus famosas "disquisiciones" sobre las superficies curvas, abre, por decirlo así, la era nueva. El mismo Gauss es quien primero intenta averiguar si el espacio cósmico es o no euclidiano, por medio de experimentos geodésicos. Riemann generaliza en la forma que vimos y que veremos. Hamilton inventa los cuaterniones. La geometría se reorganiza, como el álgebra por la teoría de los grupos, y plantea lo que podríamos llamar una ciencia de los conjuntos, o synkataxis, si se permite la expresión. Einstein, por último, aplicando a la gravedad la analogía geométrica, descubre al universo una nueva ley.

Toda la investigación en los dominios de la física, resulta una indagación analítica de conformidades matemáticas; así desde Maxwell hasta Planck, Lorentz y Einstein, para el cual dicho Lorentz viene a ser lo que Picard fué respecto a Newton; pues otra cosa que conviene advertir contra los abusos de la aventura intuitiva, es que todo ese progreso representa el trabajo continuo de los hombres de ciencia. En nada es más visible la solidaridad humana que en la adquisición del bien supremo de la verdad.

Conviene asimismo advertir para la mejor comprensión de lo que sigue, que el hecho comprobado no constituye por sí solo una verdad, sucediendo lo propio con la certidumbre matemática; aun cuando ésta en aritmética y en la geometría que dijimos, sea perfecta. El hecho es una realidad y la certidumbre una demostración. La verdad es un estado más o menos permanente de completa satisfacción racional, creado en nuestra mente por la concordancia de realidad con certidumbre.

Así la cuarta dirección en el espacio es una verdad que escapa a la experiencia sensible, y que no constituye por lo tanto una convicción de la sensibilidad. No ha podido dimanar del empirismo que la contradice, ni de la intuición, agotada, geométricamente al menos, por Euclides y por Pascal. Pero la certidumbre matemática y la experiencia nos obligan a contar con él, bajo la demostración imperiosa de que la distancia de dos puntos se expresa en él como una suma de cuatro cuadrados: tres positiviso y uno negativo. El espacio y el tiempo se resuelven en su continuidad, y la convicción sensible que los constituía resulta ser un absurdo. El espacio intuitivo no es, así, más que una imagen.

En el número de la Revue Scientifique, correspondiente al 2 de junio de este año (1920) el doctor León Bloch escribiendo sobre "el Espacio y el Tiempo en la Física Moderna" (donde algo tomé para componer el párrafo anterior) resume la cuestión espacial con estas palabras que recuerdan vivamente la cita anterior de Riemann: "...El espacio de Einstein, es una superficie de curvatura constantemente variable, sumergida en el mismo medio. Una pequeñísima parte de dicha superficie—el universo solar durante algunos millares de siglos—es prácticamente plana y asimilable a su plano tangente. Trátase de aquella en la cual vivimos y donde se ha formado la ciencia. Pero, si seguimos progresivamente las líneas rectas trazadas en la superficie, vémoslas encorvarse poco a poco, aunque conservando la propiedad de ser las líneas de menor distancia".

Hay, todavía, algo más importante; pues encaradas así las cosas, es decir generalizado en su mayor amplitud el concepto de materia, y aplicando, como dije ya, la analogía geométrica, expresaremos la gravedad por medio de vectores, los cuales, como se recordará, son coordenadas polares de la curva: los tensores en el cálculo de los cuaterniones. Einstein ha encontrado que sólo una de esas expresiones conviene al caso; y ésta es, precisamente, la generalización del invariante de curvatura de Gauss, efectuada por Riernann. De suerte que en la geometría de las superficies está, repito, la iniciación de la era nueva. La citada memoria de Goettingue se halla henchida del espíritu de Gauss, cuyas alas parecen abrirse en una especie de magnífica revelación.

Ya volveremos sobre esta conclusión importantísima, al tratar de la sensibilidad de la luz a la gravedad, que ha de recordarnos con alto interés la recta "riemanniana". Observemos ahora cómo la única manera de reducir al minimum los errores probables que son inherentes a toda abstracción y a toda generalización, consiste en abstraer y generalizar matemáticamente. Así lo define el propio objeto del cálculo, que es la certidumbre; y de tal suerte, las matemáticas excluyen la necesidad de la intuición. El pretendido consuelo que suministran las creencias fundadas en la adivinación y la convicción sensible, consiste en que engañan con una vana esperanza de sacudir el yugo sin trabajar, a la ignorancia carente de voluntad para vencerse.

Mas, todo esto no debe comportar una fe absoluta en el cálculo, que resultaría menguado fanatismo.

Por lo general, el cálculo no sirve, precisamente, para establecer o determinar límites. El error de la sensibilidad, que consiste en confundir ilimitación con infinitud, persiste tanto, quizá porque no es reducible al poder de aquel instrumento. Para apreciarlo mejor, agregaremos a las muchas cosas ilimitadas pero no infinitas, que ya dijimos, el calor solar. Es uno de los fenómenos que mejor conocernos; pero somos incapaces de calcular su duración.

La convicción sensible, basada en el empirismo, tiene que ser la menos satisfactoria y la más expuesta al engaño, porque en el dominio de la observación especulamos y experimentamos sobre apariencias. La luz es invisible per se: su visibilidad resulta un fenómeno de transformación sensible, por el cual únicamente podemos definirla. El éter, como estado material, lo conocemos por manifestaciones secundarias y no pocas veces contradictoria de nuestras propias hipótesis a su respecto. Es algo semejante al reflejo difuso de un foco que no podemos ver, y que corresponde probablemente a estados de materia en transformación como ellos mismos inconcebible. La exploración en los dominios de la atomística permite conjeturarlo sin demasía alguna. Del átomo hemos pasado, efectivamente, al corpúsculo y al magnetón, y se habla ya de otro elemento: el cuantel, que sería el átomo del éter. No obstante, la masa del átomo es tan prodigiosamente pequeña, que su expresión numérica resulta incomprensible, y todavía muy vaga por comparación. Así J. Perrin (op. cito pág. 71) cree que se necesitará más de un trillón de átomos de hidrógeno para formar la masa de un milígramo, y que el peso de cada uno de esos átomos es notablemente inferior a un mil millonésimo de mil millonésimo de milígramo. El diámetro del corpúsculo está calculado en un tercio de diez billonésimo de centímetro; y átomos y corpúsculos son todavía instables y secables, pues la experiencia va exigiendo y revelando a la vez nuevas subdivisiones de la materia. Sabemos que el átomo de mercurio puede perder hasta ocho corpúsculos, sin mengua de su individualidad química; pero al mismo tiempo, el núcleo del átomo es inaccesible para nosotros. Ahí, probablemente, empiezan a actuar sobre nuestro mundo las fuerzas de la supra-materia cuya efluencia semejante al humo, para decirlo con grosera comparación, sería el éter. De todos modos, la materia es todavía, aun en el estado etéreo, "prodigiosamente lacunar y discontinua", al decir de Perrin (op . cito pág. 226). Así hemos encontrado el átomo de electricidad que parece ser un constituyente esencial de la materia; pero aquí el peso, que considerábamos atributo esencial de esta última, varía según la naturaleza de los átomos, y no resulta ya de la cantidad, sino de la clase de materia. La expresión peso, viene a significar una situación relativa de fuerzas, y el átomo un centro de estas fuerzas: con lo que vemos desvanecerse otra noción absoluta en el seno mismo de la materia. Recordemos de paso que todo esto lo han averiguado el análisis riguroso y la experiencia minuciosa, no la intuición.

Pero estábamos en que la convicción sensible se forma de meras apariencias.

Efectivamente: todas nuestras impresiones sensitivas son fenómenos de contacto. Así, la vista es el de la luz con la retina; la audición el de la onda sonora con el tímpano; el gusto y el olfato, los de las partículas del cuerpo sápido u oloroso con la mucosa bucal o nasal. Podemos referir esos fenómenos, así como su clasificación perceptiva, a transformaciones del tacto, lo cual fué, como todos lo recuerdan, una ocurrencia filosófica de Condillac. Este, en su Tratado de las Sensaciones, procuró demostrar, bien que a pura dialéctica, que el hombre reducido al sentido del tacto únicamente, podía llegar a experimentar todas las sensaciones normales; imaginando al efecto una estatua animada en la cual despertaban sucesivamente los sentidos. El caso de la muchacha de Bastan, Helena Keller, quien, sorda, muda y ciega, fué educada, sin embargo, completamente, hasta apreciar la posibilidad de percibir sin tocar, mediante el tacto auxiliado por el olfato y el gusto, pone aquella hipótesis del filósofo francés entre las anticipaciones geniales. Podemos, pues, generalizar, proponiendo a título de contraprueba, que la anafía de nacimiento, o falta completa del tacto, constituiría una deficiencia incorregible pan la apreciación del mundo exterior. Este punto es, corno va a verse, de la mayor importancia.

Conforme a las experiencias y conclusiones que sobre "Las funciones sensoriales de los ciegos" publicó la doctora J. Ioteyko en la Revue Scientifique del 13-20 de octubre 1917, los ciegos de nacimiento, devueltos a la vista, no tienen, durante un tiempo relativamente prolongado, la noción visual de las magnitudes ni de los volúmenes. Ven la esfera como un disco y el cubo como un cuadrado, siendo su estereognosis (apreciación de los volúmenes) puramente tactil. En el ciego de nacimiento, la noción del tiempo suple a la del espacio: el enfermo aprecia la distancia por la duración de su traslación entre dos puntos. La compensación sensorial o suplencia "no existe en el dominio fisiológico. Es de orden psicológico" (Ioteyko, loc. cit): otra verificación de la hipótesis de Condillac.

De aquí dos conclusiones importantes: la noción de la tercera dimensión provendrá originariamente del tacto, y será empírica, no innata, conforme a las anticipaciones filosóficas de Berkeley. A no dudarlo, la herencia de las generaciones que desde tiempo inmemorial adquirieron empíricamente dicha noción, ha de constituir un don rudimentario nativo; pero éste proviene, así, de una acumulación empírica, origen a su vez de la intuición espacial.

La noción de tiempo, substituyendo a la de espacio bajo el imperio de la necesidad, en el caso del ciego nato, confirma la necesidad geométrica de resolver el espacio y el tiempo absolutos de la época newtoniana, en el continuo de cuatro dimensiones.

Por otra parte, la impresión sensorial, reducida originariamente al tacto, nos revelará la naturaleza de la noción de continuidad. Hallándonos, en efecto, enteramente envueltos por la piel, y poseyendo esta glándula la sensibilidad tactil en toda su extensión, la idea de continuidad física es una generalización de dicha sensibilidad. La continuidad científica, la postulamos y deducimos como un solo elemento materia-energía, en diversos estados y grados de manifestación. De un modo semejante, la tierra es una masa sólida y pastosa en su roca; líquida en su agua; gaseosa en su aire; probablemente ígneoradiante en su núcleo, y además embebida en el éter. Pero constituye una entidad tan continua como nuestro propio individuo viviente. El continuo espacio-tiempo sería para nosotros la manifestación principal de aquella materia-energía.

Pero la fisiología experimental va a enseñarnos hasta dónde es aún reducidamente materialista la noción del espacio intuitivo.

Ratificando una conocida proposición de Venturi y completando su verificación experimental, iniciada por Flourens, el Dr. Elias de Cyon ha comprobado, mediante experiencias con las palomas, las lampreas y los ratoncillos bailarines del Japón, que la noción de las tres direcciones espaciales en los vertebrados, proviene de una especie de sentido de orientación, residente en los canales semicirculares del oído. (L'Oreille organe d'orientation dans le temps et dans l'espace. 1911). La sección interruptora de dichos órganos en las palomas del experimento, hizo perder a estos animales la orientación y la coordinación cinética, que procuraban compensar por medio de la vista (op. cit. págs. 25-26). Así los ciegos suplen recíprocamente con el oído. la vista que les falta. Y este doble fenómeno de correspondencia sensorial, nos enseña que los diversos contactos en que consiste la percepción, se controlan entre sí, con el objeto de evitar los obstáculos, recogiendo impresiones que la experiencia ha tornado gratas, por ser ellas favorables a la vida normal como excitantes o como armonizadoras. Subordinada así a los sentidos, la intuición espacial redúcese a una consecuencia fisiológica. El mismo de Cyon (op. cit. pág. 186) lo expresa afirmando: "Debemos a las sensaciones de dirección de los canales semicirculares, nuestras representaciones del infinito del espacio y del tiempo".

En ese espacio, dice en otro lugar (op. cit. pág. 89) "los axiomas geométricos nos resultan impuestos por los límites de nuestros órganos de los sentidos". Y luego (pág. 90): "El espacio ideal de tres dimensiones, cuyo concepto se forma con ayuda de las sensaciones que recibimos de los tres canales semicirculares, sirve natural e igualmente bien para la determinación de la disposición de los objetos en el mundo exterior, con ayuda de nuestro sentido del tacto."

La quintuple clasificación del fenómeno de contacto, llamada percepción, relaciónase íntimamente con la coordinación de los movimientos gobernada por el sentido de orientación que decíamos, creando una noción indispensable de equilibrio vital; de tal suerte, que su perturbación engendra el vértigo o "enfermedad del espacio" cuya tendencia suicida constituye una precipitación anuladora de la tercera dimensión espacial. A sí el Dr. de Cyon comprueba que las palomas operadas (op. cit. pág. 25) si podían libertarse de su vendaje retentivo, se mataban, golpeándose la cabeza contra el piso del laboratorio. Los cóndores bruscamente cegados por nuestros campesinos, y dejados en libertad, elévanse ve con vuelo espiral a grande altura; detiénense un instante, cierran de golpe las alas, y se precipitan, estrellándose contra el suelo. Trátase, en ambos casos, de una esencial discordancia entre la voluntad y el instinto de conservación; pues los mismos animales sufren lesiones mucho más horribles, sin intentar librarse de su padecimiento con la muerte.

Atrévome, con todo esto, a pensar que la noción de la posición del punto, determinada por sus tres coordenadas, es la misma del equilibrio vital que compruebo en mí, cada vez que me sitúo o que me desplazo normalmente. Yo soy, así, el centro del universo, lo mismo que en la ilusión del horizonte circular y de la bóveda celeste, dimanando tal vez de aquí la persistencia filosófica y religiosa del antropocentrismo. La continuidad intuitiva viene a ser por su parte una desmesurada inflación de nuestra funda de piel; y sólo cuando la mente se sobrepone a los sentidos, aquella noción se espiritualiza, completando racionalmente el concepto del espacio. Este último, si lo consideramos intuitivo, resulta, por último, una noción de Dios. La trinidad teológica es el número del dios-espacio. Y ello se explica históricamente, con recordar que los autores del dogma trinitario cristiano, fueron los gnósticos de Alejandría, muy avezados, como buenos platónicos, a la especulación geométrica. Todos recuerdan la advertencia liminar de la Academia: "No entre aquí el que no sepa matemáticas".

La coordinación de los movimientos y direcciones, en recíproca influencia con la percepción, no es aplicable sólo a los vertebrados; pues según experiencias de Ives Delage, que de Cyon recuerda (op. cit. pág. 171), la destrucción de los "otocystos" causa iguales efectos en los seres de las otras ramas zoológicas.

Pero en la de los moluscos acéfalos, la orientación es ya un misterio impenetrable; en la de los artrópodos, ciertas hormigas se orientan por la incidencia de la luz; de tal modo, que si se la invierte por medio de espejos, la orientación del animal cambia en el acto. En la misma de los vertebrados, los ratoncillos bailarines y las lamperas son excepcionales respecto a la orientación recta o a la dirección espacial.

Generalizábamos geométricamente sobre la materia corpuscular y atómica, cuando el descubrimiento y el estudio del movimiento browniano impusiéronnos una fundamental modificación. Trátase, como es sabido, del desplazamiento de partículas microscópicas en el agua quieta: verdaderos corpúsculos bailarines como los ratoncillos que recordábamos; y en tal concepto, inquietantes transgresores de la gravitación.

Dicho movimiento, que no manifiesta ninguna tendencia apreciable al reposo, al equilibrio ni a la coordinación: perfectamente irregular, por lo tanto, presenta en la descripción diagramada del cuadriculado o de los círculos concéntricos, una poligonal semejante a la que resultaría de la vinculación lineal de los astros en el firmamento, o una distribución no menos parecida a la de dichos astros ante la visión corriente. Débese a Einstein el cálculo y la experimentación, en cuya virtud se ha comprobado la igualdad entre la energía media de traslación y la energía media de rotación de la particula.

Este sometimiento del desorden aparente al cálculo que originariamente reposa en una noción de ritmo, permite suponer una armonía inapreciable por nuestros medios, pero a la cual puede obedecer el movimiento de la partícula. Lo arbitrario resultaría una mera comprobación de nuestra insuficiencia. Probablemente el movimiento de la partícula nos revela, como una especie de pulso, la acción de

fuerzas solicitantes que corresponden a un estado de materia y a un espacio donde la inercia no tenga ya significación: veríamos, por decirlo así, el títere, sin sospechar la dirección de sus hilos.

Valgámonos, para comprender mejor aquella insuficiencia, de uno de esos cuadrados de comparación que emplean los geómetras para representar las redes de puntos densos en dicha figura y en el segmento.

Si tomamos el de ochenta y dos pares de puntos correspondientes, que trae Rey Pastor en su Introducción a la Matemática Superior (pág. 79), bástanos imaginar la traslación de una partícula con moderada rapidez y en la misma dirección de las líneas, para comprender que nos causará el efecto de un enredo inextricable como el del movimiento browniano, aun cuando aquéllas forman una red de cuadrados iguales, perfectamente regular. El fenómeno del vuelo es fácil de concebir en conjunto; pero su explicación por los momentos mecánicos es tan vasta como incompleta. Quizá sea imposible hacer su diagrama por exceso de líneas. El movimiento browniano puede ser la manifestación de un orden libertado de las dos condiciones de adaptación y de equilibrio que la abstracción de la gravedad permitiría; o en otro sentido, el polígono indefinidamente abierto de un sistema de tangencias cuyo centro estaría en el espacio de cuatro direcciones, inaccesible a nuestros medios físicos de com probación.

Así se explicaría su perpetuidad; pues la adquísición del reposo y de la inercia, tiene que ser una disposición de fuerzas o de elementos cualesquiera, centralizada por las tres coordenadas de nuestro espacio. Podríamos también, en vez de abstraer la gravedad, considerarla — según es más exacto ante el principio de relatividad y sus pruebas adquiridas — una propiedad de la materia, que bajo ciertas condiciones, actúa en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias. O todavía una recíproca solicitud de fuerzas, en determinada situación.

Llega el momento de apreciar ahora algunos resultados del raciocinio abstracto y de la experiencia inteligible que han modificado el concepto espacial, puesto que la intuición euclidiana tiene agotadas ya sus posibilidades y consecuencias; por más que, naturalmente, sigamos reconociendo su importancia, muchas veces capital, para la aplicación de las matemáticas.

El primero de dichos resultados concierne a la naturaleza del espacio mismo.

Ya lord Kelvin habíalo supuesto enteramente lleno de éter, para satisfacer la necesidad del sólido elástico impuesta por los fenómenos físicos al hipotético flúido en que se producen. Pero esta fluidez, que a su turno debe ser completa, formula una paradoja.

Valdría más decir, entonces, que el éter debe poseer algunas condiciones de sólido: ser, dialécticamente, un sólido de extensión ilimitada, y con ello, también, perfectamente informe. Poco después, la lógica impuso la identidad del espacio y del éter. El espacio volvíase inevitablemente material como la electricidad y como la luz. Acabo de ver en la Ingeniería Internacional correspondiente a julio de este año (pág. 26), que el doctor Langmuir, según el Chemical and Metallurgical Engineering, afirma que para él, "espacio y tiempo tienen una estructura análoga a la de la materia".

Yo diría que son nociones de diversos estados de la materia; pero antes de explayar todo mi pensamiento, que va más lejos aún, conviene recor dar lo que entendemos por cuerpo.

Hemos abstraído, desde luego, la noción formal que es inherente al sólido; sabemos que los líquidos toman la forma de la cavidad continente, que los gases son expansivos y tienden a la difusión membranosa sin forma determinada. El éter a su vez sería completamente amorfo. Considerado como espacio, y geometrizado euclidianarnente, será un cóncavo vacío al cual darán forma los sólidos invariables. Pero el espacio newtoniano está substituído por el continuo de cuatro dimensiones o espacio-tiempo, y la noción de vaciedad ha desaparecido. La geometría euclidiana, no es, así, más que un modo de considerar el espacio. El concepto estructural del universo varía, entonces, según el estado de la materia en aquél.

Debemos simplificar, pues, la noción de cuerpo hasta un mero agregado de elementos enérgicos cuya unidad sería el átomo, centro de fuerza con propiedad congregante. Los grados de libertad del átomo en movimiento, determinarán en el espacio tantas direcciones como las de sus ejes coordenados. La constancia de las manifestaciones enérgicas, que llamamos ley, nunca será perfecta, porque no se realizará sino en diferentes condiciones. Según Einstein, las oscilaciones térmicas de los átomos no tienen una frecuencia determinada, sino un dominio de frecuencias; y en el campo de la experiencia sensible, el mismo sabio ha demostrado que la duración de un segundo varía en el mismo reloj según que éste se halle en reposo o en movimiento.

Sabemos, por otra parte, y ello está rigurosamente formulado con la amplísima ley de Stefan, que el agujerillo abierto en un recinto isotérmico, debe considerárselo como un cuerpo negro a causa de que absorbe toda la luz que recibe: noción ya puramente negativa como se ve. Y conviene no olvidar que en nuestro espacio cósmico tenemos precisamente cuerpos negros de naturaleza análoga quizá: los "sacos de carbón" de la Vía Láctea que deben ser algo así, pues no creo que pueda suponérselos análogos a las "nebulosas negras" descubiertas por Bernard.

Pienso, en consecuencia, que debe considerarse al espacio cósmico un cuerpo, ilimitado para nuestra experiencia sensible, pero calculable por nuestros medios inteligibles: un cuerpo donde, como en el agua los seres vivos y las partículas brownianas, actúa la materia ponderable. Será este cuerpo el más ligero de todos; y con ello, resultará a la vez continuo respecto a cualquier otro y también penetrable por cualquiera. Carecerá de peso, al ser solamente enérgico. Su ilimitación condicionará la magnitud y el tiempo: la primera bajo el doble concepto de extensión y medida, el segundo bajo el concepto de continuidad. Será, asimismo, la suprema energía, de la cual resultará fracción toda manifestación enérgica apreciable por nuestros medios; y como es seguro que esas manifestaciones se agotarán un día a causa del rozamiento y de las transformaciones circulares, dicha energía, reabsorbiéndose en un equilibrio incondicionado y negativo para nuestra apreciación, pasará a otro estado en el espacio de Einstein: la superficie de curvatura constantemente variable.

La igualdad ya comprobada de la masa del cuerpo con su energía total, si se toma como unidad fundamental la velocidad de la luz, satisface una importante condición del espacio así concebido. Necesitamos, al propia tiempo, considerar al éter inmóvil o en estado de inercia. Einstein ha demostrado que el principio de relatividad comporta la inercia de la energía. Y hace cuarenta años, J. J. Thomson estableció que los cuerpos electrizados, a consecuencia de la energía electrostática de su carga, poseen una inercia suplementaria de origen electro-magnético. La auto-inducción de las corrientes es una verdadera inercia eléctrica. Por último, la transmisión de la luz exige al éter una rigidez semejante a la del acero, puesto que en ambos cuerpos es transversal la propagación de la onda electromagnética. Esta dificultad, que es quizá la mayor, pues parece imponer al éter una solidez paradógica, puede resolverse a mi entender, suponiendo que dicho elemento se halla en un estado de altísima tensión, perfectamente compatible, además, con su energía y su inercia eléctrica. La tensión hidráulica puede dar a la vena líquida la rigidez del acero. (Indicación confirmatoria que me hizo el ingeniero don Eduardo Girondo en una conversación sobre dicha hipótesis). Mr. Bloch, en su citado artículo, dice que para conocer "la materia que da su forma al espacio", necesitamos "darnos 16 magnitudes que formen un cuadro simétrico análogo al de las 9 tensiones elásticas en un medio anisotrópico". Y añade como ejemplo la especificación del fluído eléctrico.

El universo no sería, pues, sino un conjunto de volúmenes que se tocan, interfieren o conjugan, hallándose en diversos estados de aglomeración y densidad. El espacio abstracto, que necesitamos para geometrizar, es el pasivo incondicionado que creamos cuando nos conviene, a virtud de una noción inevitable: la de extensión, engendrada por cualquier posición o movimiento. Posición o movimiento son condiciones esenciales para la ideación del espacio. Es imposible idear o concebir el espacio sino por referencia a una de ellas. Tomar una posición o efectuar un movimiento es engendrar espacio. Las tres dimensiones resultan, así, experimentales en él, constituyendo su qué su cómo y su cuánto. Pero el tiempo, el cuándo diríamos en la misma dialéctica, constituye también una dimensión, aunque no es longitud, latitud ni profundidad. Describe la duración, que es ya otra dirección en el espacio.

Obsérvese que el tiempo excluye a la posición, pues consiste en un transcurso interminable. Aquélla será siempre relativa, y el espacio se definirá solamente por el movimiento, resultando, entonces, un constante devenir, un estado de la materia.

Apliquemos esta ideación a la filosofía natural, en lo relativo a la vida cósmica.

El cálculo pertinente nos permite afirmar que la duración indefinida comporta la realización de todas las probabilidades. Si el universo es una organización regular, sus probabilidades se agotarán un día, inclusive la de su propia existencia, y entonces tendrá fin. Pero ignoramos si el universo es una organización regular. Parece más bien lo contrario. La idea de regularidad que hizo concebir al universo como un mecanismo de repetición, o sistema giratorio circular, era una ilusión proveniente de que las distancias inmensas en que se desarrolla la traslación de planetas y estrellas, no han permitido señalar hasta hoy cambios sensibles en la perspectiva del panorama celeste. Sabemos, no obstante, que se producirán esos cambios; y podemos afirmar, además, que ninguno de los movimientos ejecutados por los cuerpos celestes es perfectamente regular.

La estabilidad de los sistemas consiste en una incesante recomposición de equilibrios; pero ninguno de estos últimos se repite exactamente. Podríamos decir que cada uno tiene por expresión un número trascendente, habiendo para ello cuatro razones principales:

1ª Los cuerpos celestes no son globos perfectos, sino masas de tosca estructura, constituidas por elementos en diferentes estados físicos: sólido, pastoso, viscoso, líquido, gaseoso; con lo que, al girar, ofrecen sin duda diversas resistencias. Su forma esferoidal es una generalización geométrica en cuya virtud circunscribimos el conjunto a la línea continua que parece contenerlo. Así decimos que la cabeza humana es redonda, cuando en su complicadísima estructura no hay sino una impresión general de redondez; o que un cerro es cónico, cuando a la verdad consiste en una aglomeración irregular de rocas y árboles que solamente dan la impresión del cono. 2ª Las desmesuradas extensiones que atraviesan los astros en su curso, no pueden tener exactamente, y tanto más cuanto más vastas sean, las mismas condiciones físicas: otra irregularidad a la cual deberán adaptarse los movimientos de dichos astros, variando en consecuencia. 3ª Estos movimientos son muchos — nueve a lo menos para cada planeta de nuestro sistema — y dependen de causas diversas, ajenas todavia al planeta mismo: influencias circunstantes cuya función es el conjunto de dichos movimientos. La correspondencia perfecta de estos últimos, no es conjeturable siquiera, pues exigiría tres imposibles mecánicos: la invariabilidad de las impulsiones, que aun como fenómeno instantáneo no existiría, por donde su repetición milenaria resulta intolerable absurdo; la supresión del rozamiento y la existencia material del punto tangente. 4ª Los planetas, al menos el nuestro, son cuerpos animados por un foco de calor central, cuya sola circulación a través de masa tan heterogénea, tiene que producir numerosas perturbaciones. Si en el corazón de un hombre o de una rana no hay dos latidos iguales, y si cada uno de éstos se propaga con movimiento real por todo el organismo de dichos seres, es de inferir lo que sucederá con el inmenso corazón de fuego del Planeta.

Por último, aun suponiendo que en las extensiones recorridas por los astros reine el vacío absoluto, la mera propagación de fuerzas distintas a través de ese vacío, constituiría un perpetuo cambio de condiciones.

La actividad del universo debe, pues, constituir un movimiento browniano incalculable para nuestros medios, y de posibilidades prácticamente eternas en consecuencia. No llegaríamos nunca a agotarlas, pues ese agotamiento, o cero, sería una subcantidad por relación a nuestro plano de percepciones sensibles y mentales: ; y la trascendencia de nuestros números constituiría una aproximación interminable hacia la simetría con esa subcantidad, como la desintegración de la materia resulta una trascendencia en la substancia inconcebible.

Pero aquí lo infinitamente pequeño va a permitirnos fijar mejor nuestras nociones.

La velocidad con que nuestro sistema cae o marcha hacia la constelación de Hércules, sin modificación apreciable del panorama estelar durante más de treinta siglos, puede compararse en sus consecuencias con la de los átomos de helium, lanzados en la famosa experiencia de Rutherford y Roys, a razón de veinte mil kilómetros por segundo. (J. Perrin, Les Atomes, pág. 270).

Efectivamente, si el diámetro calculado del corpúsculo es un tercio de diez billonésimo de centímetro, aquél pondrá con la velocidad antedicha, cerca de cuarenta minutos para recorrer un centímetro, o treinta y seis días para hacer un metro, siempre que no halle obstáculo alguno. Pero la observación demuestra que hallará obstáculos a cada paso y que, prácticamente, se detendrá a los pocos centímetros, sistematizándose hasta el advenimiento de un nuevo episodio libertador. Nuestro sistema, relativamente a su tamaño, puede hallarse en un estado semejante de libertad en el seno del espacio cósmico. Si tal fuere, no llegaría nunca, porque no tendría cómo ni adónde, y su espacio sería forzosamente finito.

Si la capacidad de este espacio nos parece infinita, ello proviene de que es inconmensurable. Podríamos llegar tal vez a formularla con un número, pero este número nos resultaría inconcebible. Nada diría a nuestra convicción sensible, careciendo, así, de significación cuantitativa.

De aquí también que en lo relativo a magnitudes, nuestra comprensión dependa esencialmente de la conmensurabilidad. Solo es comprensible lo conmensurable con algo ya comprendido. El primer intento espacial en la materia, pertenece a la cosmogonía hesiódica y constituye un prototipo: "un yunque que cayera del cielo, tardaría nueve días y nueve noches en llegar a la tierra". Nuestros astrónomos conmensuran también las prodigiosas distancias interestelares que podemos calcular pero no comprender, a otras magnitudes y tiempos más comprensibles. Así el mega-kilómetro es un millón de kilómetros; el año-luz, que podría denominarse luán para mayor diferencia, a más de la eficacia monosilábica, representa el trayecto recorrido por la luz durante un año, O sea 9.45 trillones de kilómetros. El parsec o secpar (palabra formada por las abreviaturas de paralaje y de secundus) equivale a la distancia que revela una paralaje de 01": doscientas mil veces la distancia de la tierra al sol, o 3.25 años-luz o 30.8 trillones de kilómetros. El siriómetro representa un millón de veces la distancia de la tierra al sol. Unidades necesarias para acercarse a una relativa comprensión, pues en efecto, los trillones de kilómetros ya nada nos significan. La misma velocidad de la luz, tomada como unidad fundamental en la teoría de Einstein, aun bajo el concepto del maximum, no es la mayor conocida en el universo; pues en ciertos cometas cuyo núcleo ha pasado a menos de trescientos mil kilómetros del sol, con una velocidad de quinientos cincuenta kilómetros por segundo aproximadamente, la distancia de la cola a doscientos millones de kilómetros, revela que las partículas cometarias más distantes llevan una velocidad superior a trescientos cincuenta mil kilómetros por segundo. Quizá esto comporte más adelante la corrección de alguna deficiencia parcial de la teoría, que seguramente ha de rectificarse más o menos pronto, sobre el concepto cada vez más riguroso también, de la superficie de curvatura constantemente variable.

Verificada en el eclipse solar del 29 de mayo de 1919 la ley de Einstein en cuya virtud la luz sería pesada, o mejor dicho, sensible a la gravedad, [1] quedó establecido que el rayo de luz en el espacio no es recto, sino curvo, con lo cual no hay rectas en el espacio de Einstein: superficie de curvatura constantemente variable, según dijimos; de suerte que si recorremos una de ellas en la misma dirección, volveremos al punto de partida.

Ahora bien, en la geometría de Riemann, la recta posee todas las propiedades de los círculos máximos de una esfera euclidiana; pero al mismo tiempo, si esta esfera crece incesantemente en el espacio celeste de nuestra impresión inicial, tiende, según lo demostró Lobatschewsky, a confundirse con el plano euclidiano.

El rayo curvo de luz sería la recta de Riemann, que creciendo como radio, nos daría la horisfera de Lobatschewsky: prácticamente un plano, y desvanecería el espacio esférico intuitivo, señalándole, no obstante, una finitud.

Sitter, a su vez, cree que la luz tardaría más de treinta millones de años en volver a su punto de partida: tiempo que multiplicado por la velocidad de aquélla, o sea la velocidad máxima invariable, según la doble comprobación de Michelson y Morley, y de Einstein, daría en cifras un círculo máximo: vale decir, el tamaño del espacio. Siendo la velocidad de la luz trescientos mil kilómetros por segundo, el producto indicado expresará una magnitud tan inconcebible y tan inaccesible como el fondo del espacio intuitivo, lo que no valdría la pena en realidad, si no fueran sus consecuencias enormes. La inferencia por defecto material comporta una humillación resignada o fatalista. La comprobación por el cálculo es un triunfo de la razón humana, mediante el cual, y en cierto modo, se supera a sí mismo el hombre.

Por esto los iniciados griegos decían que en nosotros habita un espíritu solar: el Prometeo revelador del fuego, o generalizando, la mente, encadenada por la insuficiencia de los sentidos. Libertarlo es poner en acción su potencia desproporcionada con los medios sensibles, tendiendo así a crear, por medio de la experiencia inteligible y del raciocinio, la necesidad de nuevos modos de percepción, que un día quedará fisiológicamente satisfecha. Por lo que ya sabemos, podemos inferir que el nuevo sentido será de penetración centrípeta, y que nos dará por transparencia otra impresión y otra noción de la forma. Hoy mismo apreciamos visualmente el volumen mediante una experiencia educadora que nos revelan los ciegos devueltos a la vista. Con el nuevo sentido adquiriremos la estereognosis de adentro afuera.

Mucho antes que esos griegos, en lo remoto de un pasado sin historia, los arios de la India habían calculada a su vez la duración de los períodos de manifestación del universo, cuya existencia consiste, según ellos, en estados de actividad: los monvántaras, y otros correspondientes de pasividad o de reabsorción: los pralayas, cifrando dicha duración con cuatrocientos once billones cuarenta mil millones de años.

Ignoramos la experiencia y los cálculos de que se valieron; mas los números que hemos llegado a formar en los dominios de nuestra atomística, oblígannos a mirar con respeto aquel resultado. El no revela que esos altísimos filósofos cuyas especulaciones todavía admiramos, habían concebido también el espacio con tamaño, bajo la noción de tiempo, o sea en su cuarta dimensión: circunstancia preciosa para completar su análisis, pues ese tiempo, inconmensurable como aquella magnitud descrita por el rayo luminoso, es prácticamente la eternidad. Aquellos sabios creían también que tiempo y espacio son dos aspectos humanos de la misma substancia; dos modos psicológicos de adaptación al medio cósmico.

La radiometría agrega por su parte un nuevo elemento precioso a la cuestión, calculando el período vital de los cuerpos, que para el uranio se cifra con seis millones de años: otra noción relativa de la eternidad. El programa de la vida cósmica, en la cual es momento fugaz la nuestra, consistiría en el agotamiento de las posibilidades de esa existencia cuyo término no podemos concebir.

La astronomía moderna ofrécenos otra confirmación importante de finitud.

Nadie ignora que el sondeo estelar iniciado por William Herschel, reveló una ley de distribución de las estrellas en cuya virtud la densidad del conjunto de dichos astros aumenta hacia el plano ecuatorial de la Vía Láctea. El estudio de las velocidades radiales y de los movimientos propios de las estrellas, ha permitido a su vez descubrir una doble corriente estelar inversa, determinada primeramente por Kapteyn, y cuyo análisis, efectuado por Eddington y por Schwarzschild, estableció dos focos galácticos, respectivamente situados en Ofiuco y en Orión. Relacionadas todas estas experiencias, el censo estelar empezado por los Herschel, permite calcular al presente el número total de estrellas del universo entre mil quinientos y dos mil millones: número aproximadamente igual a la población humana de la tierra. Y si reflexionamos que el conjunto de los astros es el universo, y que sus movimientos engendran el espacio, tendremos otra vez una idea perfectamente clara de la ilimitación y de la finitud espaciales. La doble corriente estelar, sin término concebible en relación a nuestros medios de cálculo, describiría una doble recta "riemanniana" cuyo regreso al punto de partida, para nosotros prácticamente infinito, daríanos otra noción del tamaño del espacio.

Así la razón humana viene a ser el principal instrumento de investigación, teniendo ésta por objeto la satisfacción de las condiciones que esa misma razón pone y exige para declararse en estado de certidumbre. Analizado el espacio intuitivo, lo encuentra absurdo, aun cuando es un resultado fisiológico, y lo reemplaza con el espacio abstracto, creación suya que ella misma condiciona. Y de tal modo, y con mucho mayor seguridad y eficacia que la observación y la experiencia sensible, descubrimos nuevos aspectos del universo. Es decir que nuestra mente va reflejando mejor al Gran Todo complejísimo y simultáneo, como si fuera ella un espejo poliédrico cuyas caras descubriésemos gradualmente al razonar el espacio. Las nuevas dimensiones en él son resultados de nuestra lógica; pero como la razón humana forma parte de la armonía universal, que es la proporción causal de la estabilidad del universo, hállase en correspondencia más o menos lejana con todas las partes de este último, como cualquier punto de un organismo con todos los puntos de éste: de modo que la exacta satisfacción de determinadas condiciones racionales, debe corresponder substancialmente a ciertos estados del universo y permitir enunciarlos antes de la comprobación experimental. Pues la certidumbre suministrada por la exacta satisfacción de aquellas condiciones, comporta la revelación de la correspondencia proporcional a que llamamos armonía del universo. Sabemos que esta correspondencia tiene que ser exacta para que constituya la armonía, como sucede en una construcción musical o molecular; con lo que sólo pueden formularla las matemáticas. Ellas resultan, así, la más alta expresión de la razón humana, y constituyen por lo tanto su dignidad suprema. La revelación del universo consiste en el funcionamiento matemático de la razón.

La serie de posiciones en el cóncavo abismal del espacio intuitivo, lejos de engendrar la idea del infinito, constituye una ilusión casi pueril de la impotencia. Fáltame el tiempo para explayar y discutir como me proponía esa idea en que las matemáticas alcanzan la sublimidad. Procuraré tan solo materializar aquella ilusión, recordando un cuento de las "Mil y Una Noches".

El príncipe Diamante (noche 909.ª) encantado por una maga que lo transforma en gamo, halla más bajo un punto del cerco donde aquélla lo aprisiona, y salta el vallado. Pero cuando lo ha hecho, vuelve a encontrarse dentro del recinto que creyó dejar, porque el encantamiento persistía. La ilusión espacial es una prisión análoga.

Nuestro Prometeo encadenado la ha abierto con la irresistible llave de las matemáticas. Pero la empresa de libertarse no ha hecho sino empezar para él. Todavía montan su imponente guardia en el portal los dioses siniestros y los amos malditos.

Antes de concluir, pido que el aplauso de vuestra cortesía se transforme en manifestación de gratitud para el eminente Einstein, el moderno Newton, el nuevo organizador del universo, a quien el nacionalismo, tan torpe en Berlín como en París o en Buenos Aires, obstruyó la cátedra con innoble alboroto — por judío.

Las rotas cadenas que oímos en nuestro canto inmortal, no bastan. Tenemos muchas otras que romper y así lo haremos con todas: con las de hierro y con las de oro...


FIN


EPILOGO

Lista ya la presente tirada, llega de Berlín el siguiente despacho telegráfico que publica La Nación del 30 de enero del corriente año 1921, en su número 17.722, tercera página, primera columna:


LAS TEORIAS DEL DOCTOR EINSTEIN
El tamaño del universo

Berlín, 29 (Associated). — El doctor Einstein ha sorprendido nuevamente al mundo científico lanzando la afirmación de que es posible probar que el universo es finito y aun que puede calcularse su tamaño. En una conferencia que pronunció en la Academia Prusiana de Ciencias planteó la teoría de la relatividad, aplicándola a la ley newtoniana, para calcular la velocidad media de las estrellas en la Vía Láctea. Dijo que si las velocidades verdaderas que son susceptibles de medirse eran menores que las velocidades calculadas, síguese de ello que las gravitaciones verdaderas a grandes distancias eran menores que las gravitaciones exigidas por la ley de Newton y de tal divergencia puede demostrarse lo finito del universo.



  1. Por los astrónomos A. S. Eddington y A. C. D. Crommelin, situados respectivamente, en la isla del Príncipe (Golfo de Guinea) y en Sobral (Brasil). La desviación del rayo estelar, rasante por el sol, debía ser de 1"75 según el cálculo. La doble observación citada comprobó 1"8, con un error supuesto de tres décimos por término medio.