I editar

Valgan verdades, ni vista ni leída por mí, pero en un periódico de Sucre leí que en el archivo del doctor Samuel Velazco Flores existe autógrafa la real cédula de Carlos IV comprobatoria de la presente tradición. Ahora, compadre lector, encienda usted un farolito.

Era Nuño Pérez, a mediados del siglo XVIII, si no hombre de ciencia, por lo menos aficionado a estudios geológicos, arqueológicos y cerámicos, afición que lo arrastró a dar un paseo por las ruinas de Tiahuanaco, dejándose de excavar huacas en la región costanera.

Como es natural, el buen Nuño Pérez perdía su latín, y dábase de cabezadas en su empeño por apreciar la civilización incásica, mediante el examen de los monumentos prodigiosos que a cada paso se le ofrecían en esos restos giganteos de moles de piedra, que parece fábula hubieran podido ser levantados por hombres a las alturas en que se encuentran.

Cabezas simbólicas hechas de una sola pieza y con peso que representa el de muchos quintales, aparecen sobre cumbres de maravillosa altura. ¿Cómo pudieron los indios, no sólo labrar, sino levantar hasta elevación tanta moles tamañas? Los hombres no hemos logrado averiguarlo, y cuanto sobre tales prodigios se ha dicho, no pasa de conjeturas más o menos fundadas o juiciosas. Lo único que está fuera de duda y cuestión, y que la crítica exhibe como argumento en favor de la ya muy generalizada creencia del origen asiático de los pobladores de América, es que entre la estatuaria egipcia y la nuestra existen los mismos rasgos distintivos y peculiares que entre dos hijos de la misma madre. Sin ser completa la semejanza, hay en ellos un no sé qué, un quid divinum, algo que es como el cachet, la marca, el sello de familia. Nadie que contemple un huaco puede impedir que a su fantasía vengan recuerdos de las lecturas que sobre el Egipto y sus artes haya hecho.

Sea de todo esto lo que fuere y poniendo punto a divagaciones que no son de oportunidad, diré que Nuño Pérez, a fuerza de dinero e industria logró transportar a Chuquiabo (La Paz) un enorme monolito o cabeza de piedra, que representaba un rostro de hombre con facciones asaz deformes. Los ojos saltones y los labios gruesos, siendo el inferior menos saliente que el superior, daban a la cabeza el aspecto feroz del hombre colérico, que en un acceso de rabia se muerde el belfo.

Llegada la piedra a la ciudad, no quedó títere que no la viese y palpara, llegando a ser popular creencia que cabeza tan descomunal no podía ser obra de nacidos, sino del diablo en persona.


II editar

Por no sabemos qué quisquillas de buen gobierno, el excelentísimo señor don fray Francisco Gil Taboada, Lemos y Villamarín, caballero profeso de la sagrada religión de San Juan, teniente general de la real armada y virrey de estos reinos de Perú y Chile por Su Majestad don Carlos IV, envió a La Paz a don Adolfo Arias de Londoño, hijo del riñón de Vizcaya, con instrucciones para pesquisar la conducta administrativa del gobernador intendente don Manuel Ruiz y Alcalde. Entre sus instrucciones reservadas traía el pesquisador la de destituir a Alcedo y nombrar reemplazante en caso de resultar plenamente comprobado cierto punto de acusación.

Como es fácil de adivinarse, Arias de Londoño y Ruiz Alcedo se mascaban y no se tragaban, y había entre ambos la de mátame la yegua, que de matarte he el potro. Ni Londoño hallaba resquicio para destituir a Alcedo, ni éste se dejaba coger prenda que motivara en justicia la destitución. Iban de gallo en gallo.

Pero antojósele una tarde a un mozalbete, que sus motivos tendría para no querer bien al gobernador intendente, echar a correr la especie de que su señoría había dicho, contemplando el monolito:

-¡Caracho! ¡Vaya una semejanza de mil demonios la que encuentro entre este monolito y la cara de ese bellaco hideperra de don Alfonso! ¡Para mi santiguada, si el uno no es retrato del otro!

El dicho pasó como un susurro y de boca en boca; mas por la noche ya era un coro general en la ciudad de La Paz que el intendente Ruiz Alcedo aseguraba que el monolito y Arias de Londoño se parecían como dos gotas de agua.

La cosa llegó, a la postre, a oídos del mismo don Alfonso, que se enfureció como berrendo con rehiletes de fuego, y sin más averiguarlo, destituyó en el acto al gobernador intendente. Y aunque en su pliego de instrucciones se le prevenía que llegado ese fatal caso nombrase para el cargo a uno de los vecinos más caracterizados, don Alfonso se dijo: «Gato el que posee», y se nombró a sí propio. Aquí era el trance de decir con el obispo Palafox, atendiendo a la incompetencia de Arias de Londoño para desempeñar el puesto:

 Marqués mío, no te asombre
 ría o llore, cuando veo
 tantos hombres sin empleo,
 tantos empleos sin hombre.


A Ruiz Alcedo le supo el desaire a rejalgar con vitriolo; y sin hacer escala en el Palacio de Lima, ocurrió directamente con la queja a Su Majestad don Carlos IV. Parece que en la corte de Madrid contaba su merced con buenas aldabas y mejores aldabones.

Francamente, me gusta el sujeto por lo expeditivo y por lo que tiene de parecido a mí. Nunca me encomiendo a los santos, por mucha que sea la fama de milagreros que disfruten. No aguanto aduanillas intermediarias y me voy derechito a Dios, que todo lo puede cuando le viene en gana querer concederlo todo.

Convencido el monarca de lo injusto y arbitrario de la destitución, expidió en 1793 una real cédula disponiendo que, en castigo de lo abusivo de su conducta, fuese Arias de Londoño conocido en adelante, no con este nombre, sino por el de Alfonso Arias del Monolito.

El pueblo de Lima, siempre listo para jabonar a los magnates, dio en llamarlo el tío Monolito, y el señor pesquisador se quedaba tan fresco como este servidor de ustedes, a quien nada le va ni le viene con el mote o apodo.